Una mentira piadosa Crítica en PDF.
Un callejón sin salida Cuando algunos directores argentinos mandan a sus personajes a remotas y solitarias locaciones del Sur para pensarse y pensar en si ser o no ser, Gastón Gallo decidió para su ópera prima tomar el camino opuesto. El realizador y guionista aborda un arquetipo argentino tan arraigado en el imaginario como el buscavidas, mezclado con el chanta, el chamuyero, un ejemplar destacado de la viveza criolla, o como se lo quiera llamar, pero claramente reconocible. Gallo cuenta la vida del protagonista, Tito, desde su origen paupérrimo en Tucumán, a fines de los 50, hasta convertirse en un empresario exitoso en Buenos Aires. Tito, a cargo de un muy correcto y contenido Luciano Cáceres, es todo eso y mucho más. Tito es un personaje complejo, nunca unidimensional, ni inocente ni villano en términos absolutos. Puede bordear o concretar algún delito como el soborno, pero allí hay alguien que se deja coimear, sea un pinche o un alto cargo político. ¿Un juez de la joven democracia lo amenaza y le recuerda que algunas de sus actividades no son lícitas? Tito le recuerda al magistrado su actitud durante la dictadura. ¿Su mujer le dice que se comenta que "anda en cosas raras"? Le responde que él trabaja desde de las 6 de la mañana y le da trabajo a decenas de personas. Como si apelase a la vigencia de "Cambalache" a ochenta años de su estreno, Gallo parece rendir tributo a la letra de Enrique Santos Discépolo. El filme, a pesar de algunas desmesuras de este prometedor director, pone en pantalla una propuesta con un diseño de arte excelente, atento a los mínimos detalles de los años 60, 70 y 80, y con un elenco que responde a las exigencias del guión, además de rescatar a Juan Acosta en un breve y contundente personaje que aporta cierta cuota de humor.
Historia de una tempestad Crítica en PDF.
Suspenso con estilo Es fácil imaginarse a Wes Anderson entre maquetas, pequeños teatros de títeres, barcos a escala y casas en un árbol, cosas que recreó en casi todas sus películas. Su premisa es que el mundo puede entrar en un pequeño recorte de la cotidianidad. Esos mundos en miniatura se pueden ver no sólo en su último filme, "El Gran Hotel Budapest", sino también en "Vida acuática", "El fantástico señor Fox" o "Un reino bajo la luna". La quintaesencia de ese estilo de entomólogo es "Castello Cavalcanti", un corto que se puede ver en YouTube donde siembra la ansiedad por saber qué será de esos personajes que sólo tienen un cameo de segundos. Sus elencos parecen los de las viejas compañías de teatro, donde se repiten con gracia y talento los mismos nombres. Y "El Gran Hotel Budapest", una ingeniosa historia llena de intrigas, humor y acción, no es la excepción con Raph Fiennes a la cabeza, seguido por un debutante Tony Revolori que se saca chispas con el actor inglés. Los acompañanr viejos conocidos como Adrien Brody, Willem Dafoe, Harvey Keitel, Bill Murray, Edward Norton y Jason Schwartzman. Al ingenio de la trama, Anderson le suma el ambiente de un fastuoso hotel de montaña de entreguerras, refugio de la aristocracia de un país europeo inventado, donde se desarrolla un historia entre criminal y paródica. Anderson, lejos de querer crear la ilusión de verosimilitud, hace entrañables a esos paisajes montañosos y nevados, a los que solo se accede por funicular, y que, en su gran mayoría, son claramente una maqueta. La actitud lúdica del director envuelve la guerra que se avecina, y su humor sin estridencias describe la nostalgia y predilección del director por los universos frágiles, perdidos o a punto de desaparecer.
