Johnny Depp volvió a trabajar. Dejó de lado los tics y muecas de Sparrow, Mortdecai, El Llanero Solitario y demás criaturas con rasgos de comedia y compuso un personaje en “Pacto criminal”. El punto de partida para la tercera película de Scott Cooper fue el libro “Black Mass”, de Dick Lehr y Gerard O’Neill, dos periodistas que interfirieron en la carrera criminal de James “Whitey” Bulger, el “más notorio jefe de la mafia de los Estados Unidos”, según otro trabajo de estos autores. El guión apela a una trama de lealtades, traiciones, códigos y honor, pero sobre todo es una historia muy bien contada hasta el último minuto de sus intensas dos horas (los créditos del final son un plus que no debería dejarse pasar). La historia comienza en los 70 y continúa hasta los 80 (mención especial merecen el diseño de producción, la banda de sonido y el elenco en su totalidad, dirigido con rigor por Cooper). Depp interpreta a Bulger, el jefe del crimen organizado irlandés en Boston. Bulger encuentra una oportunidad en su amigo de la infancia, un oficial del FBI, que lo involucra como informante en la lucha contra la elusiva facción mafiosa de origen italiano. Se trata de una alianza de mutua conveniencia: el agente logra reconocimiento en su carrera gracias a los datos de Bulger, y Bulger manipula al agente y a la situación de tal forma que se queda con el monopolio de todo negocio ilegal.
El director Marcelo Páez Cubells apeló en su segundo filme a una trama policial clásica. Se trata de la historia de Mateo (Benjamín Vicuña) y Trini (Sabrina Garciarena), dos enamorados que llegan a Buenos Aires desde España por pocos días. Luego de un muy idílico comienzo de la estadía, comienza la pesadilla. Ocurre cuando ambos son secuestrados, y Mateo es obligado a llevar cocaína a Europa a cambio de salvar a Trini. El jefe de la banda es Eric, a cargo de Carlos Belloso, quien había protagonizado “Omisión”, la ópera prima de Páez Cubells. El villano que en la primera película era un asesino serial, ahora deviene en un refinado narcotraficante. Pero Mateo tiene sus propios planes y encuentra ayuda en un policía interpretado por Germán Palacios, en su regreso al cine después de cuatro años. Páez Cubells es un fan del género que, además de director, fue el guionista de “Boogie, el aceitoso”, adaptación al cine del personaje creado por Fontanarrosa. A diferencia de “Omisión”, en la que acentuaba la acción, el ritmo y la intriga, en “Baires” apostó al suspenso y la mesura para abordar la premisa con la que se promociona el filme: “¿Cuán lejos llegarías por amor?”. Esta nueva incursión en el género encuentra su contrapeso en algunas actuaciones y personajes secundarios de conductas funcionales a la trama, aunque sin la necesaria verosimilitud, y que contrastan con una producción cuidada y las buenas intenciones del director.
Hace unos cuantos años Tom Wolfe escribió “Lo que hay que tener”, un reportaje fascinante que se vincula con “Misión rescate”. Aquel libro cuenta el origen de la carrera espacial y quiénes fueron sus héroes, desde Chuck Yeager hasta los primeros astronautas. Lo que hay que tener, dice Wolfe, es coraje, inteligencia, ingenio, la cabeza fría y humor para afrontar lo que venga, y por supuesto, un poco de locura. “Misión rescate” comienza con el conflicto en el primer minuto: cómo un astronauta es abandonado en Marte por el resto de la tripulación luego de que es dado por muerto tras una violenta tormenta. En el viaje de regreso de la nave a la Tierra sus compañeros se enteran que sobrevivió. Y el director Ridley Scott le pone tanto suspenso al resto de la película como para mantener la atención del espectador por más de dos horas. ???Aquí no hay aliens ni futuros distópicos. Solo un hombre tratando de sobrevivir a 80 mil kilómetros de la Tierra -sin agua ni oxígeno y con alimentos racionados- hasta que, tal vez, venga a salvarlo una comandante (Jessica Chastain) que también tiene lo que hay que tener. Parte del mérito es del libro original en que se basa el filme, de un guión con algunas frases memorables y del trabajo de Matt Damon como Mark Watney, un personaje que sabe que puede morir o vivir, y que el desenlace también depende de sus decisiones. Que tiene lo que hay que tener.
