Se estrenó John Wick: Parabellum, tercera parte de la saga protagonizada por Keanu Reeves. Nuevamente Chad Stahelski se luce diseñando secuencias de acción increíbles y ampliando el universo sobre el funcionamiento de la multinacional dedicada a asesinatos por encargo. John Wick rompió las reglas. Asesinó a una persona en The Continental, el único sitio en el mundo donde los asesinos a sueldo no pueden matar. Su cabeza tiene un precio y sus horas están contadas. Después de Matrix, parecía que Keanu Reeves no tenía chance de volver a generar un megaéxito, pero John Wick sorprendió por su premisa simple, su ingenioso humor y, especialmente, por sus notables coreografías, donde la cámara y la destreza física de los dobles de riesgo sobresalen por encima de los efectos digitales. Si la primera parte, sin demasiadas ambiciones ni pretensiones, cumplía con la misión de entretener y renovar la cara del cine de acción, la secuela (2017) se propuso profundizar en las reglas de este microuniverso de asesinos a sueldo multinacionales llamado La Orden. Sin embargo, no por darle mayor entidad a la empresa y sus reglas se perdía el componente de entretenimiento puro. John Wick 3: Parabellum (o para la guerra) nos muestra al héroe, protector de los caninos, abocado a escaparse a toda costa de sus pares perseguidores. No sabemos muy bien qué busca, pero al mejor estilo Will Kane (Gary Cooper) de A la hora señalada, el protagonista debe enfrentarse a todo el mundo solo: yakuzas, gangsters italianos, gigantes… Enemigos de todo tipo aparecen de la nada y John Wick los enfrenta con cualquier cosa que tenga a mano. Desde un libro a un caballo, cualquier cosa es sinónimo de peligro en manos de Keanu Reeves. Los primeros alucinantes 40 minutos de esta tercera parte dirigida nuevamente por Chad Stahelski son lo mejor de la saga, no ocultan la influencia del western estadounidense y, sin ir más lejos, es lo mejor que ha dado el género de acción desde la tercera Bourne de Paul Greengrass y Matt Damon. Superior, incluso a Misión Imposible. Pero luego el relato y la narración toman un respiro. El personaje vuela a Casablanca y, siguiendo con el clasicismo, uno intuye que se encontrará con un relato de aventuras en Oriente Medio, al mejor estilo película de Michael Curtiz con Humphrey Bogart. No. Aparece Halle Berry interpretando a una especie de John Wick femenina con ¡dos ovejeros alemanes letales! Y la acción disminuye. Vale destacar que Berry está espléndida, pero su personaje le quita tensión al relato y está de relleno. Recordemos que intentaron que Berry sea una versión femenina de James Bond en la última película en la que Pierce Brosnan interpretó al agente 007 –Otro día para morir– y no dio resultado. Esta vez, la presencia de Berry tampoco sobresale, y toda la secuencia deja un poco que desear. En el último tramo, Wick regresa a Nueva York, donde se enfrenta a unos de los mejores contrincantes que se hayan visto en un film de acción reciente: Mark Dacascos. Este maestro de las artes marciales fue estrella de cine clase B en los años 90, y después desapareció hasta que Marvel le dio un pequeño gran personaje en Agents of SHIELD. En John Wick 3: Parabellum, Dacascos demuestra que sigue siendo un excelente luchador y acróbata pero, sobretodo, buen comediante. Le roba todas las escenas a Reeves a pura expresividad y buenos latiguillos. Si el protagonista de Máxima velocidad no se destaca es porque los guionistas deciden agregar demasiados personajes secundarios, demasiados jefes y esto provoca un poco de enredo argumental. Ni Angelica Huston, Laurence Fishburne o Ian McShane terminan sumando. La mejor incorporación, además de Dacascos, es la joven y seudo desconocida, Asia Kate Dillon, que compone a una notable villana intelectual. Y si bien pocos serán los que van a ver esta nueva secuela para asombrarse con personajes complejos o narrativas existencialistas, es cierto que al ampliar el micromundo y agregar capas de subtramas, se necesita un guión menos manoseado para que haya un equilibrio entre acción y narración. Pero estamos viendo John Wick. Y lo cierto es que la acción nunca decae del todo. La estética visual le debe mucho al cine asiático -Johnny To, Won Kar Wai- y dichas referencias están presentes también en las coreografías. Stahelski convierte Nueva York en Shangai, y no está nada mal.