Cine catástrofe de la antigüedad, podría llamarse a “Pompeya”. El filme se suma a la ola revisionista del pasado legendario y mitológico cuyo último exponente fue “La leyenda de Hércules”, actualmente en cartel. La película comienza unos días antes de la erupción del Vesubio, en el 79 d.C.,con el regreso a la ciudad de Cassia, hija de un poderoso constructor de obras públicas (acueductos, rutas, coliseos) al servicio de Roma. Los enormes beneficios económicos tienen un precio, y es el asedio que ejerce un gobernador corrupto y representante del emperador sobre la hija del comerciante. El problema, como en toda historia de amor épica, es que ella detesta a su poderoso pretendiente, y en cambio se enamora de un esclavo. En el medio hay conflictos secundarios como que el esclavo se la tiene jurada al gobernador desde que era un niño, cuando vio cómo mataba a sus padres y a toda su tribu celta, en la provincia de Britania. Con esos elementos el director inglés Paul W.S. Anderson, más conocido por la serie de “Resident Evil”, encaró así un proyecto ambicioso como es recrear con magníficos recursos visuales la época dorada del Imperio Romano y una tragedia histórica como la erupción que sepultó por casi dos mil años a dos ciudades, Pompeya y Herculano, todo eso atravesado por una historia de amor que lograse traspasar los siglos.
Cuando hace casi treinta años se estrenó la primera “Robocop” con sus habilidades tecnológicas, parecía el primo rico de “El hombre biónico”. Hoy, cuando la policía de Nueva York ya está experimentando con los Google Glass para chequear en segundos información sobre sospechosos, los drones deambulan por los cielos de medio mundo, la robótica tiene su propia feria y es una de las industrias más prósperas, el híbrido Robocop parecía que no tendría mucho para sorprender. Y sin embargo lo logra. Lo hace en base a un enfoque renovado, más político y humano, con planteos éticos versus los instrumentales, y con un ritmo implacable, paralelo a la acción y a un despliegue de recursos digitales. El eje de la remake es una historia similar a la original: Alex Murphy, un policía honesto y eficiente es víctima de un atentado que deja a salvo solo algunos órganos vitales. La disyuntiva de los médicos es dejarlo morir o transformarlo en algo parecido a un robot. Mientras el plan de la compañía que logra esa sobrevida es programar sus aptitudes para que se desempeñe con eficiencia en la lucha contra el crimen, y de paso venderlo a la sociedad como una herramienta amable, el científico a cargo no tiene en cuenta que lo que queda de humano en Murphy puede arruinar sus planes. Y de paso dejar la puerta abierta para una nueva saga renovada.
Después de un comienzo autocomplaciente -el color de la piel del protagonista parece solo una curiosidad a mediados de 1800, en medio de una población mayoritariamente blanca- “12 años de esclavitud” entra de lleno en el horror de esa práctica, legal en esa época en los estados del sur de Estados Unidos, pero no en el norte. Lo hace de la manera más cruel: la traición. Solomon Northup, negro, libre y músico, es estafado, separado de su familia, vendido como esclavo y enviado al sur. La historia de Solomon es real y la dejó escrita en un libro del mismo título. El director Steve McQueen (“Hunger”, “Shame”), la rescató del olvido y obtuvo una película impactante, cruel y conmovedora. “12 años...” muestra su parentesco estilístico y narrativo con los filmes anteriores del director -en los tres casos a cargo de Michael Fassbender-, más cercano al cine de autor e independiente que al industrial, como el plano secuencia, el detalle, los silencios y un gran trabajo de edición de sonido, fotografía y montaje. En el último año dos películas se dedicaron a explorar desde distintos puntos de vista la esclavitud, “Django sin cadenas”, de Tarantino, sobre la liberación y la búsqueda justicia por mano propia, y “El mayordomo”, de Lee Daniels (dos Oscar por “Preciosa”) con una historia inversa, la de un hijo de esclavos que viaja al norte progresista y asciende en la escala social sin olvidar su pasado. Pero en “12 años...”, Solomon no tiene tiempo para pensar en una revancha, justicia o progreso: solo intenta sobrevivir. Y si lo logra, quizás, recuperar su dignidad.