Lo mejor que logró la directora Barbara Meyers en este regreso al cine después de varios años es la originalidad en la relación de los personajes. Ellos son un jubilado con nada de ganas de permanecer inactivo (Ben, a cargo de Robert De Niro) y ella es Jules (Anne Hathaway) una ejecutiva adicta al trabajo que montó de la nada una exitosa empresa de venta de ropa on line. En su ámbito laboral todo es tecnología e innovación, juventud, perfeccionismo, y control absoluto de todo el proceso de comercialización, desde la atención de los clientes hasta el modo de embalar los pedidos. El -que llega a la compañía como parte de un programa de inclusión de adultos mayores- es igual, pero de la vieja escuela: lapiceras y agendas, en lugar de laptops, sacos a medida y corbatas, attachés, discreción, puntualidad y eficiencia, y siempre un pañuelo a mano, “el último gesto de caballerosidad para ofrecer a una mujer”. El conflicto llega, paradójicamente, cuando la empresa va demasiado bien: se expanden a un ritmo tan vertiginoso que Jules no puede mantener todo el proceso bajo control. Cuando sus circuitos de alta velocidad comienzan a fallar allí entra en juego el analógico Ben y su experiencia, su mesura y su sabiduría, y sus famosos pañuelos. Meyers construyó una comedia amable, nada pretensiosa, muy bien producida, con un relato más bien lineal, pero lo montó de una forma tan eficaz, con una producción impecable, en el contexto cool de Brooklyn y puso al frente a dos actores que no necesitan nada más. De Niro, con más gestos que palabras, muestra una vez más por qué es quién es, y Anne Hathaway lo acompaña con convicción y se pone a la par del legendario actor que le tocó como coprotagonista.
“La Iglesia debe ser como un hospital de campaña”. Para quien siguió la llegada de Jorge Bergoglio al Vaticano, esa frase puede sonar conocida. Y es una de las más impactantes entre las muchas que expresó el cura porteño ya como Papa Francisco. Algunos otras expresiones que pasaron a llamarse bergoglismos son signos de un estilo directo que le dio popularidad instantánea. Tanta como su primera -y visionaria- actividad oficial: la visita a la isla de Lampedusa, destino de miles de inmigrantes, muchos muertos en el intento de llegar a Italia por el mar. El papado de Bergoglio está lleno de hechos contundentes -su encíclica sobre ecología, sus decretos para agilizar los trámites de disolución del matrimonio, su iniciativa sobre el aborto, su carta apostólica contra el blanqueo, la financiación del terrorismo y la proliferación de armas de destrucción masiva, el impulso a la investigación de las finanzas del Vaticano y los casos de abuso dentro del clero, sus visitas a cárceles italianas, entre muchísimos más. ???Estas decisiones tienen una potencia comunicadora revolucionaria para un jefe de Estado como es Bergoglio, para el líder religioso de 1.200 millones de católicos, y para otros millones que no lo son, pero que lo respetan: la un Papa que, diría él, no “balconea” la vida y demuestra su compromiso con los problemas urgentes y con los más rezagados en la pirámide social con hechos. Y así también fue Bergoglio antes de ser Francisco. El director Beda Docampo Feijóo, a partir de un libro de la periodista Elisabetta Piqué, construyó un relato como una sucesión de imágenes que evocan su vida antes del ser Papa, sus gestiones ante el gobierno militar para reclamar por el paradero de sus compañeros jesuitas, su ayuda a perseguidos por la dictadura, y el acceso final del “padre Jorge” al papado. La magnitud del biografiado y su posterior obra como Papa y sus muchas aristas (“Hay algo que Dios no sabe, y es qué hay en la cabeza de un jesuita”, dice uno de los personajes de la película) por momentos eclipsa el costado íntimo del hombre. ???No obstante, eso no invalida las buenas intenciones del director ni el resultado de este acercamiento a una figura interpretada sólidamente por Darío Grandinetti. Con material de archivo, partes ficcionales y con el punto de partida de la investigación de Piqué, la película cuenta con un cuidado diseño de producción y un elenco que acompaña a Grandinetti con convicción, aún en los personajes secundarios.
A Marcos Carnevale le gustan los personajes que se desmarcan. Los distintos, heridos, engañados, inconformistas, con alguna pincelada de desolación, pero siempre vitales. Los contextualiza en en una atmósfera de comedia y drama, y los describe con humor y profunda compasión y empatía. Así lo hizo en su primera película, “Almejas y mejillones”, y continuó con “Elsa y Fred”, que tuvo su versión en Hollywood. “Anita”, “Viudas” y “Corazón de León”, cuya remake se filma en Francia, siguieron en esa línea. Y es coherente en “El espejo de los otros”, donde, además, sugiere que los lazos con sus actores trascienden de lo profesional a lo personal al convocar a algunos artistas que lo acompañan desde el comienzo de su carrera como director. ???Si antes se concentró en historias más costumbristas y cercanas, en los cuatro episodios de “El espejo?” se interna en un ambiente surrealista, desde el espacio escenográfico magistralmente resuelto, hasta el tipo de relación que entablan algunos personajes. Son cuatro segmentos independientes unidos por el hecho de que transcurren en un restaurante extravagante, sofisticado y algo decadente que funciona en una catedral en ruinas, dirigido por dos hermanos igualmente excéntricos. ???Son cuatro historias unidas por la idea del fin de un ciclo: los negocios turbios y la corrupción de las relaciones fraternas, el amor y la pérdida. No hay en este caso la frescura de filmes anteriores, sí ironía, aunque una ironía por momentos oscura. Pero no es para sorprenderse. Ya lo dijo Carnevale, la vida no suele ser una fiesta en continuado. Y ahora vuelve a mostrarlo con una fuerte impronta teatral e introspectiva, en este trabajo que enfoca con lupa los altibajos que supone vivir.
