Neil Jordan logra unificar con este film elementos que ya había explorado en sus anteriores trabajos (Entrevista con el vampiro y El juego de las lágrimas). Por un lado, nos encontramos con un relato de amor imposible. Algo que se insinúa pero nunca se muestra hasta el final hace que los amantes no puedan estar completamente juntos. Por el otro lado, Jordan retoma los relatos fantásticos al centrar su película en una leyenda nórdica: las selkies. Annie, la hija discapacitada de Syracuse (Colin Farrell) está convencida de que la mujer que su padre sacó del agua inconsciente, Ondine (Alicja Bachleda), es una mujer-foca, según la mitología nórdica. Varios indicios como la falta de memoria, el hecho de que atrae con su canto a los peces, que se siente más cómoda en el agua que en la tierra, y que se esconde de los hombres del pueblo, hacen que como espectadores creamos en parte este relato fantástico que propone el director. Nos identificamos con la mirada de la niña y leemos estos signos como la posibilidad de algo mágico en un universo crudamente real (la niña con fallas renales, el padre es un pescador pobre y alcohólico, igual que su ex esposa) Jordan trabaja desde la ambigüedad, que es fundamental para los relatos míticos. Sin embargo, esta vaguedad no se mantendrá hasta al final, lo cual es una pena, porque allí radicaba la fuerza de esta historia de amor. Finalmente lo real hace añicos la fantasía: lo mágico no puede cohabitar donde el pensamiento racional trata de dar una explicación que cierre de manera perfecta. La propuesta inicial de que ambos mundos coexistan, queda anulada al oponer ‘bandos’: la explicación racional y más cruda es la que se dan los adultos, y la mítica queda como el punto de vista de la niña. Esta división tan binaria pulveriza la posibilidad de un final más abierto e incierto. En cuanto a los aciertos, el director irlandés sitúa el relato en su tierra natal, logrando un ritmo único, ya sea por la musicalidad de las palabras de los actores, ya sea por ese paisaje inhóspito y a la vez encantador, ya sea por la banda de sonido de Kjartan Sveinsson y el tema de la banda irlandesa Sigur Rós, “Takk”. Lejos de Hollywood, se toma su tiempo para presentar a los personajes, mostrando su parte más humana y también más bestial. En este sentido, el mito de una mujer-animal, es por un lado, una bella metáfora acerca de la dualidad humana y por el otro, una apuesta a la creencia de que cosas fantásticas pueden suceder en lugares y seres olvidados de la mano de Dios.
Fotos Los ojos de Julia tiene la promesa de ser una producción de Guillermo del Toro, aquel que nos estremeciera con sus películas de género fantástico/terror como El espinazo del Diablo (2001) y El orfanato (2007). De esta última también heredamos la actuación de Belén Rueda en el doble rol de Julia y Sara. Y si de herencias hablamos, hay que decir que el film de Guillem Morales tiene no pocos puntos de contacto con Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960). Julia llega a la casa de su gemela Sara guiada por un presentimiento y acompañada por su esposo Isaac. Allí, se encuentra con que Sara se ha quitado la vida (aunque nosotros como espectadores sabemos que esto no es así) y convencida de que esto fue un asesinato, comienza una pesquisa para descubrir la identidad del supuesto novio de su hermana. La historia es bastante simplona, aunque habrá unos giros pensados para complicar la trama, pero en líneas generales tiene la estructura de un policial: hay que descubrir la identidad del asesino antes de que mate a la protagonista. Lo interesante es el juego con los puntos de vista, ligada por un lado a la temática del film – las hermanas padecen una enfermedad degenerativa y que las deja ciegas- y por el otro a asociar los saberes del espectador con los de Julia. Hay un solo momento donde sabemos más y es el comienzo del film: alguien mató a Sara, y entonces donde Julia tiene sospechas y los demás personajes escepticismo, nosotros tenemos certezas. Pero luego esta ventaja desaparece y, al mejor estilo hitchcockiano, se homologan los puntos de vista y saberes de Julia a los nuestros. Como una suerte de Casandra, Julia denuncia que hay un asesino tratando de ocultar sus huellas pero nadie le cree. El film mantiene al espectador en su butaca hasta el final, lo cual es lo mínimo indispensable en esta clase de género, pero es poco original en su resolución. Por otro lado, hay un afán de explicarlo absolutamente todo, de no dejar cabos sueltos, de que cada personaje aparecido en pantalla tenga algo que ver en la trama, lo cual hace que el guion se complique innecesariamente. Los mejores momentos son aquellos donde se juega con lo ominoso, como la escena en el sótano entre Julia y Créspulo, donde éste le habla de las personas sombra. Sin la genialidad de Del Toro, pero con algunos aciertos propios de sus films, Los ojos de Julia, valga el juego de palabras, se deja ver.
