Se estrenó El prof3s1on4l, la nueva película de Martín Farina que retrata la metodología de trabajo y el pensamiento del mítico Raúl Perrone. Entre seudoficciones, cortometrajes y documentales, Martín Farina se ha transformado en uno de los realizadores más perseverantes del cine nacional de los últimos años. Con un registro austero, una mirada personal que no saca juicios, sino que deja que el espectador saque sus propias conclusiones sobre el material que tiene enfrente, ha logrado estrenar 5 largometrajes en menos de 5 años, lo que es un mérito increíble teniendo en cuenta las dificultades que un cineasta atraviesa para filmar -o grabar- en este período que atraviesa el país. Pero quizás habría que buscar inspiración más allá de la voluntad propia y reconocer que, en los márgenes del cine independiente, se encuentra el verdadero cine independiente. Un cine hecho totalmente a pulmón sin presiones de grupos económicos ni empresarios, ni instituciones. Con dinero del bolsillo, alma y voluntad de acero, y sobre todo perseverancia. Así fue como José Campusano logró salir del conurbano bonaerense y llegar a concretar sus nuevas y, cada vez, más ambiciosas producciones en Estados Unidos, México o Bolivia. Y no para. Y sin embargo, el patriarca de este movimiento (y también del llamado Nuevo Cine Nacional) es Raúl Perrone que, desde 1989, no sale de su Ituzaingó natal y sigue filmando y grabando a contramano de cualquiera. Sus films han traspasado los límites bonaerenses y han sido proyectados en el exterior, siendo reconocido con numerosos premios. Pero “el Perro” sigue siendo fiel a sus ideas, convicciones y metodología de trabajo, aunque las búsquedas cinematográficas hayan cambiado: pasó de un cine realista o naturalista a una estética cada vez más expresiva o surrealista sin abandonar nunca su barrio. En definitiva, sigue fiel a sí mismo. Básicamente, El prof3s1on4l exhibe eso. Tres días de rodaje junto a Raúl Perrone, una aventura bastante osada. Farina propone un diario de detrás de escena de una de sus producciones. La cual, se puede deducir, es una nueva ficción muda que retrata el abuso a la clase obrera, al principio del siglo XX, con actores, en su mayoría, amateurs. Pero el ojo de Farina nunca abandona los ojos de Perrone, y así es como debe “aguantar” sus gritos, su carácter e histrionismo. Pero también capta el espíritu lúdico de un nene que no para de jugar y manipular sus muñecos y herramientas, para crear la historia que él quiere contar; de la forma que solo él quiere que se cuente. Porque más allá del retrato de un artista mítico de la cinematografía local, con fama de ermitaño y gruñón, es el retrato de un apasionado, profesional y cinéfilo cineasta que conoce el oficio mejor o más que ninguno que trabaje en el cine industrial y que, no por nada, tiene su propia escuela de cine. Y, sin decirlo, Farina, en esos tres días de trabajo capta esa esencia y ese profesionalismo. Así como también logra capturar con notable transparencia y honestidad, el estrés de un rodaje, los inconvenientes que pueden llegar a surgir, las discusiones, impotencias y vicisitudes de una grabación. A un lado quedan las limitaciones económicas, la discusión del material con el que se capturan las escenas. Lo que a Farina le interesa es el factor humano: la posibilidad de equivocarse, la provocación de no hacerse cargo de los errores y la carga de encontrar una solución a los contratiempos. Intimista, y sin otorgarle honores ni méritos al carácter de su protagonista, Farina contrapone momentos líricos con otros de realismo absoluto, y sin perder un punto de vista estético, prolijo e, incluso, irónico. Y por supuesto, sin perder a Perrone ni un solo minuto, generando un diálogo divertido con el objeto de documentación que rompe la cuarta pared. El prof3s1on4l, traspasa el mero documental acerca de la figura que elige retratar para instalarse como un ensayo reflexivo, y no exento de humor, sobre la pasión de grabar sin parar, el amor por el cine y la narración. Un trabajo que desborda tensión e ideas, pero aún así contiene emoción y fluidez. Que consigue, a su vez, humanizar y elevar el misticismo del gran Raúl Perrone.
