Perdidos en el espacio En una entrevista reciente el director M. Night Shyamalan dijo que le interesaban, sobre todo, las escenas íntimas. Y su último filme, “Después de la Tierra”, en verdad no tiene nada de eso. Eso desde el punto de vista de producto de la industria. Sin embargo, detrás de la grandilocuente puesta en escena y la avalancha de recursos digitales, está la historia, ahora sí, íntima, de cómo el miedo puede ser vencido. En ese lugar ubica al personaje del hijo adolescente de Smith en el segundo filme junto a su padre. Ambos interpretan a un general y a su hijo, con quien tiene una relación castrense antes que parental, lo que obliga al chico a hacer lo imposible por acercarse a ese militar tan eficiente como adusto en el trato. La acción transcurre mil años después de que la Tierra fuese abandonada producto de cataclismos que hicieron imposible continuar la vida en el planeta. En una misión de rutina, la fabulosa nave en la que viajan se interna en una tormenta de meteoritos y se desploma en la Tierra, ahora poblada por una naturaleza exuberante y animales que desarrollaron un acentuado gusto por la carne humana. Los únicos dos sobrevivientes son padre e hijo. Pero el general recibió un golpe muy duro que lo obliga a permanecer en la nave y es el adolescente el que deberá enfrentar solo todos los peligros hasta recuperar una baliza que les podría salvar la vida.
Los expulsados del paraíso Baz Luhrman se ajustó y no se ajustó a la novela de Francis Scott Fitzgerald en su versión de "El gran Gatsby". El director había ironizado al respecto antes del estreno cuando dijo que ya escuchaba "el coro" horrorizado por haberse metido con el "Santo Grial de la literatura estadounidense". La realidad es que no era su obligación hacerlo. Con esa actitud dio luz verde a una banda de sonido que fusiona de manera genial el jazz clásico con arreglos de hip hop y charleston. Lo complementa con "Rapsodia en azul" en una escena apoteótica, una especie de "Mouline Rouge" llevado al paroxismo, que da como resultado una especie de una rave de entreguerras. Su barroca imaginación encontró un límite en el guión, que sigue casi fielmente los diálogos y la trama: la accidentada historia de Jay Gatsby y Daisy Buchanan, dos personas de origen social diferente a las que une la guerra y que, bajo otras circunstancias, no se hubiesen conocido. Luhrmann cambió el tono de algunos personajes y escenas secundarias y les dio un aspecto de caricatura de Guignol. Un recurso similar al que utilizó Tim Burton con "Alicia en el país de las maravillas" sin que un "coro" intente arrojarlo a la hoguera por profanar a Lewis Carrol. Como contrapartida dejó intacta la esencia de los personajes principales: el desdén, la maldad, la inseguridad, el desprecio, la honestidad, la ambigüedad y la obstinación por buscar el amor.
Solo contra el mundo En tanto producto de la industria “Ataque a la Casa Blanca” es impecable y coherente. Impecable en su dirección, guión, montaje, actuación y recursos técnicos. Coherente porque ofrece exactamente lo que se espera de ella: dos horas de tensión, suspenso y acción. Si, además, deja alguna reflexión, no se le puede pedir más a un filme que, si bien no difiere demasiado de otros en su fondo, sí lo hace en la forma. En el fondo, porque reivindica valores apreciados por Hollywood, como el amor y la lealtad al país, la dignidad, el heroísmo y el coraje para hacer lo que se debe. Nada que cualquiera no pretenda preservar o practicar para y por su propio país. Y en la forma, porque narra una anécdota que, por casualidad, tiene puntos de contacto con la actualidad como es la tensión entre las dos Coreas y Estados Unidos. A eso le sumó un hecho inédito en las ficciones de este tipo, como es el secuestro del presidente de Estados Unidos por parte de un comando terrorista que pretende borrar del mapa a ese país. Y aquí sí, es Hollywood en estado puro: un solo hombre, un ex agente del servicio secreto, el encargado de enfrentarse a los malos. En ese punto es el escocés Gerard Butler el que se carga la película al hombro y corre como loco para salvar al presidente y a su hijo, mientras intenta conservar a su novia y sobrellevar la culpa por una tragedia del pasado que en realidad no le corresponde. El actor es capaz de algunas proezas como pasar de la gesta de “300” a la excelente “RocknRolla, pasando por algunos traspiés como “La cruda realidad”, pero con la fibra necesaria para retomar el rumbo con este Mike Banning de “Ataque a la Casa Blanca”, capaz de salvar a su país y con eso preservar el orden geopolítico. Inverosímil, pero eficaz.