Se estrena Yo no me llamo Rubén Blades, documental de Abner Benaim, en el que el cantante, actor y candidato a presidente de Panamá decide dar testimonio de algunos aspectos de su vida pública y privada, haciendo mayor énfasis en su carrera musical. “Tengo más pasado que futuro. Por eso, este es parte de mi testamento. Quiero que quede grabado mi pensamiento a través de mí, y no por boca de otros”. Así define Rubén Blades sus motivos para protagonizar y producir Yo no me llamo Rubén Blades, un documental que recorre su trayectoria y algunos aspectos de su vida privada. El veterano director panameño Abner Benaim sigue a su objeto de interés por las calles de su infancia en Panamá y, específicamente, por las de Nueva York, a la que Blades denomina su ciudad por adopción. Si bien el documental se sigue con interés, específicamente por la energía y vitalidad que Blades le pone a cada testimonio sobre su vida, y porque Benaim no detiene nunca la cámara generando un relato ágil y entretenido con un montaje dinámico, es también cierto que tampoco es demasiado profundo con los diversos puntos que el cantautor va narrando. El mismo protagonista pone límites con respecto a lo que desea que salga a la luz y lo que no. Por eso, lo más interesante termina siendo el aspecto musical. La creación de varios de sus hits como Pedro Navaja, Plástico o El cantante, y sus connotaciones políticas que definieron a Blades no sólo como un ídolo musical, sino también como un personaje activo de la vida social panameña. Fue candidato a presidente -y queda claro el motivo de la creación de su partido-, aunque lo más interesante de este aspecto reside en mostrar los testimonios de aquellos que se mostraron a favor y en contra de esta candidatura. Y aunque intenta pasar como un ciudadano más, su nombre y su rostro lo convierten en un artista que no pasa inadvertido. El documental demuestra el ego de la estrella, algunas contradicciones, y su influencia musical en cantantes como Residente o la admiración de artistas anglosajones contemporáneos como Paul Simon y Sting, que tienen breves apariciones. Pero los ojos de la cámara giran alrededor de Blades y su intención de trascender, con ideas, su arte y opinión del mundo. El documental es bastante abarcativo en ese sentido, y no se puede negar que intenta exhibir todas las facetas del artista y showman de la forma más frontal posible. Pero también varias de estas aristas se parecen más al titular de un diario, que al informe completo sobre la creación de una personalidad que deja una huella indeleble en la cultura latinoamericana. Como documental musical se disfruta plenamente. La salsa es el género más importante que salió del Caribe y las mayores figuras, desde Celia Cruz a Tito Puente, han tocado con Blades, y los momentos musicales hacen más agradable la visualización. Benaim exhibe también, un poco, la carrera cinematográfica del cantante, que en este momento se encuentra grabando la serie Fear the Walking Dead, aunque sin darle demasiado pie a reflexiones sobre el lugar que los latinos ocupan en Hollywood. También viaja a Harvard, de dónde se graduó como abogado. Las pocas reflexiones que el artista hace frente a cámara tienen una connotación más existencial: su lucha contra el tiempo, la afirmación de la edad, la conciencia de la mortalidad. Esto se refleja más en la relación con su arte que en una discusión existencialista per se. El aspecto familiar también se refleja brevemente, así como el descubrimiento de un hijo de 37 años. Sin embargo, es poco el lugar que el artista y el realizador deciden concederle a esta subtrama.
Se estrena La Feliz: continuidades de la violencia, el nuevo documental de Valentín Javier Diment, que analiza el pasado de violencia fascista y militar en la ciudad balnearia, y su relación con los actos neonazis de los últimos años. “Mar del Plata no es una ciudad feliz, no es un centro turístico ideal, Mar del Plata es violenta”. Así define un historiador marplatense a la ciudad que, verano tras verano, se convirtió en el principal destino turístico de los porteños. Valentín Diment continúa las investigaciones de su documental previo, Parapolicial negro, apuntes para una prehistoria de la AAA y sigue las huellas de grupos parapoliciales avalados por los gobiernos militares y gran parte de la sociedad. Lo aterrador es cómo esa ideología tiene relación con actos de grupos neonazis que hasta hace poco existían en La Feliz, hasta que fueron condenados a la cárcel, salvo por su principal impulsor, Carlos Pampillón, que no solamente está libre sino que además no tiene problemas en admitir su ideología frente a la cámara de Diment. La cronología de asesinatos en los años ’70 es narrada por muchos de los testigos, protagonistas y sobrevivientes de esa década atroz. Diment maneja dos líneas cronológicas paralelas para demostrar la continuidad de un concepto e ideología. Cómo la construcción de la agrupación CNU (Concentración Nacional Universitaria) ayudó para la inserción de la triple AAA en la ciudad, y cómo los grupos neonazis contemporáneos comparten sus principios contra grupos izquierdistas, miembros de la comunidad judía y LGTB. Pero también el film construye la identidad contradictoria de una ciudad. Los testimonios chocan, se enfrentan y muestran a personajes conocidos de la política nacional que estuvieron de los dos lados. La ola de violencia de la CNU es descripta con detalle. El documental se basa principalmente en testimonios y vale destacar la fluidez y el ritmo del montaje. La narración es atrapante y aterradora a la vez. Diment entiende cómo mantener la tensión, no sólo en sus ficciones, sino también en el documental. A lo largo de 85 minutos, reconstruye un universo y exhibe cómo detrás de la postal balnearia se oculta una historia de sangre y muerte. Este comportamiento no es aislado, y se debe buscar el origen en el cambio de integrantes sociales que hubo en la ciudad a partir de la segunda mitad del siglo XX. La Feliz: continuidades de la violencia es un alegato necesario para conocer las causas y consecuencias históricas de los comportamientos cotidianos, y ver que el peligro no se disipó. Los villanos siguen libres, orgullosos de su pensamiento, y son avalados por una mitad de la sociedad que prefiere ignorar su existencia en vez de admitirlo. El miedo sigue latente.