Se estrenó El panelista, de Juan Manuel Repetto. Documental que retrata la vida de Carlos Bianchi, integrante del sector de testeo de productos lácteos del INTI. Un punto de vista original de reflexión sobre la ceguera y las relaciones laborales. De lo general a lo particular. El cine es una ventana a universos que a veces están escondidos de la luz pública. A través del ojo de un director, o de una cámara, podemos entrar a micromundos que muchos suponen que existen, pero solamente se vuelven masivos cuando alguien los da a conocer a través de los medios de comunicación y, en este sentido, el cine cumple el rol de uno. El panelista tiene como tema principal la ceguera. Cómo es vivir siendo no vidente, los prejuicios que existen, la rutina cotidiana de personas con visión limitada o que directamente carecen de ella. Juan Manuel Repetto parte del sector de testeo sensorial del INTI para conocer diversas historias, que se cruzan en un espacio donde los protagonistas trabajan probando diferentes sustancias, específicamente quesos, para evaluar texturas y aromas, aprovechando el desarrollo del gusto y el olfato en compensación a la ausencia de la vista. El motor que elige Repetto como guía del relato es Carlos, un muchacho de 39 años que quedó ciego tras un accidente en la infancia. El personaje, padre de dos hijos, será el referente del director para conocer el funcionamiento de la institución y, derivado de eso, otros casos de trabajadores del Instituto. Limitando el uso de bustos parlantes y evitando caer en zócalos explícitos, El panelista exhibe las historias con el mayor grado de humanidad posible. La cámara de los realizadores se introduce en los hogares, los acompaña a la par en sus caminatas y no interviene con preguntas ni interpelaciones. Deja que los personajes hablen, vivan, delante del receptor. De a poco, Repetto va introduciendo el conflicto, de forma misteriosa y casi onírica. ¿Qué son esas torres eléctricas que aparecen en forma difusa en medio del cielo? ¿Qué son esas imágenes fuera de foco? Poco a poco, van ganando terreno narrativo, las nuevas panelistas -se da a suponer una especie de celos entre los que tienen una visión limitada y aquellos que directamente no la tienen- y Carlos empieza a tomar un plano secundario. Muchas decisiones de montaje, que parecen arbitrarias, van tomando potencia narrativa. Y el misterio se irá revelando a medida de que avanza el relato. Lo más interesante de la elección narrativa de Repetto es que no se pone en una posición de juez de los hechos. De la pintura general, informativa y didáctica de este micromundo, el director paulatinamente pasa a la intimidad de un solo individuo: sus miedos, sus incertidumbres, el cambio de comportamiento y, sobre todo, la forma de llevar adelante la paternidad, con las culpas y limitaciones particulares. Cómo llevarse con hijos videntes y cómo afrontar una posible tragedia agudizando los sentidos. De repente el “tema” deja de ser una discapacidad particular para tornarse una más universal, para la que nadie nace capacitado. Con un cuidado estético interesante, donde el director resalta los encuadres de largos pasillos y las interminables caminatas de sus protagonistas, cuidando los puntos de fuga, así como el recorte de siluetas mirando la lluvia desde una entrada, El panelista es una obra sugerente y original, que muestra otro punto de vista acerca de cómo es vivir sin poder ver, y de que forma, incluso a nivel histórico, la sociedad argentina se hizo y se hace cargo de los no videntes. Hay que resaltar el tiempo que se ha tomado la producción para llevar a cabo la investigación pero, aunque no hay un minuto de sobra en el relato, el conflicto tarda bastante en aparecer y demasiado breve termina siendo el desarrollo del mismo. Habría sido interesante profundizar un poco más en cómo afectó el incidente en el carácter del protagonista, así como en darle un poco más de identidad a personajes que tienen un rol satelital como, por ejemplo, la esposa de Carlos. Al final, y quizás cuando empieza a cobrar más intensidad dramática, El panelista termina y todo lo que pudo haber sido quedará en la mente del espectador. Un interesante estudio sobre la ceguera, El panelista, de Juan Manuel Repetto, exhibe un mundo y a sus personajes sin intervenir en el relato, ni en el juicio hacia ellos. Cuidado en la puesta en escena y un clima intimista, con relatos humanos que generan empatía pero nunca apelan ni al sentimentalismo ni al golpe bajo, son los puntos más sobresalientes que compensan la ausencia de profundidad, sutileza y ambición.