La madurez de los héroes Empatía. Esa es la clave de “Iron Man 3”, la mejor película de la saga sobre el cómic de Marvel. Todo lo que estaba claro en las tres partes anteriores, ahora se profundiza gracias al nuevo perfil del héroe que se muestra muchas veces inseguro y hasta con ataques de pánico que en ocasiones logran calmar los consejos de un chico de 8 años. Ese es uno de los puntos a favor de Tony Stark que sigue tan arrogante como siempre, pero ahora un poco más vulnerable (¿y con más años?). Esos detalles del guión suman calidez y acercan al héroe al espectador que puede reconocer virtudes y defectos propios (excluyendo sus superpoderes, obviamente). Y todo, con humor, tanto gags como algunas réplicas con humor e ironía, uno de los rasgos más acentuados. Así ocurre por ejemplo cuando intentan insultar a Stark y le dicen que lo suyo son sólo trucos baratos y frases hechas y él responde que eso sería una buena biografía suya. Los responsables de que todo funcione durante más de dos horas sin fisuras es el dúo Robert Downey Jr. y el director Shane Black, un experimentado guionista de taquillazos como la saga completa de “Arma mortal”. “Iron man” no podía ser una película más en la larga lista de este recurso de Hollywood de revivir a los clásicos de la historieta. Y sorprendentemente Black lo logra sin resignar las señas particulares del género.
Otra fiesta inolvidable Cuando un éxito parece imparable no habría motivos para detenerlo. Ese parece ser el razonamiento de los responsables de la extensa lista de franquicias numeradas o con un escueto subtítulo (“recargado”, “el regreso”) con las que se aclara que no es lo mismo, aunque se le parece. Esta vez fue el turno de los dos guionistas de la saga “¿Qué pasó ayer?”, Jon Lucas y Scott Moore, transformados ahora en directores de “21. La gran fiesta”. Como en aquel caso las historias se tocan en lo esencial, esto es: un grupo de amigos, pueden ser adultos, como en el primer caso, o adolescentes, como ocurre ahora, que deciden celebrar como corresponde a las relaciones fraternas, con alcohol y descontrol. En el filme se trata del cumpleaños número 21 del protagonista. Como en aquellos casos, todo puede conducir a lo contrario de lo planeado y rozar el delirio. Pero lo que en “¿Qué pasó ayer?” era ironía, en este caso es una sucesión de gags, algo light al estilo del viejo humor físico y algunas réplicas y situaciones disparatadas. Los personajes no pretenden tener la densidad de los que Lucas y Moore crearon hace cuatro años, aunque el resultado, si bien probablemente no hará historia, podrá entretener a los fans de las comedias adolescentes.
Un mundo (no tan) feliz Más cerca de “El exótico hotel Marigold” en el tratamiento amable de los achaques que traen los años, y en las antípodas de la tremebunda y mucho más realista “Amour”, “Y si vivimos todos juntos” muestra exactamente lo que ocurre cuando esa pregunta es llevada a la práctica por un grupo de amigos que ya pasaron los 70. En lugar de internarse en un geriátrico o vivir en soledad, deciden mudarse a una confortable casa y vivir en comunidad, como un grupo de hipies retirados que se reparten las tareas y prefieren cuidarse entre ellos antes que confiar los años que les quedan a desconocidos. El abordaje del tema parte del tópico que expone uno de los personajes, “pensamos en todo, menos en lo que pasará al final”. El tono elegido es más afable de lo que probablemente ocurriría entre un grupo de personas con personalidades dispares y secretos compartidos o guardados por años. La segunda película del director Stephan Robelin lleva aire fresco a un relato que tampoco reniega de los costados dramáticos, aunque prevalezca el humor. Así, transforma en una comedia amable el relato de la decadencia inexorable, que por supuesto incluye la sexualidad. El elenco de lujo, con algunos próceres de la comedia francesa de los 70 y 80 como Pierre Richard, uno de los actores que llevaron el género fuera de las fronteras de su país, y unas impecables Jane Fonda y Geraldine Chaplin, son parte de un sólido elenco y responsables en buena medida de que lo que en la piel de otros intérpretes y otro director podría haber sido sólo desconsuelo en lugar de una mirada optimista. A pesar de todo, claro.