Se estrenó Wanderlust, cuerpos en tránsito de María Pérez Escalá. Documental que registra el viaje de dos directoras de cine, una argentina y otra alemana, por diferentes ciudades de Europa y Medio Oriente enfocándose en la mirada sobre los cuerpos femeninos y el paso por las fronteras. El mundo está cambiando y la mirada también. Sin embargo para muchas culturas los prejuicios sexuales, la xenofobia y el racismo siguen formando parte de sus costumbres. El miedo al cambio transmite más miedo hacia las personas que son observadas. En Wanderlust, cuerpos en tránsito, una directora argentina y una alemana, que se conocieron de casualidad en la Escuela de Cine de Cuba, deciden retratar las fronteras de diversas naciones que conviven con el patriarcado y esos prejuicios constantes. María y Anne prácticamente no se conocen y viajan desde El Cairo hasta la puerta de la casa de Anne en Alemania, atravesando solamente las fronteras por tierra o por mar. Cada una carga su cámara y exhibe a su compañera registrando sus movimientos en sitios considerados peligrosos. El miedo y la sensación de alerta son constantes, y las directoras, en primera persona, transmiten la tensión de pasar un checkpoint en Egipto, Israel y Palestina. Pero el viaje no solamente se centra en esos pasos donde, por ejemplo, un inmigrante africano es detenido por portación de rostro en Europa, sino también en la mirada que tienen las autoridades y demás hombres acerca de dos mujeres atravesando solas las fronteras. La riqueza del material registrado radica en su sinceridad. Las protagonistas y narradoras no son heroínas. Cometen errores de los que se hacen cargo, como por ejemplo viajar a Chipre en bote pero, a la vez, estos relatos aportan matices a la narración. Lo que se genera es una empatía absoluta. El espectador viaja con ellas. Comparte su mirada, sus temores e incluso su cansancio e incertidumbre. Pero también la curiosidad y satisfacción, cuando por ejemplo se encuentran con compatriotas, ya sean argentinos o alemanes. Lo inteligente, acaso, es que cuando esto sucede, la mirada la impone la persona que se siente alienada por no compartir la cultura y afinidad comunicativa. De esta forma, Wanderlust, cuerpos en tránsito es un film lleno de matices. Muy alejado del registro o edición de un programa turístico o un informe de National Geographic, las directoras transmiten esas sensaciones que sólo se generan cuando se pisa por primera vez un territorio. Nunca se siente que haya situaciones manipuladas para generar un efecto, o que el material fuera contaminado con ficcionalizaciones. El criterio de montaje es adecuado y dinámico, y los temas se van sucediendo, y regresando, a medida que avanza la narración. Las preguntas que se generan son constantes: ¿cómo se pueden cambiar las costumbres y miradas de una cultura? ¿se debe intervenir o hay que respetar ese punto de vista, tan alejado de la “mirada progresista” occidental? Grabado en un solo viaje hace 5 años atrás el film habla del aquí y ahora, reflexiona sobre las diferencias culturales de Oriente y Occidente, y de las diferencias entre formas de vivir en países que sólo están divididos por un checkpoint. La tranquilidad de un sitio, el miedo en otro. Pero más allá de la mirada sobre los lugares y sus personas y del contexto político que vive cada estado, el film también muestra personajes. Y no solamente los que van apareciendo en cada sitio por el que atraviesan las protagonistas, sino también ellas mismas son personajes en sí, que recorren un arco narrativo de forma imperceptible. No son las mismas cuando arranca la narración que cuando la terminan. La mirada sobre la otra va cambiando. Son días, semanas, meses de convivencia y la relación va fluctuando. Del diálogo al silencio, del silencio a la cofradía. Son dos personas que se vuelven una. Pero también intentan distinguirse, para que la mirada de una no sea la misma que la de la otra. En ese sentido, el uso de la voz en off, es tan fascinante como necesaria. Como en todo documental o registros de viajes, hay momentos más intensos que otros, puntos más fuertes u otros menos trascendentes, livianos y de transición. Sin embargo, el resultado final es entretenido, emotivo y nos lleva a reflexionar acerca del estado del mundo, la percepción de las diversas culturas, el racismo y xenofobia latentes, y también sobre el poder de la amistad.