La revelación es una película que habla sobre muchas cosas, todas relacionadas con la religión. Fundamentalmente es acerca de la dicotomía entre el Bien y el Mal y cómo el camino hacia ambos está determinado por el libre albedrío. Robert de Niro interpreta a Jack Mabry, un hombre odioso –especialmente con su esposa, interpretada por la genial Frances Conroy (Flores rotas, 2005)- quien tiene por trabajo evaluar psicológicamente a los presos antes de que les den su libertad condicional. Cuando está a punto de jubilarse toma un último caso: Gerard ‘Stone’ Creeson (Edward Norton). Para salir de la cárcel, Creeson apela a los encantos de su esposa Lucetta (Milla Jovovich), para que seduzca a Jack y lo convenza de dar un buen reporte. Jack sucumbe a los encantos de esta mujer, quien de manera bastante burda está asociada al diablo (viste de rojo, ofrece a Jack un huevo (¿manzana?) que se convierte en la ofrenda del fruto prohibido, al hacer el amor se la muestra de espaldas y su columna asemeja el corcoveo de una serpiente). El film está atravesado por los diez mandamientos, y mientras el personaje de De Niro va descendiendo por la espiral de la perdición (codicia a la mujer de su prójimo, es adúltero y va perdiendo la fe en su dios) Norton tiene una revelación al presenciar el asesinato de un convicto y se siente cada vez más cercano a Dios. John Curran va construyendo el relato de manera meticulosa, llevando a cada personaje al punto máximo de tensión. El cuadro general del film se completa con pequeños situaciones donde no hay diálogo, pero la carga simbólica es fundamental: como la radio siempre prendida en una estación que habla sobre los evangelios, o las cenas entre Jack y su esposa, o la meditación de Creeson. Un film que por momentos marea al espectador con tanta parábola religiosa, pero que básicamente habla de que la diferencia entre el bien y el mal es un asunto de elecciones. Dios nos ha abandonado a todos y es cuestión de cada uno dónde lo encuentra.
Dulce espera nos relata dos años en la vida de Valeria Quiñelén, una chica que vive en los márgenes de Bariloche, y que queda embarazada de su novio, quien está preso por robo. La propuesta de Linares es jugar con los límites entre el documental (los personajes viven realmente las situaciones relatadas: un hijo preso, una madre evangelista, una novia embarazada) y la ficción (uso de elementos narrativos como un flashback). Ahora bien, el problema de Linares en esta hibridación, es que su marca como narradora queda virtualmente borrada. Y es precisamente esta decisión lo que más molesta del film. En primer lugar porque todos los trabajos que se están desarrollando sobre documental y ficción ponen el énfasis en que ambos son una construcción y por lo tanto esa huella narrativa del director debería cobrar importancia, y no al revés. En segundo lugar, por la temática tratada: la intención de mostrar a una familia marginal en una ciudad que generalmente se asocia al turismo y a un paisaje natural de ensueño, no es inocente. Y si no es casual, y está pensada como una crítica – como algunos planos de las familias de clase media “yendo de shopping” lo sugieren- entonces irrita aún más esa otra intención de que parezca como que la película “se cuenta sola”, que no hay una cámara puesta en allí en la intimidad de la vida de Quiñelén, mientras se baña, mientras se cambia, mientras habla con las amigas y el novio. Laura Linares elige lo menos atractivo de la ficción –el ocultamiento del dispositivo- y lo fusiona con la visión menos atractiva de lo que un documental pretende ser – una mostración de lo Real. Y en ese acto pierde sinceridad.