Se estrena La deuda, el nuevo film de Gustavo Fontán, protagonizado por Belén Blanco y Marcelo Subiotto. Thriller dramático que juega con los prejuicios del espectador sin manipulaciones. Destacada puesta de cámara para una pequeña producción que cuenta con el apoyo de los hermanos Almodóvar. Partir del clisé para romperlo. La premisa de La deuda, en apariencia, es bastante clásica: una joven tiene menos de 24 horas para restituir 15 mil pesos que le robó a un cliente de la financiera en la que trabaja, si no ella y su jefe pueden perder el empleo. Sin embargo, en manos de un director tan personal como Gustavo Fontán, que pone mayor foco en las situaciones pequeñas cotidianas que en el panorama global del conflicto, esta premisa se vuelve mucho más interesante de lo que parece. Al mejor estilo de los hermanos Dardenne, la cámara de Fontán no se separa un minuto de su protagonista. La sigue desde la financiera hasta un local de ropa, del local a la casa de su hermana y así sucesivamente. Caminando, en tren o en auto. El lente de Fontán nunca deja fuera de campo a su protagonista que lleva encima la carga emocional del relato. No sólo por el tiempo que la apremia, que es uno de sus antagonistas, sino también por los personajes a los que debe convencer para que la ayuden a cubrir la deuda, y cómo se involucra sentimentalmente con ellos. Haciendo un paralelismo, Mónica (extraordinario trabajo de Belén Blanco, contenida, humana, minimalista) parece haberse construido basándose en las protagonistas de Rosetta, El silencio de Lorna o, más precisamente, 2 días, una noche, todas dirigidas por los hermanos belgas. Pero, mientras que los Dardenne prefieren trabajar con luz día, Fontán sitúa el 80 % de la acción al anochecer, brindando al relato de un tono noir, realista y crudo. Sin proponérselo en primera instancia, Fontán realiza una radiografía de la vida en el conurbano, pero sin caer en bajadas políticas ni sociales. El malestar social está en el clima, en el contexto, en la depresión que produce tener que asistir a un hospital público en medio de la noche, de pasar al lado de un accidente de tránsito o de vivir bajo la amenaza de un hombre violento. Mónica siente la muerte cercana en cada paso que da, pero la muerte no está detrás de ella. Y el director es completamente inteligente para dejar en el espectador la interpretación de cómo le afecta la calle a la protagonista. A través de la soberbia fotografía de Diego Poleri, en donde abunda el azul con diferentes tonos y matices, se crea un panorama desalentador para la protagonista que estalla, en los últimos 20 minutos, cuando Fontán enfrenta al espectador con sus propios prejuicios. Quizás parezca un recurso manipulador, pero con lo que el realizador juega constantemente es con demostrar que los estereotipos muchas veces los crea quien mira y en su cabeza. Por eso la inteligencia de La deuda no sólo radica en su tono austero y los climas, el suspenso y la tensión (que no necesita de sobresaltos de ningún tipo ni efectos sonoros/musicales) sino en partir de un guion que amaga en dirigirse al lugar común, pero termina desviándose a un plano humano, casi esperanzador, en medio de las desgracias cotidianas. A no engañarse, que el relato tenga un tono similar al de un thriller no lo convierte en uno. A Fontán le siguen interesando las personas comunes con microconflictos que se pueden resolver, a veces, a través del diálogo o, a veces, simplemente, cediendo o negociando. Belén Blanco carga con la presión y con la película en sí, a pura expresividad. Sus gestos están medidos tanto como sus oraciones, sus palabras. Todo es interno, pero al mismo tiempo, y gracias a su talento interpretativo, cada emoción puede leerse en su semblante. Un equilibro admirable. La acompañan con sordidez y austeridad: Marcelo Subiotto, Edgardo Castro, Andrea Garrote y Leonor Manso. Es admirable cómo un relato tan común puede deparar sorpresas sin alardear ni cancherear. Fontán no se refugia ni en la solemnidad, ni en lo discursivo. Los giros se dan con naturalidad y fluidez y, al final, con coherencia narrativa. En los detalles, en los pequeños gestos, se encuentran los instantes más imprevisibles, y gracias a ellos (desde cómo poner una pava hasta darle de comer a un gato) se sucede el verosímil. Una conexión invisible con el resto de la obra del autor, como El árbol o Elegía de abril. La deuda es un trabajo lleno de sutilezas, diálogos precisos, una puesta delicada, pero con un trabajo con el color azul digno de un film de Kieslowski. Interpretaciones sólidas, especialmente de una notable Belén Blanco, llevan adelante un relato cargado de tensión y humanidad. El apoyo de Lita Stantic y los hermanos Almodóvar confirman que se trata de una obra global pero intimista, personal, de autor. Sin fisuras narrativas, un ritmo lento pero atrapante, una duración sin un minuto de más, es de lo mejor que dio el cine nacional en 2019.