Desde Uruguay llega Fiesta Nibiru, escrita y dirigida por Manuel Facal. Comedia bizarra que mezcla extraterrestres, drogas y otros delirios. A veces ir a una fiesta te puede salvar la vida. Cinco amigos, un departamento, un gato y mucha marihuana es la receta de los primeros quince minutos de Fiesta Nibiru, una comedia bizarra escrita y dirigida por Manuel Facal. La fórmula puede funcionar siempre y cuando las pretensiones no superen los resultados y, en este caso, al menos cumple con las expectativas. Peetee y Galaxia están esperando a tres amigos para ir a la fiesta que da título al film, pero a último momento prefieren no ir. Mientras Peetee (Luciano Demarco) se la pasa chateando con amigos virtuales de diversas partes del mundo, Galaxia (Verónica Dobrich) juega a comunicarse a través de una aplicación con extraños de sitios remotos. Con la llegada de Zeba Zepam (Emanuel Sobré), XXX (la argentina Carla Quevedo) y Navajo (Alan Futterweit Paz) la fiesta arranca en el propio departamento. Sin embargo, un accidente casero y la aparición de una nave extraterrestre derivan en una serie de delirantes acontecimientos que incluyen intentos de violaciones y pizzas con corazones de pollo. Con bastante creatividad para el diseño de efectos especiales y un elenco que acepta el juego absurdo que propone el director, Fiesta Nibiru sorprende por sus grotescas vueltas de tuerca aunque, en su ambición de contener demasiadas subtramas en menos de 75 minutos, algunas cosas sobran. La película no se autoimpone límites visuales y tanto la estética seudo kitsch como la música de los sintetizadores le adjudican un tono retrofuturista que justifica ciertas limitaciones presupuestarias. Básicamente, los aspectos más berretas tienen coherencia con el resto de la propuesta. Mientras que algunas líneas narrativas terminan desperdiciadas, entre juegos de luces y trucas visuales, con referencias a cierto cine clase B de los años ’80. El director abusa en la elección de alturas de planos (una mirada cenital que se agota) y desde el guion le da demasiado énfasis a una subtrama relacionada con pastillas “rufis” (las que se usan en caso de violaciones) que generan una serie de enredos que no llegan a buen puerto. Es cierto que hay elementos que con un poco más de ambición podrían haber derivado en una comedia más ampulosa. Sin embargo queda la sensación que no había más pretensiones de ampliar el universo que propone la historia, y en ese sentido el resultado cumple con las expectativas que bien podría haber superado. Después de recorrer numerosos festivales, la película de Manuel Facal llega a las salas comerciales buscando un público joven que quiera pasar un buen rato y disfrute de un delirio honesto y simple, con un elenco que se divierte con la propuesta y no mucho más. Si se tiene en cuenta que este tipo de estrenos son cada vez más escasos, el film es un verdadero platillo volador dentro de la cartelera.
Se estrena Un cine en concreto, documental de Luz Ruciello acerca de Omar Borcard, un apasionado del cine que construyó una sala con sus propias manos. Un relato sobre la perseverancia y la obsesión de una persona por conseguir sus sueños. Hay diferentes formas de vencer a la muerte. Durante décadas se ha dicho que el formato casero está matando a las salas cinematográficas. Se decía en los años ’50 cuando apareció la televisión. Se decía en los ’70 y ’80 cuando aparecieron el cable y el VHS sucesivamente. Se dice ahora con el streaming. Pero lo cierto es que si bien el caudal del público ha disminuido y las cadenas multinacionales se han devorado a las salas de barrio, el cine sigue viéndose en el cine. Como debe ser. Y Omar Borcard, de Villa Elisa (Entre Ríos), es uno de los grandes héroes de esta doctrina. Porque cuando en 1986 se cerró el viejo cine de barrio, él, albañil, usó sus conocimientos (sus poderes) para construir, desde cero, en lo que fuera la casa de su madre, una sala. Con el apoyo de su esposa, de un cura que le donó un proyector, y utilizando las viejas butacas del antiguo cine, armó una sala con la única motivación de transmitir la tradición de ver cine en el cine para las generaciones venideras. El documental de Luz Ruciello no se separa de su protagonista, de su amor por sentarse en una butaca y poder ver películas, especialmente, de su admirado Palito Ortega. Filmada en varias etapas, la película centra su mirada en esos ojos perdidos, simples, obsesivos que, en una cruzada quijotesca, no renuncian, pese a innumerables contratiempos, a convertir terrenos baldíos en un espacio cinematográfico. Con una puesta sencilla y contemplativa, la directora retrata al personaje con cierta distancia. Exhibe el amor que le dedica a su sala, con la pulcritud, perseverancia y el detalle que un escultor le dedica a su obra, utilizando sólo herramientas que tiene a mano. La sonrisa de poder regalarle a los chicos entradas, la pasión por el arte de proyectar parecen sentimientos perdidos en el tiempo, aislados de la vorágine del ritmo urbano. Justamente, uno de los momentos más sensibles y emotivos del film de Ruciello es cuando el protagonista viaja a la ciudad y se enfrenta a una sala legendaria como la Lugones, quedando sorprendido por la magnitud del proyector. Inteligente, la directora guarda un misterio, relacionado con el ir y devenir en la estructura temporal (hay notables cambios de estética y textura visual), que recién en el final se hace explícito, y no hace más que agigantar la figura de este pequeño y enjuto hombre, un hidalgo moderno, que no se rinde ante los avatares o ante los avances tecnológicos. El último gran héroe de las salas cinematográficas.
