Cuando nada es lo que parece La novela “El mal menor”, una de las tres obras publicadas por Carlos Eduardo Feiling, escritor nacido en Rosario, fue la inspiración para “El prófugo”, segunda película de género de Natalia Meta. En esta ocasión se trata de un thriller psicológico que rescata la idea central del texto literario que es la existencia de seres que habitan los sueños y que al escapar de ellos y buscan encarnarse en la realidad. En el centro del relato está Inés (Erica Rivas), una mujer que trabaja como actriz de doblaje de películas de todo tipo. Inés tiene pesadillas recurrentes, pero el giro clave con el cual el filme y su protagonista entran en una espiral de suspenso es un viaje que termina de manera trágica. A partir de ese momento Inés y su entorno se cruzan y retuercen de un modo en el que vigilia y pesadilla se confunden. Aunque el recurso es frecuente en el género, en este caso Meta redobla la apuesta y no le da al espectador la tranquilidad de saber qué está viendo ni en cuál de los dos mundos está el personaje, si en el de los sueños o el de la realidad. El elemento clave y sutil del terror está dado por lo intangible antes que en lo visual. En ese sentido, otro de los aciertos es el diseño de sonido de Guido Berenblum que sugiere los fantasmas y temores que habitan en Inés. Meta, Berenblum y la directora de fotografía Alejandra Alvarez (“El custodio”, “Una mujer rubia”) forman los tres puntos de apoyo para el excelente trabajo de Erica Rivas que le da a Inés el punto intermedio entre la demencia y la cordura, con el tono ambiguo que mostró en “La luz incidente” o “La cordillera”. Natalia Meta volvió al set seis años después de “Muerte en Buenos Aires”, un policial con marcó el debut de la directora. El entusiasmo de aquella ambiciosa pero poco valorada ópera prima protagonizada por Demián Bichir y Chino Darín, sumó ahora madurez, reflexión e ingenio para transformar en imágenes el universo onírico creado por Feiling en el que los “prófugos” amenazan con romper las barreras de la racionalidad.
La búsqueda implacable y silenciosa de una madre por encontrar la verdad La guerra en Serbia dejó no sólo muertos, sino también heridas que aún siguen abiertas para las más de 500 personas que continúan buscando a sus hijos. Ese es el punto de partida de “Cicatrices”, un filme que indaga en la psicología de una mujer que tras 18 años de búsqueda no se resigna a dar por muerto a su hijo, tal como le informaron en la clínica donde dio a luz. La cámara sigue a Ana, un personaje silencioso, que raramente manifiesta con gestos o palabras la angustia que la corroe y que altera la relación con su hija adolescente y su marido. La trama se va construyendo con escenas breves que van dejando al espectador algunas pistas sobre esa búsqueda incansable a través de asociaciones de personas en su misma situación, la de otras mujeres que sospechan que sus hijos fueron dados por muertos pero que en realidad fueron entregados ilegalmente para su adopción. Ana se presenta con regularidad en la comisaría para ver si surgió alguna novedad sobre su caso. Así se convierte, año tras año, en una visita incómoda para todos. También para sus amigos y familiares hasta que de manera clandestina consigue un dato que la podría acercar a la verdad. Sucede cuando junto a una persona con acceso a documentación clasificada descubre que el número de documento y la fecha de nacimiento de su hijo coincide con la de otro niño inscripto con otro nombre. A partir de ese hecho y a través de una búsqueda en la web y con la inesperada ayuda de su hija comienza un trabajo de investigación minucioso. “Cicatrices” es una película de climas, con pocos diálogos y escenas intimistas y es el espectador el que debe internarse en la mente de la protagonista, adivinar sus sentimientos, su aflicción y sus razones y sobre todo interpretar y comprender los motivos profundos que impulsan esa búsqueda de un personaje repleto de preguntas y dudas, pero con una inclaudicable voluntad para hallar la verdad.