Se estrena Sr. Link, la nueva obra de animación del estudio Laika (Coraline, Paranorman, Los Boxtrolls, Kubo y la búsqueda del samurái). Con las voces de Hugh Jackman, Zack Galifianakis y Zoe Saldana, es una propuesta que combina aventura y fantasía victoriana con humor omnipresente. Fundada en el año 2005, Laika Studios, de Phil Knight, ha conseguido con apenas cinco trabajos consagrarse en los últimos años como una de las productoras de animación más originales que existen. Con menor infraestructura que Pixar o Aardman, las producciones de Laika se caracterizan por tener historias mucho más oscuras que sus competidoras y una visión más mística y profunda, incluso, en los trasfondos filosóficos que eligen retratar, pero sin perder como objetivo principal al público infantil y con un sentido del humor constante, combinado con pequeños y típicos toques de sentimentalismo, y una moraleja “inspiradora”. Y aunque todavía le falta ambición para romper ciertas barreras narrativas, las propuestas resultan atractivas porque no carecen de inteligencia o ingenio en su realización. Vale destacar que, junto con Aardman, la compañía británica creadora de Wallace & Gromit, Laika sigue produciendo animaciones cuadro por cuadro con figuras de plastilina, sets en miniaturas, apenas apoyados por fondos diseñados en CGI. En este sentido, más bien técnico, Sr. Link resulta la obra de Laika más pretenciosa y avanzada tecnológicamente. Escrita y dirigida por Chris Butler (Paranorman) esta nueva película resulta la más humorística y autoconsciente, pero, al mismo tiempo, la más liviana de las producciones del estudio. Y eso se refleja no solamente en el tono de toda la historia, sino también en los colores seleccionados. Mientras que en el resto de las producciones abundan los claroscuros y tonos fríos, Sr. Link tiene una paleta más cálida, reflejo de los diferentes ambientes seleccionados para la historia, y que tienen tanto protagonismo como los personajes. Sir Lionel Frost es un aventurero millonario, antropólogo y arqueólogo, mezcla de Phineas Fogg, el mítico protagonista de La vuelta al mundo en 80 días de Julio Verne, con el Profesor Challenger, de El mundo perdido de Arthur Conan Doyle. Incansable y egocéntrico, Frost tiene como propósito el reconocimiento de sus pares y demostrar al mundo la existencia de criaturas míticas. Después de que se le escape la posibilidad de atrapar al monstruo del Lago Ness, y de la renuncia de su asistente, Frost encuentra una carta que le dará indicios de la existencia del Sasquatch, mejor conocido como Pie Grande. Frost sale a buscar a este eslabón perdido en los bosques estadounidenses, perseguido por un cazarecompensas. Para su sorpresa, el mítico animal no sólo puede hablar, leer y escribir, sino que además es pacífico y “contrata” a Frost para una misión: viajar al Himalaya para buscar a su “primo”, el Yeti. A partir de acá comienza una nueva aventura que se nutre del western y otras vertientes del género que tuvo su mejor época narrativa en los años 30. Con cierta inocencia, Butler atraviesa el planeta con dos personajes completamente contrastantes, creando una divertida buddy-road movie en el siglo XIX. Al dúo se le suma un personaje femenino, Adelina, que intenta quebrar con los estereotipos románticos de este tipo de películas. La liviandad de la propuesta y la ausencia completa de solemnidad, incluso en los breves momentos sentimentales (ambos protagonistas son seres solitarios que intentan encontrar su lugar en el mundo) convierten a Sr. Link en una obra atractiva, fluida y disfrutable. Algunos gags son bastante previsibles, y la estructura, demasiado clásica; pero el espíritu de aventura es constante y recuerda a aquellas películas de Disney inspiradas en las novelas de Verne y Conan Doyle que eran muy populares en los años 50 y 60. La transparencia de Sr. Link, aún con algunos diálogos que contienen doble sentido, la transforman en un entretenimiento familiar. Al igual que en otras películas de Laika, la muerte sobrevuela, pero Butler no teme en darle un giro humorístico a la violencia física para no espantar al público infantil y, a la vez, para continuar con el tono irónico del resto del film, como si fuera una adaptación de La vuelta al mundo… pero dirigida por Mel Brooks. Lejos de tener un espíritu trascendente, como sí lo tenía Kubo y la búsqueda del samurái, Sr. Link tiene suficiente humor, ingenio y aventura para confirmar que el cine de los Estudios Laika tiene una marca autoral que puede competir perfectamente con pesos pesados como Pixar y Aardman. Las voces de Jackman, Galifianakis, Saldana y Fry le aportan una cuota de elegancia, personalidad y profesionalismo a los personajes.