Después de 54 años, Mary Poppins, el personaje de P.L. Travers, regresa a la pantalla grande. Intentando emular al clásico de Robert Stevenson con Julie Andrews, a la nueva producción de Disney, dirigida por Rob Marshall, le falta la magia y el encanto de su predecesora. Hay películas que no necesitan ni remakes ni secuelas. En realidad, ninguna lo necesita, pero bien es sabido que algunas de estas reinvenciones modernas fueron bastante superiores a lo que se esperaba de ellas y le brindaron nuevos aires a obras que quedaron inmortalizadas en el tiempo. Fue el caso de Tron: el legado, por ejemplo, cuya visión no perjudicó a la original sino que la amplificó generosamente. En el caso de Mary Poppins, un triunfo era una meta utópica. La magia del film original es imposible recrearla hoy en día: porque la interacción de animación y actores ya no es revolucionaria, porque la reconstrucción de una historia seudo victoriana-infantil no tiene el impacto de aquel entonces ni genera la misma empatía, y porque el encanto que le imprimía la novel (era su primera película) Julie Andrews combinado con la química con Dick Van Dyke y un notable elenco secundario eran únicos. Aun así Disney se animó a realizar una secuela 54 años después y lo que, en apariencia, debía ser lo más difícil de revivir, termina siendo su única salvación. Era bastante previsible que el simplón de Rob Marshall no pudiera transmitir magia genuina a la narración, pero más allá de la torpe puesta en escena, el elemental montaje y la básica reconstrucción visual de la obra original, Disney acierta con el casting. Lo que no significa que sea suficiente para ver un producto digno porque el guion es tan desastroso, caprichoso y poco imaginativo que todo el esfuerzo interpretativo, y talento, que le imprimen Emily Blunt, y especialmente, Lin-Manuel Miranda, termina banalizado cuando, a la salida del cine, uno empieza a buscarle coherencia y cohesión a la narración. Inglaterra. Década del ’30. Michael Banks (Ben Whishaw, sorprendiendo con un personaje muy adulto y con el tono adecuado para un film infantil) ha crecido y es cajero del mismo banco en el que trabajó su padre ya fallecido. Su esposa murió hace un año y se quedó solo con sus hijos: una pareja de mellizos y otro niño. Tiene deudas y el banco se puede quedar con su casa a menos que pague todo lo que debe antes de que finalice la semana. La solución cae literalmente del cielo: Mary Poppins regresa para cuidar a los niños, mientras él y su hermana (una desperdiciada Emily Mortimer que aporta simpatía a un personaje nulo) buscan las acciones que los pueden salvar de perder el hogar donde se criaron. Esta premisa tiene muchos problemas. Uno de ellos es su previsibilidad. Queda bastante claro desde la primera escena dónde se encuentran las acciones. Rob Marshall intenta en vano engañar al espectador. El segundo problema reside que los niños son bastante inteligentes, ordenados y disciplinados. No se comprende demasiado porque necesitan a Mary Poppins, más que para refregarles en la cara con canciones que no tienen la sutileza y creatividad de la primera película, lo que el público entendió desde el principio. Por supuesto, todo se resuelve a último minuto, a los ponchazos y con bastante arbitrariedad. Entre la nostalgia y la autorreferencia, a la película le falta criterio, magia y encanto. Porque una cosa es el encanto que le puede aportar la sonrisa y la actitud del elenco, y otra lo que ya viene impregnado desde el guion. Rob Marshall puede ser un gran coreógrafo, pero nunca supo solucionar una sola puesta de cámara en toda su filmografía. Desde Chicago a El regreso de Mary Poppins sus números musicales son completamente teatrales. El elenco canta y baila dentro de un escenario que no oculta su artificio, y él pone las cámaras, principalmente, en la platea. Más allá de la interacción de actores con animación tradicional (que remite a la de la película original) toda la puesta pareciera ser la de un gran musical de Broadway. De hecho, con el mismo elenco, y quizás el mismo guion, en Broadway funcionaría mucho mejor que en el cine. Tampoco es muy diestro para hacer un film infantil o darle un timing humorístico a la historia. Y el drama carece de emoción y suspenso. Como se decía más arriba, Emily Blunt se pone a la altura del desafío porque hace fácil lo difícil, chiquito lo exuberante y tiene un talento innato para cantar y moverse. Sin embargo, su visión o composición del personaje es completamente distinto al que hizo Andrews. La legendaria actriz le imponía calidez y mucha más simpatía y humanidad a Mary Poppins. Blunt lo interpreta quizás más cercano a la visión de Travers, más fría y adulta. No se mueve tan espontáneamente en el mundo animado como lo hacía Andrews. Son puntos de vista diferentes pero, en este caso, por más que realmente sea una gran y versátil actriz, Blunt queda unos puntos abajo de Andrews. Esto no se aplica a Lin-Manuel Miranda quien, en su debut como coprotagonista de un largometraje musical, demuestra todo el talento que lo hizo famoso en Broadway, e incluso le aporta algo de la estética rapera de su musical Hamilton a la canción Trip a Little Light Fantastic como guiño a su fans. El tema, que intenta emular a la coreografía de los deshollinadores, es el mejor número musical del film. Por otra parte, Miranda no intenta comparar su estilo al de Dick Van Dyke (aunque el personaje es prácticamente