Un inglés rescatando del pasado una serie clásica estadounidense de espías; un estadounidense haciendo de ruso, un inglés haciendo de estadounidense y una polaca como una sofisticada villana italiana, todos en medio de una historia durante la Guerra Fría, y por supuesto, peleando por el control de una bomba atómica. Eso solo ya podría ser un punto de partida de una comedia de enredos. Pero no. Es el elenco de “El agente de Cipol”, dirigida por Guy Ritchie y protagonizada por Henry Cavill, como Napoleon Solo, y Armie Hammer, en el rol de Illya Kuriyaki, y ambientada en su época original, los 60. Ritchie es un maestro de la comedia negra. Mostró su buen tono en “Juegos, trampas y dos armas humeantes”, “Snatch: cerdos y diamantes”, “Revolver” y, sobre todo, en “RocknRolla”. Y volvió a hacerlo más suavizado en sus dos adaptaciones de “Sherlock Holmes”. En esta película también muestra su gusto por las ironías, aunque ahora luce encorsetado y sin el desparpajo de antes. Lo demostró cuando sugirió ambigüedad en la relación entre Holmes y Watson y ahora con Solo y Kuriaki (atención a la escena donde uno rescata al otro con la balada “Che Vuole Questa Musica Stasera?”, de Peppino Gagliardi de fondo, o los dos discutiendo si es de buen gusto combinar un accesorio de Patou con un vestido de Paco Rabanne). Pero lamentablemente no hay mucho más de todo lo bueno de Ritchie, esa muestra de ingenio, gran estilo y una pizca de suciedad al estilo spaghetti western (allí está la música Ennio Morricone con el tema de “Por un puñado de dólares”, otros temas con ADN ritchiniana de Stelvio Cipriani, Roberta Flack, Rita Pavone y Nina Simone que le ponen ritmo a esta precuela donde Ritchie cuenta con mucha acción, prolijidad y un obsesivo diseño de producción el origen del dúo de espías de distintos frentes, pero que trabajan juntos por el bien de la humanidad.
La vida es un puño Pelear. No hay metáfora más expresiva que el box para representar la vida. Y si la vida del personaje retratado fue dura, el ring, y la superación por el esfuerzo y las ganas de dejar la pesadilla atrás, y dar vuelta la página- es el lugar adecuado. Es lo que cuentan (casi) todas las películas que abordan ese deporte. “Revancha” se ajusta a la regla. Pero el director Antoine Fuqua lo hace contando dos películas en una. La primera parte es ante todo un estudio de caracteres. Billy Hope, en una composición milimétricamente estudiada por Jake Gyllenhaal, creció en un orfanato de Hell’s Kitchen (La cocina del infierno, barrio del centro oeste de Manhattan elegido con frecuencia por el cine, la literatura y el cómic para retratar infancias y vidas difíciles: “Los hijos de la calle”, 1996, de Barry Levinson; “La cocina del infierno”, de 1978, con Sylvester Stallone). También su mujer (a cargo de Rachel McAdams, impecable en su breve intervención) a quien conoció en el mismo lugar cuando ella tenía 12 años. Cuando empieza el filme Billy es el campeón en su categoría, tiene una relación perfecta con su familia y vive en una mansión impresionante. Pero un día pierde la mitad de su felicidad, y también su dinero y luego sufre el rechazo de su hija. A partir de allí comienza la segunda parte que refleja la lucha de Billy por recuperar algo de todo lo que perdió. Y allí “Revancha” entra por lo carriles más convencionales, algo que salva el trabajo de Gyllenhaal, y también en -menor medida- el de Forest Whitaker, como el entrenador que le hará comprender que antes que pegar (y buscar revancha y canalizar con puñetazos su frustración y su dolor) tendrá que aprender a pelear contra sí mismo para encontrar el camino de regreso.
Romance complicado Las historias de amor están tan capitalizadas por parejas de actores jóvenes que cuando aparece una en la que los intérpretes pasan las seis décadas resultan extrañas. Y no debería ser así. Eso ocurre en “La mirada del amor”, un título insípido para una película con una trama en la que, sí, la pareja protagónica son dos adultos interpretados por Annette Benning y Ed Harris. Ella -que tiene como vecino a Robin Williams, en uno de sus últimos trabajos antes de suicidarse- es una viuda que todavía arrastra el recuerdo de su marido que murió ahogado. Todo va bien, hasta que se cruza en su camino un hombre que es idéntico al difunto. Y su vida -y por momentos su razón- se trastornan. La idea no es mala, pero tampoco es nueva. Pero el director Ari Posin intentó sumarle alguna arista original a esta historia que oscila entre el drama y el romance. Por momentos parece tentado de darle cierto perfil de policial, con escenas ambiguas que sugieren más que una confusión, pero finalmente abandona ese camino para concentrarse en el paulatino acercamiento de la pareja central. Una puesta en escena prolija y el trabajo correcto y entusiasta de Benning y Harris no alcanzan para remontar un guión y una trama que terminan abruptamente y de forma convencional.
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