La historia, el Me Too y un director en problemas Roman Polanski se transformó, junto a otros directores, actores y productores, en un nombre incómodo, especialmente luego del movimiento Me Too. A partir de su condena por abuso de una menor en Estados Unidos y su posterior huida a Francia para evitar la cárcel, disociar su trabajo de las denuncias lleva a la pregunta de si se puede separar al hombre de su obra. El interrogante, al mismo tiempo, se proyecta sobre la decisión de Polanski de rodar “J’accuse” (Yo acuso), basada en un hecho histórico que se transformó en un alegato contra la injusticia y las acusaciones falsas. El director Roman Polanski en el set de rodaje junto al actor Jean Dujardin. El director Roman Polanski en el set de rodaje junto al actor Jean Dujardin. El filme recrea el proceso contra Alfred Dreyfus (Louis Garrel), un militar al que en 1894 un tribunal lo culpó de haber entregado información confidencial a Alemania, lo juzgó, lo degradó y lo encarceló en la Isla del Diablo. Pero cuando Georges Picquart (Jean Dujardin), uno de sus superiores, es ascendido a jefe de Inteligencia del Ejército, comprueba que a pesar de que Dreyfus ya no estaba en París continuaba el flujo de información, tras lo cual investiga y comprueba que la condena había sido injusta. Mientras va tras el verdadero traidor, inicia un reclamo formal para que se reabra el caso Dreyfus, petición que es rechazada por todos los funcionarios y oficiales de alto rango del país. El caso llegó a oídos del periodista y escritor Emile Zola que se compromete, aún a pesar del riesgo personal que supone, publicar los hechos según las pruebas que aportó Picquart. Así lo hace en un extenso informe que lleva su firma y que publicó en el diario L’Aurore bajo el título “J’accuse...!” en la forma de una carta abierta al presidente francés. Allí denuncia con nombre y apellido a las grandes figuras de ese momento involucradas en la condena de Dreyfus y las falsedades en las que se incurrió durante todo el proceso. En el medio quedó una opinión pública que inicialmente humilló a Dreyfus por traidor y por su ascendencia judía, un antisemitismo que, según describe Polanski, también estaba ampliamente extendida entre los militares, y que luego quedó fascinada con el escándalo que salpicó a todos los niveles del poder. El caso Dreyfus se transformó con el tiempo en un episodio paradigmático de la lucha por la verdad y la recuperación del honor perdido. El filme llega a las salas argentinas luego de su estreno mundial en el Festival de Venecia en 2019, donde la directora argentina Lucrecia Martel, en ese momento presidenta del jurado, armó un revuelo en el mundo del cine cuando declaró que no participaría de la proyección oficial en apoyo a las víctimas de abusos sexuales. Pese a todo, “J’accuse” obtuvo cuatro galardones, entre ellos dos de los más importantes: el Gran Premio del Jurado y el Fipresci que otorga la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica. La carta abierta de Emile Zola al presidente de Francia fue publicada en el diario L La carta abierta de Emile Zola al presidente de Francia fue publicada en el diario L'Aurore el 13 de enero de 1898 en su primera plana. El autor de “El bebé de Rosemary”, “Repulsión” y las multipremiadas “El pianista”, “La Venus de las pieles” o “Un dios salvaje” ofrece una película a la altura de lo que se espera de una trayectoria en la que no evitó tocar casi ningún tema por polémico que fuese. En ese sentido, “J’accuse” es una producción extraordinaria que recrea de forma magistral la época y aborda un tema clásico sobre un caso que fue un llamado de atención sobre la forma de impartir justicia. Polanski, que además del caso de Estados Unidos, fue señalado por otras cuatro mujeres de haberlas violado cuando eran menores, a sus 88 años y poco antes del estreno mundial de “J’accuse”, declaró que personas que no conoce lo culpan por cosas que supuestamente ocurrieron hace medio siglo. Y “J’accuse” podría ser una forma de respuesta pública a esa historia turbia que lo persigue desde 1977, pero que sin embargo no le impidió ganar un Oscar en 2002, mucho antes del surgimiento del movimiento Me Too.