igual al del cómico estadounidense) sino que remite mucho más a Gene Kelly, aportando un poquito de frescura a un film sin ideas. Rob Marshall también intenta poner algo de su pasado en El regreso de Mary Poppins: una de las primeras coreografías tiene el estilo único de jazz que creó Bob Fosse, a quien Marshall admira y cita constantemente. Sin embargo, es tan grande el contraste entre la danza del resto del film con el número de Fosse, está tan descolgado y separado del resto de las coreografías que cabe preguntarse cuál fue la intención de Marshall al incorporarla. La justificación es el capricho. Y de caprichos está lleno el film: la pobre Meryl Streep demuestra una vez más su versatilidad para una secuencia incoherente con el resto de la narración, forzada e impuesta solamente para que la actriz de La dama de hierro haga lo suyo, pero no hay ninguna justificación narrativa para que aparezca. En el final aparecen dos leyendas nonegenarias cantando y bailando con el resto del elenco y tampoco hay demasiada coherencia al respecto. La enorme Julie Walters también sufre el síndrome “¿para que la pusieron?”. Su personaje influye poco y nada en el conflicto, por más que ella aporta una enorme calidez y simpatía. David Warner, uno de los mejores villanos de la historia del cine, también aporta un poco de talento a un elenco demasiado grande. Colin Firth sale un poco mejor parado como el inescrupuloso banquero que quiere quedarse con la casa de los Banks. Salvo él (que ya había demostrado en Mamma Mía que no podía cantar demasiado) el resto del elenco sale bien parado en los números musicales. Tampoco el trío de niños se destaca. Apenas el más chico tiene la empatía y el encanto necesario para emocionar un poco al público. Los “mellizos” son bastante apáticos. Posiblemente, este sea el único error del casting. Las canciones son lindas pero demasiado didácticas y explícitas. Les falta el perfil lúdico de los temas originales. Son pegadizas, pero completamente olvidables. En ese sentido, la banda de sonido instrumental de Marc Shaiman es un poco más inspirada y vale la pena quedarse hasta el final de los créditos para escuchar cómo va mechando algunos acordes de los temas de la película de 1964 con la instrumentación original del 2018.
La trilogía que M. Night Shyamalan comenzó en el año 2000 con El protegido y continuó en 2017 con Fragmentado finaliza este año con Glass, protagonizada por James McAvoy, Bruce Willis y Samuel L. Jackson. El que vaya a ver Glass con la idea o el concepto de continuar viendo un giro narrativo realista sobre el género de cine de superhéroes se va a sentir decepcionado. En primer lugar porque está confirmado que al director de Sexto sentido le importan poco y nada los cómics y los superhéroes. Segundo, porque Glass tiene dos lecturas: por un lado es una historia sobre padres e hijos -lo único que realmente le interesa al guionista/director sobre la mitología comiquera de los héroes-, por otro lado es una sátira a la psiquiatría. En tercer lugar, el director sigue en su cruzada de confundir a los críticos y seguidores y confirma, nuevamente, el odio que tiene por cualquiera que le critique o se enamore de su obra. Shyamalan es un narcisista importante. O al menos eso da a creer. Glass comienza con Kevin (nuevamente James McAvoy demuestra su enorme destreza física e increíble talento para transformarse de un segundo a otro en un mismo plano en varios personajes dentro del mismo cuerpo), el asesino esquizofrénico de Fragmentado, secuestrando a un cuarteto de porristas. Detrás de sus huellas va David (un Bruce Willis bastante desperdiciado), el “héroe” de El protegido, abatido por la muerte de su esposa (Shyamalan sólo muestra al personaje de Robin Wright de espaldas en un flashback que parece salido de Sexto sentido), que ahora es dueño de una empresa que vende artículos para la seguridad hogareña, y está acompañado por su hijo (Spencer Treat Clark) que lo ayuda a buscar criminales y atender su negocio. David atrapa a Kevin, pero ambos son interceptados por la doctora Ellie Stapler (Sarah Paulson, con algunos buenos momentos y en otros sobreactuada), quién los lleva a un hospital psiquiátrico rodeado de mucha tecnología, pero poco personal de seguridad (¿?). Allí, los reúne con Elijah Price, el delicado Mr. Glass interpretado por un Samuel L. Jackson que no se toma del todo en serio lo que sucede en esta secuela. Y justamente este es el tono que le aplica Shyamalan a su obra. Glass se podría etiquetar como una especie de thriller psicológico que se burla de la psicología. Shyamalan apuesta, como se dijo en párrafos previos a relacionar los “poderes” de los protagonistas con traumas de la infancia, pero de forma bastante básica y banal, como si no le interesara demasiado la psicología y se quedara con el envoltorio de la profesión. Algo similar a lo que sucedía en Sexto sentido -recordemos que Willis ahí interpretaba a un psicólogo infantil que le quería demostrar a Osment que no tenía poderes, sino traumas con la madre-, pero sin la solemnidad ni la densidad de la película de 1999 nominada al Oscar. El tema de padres peleados con sus hijos o que directamente no los entienden hasta el final de la obra cuando logran reconciliarse con ellos, atraviesa la filmografía del realizador, y Glass no es la excepción. La diferencia está que en Shyamalan odia a sus criaturas. Se cansa de Elijah y David, y en menor