Se estrenó Proyecto 55, nuevo documental-ensayo personal del realizador argentino Miguel Colombo. Un notable trabajo que reflexiona sobre las guerras y sus consecuencias, tomando como punto de partida el golpe de Estado al gobierno de Perón en 1955. Todo comienza con el relato de una pesadilla. Imágenes entre barro y sangre, explosiones, gente gritando. Miguel Colombo describe en detalle las sensaciones de un (mal) sueño recurrente. Esta premisa es la excusa que lo lleva a realizar Proyecto 55, su nuevo documental. Al igual que con sus trabajos previos, Huellas y Leónidas, Colombo parte de historias cercanas a él para encarar el tratamiento y diagramar el relato, así como el propósito del documental: narrar una reflexión audiovisual, transparentando el artificio, exhibiendo los preparativos, el doblaje, y fragmentos de material de archivo. En este material se concentran los principales valores de la película. No solamente por la calidad audiovisual de filmaciones de los años 50 y 60, sino también por la coherencia del montaje para construir una tercera lectura, acoplada a las reflexiones del director. Colombo decide poner el foco en el golpe del 55, un episodio trágico que el cine nacional siempre narró con bastante superficialidad. Las imágenes son crudas. Bombas cayendo sobre la Plaza de Mayo en plena mañana. Fotos y filmaciones caseras, en medio de las multitudes, desde diferentes ángulos. Recuerdos de custodios de uno de los ministerios que rodean la Plaza (y hoy se juntan a mantener viva la amistad) y material periodístico inédito. Sin embargo, más allá del relato histórico y la reconstrucción del sangriento episodio que dejó más de 300 víctimas fatales, Colombo y su equipo deciden llevar a cabo un trabajo más plástico para recuperar sonidos y pensar cómo impactaría un ataque así hoy en día. Para tomar conciencia de la magnitud del dolor y el sadismo de los gobiernos, el director lleva al espectador a otras batallas: Vietnam, los campos de concentración del nazismo, las trincheras de la Primera Guerra. Memorias que se van superponiendo (incluso las de los propios familiares del director), imágenes que parten y regresan al mismo hecho histórico. El realizador logra capturar, a través de los silencios y los ruidos cotidianos, las atmósferas sonoras de los sitios que hoy en día son cementerios o parques. Es un trabajo lúdico, en el que sus creadores son expuestos buscando soluciones cinematográficas para métodos de narración poco convencionales. Colombo se aparta de los lugares comunes del documental cronológico. Evita, prácticamente, a los bustos parlantes y deposita la mayor parte de la narración en su propia voz, en su motivación, sus miedos y la búsqueda de una respuesta a los interrogantes que le planteaba la pesadilla recurrente. Más allá del interés constante que despiertan las imágenes (es escalofriante el relato de un piloto estadounidense previo a un bombardeo en Vietnam), la narración en off del propio realizador se vuelve un punto en contra del trabajo final. En primer lugar, porque por momentos es reiterativo con lo que intenta analizar, en otros es redundante con la selección de imágenes, que de por sí son bastante gráficas, y por último porque el relato es un poco monocorde y demasiado fragmentado en oraciones. Como si estuviese leyendo el material y pretendiendo hacer innecesario énfasis en cada punto final. No es tanto el contenido, sino la forma en que la voz en off termina interviniendo en cada escena. La ausencia de emoción o espontaneidad en la narración genera, por momentos, un poco de monotonía. Para contrarrestar este aspecto, la reflexión final sobre las consecuencias del golpe y sus fantasmas sociales, está a cargo de intérpretes y locutores que le otorgan la personalidad y carga emotiva que Colombo no le aporta al resto del metraje. Excluyendo este punto, el material resulta valioso y necesario, no esconde una arista didáctica pero funcional a los tiempos que corren. Abstrayéndonos de la morosidad del relato off, Proyecto 55 parte de una premisa original y personal, para meter al espectador en una reflexión fundamental para recordar uno de los episodios más sangrientos de la historia argentina. Se genera suficiente empatía y conexión con los miedos y pesadillas del protagonista (el director), para intentar comprender las huellas que deja el dolor, el origen de la maldad humana, y qué pedazo de historia se les deja a las generaciones venideras.