Primera buena sorpresa: De Niro no interpreta a un italoestadounidense relacionado con la mafia, como lo hace en las dos películas en cartel “Una familia peligrosa” y “Escándalo americano”, sino a un boxeador irlandés, irónico y pendenciero. Segunda: tanto él como Sylvester Stallone son “adultos mayores”, pero no tienen ninguna intención de jubilarse. Tercera: en la película hay bastante humor del conocido humor yanqui: doble sentido, juegos de palabras (atento a lo que dicen y no traduce el subtitulado). Y cuarto: ¿quién dijo que Hollywood no tiene personajes para los “adultos mayores”? (que este filme prefiere nombrar y mostrar sin tanta corrección y con más desparpajo, sin por eso resultar ofensivo). “Razor” Sharp (Stallone) y The Kid (De Niro) son dos ex boxeadores enfrentados desde el pico de su gloria por motivos que se develarán al promediar el filme, cuando ambos decidan volver al ring para dirimir la cuestión. En el medio habrá un hijo demandante, una mujer despechada (la muy bella y sin cirugías a la vista Kim Basinger), una historia de amor entrecruzada, secretos revelados y un final reservado para los títulos que vale la pena esperar. El director supo extraer lo mejor de lo que pudieron dar ambos actores. Aunque lo que cuenta puede resultar inverosímil y se ajusta a ciertas convenciones, esta “extraña pareja” da pelea hasta el final.
¿Por qué habría que modificar una fórmula eficaz, aplicada infinidad de veces y envuelta en diferentes tramas si el objetivo es entretener dignamente? En una industria nadie quiere correr riesgos si el objetivo es la rentabilidad y el éxito. “Código sombra: Jack Ryan” propone un juego limpio en ese sentido. Se ciñe a la fórmula, pero la aplica de manera magistral, envuelta en una historia arquetípica de héroes y villanos, con recursos técnicos y de producción perfectos, y lo combina con un elenco, una dirección y un guión que saben qué quieren hacer y decir. Y lo que quieren es lo ya expresado y corroborado en otras ocasiones: contar una historia en la que un hombre común siente el impulso de demostrar la lealtad a su país (y es así inclusive en el caso del “villano”); donde la acción es permanente y sostenida y en la que el guión tiene lo necesario para hacer creíble todo lo anterior. El andamiaje se apoya en tres actores: Kevin Costner, como un alto cargo de la CIA; Chris Pine, como el héroe de turno, y Kenneth Branagh, en el rol del villano y también director del filme. El personaje central, Jack Ryan ya tiene casi treinta años y cinco incursiones en cine (“La caza del Octubre Rojo”, “Juegos de patriotas”, “Peligro inminente” y “La suma de todos los miedos”). En este caso se apela al recurso de contar el origen de Ryan, un economista que decide ir a pelear a Afganistán, para luego ser reclutado por la CIA como para investigar fraudes financieros y finalmente enviado a Rusia a investigar una posible conspiración que tendría la finalidad de provocar la definitiva ruina financiera de Estados Unidos o una segunda Gran Depresión. Branagh, histórico director y actor especialista en Shakespeare en cine y en teatro, sabe explotar el perfil pasional de esta historia donde todos, sin importar el bando, saben que pueden morir por un objetivo superior a ellos, pero hacia allí van, como héroes trágicos.
“Quiero saber si puedo ser un referente de la paz, además de la guerra”, dice Ender, el protagonista adolescente de “Los juegos de Ender”. En esa línea del guión está una de las claves del filme, a pesar de presentarse con el aspecto de una sentencia demasiado ambiciosa para alguien que es poco más que un chico. La trama, un posible avance de lo que podría ser una saga, narra cómo un grupo de niños y jóvenes son entrenados desde muy corta edad para el combate y para los puestos de mando de la guerra. Es que la Tierra, en una época no especificada, se prepara para un nuevo y probable ataque de los Insectores, llamados “Formics” en el original de ascendencia italiana. El dato no es menor ya que los enemigos se presentan y viven como, precisamente hormigas. Los chicos con aptitudes son separados de sus familias y entrenados en la Escuela de Guerra, a miles de kilómetros de la Tierra, donde a su vez competirán entre ellos para ver quién será el líder. Y allí entra en escena Ender, un chico flaquito, sin demasiado carisma, pero con una mente poderosa y una inteligencia brillante. En suma, el líder perfecto para tener a su cargo la nueva batalla. Quien se carga al hombro la película no es Harrison Ford, sino el pequeño actor Asa Butterfield como Ender, seguido de cerca por Viola Davis, en el rol de una sicóloga, y Ben Kingsley que hace creíble lo inverosímil. Pero es Butterfield/Ender el que pone en apuros a los adultos, tanto con su actuación como con los planteos que ofrece el guión, uno de ellos el mencionado al principio y que podría reemplazarse por un interrogante: ¿Es posible la guerra, o la paz, a cualquier precio?.