medida, de Kevin. Los redime un poco y transforma en villana al personaje de Paulson, que también guarda un secreto. En los últimos 15 minutos, como es costumbre, el director da dos “sorpresivos” giros narrativos. Uno es tan obvio y ridículo que el propio Elijah se divierte con ello, y la risa de Jackson es bastante genuina, lo que da a entender el nivel de absurdo y autoconciencia de la propuesta. El segundo es rebuscado, forzado, e incoherente con la enemistad que tiene el director con el género de superhéroes. Pero, a pesar de ello, tiene cierta coherencia diegética en relación al mensaje que decide transmitir Shyamalan. A Shyamalan no le importa demasiado lo que piensen de él y su cine, si lo defenestran o convierten en objeto de culto. Prefiere ponerse en una posición donde se cree más inteligente que el espectador. Si no fuera por estos actos de narcisismo, podríamos decir que Glass es realmente una gran película. Porque a pesar de ser la más extensa de su filmografía en lo que respecta a la duración, es genuinamente atrapante y la más entretenida de todas. Pero ese final deja un gusto agridulce. Por un lado la canchereada, cinematográficamente hablando, es bastante paupérrima en términos narrativos: debe poner a un personaje delante de cámara explicando lo que el espectador acaba de ver. Un recurso innecesario desde la diegética y porque subestima la inteligencia del público. Por otro, le roba la tensión al relato. Pasa de ser un thriller prolijo a una comedia absurda. Más allá de esto, y analizando el film a fondo, se pueden encontrar demasiados de estos “caprichos de autor” a lo largo de los 130 minutos: un cameo del director que da a entender que La aldea también forma parte del mismo universo de Glass, Fragmentado y El protegido, personajes que aparecen sin demasiado fundamento (el de Anya Taylor-Joy) y detalles que terminan restando verosímil con la única justificación de generar falsas expectativas.
Se estrena Spider-Man: un nuevo universo, dirigida por Bob Persichetti, Peter Ramsey y Rodney Rothman, la más original, entretenida y compleja historia acerca del personaje creado por Stan Lee y Steve Ditko. Luces y sombras. Pasaron 17 años desde que Spider-Man llegó al cine por primera vez. El éxito de la trilogía de Sam Raimi sentó las verdaderas bases para que Marvel construyera un imperio cinematográfico. Pero aquella trilogía que tenía a Tobey Maguire usando mallas azules era demasiado cursi. Su núcleo dramático era el conflicto romántico de su protagonista, de qué forma su doble personalidad afectaba a la chica que le gustaba y a su mejor amigo, que se interponía entre ambos. Acaso más interesante y oscura fue la versión de Marc Webb, en la que el conflicto realmente era reconstruir la identidad del personaje, el pasado, la relación con sus padres. Más ligera, pero a la vez más profunda, podría haber sido la saga definitiva, pero la ambición de la secuela de meter demasiados enemigos, demasiadas subtramas perjudicó a nivel económico las pretensiones del director de 500 días con ella. Por último, con De regreso a casa el nudo también es la relación padre-hijo, pero en este caso simbolizada en los deseos de Peter de formar parte de Los vengadores, buscando la aceptación y admiración de la figura paternal que representa Tony Stark. Este nuevo reboot, sin pretenderlo, es la obra más equilibrada, ligera y fresca de todas. Apelando a todas las fórmulas del universo Marvel, Jon Watts, además, construyó al mejor villano de la franquicia, gracias a la maravillosa interpretación de Michael Keaton. Ahora bien, ya con Spider-Man incorporado al MCU, parecía imposible que veamos un nuevo reinicio de los orígenes del personaje, pero Phil Lord y Christopher Miller, los despedidos directores de Solo, le encontraron una original vuelta narrativa para que el niño araña vuelva a la pantalla grande con otro rostro. Spider-Man: un nuevo universo no solamente propone una visión animada del personaje, sino también la más autoconciente lectura sobre el pasado audiovisual del mismo. Revisionismo puro. Spider-Man es un personaje de cómic pero también un héroe real y todo lo que sucedió a lo largo de las primeras cinco adaptaciones, realmente, pasó en la diégesis de la historia, pero con un cambio importante: un cambio en el punto de vista. Miles Morales es un adolescente que acaba de entrar en un instituto privado de Brooklyn. Su padre es policía y su tío, un artista callejero. Miles -al igual que Peter Parker- es un genio en ciencias, pero él prefiere el arte y la educación pública. Un día es mordido por una superaraña y, de repente, recibe los mismos poderes de Spider-Man, lo que provoca que el joven afrolatinoamericano desee conocer al héroe, quizás, para convertirse en uno. El film codirigido por Bob Persichetti, Peter Ramsey y Rodney Rothman tiene más de un giro narrativo, pero acaso el más interesante es el de traer desde diferentes dimensiones especímenes “raros” del mismo personaje: una versión cuarentona y resignada, otra salida de un film noir, un puerco araña (ninguna relación con el de Homero) parecido a como sería Porky dentro del traje de Parker, un animé (mezcla Sailor Moon con Mazinger) y una Spider-Woman llamada Gwen Stacy, que en este universo no sólo no muere, sino que sufre por la muerte de un amigo que falleció como el personaje de Emma Stone en la segunda película de Webb. La película no apunta a la nostalgia, pero