Una experiencia inmersiva e inquietante en la vejez y en la demencia senil “El padre” es una experiencia inmersiva en la demencia senil, una narración con recursos simples y cuidadosamente elegidos, un relato sensible y doloroso sobre el extravío de la conciencia. Sin perder el ADN teatral original, el director francés Florian Zeller, autor del texto original y ganador del Oscar a mejor guión adaptado en los pasados premios Oscar, debutó en cine con esta película por la que Anthony Hopkins obtuvo el premio a mejor actor. Hopkins interpreta a Anthony y Olivia Colman a su hija Anne, en trabajos con una economía de recursos deslumbrante. En el medio aparecen otros personajes, como la pareja de Anne, enfermeras y médicos en una danza que se distorsiona progresivamente y con la música de Bellini de fondo asomando entre la niebla y los momentos de lucidez del protagonista. Uno de los mayores aciertos de Zeller es que sumerge al espectador en la confusión de Anthony con diálogos breves, sin forzar una situación dramática en sí misma y sin subrayar su deriva mental. Al contrario, esa inmersión sorprende tanto al personaje protagónico como a quien asiste como testigo silencioso del deterioro progresivo. Lo logra con sutiles cambios de escenografía y decorados, cuadros, muebles o una lámpara en el comedor o el pasillo diferentes en escenas sucesivas, objetos que desaparecen, personajes intercambiables, actores que interpretan distintos roles con el resultado de un extrañamiento inquietante, un inestable balance entre tiempo y espacio o los mismos diálogos que se repiten en loop a cargo de distintos actores. Esa cantidad de complejas decisiones técnicas, estéticas y narrativas tienen la virtud de resultar orgánicas, bajo una apariencia simple para mostrar a un personaje que lucha entre conservar los retazos de una conciencia que se diluye en un mar de dudas, temores y ráfagas de certezas que indican que algo ya no funciona como debería.
El Golem, una criatura de las tradiciones judías creado por el rabino Löw, aparece tanto como salvador como verdugo, y esa creación cabalística hecha a partir de tierra y rituales aparece nuevamente en “Golem, la leyenda”, una película de los directores israelíes Yoav Paz y Doron Paz. Los cineastas regresan con una trama basada en tradiciones religiosas. Ya lo hicieron en su debut de 2015 con “Jeruzalem”, una película de terror sobre una pareja de estadounidenses de visita en esa ciudad que es víctima de ángeles del infierno. La película transcurre en una comunidad judía cuya paz se altera cuando la peste comienza a hacer estragos en otra comunidad cristiana vecina. Desde allí llega un hombre con su hija agonizante para amenazar a los judíos de ser responsables de la enfermedad y por lo tanto a pedir una cura o de lo contrario los masacra. Pero una mujer, estudiosa secreta de la torá y de la cábala, es quien asume la responsabilidad del rabino Löw y recurre a sus conocimientos para defenderse del agresor. Los directores, a diferencia de “Jeruzalem”, no apostaron por riesgos formales, pero lograron un filme consistente en todos los rubros técnicos. La película tiene una trama y personajes sólidos y bien interpretados que fallan cuando se subraya el suspenso y el drama.
La serie “Downton Abbey” generó una legión de fans alrededor del mundo, además de obtener tres Globo de Oro para tres de sus protagonistas. La serie tuvo seis temporadas durante las cuales se puso la lupa sobre parte de la historia y la sociedad inglesa durante la primera mitad del siglo XX a través del retrato de una familia aristocrática y su pequeño y leal ejército de sirvientes. Aún para quien no haya visto la serie, la película resulta atractiva y funciona con la precisión de un reloj británico, aportando, como en la serie, dosis de intriga, suspenso y sobre todo de humor que, una vez más, tiene a Smith como la esgrimista más afilada en las batallas verbales. El nudo del relato, que transcurre en los años 20, es una carta que le anuncia a Robert Crawley, conde de Grantham y patriarca de la familia, que el rey Jorge V y la reina Mary se hospedarán una noche en la mansión, lo que genera toda clase de conflictos, desacuerdos y corridas tanto entre los nobles como entre el personal.
Daniel Gimelberg volvió a ponerse detrás de la cámara después de diez años, esta vez con una comedia dramática y con un tema complejo como es la adopción. En este caso se trata de una pareja interpretada por Diego Gentile y Rafael Spregelburd, que después de una década de convivencia y promediando los 50 años se encuentran con su plácida vida patas arriba a causa de la decisión de uno de ellos de convertirse en padres. En la línea de la comedia clásica, Gimelberg ofrece una narración fluida, con las dosis exactas de emoción y humor, con ideas claras a la hora de dirigir, un guión dinámico, el sólido desempeño de todo el elenco, incluidos los personajes secundarios, al trabajo impecable de posproducción y a un minucioso equipo técnico. Spregelburd interpreta a Leonardo, un ingeniero agrónomo que comparte su vida con el conductor de un programa de entretenimientos y ex actor que impulsa al ingeniero a internarse en una vida que no le interesa profundizar. Allí está el primer hallazgo del guión que genera un subtrama casi tan intensa como el resto de la película cuando Leonardo, también adoptado, se enfrenta a la necesidad de averiguar quiénes son sus padres biológicos antes de embarcarse en la paternidad.