Este jueves el acontecimiento es el estreno de la última película de Giuseppe Tornatore. La más reciente película de Giuseppe Tornatore es un viaje. Un periplo por los recuerdos de su tierra natal, la misma que da nombre al film. En este sentido es que se juega permanentemente con cierto realismo mágico, con una realidad transformada por el paso de los años, y luego representada en la gran pantalla. Baaría nos lleva por la vida de Peppino Torrenuova (Francesco Scianna), desde finales de la Segunda Guerra mundial hasta los ’70 y un poco más. Pero lejos de armar una narración clásica sobre un personaje, Peppino sería el catalizador de los recuerdos de Tornatore, la excusa para encarnar los ritos de pasaje. Así, lo vemos crecer y enamorarse, casarse, ganar hijos y perder padres, luchar desde las filas del comunismo por su ideal de sociedad. Pero es una excusa en tanto que lo que articula todas las historias-recuerdos es la ciudad siciliana. Cuando apoyado por el Partido viaja por el mundo, el relato se queda en el pueblo, en su familia. Baarìa está cargada de metáforas: los huevos que se rompen a lo largo de la película son batallas perdidas, son desilusiones en este mundo cuasi onírico; las serpientes son augurios de muerte; una mujer adivina que es igual a la abuela de Mannina (Margareth Madé), la esposa de Peppino; una mansión plagada de estatuas de hombres que parecen monstruos y monstruos que parecen hombres… Son esas metáforas, esa suerte de surrealismo tornatoriano la mejor apuesta del film. No es una película que conmueva hasta las lágrimas como la aclamada Cinema Paradiso, pero aún así hay una nostalgia implícita sobre aquello que fue, o que creíamos que iba a ser y resultó de otro modo. Baarìa nos dice en lenguaje cinematográfico lo que John Lennon le dijo a su hijo a través de la música: “la vida es lo que te pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes”. Parece casi una obligación de los grandes hacer en algún momento de sus vidas una autobiografía donde nos muestran a través de sus films que mientras el hombre trata de cambiar el mundo, el mundo cambia solo.
La última animación de Disney vuelve, afortunadamente, a los cuentos de hadas. La última animación de Disney vuelve- afortunadamente- a los cuentos de hadas. Y así se suma a la larga lista de princesas de Walt (Blancanieves, Cenicienta, Jazmín, Ariel, Pocahontas…) la joven Rapunzel (con voz de Mandy Moore). La niña tiene un extraño don en su blonda cabellera y es que si canta, su cabello se ilumina y tiene el poder de rejuvenecer y hasta salvar la vida de alguien. Una malvada bruja la secuestra para conservar su belleza por siempre y, haciéndole creer que es su madre, la encierra en una torre so pretexto de que es por su propio bien. Ni hace falta decir que los creadores de estas fantasías manejan al dedillo lo que Propp había descubierto a principios del siglo XX: las funciones de los cuentos populares. Las 31 funciones del héroe se reparten entre la joven Rapunzel y su compañero, Flynn Raider. El joven, al igual que sucedía en Aladín, es un ladrón que accidentalmente conoce a la princesa desconociendo su verdadera identidad. La serie de funciones como el alejamiento del hogar, el ayudar al antagonista sin saberlo, el recibir algún tipo de ayuda mágica y el retorno al hogar se van sucediendo de manera impecable, encadenadas por la archiconocida fórmula de Disney de números musicales y segmentos de humor, con una dosis justa de cada uno en los momentos precisos. Como vienen haciendo desde 1937 con su animación Blancanieves y los siete enanitos, los estudios Disney trabajan con la premisa de la tragedia griega de que las familias de la realeza son una especie de síntesis de los valores de la sociedad. Claro, de la sociedad capitalista occidental: los reyes son buenos y generosos y un malvado opositor les aleja a su amado heredero, haciendo peligrar la estabilidad del reino. Todo el relato es una búsqueda por volver al status quo. Ciertas ideas conservadoras como las habilidades femeninas en las tareas hogareñas se mantienen, pero sazonadas con una pisca de humor. Luego de la autoparodia de Encantada, nosotros sabemos que ellos saben que ya no se sostiene. Lo que mantiene vigente a estos relatos es el aggiornamiento en términos del lugar que ocupa la mujer en la aventura quitándole el protagonismo al héroe masculino, quien pasa a ser un mero ayudante y no el Salvador. Ahora las chicas nos rescatamos solas. En este sentido, Enredados funciona a la perfección y se perfila como un nuevo clásico, conjugando lo viejo y lo nuevo, lo cómico y lo trágico.