Se estrena Mekong – Paraná: los últimos laosianos, documental de Ignacio Luccisano, que narra la odisea de una familia que se escapó de su tierra natal y emigró a la Argentina hace casi 40 años atrás. Argentina fue construida especialmente por inmigrantes. Durante toda su historia, diversas olas de extranjeros fueron llegando al país forjando la comunicación entre variadas culturas, fusionando miradas e ideologías. La primera mitad del siglo XX se caracterizó por la migración europea. Comunidades enteras abandonando sus hogares y huyendo como consecuencia de la primera y segunda guerra mundiales. En los últimos 30 años, las olas de inmigrantes provienen principalmente de países limítrofes y latinoamericanos. Pero a mediados de los años 70, y de forma más silenciosa, llegaron al país 300 familias laosianas y vietnamitas. El documental de Ignacio Luccisano pone el foco en Som y Phengta, un matrimonio laosiano que se conoció en un campo de refugiados tailandés, luego de que ambos escaparan del gobierno comunista que surgió tras la derrota estadounidense en la guerra de Vietnam. Más de 35 años después, ambos, ya asentados en la provincia de Santa Fe, al lado del río Paraná, tienen la libertad, tranquilidad y felicidad de poder narrar sus experiencias. Luccisano consigue un diálogo transparente, fluido e íntimo con sus protagonistas que, con un asombroso sentido del humor y sin caer en golpes bajos o efectistas, narran de qué forma los bombarderos estadounidenses destrozaron la región y cómo, después, la persecución de la fuerza militar del gobierno los obligó a buscar refugio en Tailandia. Si bien durante buena parte de la narración, el director da espacio a las historias en territorio asiático, incluso apoyándose en excelente material de archivo e impactantes animaciones, el relato adquiere matices cuando los protagonistas recuerdan y reflexionan sobre el proceso de adaptación a una tierra completamente ajena para ellos: las dificultades para comprender el idioma, conocer una nueva cultura gastronómica, llamar familia a compatriotas que llegaron con ellos. Sin caer en sentimentalismos, la pareja describe cómo fue despedirse para siempre de sus padres que quedaron en Tailandia, cuyos retratos cubren las paredes del hogar. A través de ellos, el realizador se introduce en los relatos del resto de los integrantes laosianos de Santa Fe, que encontraron una conexión con su tierra a través del Río Paraná, que les recuerda al Mekong. El río es una perfecta metáfora de la unión de dos territorios, y gracias a él, Som y Phengta pudieron sobrevivir durante tres décadas, pescando y recolectando frutas, cultivando verduras, como aprendieron a hacer en Laos. Como un río que se va ramificando se van conociendo otras historias de supervivencia en medio de asados y karaokes. El pasado y el presente conviven en el trabajo de Luccisano que consigue emocionar con herramientas genuinas y sin forzar situaciones. La fotografía de Martín Turnes explota los colores de la geografía mesopotámica, desde el amanecer hasta el atardecer, con una puesta de cámara prolija y libre de pretensiones. El rostro y las expresiones de Som y Phengta son un mapa de emociones contenidas que el lente de Luccisano expone con paciencia y comprensión. Tanto los diálogos como los silencios y miradas hacia fuera de campo son un potente atractivo audiovisual. Amena, cálida, llena de humanidad, Mekong - Paraná: los últimos laosianos es una obra que le da por primera vez voz a una comunidad escondida del territorio nacional. Experiencias de vida que saltan a la luz en una reflexión sentida sobre la supervivencia en medio de la guerra y la represión socio-política.