El mal nunca descansa “Sexto sentido”, “Agua turbia”, “El orfanato”, “Sinister” son sólo algunas películas de terror con niños en peligro. Los chicos, casi siempre, se manifiestan a través de dibujos desconcertantes. Hay puertas que se cierran, luces que fallan, sombras, corridas y miradas fuera de cuadro. También presencias sobrenaturales espeluznantes envueltas en andrajos que atormentan o cooptan a los pequeños, que dejan manchas en paredes y techos, que se esconden en placares. Y por supuesto, en ocasiones, no faltan cabañas en el bosque, algo que viene sucediendo desde que los hermanos Grimm recopilaron en el siglo XVIII la tradición oral alemana y dieron forma a un cuerpo narrativo que continúa adaptándose hasta la actualidad. En “Mamá”, del argentino Andrés Muschietti y con producción de un especialista en el suspenso como Guillermo del Toro, suceden cosas similares a muchas de las que ocurrieron antes. En este caso, las asustadas son dos niñitas que permanecieron perdidas en un bosque cinco años hasta que son halladas en estado casi salvaje y luego readaptadas, pero no liberadas, de una presencia que las perseguirá, a ellas, y después, a su tío y a la novia de su tío. Muschietti, sin embargo, lleva adelante muy bien esta producción, en la que se destacan los actores adultos y las dos sorprendentes pequeñas actrices, pero pierde parte de la efectividad cuando apela a mostrar antes que a insinuar, una decisión más efectiva en términos de recaudación (es una de las más taquilleras en Estados Unidos y en España). Así, el resultado es menos siniestro y ominoso: siempre es más fácil neutralizar aquello que se reconoce y encuadra.
Cine negro clásico “Broken City” tiene el ADN del buen cine negro: hay un crimen, un detective con una vida a la deriva producto de hechos desafortunados. También un personaje poderoso y tan inescrupuloso como quienes lo rodean. Y hay, además, una mujer fatal, que no es rubia, pero, como todos los demás, esconde más de lo que dice. Una maraña de mentiras diseminadas por ambición y codicia se expande en una ciudad de Nueva York retratada en toda su magnificencia, con claroscuros, planos amplios y tomas en picada desde las alturas de los puentes Verrazzano y Brooklyn hasta la mirada del torturado detective, gracias a la habilidad del director Allen Hughes. La trama se asienta sobre tres personajes: Nicholas Hostetler (Russell Crowe), el alcalde pragmático que quiere ganar las próximas elecciones; su ambigua mujer Cathleen (Catherine Zeta-Jones), quien aparentemente lo engaña, y un detective privado, Taggart (Mark Wahlberg). Taggart fue exonerado de un hecho violento, pero debió dejar su profesión de policía para no arruinar los planes reeleccionistas del alcalde, y de paso no ir a la cárcel. Siete años después es el encargado de investigar la supuesta infidelidad de la mujer del alcalde, pero no sabe que será parte de una intriga mucho más complejo que una simple historia de celos. Al modo de los grandes clásicos, el director construye un relato minucioso y plagado de pistas falsas. Pero buena parte del mérito de la eficacia radica en el trío Crowe-Wahlberg-Zeta Jones. Aun los secundarios fueron dirigidos con rigor y sólo un breve diálogo, la mirada o un silencio adecuado bastan para sembrar las sospechas en el espectador.