Sylvain Chomet sigue eligiendo un modo de relatar donde las palabras sobran Dos cosas se pueden decir con certeza de L’ilusionniste: que claramente es una historia de Tati y que sin dudas la cuenta Chomet. El espíritu de Jacques Tati, que ya se vislumbraba en el anterior film de Chomet, Las trillizas de Belleville, recorre toda la animación. No solamente porque el personaje principal sea él mismo, el mago Tatischeff, sino por cierta atmósfera romántica en la que el pasado se escurre, hasta casi desaparecer, fascinados todos por una modernidad ruidosa y consumista. En medio de estos cambios- a nivel mundial- Tatischeff recorre el orbe tratando de vivir de su arte. Hasta que llega a Escocia y conoce a una jovencita que, embelesada por sus actos de magia, decide seguirlo. En una contradicción propia de la mentalidad capitalista, Tatischeff deberá cada vez hacer cosas menos relacionadas con lo mágico para mantener la ilusión en la niña de que las cosas materiales que ella desea poseer se pueden obtener por arte de magia. De igual manera, el espíritu de Chomet también está muy presente: la relación con los animales (en Las Trillizas… era el perro Bruno, aquí es el conejo), la mirada no del todo simpática sobre los niños (no son los personajes más queribles dentro del universo Chomet), las ciudades plagadas de personajes consumistas, elitistas y hostiles. Sylvain Chomet sigue eligiendo un modo de relatar donde las palabras sobran y la mera mímica de una sonoridad alcanza para hacernos entender el mensaje. Sin embargo, a diferencia de su anterior animación, la música incidental ocupa todo el metraje. Los estados de ánimos del espectador son manipulados principalmente mediante el uso de la música. Contrariamente a Las trillizas…- donde el recuerdo inmarcesible que el niño tenía de su abuela hacía que los personajes fueran extraordinarios, heroicos, improbables- aquí, los protagonistas son mucho más realistas. La dura realidad del artista que ya no tiene lugar dentro del mundo del espectáculo (el mago, el payaso, el ventrílocuo, el trapecista, “casualmente” todos artistas que son asociados a la marginalidad del circo ambulante) es representada sin el velo encantador de la nostalgia. Paradójicamente, El ilusionista es un recorrido por el mundo de la desilusión.
El inmortal está construida siguiendo el modelo de otros grandes relatos de mafiosos que se han realizado en la historia del cine: principalmente, El padrino y Buenos Muchachos. Y está bien. Si vamos a copiar a alguien, mejor que sea a Coppola y a Scorsese. Esta película francesa sobre mafiosos se basa en el mismo principio que tenía Don Corleone: el hombre puede violar la ley, pero existen ciertos pricipios que son sagrados. La familia es el más importante, junto con la lealtad de los amigos. Claro, los amigos ya no son lo que eran antes y tratan de matarlo pegándole 22 balazos. La fórmula, por otro lado, no falla. En el sentido de que al mejor estilo Kill Bill, Jean Reno irá matando uno por uno a sus enemigos, utilizando la marca personal que lo caracteriza: un balazo al pecho y otro a la cabeza. De este modo casi geométrico se desarrolla la película, plagada de escenas de acción muy bien construidas. El relato lo completa la mujer policía –Marina Foïs- encargada de encontrar a los mafiosos y apresarlos (no sólo porque es su trabajo, sino porque su esposo fue asesinado por estos mismos hombres poderosos). Y ésta es una de las marcas del cine francés. Si la película fuese norteamericana, probablemente el policía sería hombre, pero los galos construyen una figura femenina fuerte, sola en un mundo de hombres, sin por ello volverla insensible. Ella es de alguna manera el doble de Reno. Uno, el inmortal, es el hombre fuera de la ley que trata de encontrar su camino de regreso. El otro, la policía, es la voz de la ley y se encuentra en la disyuntiva de violarla o no. En estos caminos inversos es donde se cruzan y empatizan. Si hay algo que queda claro en El inmortal es que la célebre frase “no es personal, son sólo negocios” ya no aplica, y que todos se toman de manera muy, pero muy personal el hecho de que los quieran matar.