sí a la cinefilia e historia del personaje -el gag post créditos es realmente hermoso- y si bien todos los Spider-Man tienen microconflictos ninguno tiene la profundización que amerita. Y no por esto pasa ajeno el conflicto del villano, Kingpin, quien por fin aparece en pantalla gigante. Demasiados poderes conllevan demasiada responsabilidades, y demasiadas subtramas también. Por suerte, el film, a pesar de todo, no pierde la brújula narrativa y los conflictos de Miles Morales, el nuevo niño araña, sobre la aceptación de su identidad y la reconciliación con sus dos figuras paternas, representadas por el padre-policía y el tío-marginal, son el núcleo del ingenioso guión de Lord y Rothman. Más allá de la reinterpretación racial del personaje (también hay un Spider-Man rubio y blanco dando vueltas) la frescura de este film pasa por la estética y la banda sonora, acorde con el contexto temporal y espacial de la historia, más oscura y a la vez lisérgica, con una paleta de colores atractiva e incorporaciones de onomatopeyas que la vuelven una versión más pop que las convencionales versiones previas. Ganadora de múltiples premios y favorita para llevarse el Oscar como mejor obra animada, el film cuenta con las voces originales de Nicolas Cage, Liev Schreiber, Jake Johnson, Hailee Steifeld, Mahersala Alí, Chris Pine y Lili Tomlin -notable tía May- entre otros, que le brindan calidez, humanidad y mucho humor a cada personaje. El guion no carece de gags, ni tampoco es solemne, pero tiene una equilibrada y necesaria cuota de emoción genuina, mucho más real que el de las películas con intérpretes. En ese sentido, la evolución de las técnicas de animación han avanzado notablemente. En medio de tantas propuestas que pretenden copiar al modelo Pixar/Disney, el diseño de este film resulta casi vanguardista (y hay que valorar que la mayoría de los animadores sea de origen latinoamericano, incluido el también director argentino Agustín Ross Beraldi).
Se estrena Introduzione All´Oscuro, lo último de Gastón Solnicki (Süden), un emotivo homenaje a su amigo Hans Hurch, director del Festival de Cine de Viena. Hacer cine es una experiencia muy personal para cada director. A veces, la ideología queda solapada por el efectismo o la historia cuando se trata de un trabajo por encargo; otras veces se puede determinar la autoría de un realizador a través de su estética, temática de la obra o incertidumbres íntimas que atraviesan su filmografía completa. Gastón Solnicki es un narrador en primera persona. Narra desde sus pasiones -la música- desde su historia personal -la familia- o, en el caso de Introduzione All’Oscuro, desde el duelo. La pérdida y la ausencia, el fallecimiento de una persona, quizás no tan cercana desde el lazo o en presencia física, pero sí a partir de lo que le transmitió a lo largo de una extensa amistad. Hans Hurch murió tempranamente, en julio del 2017. Fue programador y director del Festival de Cine de Viena durante mucho tiempo y cultivó una notable amistad con el realizador argentino, con quien no sólo tenía gustos afines, sino que intentaba mantener el contacto a través de vistosas postales. Desde esa afinidad parte Solnicki para exhibir cómo era su amigo, qué lugares le gustaba recorrer, qué comía, cómo vestía, etc. El director le escapa al relato biográfico y también a la narración en primera persona. Las imágenes dejan explícito el carácter del personaje sin necesidad de subrayados ni sobreexplicaciones textuales. Esos modos “artesanales” y la sencillez del programador austríaco queda impregnada en la puesta en escena de este documental de tono vanguardista. Solnicki se pone delante de cámara y recorre Viena intentando entrar en la mente de su amigo, pero sin dejar de ser él mismo, efectuando un viaje cultural por la capital de Austria, criticando el militarismo de la ciudad y, a través de grabaciones con Hurch, dejando testimonio de las consecuencias que el nazismo ha traído al país, antes, durante y después de la Segunda Guerra. El film peca de ser un poco caprichoso y soberbio por momentos. Solnicki termina hablando más de sí mismo en ciertas escenas, de su carácter, de su historia, que del personaje en cuestión y ahí es cuando el relato pierde emotividad y profundidad. Es una elección de la narración que no le juega a favor. Sin embargo, los caprichos narrativos son compensados por la meticulosa puesta en escena, un detallado diseño y postproducción de sonido, una estética prolija y una elegancia que va acorde a la personalidad del realizador. En este sentido se destaca, una vez más, el trabajo del director de fotografía Rui Poças, que participó, por ejemplo, en Tabú (Miguel Gomes) y en Zama (Lucrecia Martel). Introduzione All’Oscuro tiene códigos encriptados y un poco de elitismo en lo que refiere al público al que va orientada, pero que refuerza la teoría de que el cine también es un medio para hacer catarsis y autorreflexión. Cada director hace cine para uno mismo y lo que transmite va a ser único; cada espectador va a tener una interpretación distinta, y así mismo la va a sentir de diferente forma, acorde a la cercanía o distancia que tenga con el personaje. La empatía termina siendo un factor determinante a la hora de juzgar la película y Solnicki no la fuerza, deja que fluya implícitamente en el relato. Simplemente la emoción se siente o no, y eso es subjetivo, no una pretensión. Y de eso hay mucha autoconciencia.