Como la vida misma En 1997 Aleksandr Sokurov intentó capturar el dolor, la impotencia y los esfuerzos de un hijo por acompañar la muerte lenta de su madre. Aquel filme se llamó lacónicamente “Madre e hijo”. Un poco más cerca, Terrence Malik con “El árbol de la vida” imprimió lirismo y delicadeza al mismo tema. Ambos filmes llegan a conclusiones similares con procedimientos diferentes: aceptar lo inevitable, algo que la inconsciencia da la juventud presenta siempre como ajeno y lejano. El austríaco Michael Hanecke vuelve a perturbar, una vez más, con un tema revulsivo en “Amour”. Ya lo había hecho en “Caché” o “La profesora de piano”, basado en una novela de su compatriota, la también tortuosa premio Nobel Elfriede Jelinek. ¿Y con qué intenta escandalizar ahora el director? Con el frío, desolado y por momentos morboso relato de la lenta y lacerante (para quien la padece y para quien asiste a ella como testigo impotente) corrupción del cuerpo, el lenguaje y el discernimiento de una mujer enferma. El esposo intenta confortarla como puede en la agonía y en las humillaciones cotidianas provocadas por su condición. Ambos están magistralmente interpretados por Emmanuelle Riva y Jean-Louis Trintignat. En este trabajo, que ganó el Oscar a mejor película extranjera, se destaca la pericia técnica, la elegancia formal y la sobriedad de la puesta en escena. Es un filme que, a pesar de sus convenciones sobre la vejez, los roces parentales y su ambición revulsiva, funciona como el espejo de un desenlace que, por mucho que Haneke lo intente, ni el amor más estoico jamás podrá evitar ni consolar.
Libertad se escribe con sangre Con restos de la cultura popular de hace varias décadas -el ya habitual cine clase B de sus películas-, y, específicamente en este caso, el denostado spaghetti western -producto italiano que proliferó en los 60-, curiosamente, Tarantino construye una película singular, con un humor a veces siniestro y otras paródico, pero siempre cruel. En “Django sin cadenas” el tributo, homenaje o inspiración -o como se quiera denominar a las referencias al cine del Oeste producido en Italia- es notable. Allí están Franco Nero, protagonista de “Django” (1960) y actor fetiche de aquel subgénero, y “Mandingo” (1975), revoltijo posterior a “Django” en el que se mezclan las relaciones interraciales y las peleas a muerte entre esclavos. Todo eso y más -paisajes amplios, el uso del zoom, música estentórea, tipografía ad hoc- está en “Django sin cadenas”, magníficamente interpretada por Christoph Waltz (Schultz), Leonardo DiCaprio (Candie), Jamiee Foxx y, sobre todo, Samuel Jackson (Stephen), como un ser tan despreciable como su dueño, el aborrecible Candie. Django es comprado por Schultz, un cazarecompensas, para que lo ayude a encontrar a dos asesinos. Luego, ambos continúan juntos para liberar a la esposa de Django, esclava en el campo de Candie. Con esa pequeña anécdota Tarantino es el artífice del rescate de un estilo de cine por el cual transmite su pasión y conocimiento. Y por supuesto, es violento, muy violento, como lo fueron también las dos “Kill Bill”, “Perros de la calle” o “Bastardos sin gloria”. Por un extraño procedimiento, en el que pesan el humor en medio del horror, la banda sonora, el ingenio para el reciclaje de películas y actores (Nero, Travolta y el mismo director, que aparece en un cameo), la ironía y el cinismo, Tarantino caricaturiza la violencia y la vuelve grotesca al ubicarla en un primerísimo primer plano. Y no ahorra críticas. Caen todos por igual en la picadora de carne: Stephen, el esclavo mimetizado con su dueño, y los blancos racistas, retratados como subnormales en una escena hilarante. Si hay algo por lo que se tolera el exceso de violencia de Tarantino es porque, detrás de esta anécdota, deja picando algunas ideas entre montañas de balas, brutalidad y baldazos de sangre: está del lado del vulnerable; la libertad tiene un precio, las acciones consecuencias, y la venganza es una de ellas.