La reunión del diablo es un film de Night Shyamalan aunque no lo dirija él. Posee todos los elementos que atrapan de sus films, y también todas sus fallas. La historia es la más sencilla del planeta: cinco personas quedan encerradas en un ascensor, y una de ellas es el diablo pero no sabemos quién es hasta el final. El detective Bowden, un escéptico que está atravesando una crisis personal tras el asesinato de su familia en un accidente de tránsito, debe sacarlos de allí con la ayuda de Ramírez, un guardia de seguridad ultracreyente en lo místico. Todos tienen un antecedente criminal que los hace sospechosos, pero todos parecen tener sus vidas encauzadas y ser víctimas de un acto de maldad. Como en muchos de los films de este director anglo-hindú, el tema del relato oral es fundamental: tomando elementos de los relatos míticos, Shyamalan juega siempre con la idea de una historia ancestral conocida por todos pero ya casi olvidada en tiempos modernos. Este relato popular viene a dar cuenta de momentos en donde el hombre todavía creía en lo mágico y por lo tanto estaba más equilibrado. En este sentido, hay que aceptar que el universo de sus films tiene elementos sobrenaturales que no se pueden discutir si queremos entrar en el verosímil de la historia. Aquí sería que Dios y el Diablo existen, y que éste último puede materializarse antropomórficamente. Otra característica del director de Sexto sentido y La aldea, es su manejo del suspense. Tenemos retazos de información incompletos que nos mantienen a la espera de completar el cuadro general. Como decía Hitchcock, el maestro del suspense, la clave está en que el espectador tenga más información que los personajes sobre lo que les va a ocurrir y no pueda advertirles de la desgracia. Al mismo tiempo juega, en sentido inverso, con el hecho de que están sucediendo eventos de los que el espectador no tiene conocimiento. El recurso más utilizado para escamotear información es el de la oscuridad. La luz se apaga y el sonido sugiere el horror que no podemos presenciar. No es un film con grandes efectos especiales, y ciertamente no debe haber costado mucho dinero su realización: después de todo son cinco actores encerrados en un ascensor. Pero es por eso que podemos decir que es un film de S. Night Shyamalan, porque el atractivo está puesto en su historia. Al respecto, no hay fallas en la construcción de sus guiones: nos lleva de las narices para donde él quiere y sólo al final nos devela la clave. La reunión del diablo bien podría ser una novela de Agatha Christie, con esos finales efectistas donde todos son posibles culpables pero el menos pensado siempre es el asesino. Plagado de fórmulas ya vistas, el film igual funciona. Los norteamericanos tienen una expresión, que funciona de mil maravillas en relación a los géneros, cuya traducción sería algo así como “para qué arreglarlo, si no está roto”.
Hay películas que miran al pasado y otras que miran al futuro. Villa Amalia es de las primeras. Entre muchas películas que optan por trabajar desde el posmodernismo, Jacquot nos construye un relato propio de la modernidad, donde el énfasis está puesto en las metáforas visuales: la construcción de los espacios como un espejo de la vida interior del personaje que está en pleno proceso de cambio. Anne (interpretada por Isabelle Huppert: Ocho mujeres, La profesora de piano) es una pianista que descubre a su marido dándole un beso a otra mujer. Este hecho detona un proceso de transformación casi irracional: deja su profesión, vende absolutamente todo, le deja la plata a un amigo con el que se reencuentra la noche en que presencia el beso, se cambia el look y parte casi con lo que lleva puesto a un pueblo a orillas del mar. Allí experimenta una vida diametralmente opuesta a la que llevaba, tanto en el sentido del confort (pasa de un piso iluminado y lujoso en el centro de la ciudad a una especie de cabaña-cueva sin electricidad) hasta cambiar sus preferencias sexuales. Un film que abre interrogantes, pero nunca los cierra del todo. Un cine que apela a lo sensorial y a la capacidad del espectador de armar las piezas del relato con la poca información que se ofrece, y que siempre es ambigua (¿un trauma del pasado, una enfermedad del presente?). Una película con un modo de relatar propio del cine francés, que parecía perdido pero que, cada tanto, regresa.