Los spin off, reboots, remakes, precuelas, secuelas, crossover, suelen ser recursos de la industria para reciclar algunas de las películas más taquilleras de la historia. Ese es el caso de “Terminator: destino oculto”, producida según el gusto por la grandilocuencia del productor James Cameron, detrás también de toda la saga de la franquicia protagonizada por Arnold Schwarzenegger y de otros filmes canónicos de Hollywood como “Titanic” y “Avatar”, entre muchos otros. Además del enorme despliegue tecnológico que permite a los Terminator adoptar distintas apariencias, desarrollar extremidades mortales o desdoblarse, el director Tim Miller le suma efectos y una banda de sonido intensa que acompaña de manera persistente cada segundo de las dos horas de película. El pasado, el presente y el futuro vuelven a guiar la trama que nuevamente transita el tópico de la aniquilación de la humanidad por parte de las máquinas. Allí están para verse de nuevo las caras Sarah Connor (Linda Hamilton) y T-800 (Schwarzenegger). Así como Sarah fue la víctima de T-800 en el pasado, ahora la perseguida por la nueva avanzada de máquinas es Dani Ramos (Natalia Reyes). Dani, además de ser una heroína femenina, integra una larga lista de actores y actrices del elenco de ascendencia mexicana, con lo que el filme también cumple con el precepto de la inclusión y la diversidad. Esta vez T-800, después de 30 años viviendo como humano, desarrolló cierto sentido de nobleza y cumplirá un nuevo rol en la historia. Miller, que tuvo un gran desempeño como director de la paródica “Deadpool” y en algunos de los capítulos de “Love, Death & Robots”, surfea entre el homenaje y la renovación del personaje.
¿Cuántas películas más resistirá el subgénero “zombie” y una trama que incluye catástrofe posapocalíptica, virus fulminante y zombificante y un grupo heterogéneo de personajes unidos por la necesidad de sobrevivir? Esa es la primera pregunta que surge con “Zombieland 2”, una secuela que opaca el buen desempeño de la primera parte. Woody Harrelson y Emma Stone, como los aguerridos líderes del grupo salvan como pueden con sus buenas actuaciones las debilidades de un guión previsible, sin gracia y chistes flojos. La máxima ironía de los abundantes diálogos es la mención que hace Rosario Dawson sobre que Bill Murray es un zombie. El actor, que tiene una breve participación, vuelve a hacer de sí mismo y ratifica el chiste de Dawson con su habitual gesto impasible, muy similar a los que usó en “Perdidos en Tokio” o “Los Tenenbaum”. Abigail Breslin acompaña con esfuerzo su breve participación como adolescente rebelde y Jesse Eisenberg se hunde en la verborragia en el rol que completa la extraña pareja que forma con Harrelson. El filme es una sucesión de escenas repetidas en infinidad de películas con la misma temática. En este caso es una irreconocible Washington invadida por la maleza y la plaga zombie, con la única novedad de que ahora existe una generación de monstruos más letales y resistentes a los balazos.
“Pistolero” es un western estéticamente y conceptualmente, sólo que en lugar del Oeste de Estados Unidos se trata del Oeste argentino. El director Nicolás Galvagno trasladó el equipo de rodaje al paisaje agreste del Secano Lavallino, en Mendoza. Allí instaló a Isidoro (Lautaro Delgado), un delincuente con fama de Robin Hood y poderes sobrenaturales; su hermano Claudio (Maravilla Martínez) y Giuseppino (Diego Cremonesi), el trío que asalta a agricultores y en la huida deja algo del botín a los habitantes de ese desierto que lo reciben con respeto, temor y gratitud. El filme no pretende hacer una pintura romántica de los personajes ni de las condiciones de pobreza en las que viven las personas de la zona. Al contrario, Isidoro confiesa que no es un santo, que él roba y también mata y lo seguirá haciendo. Galvagno acierta en la fotografía y en la descripción de unos personajes que, a un lado y otro de las balas, quedan solos ante lo que les depare la vida.