Se estrena Había una vez… en Hollywood, el noveno film de Quentin Tarantino. Un tributo a los actores olvidados de la televisión de la década del 60, con la cinefilia y el humor negro que son la marca del director. Leonardo Di Caprio y Brad Pitt le aportan corazón y melancolía a sus personajes. Érase una vez, a finales de los 60, un lugar donde los sueños se hacían realidad. Donde un director polaco, que en su infancia escapó de campos de concentración nazi, se convertiría en un ícono cultural y se casaría con la actriz más deseada de la década. Donde los hippies serían tratados como una especie de plaga, las leyendas de los 50, aquellos pioneros de la televisión, quedarían en el olvido, y las artes marciales serían el deporte de moda. Ese lugar se llama Hollywood. Y ahí es donde se crió Quentin, un niño de 6 años, que se educó en base al cine, las series y la música de aquellos tiempos. Y como todo niño, hijo único, solitario, Quentin también fantaseaba. Fantaseaba con recuperar a aquellos héroes de antaño, de revivir a esos íconos sexuales que despertarían su temprana líbido Había una vez… en Hollywood es esa fantasía. Es un cuento de hadas mezclado con western, una epopeya melancólica de perdedores y jóvenes promesas. Durante toda su filmografía, inclusive esta película, Tarantino intentó recuperar artistas olvidados, dándoles la oportunidad de destacarse una vez más en la pantalla grande. Había una vez… toma este concepto como premisa argumental: dos figuras que llegaron a ser exitosas y hoy, febrero de 1969, deben agarrar lo que puedan para sobrevivir. Es un homenaje al cine, y una crítica a la feroz industria televisiva y la cultura del chisme. Rick Dalton (Di Caprio) y Cliff Booth (Pitt) fueron la estrella, y su doble de riesgo, respectivamente, de una exitosa serie de los 50. Ahora, Dalton cumple roles de villano invitado en series, pasándole la posta a nuevas estrellas, llorando por oportunidades perdidas y propuestas que él considera clase B, en Italia. Cualquier similitud con la historia de Clint Eastwood es pura coincidencia. Paralelamente a estas historias de derroteros y fracasos artísticos, está el contrapunto: el ascenso de Sharon Tate, la esposa de Roman Polanski, viviendo el sueño americano. El camino de los tres personajes convergerá en Cielo Drive, sitio donde seis meses más tarde se desataría la masacre liderada por Charles Manson. Había una vez… no sólo se destaca por su meticulosa puesta en escena, una reconstrucción detallada del Hollywood de 1969, con hippies incluidos (drogadictos marginados sociales excluidos del sistema desde el punto de vista de Tarantino) sino por el respeto y al mismo tiempo la relectura que hace el director de esa época casi sagrada. Hay un viaje introspectivo, que nunca se vuelve solemne, sino por el contrario contiene mucho humor negro, sobre el miedo al fracaso y la resignación al paso del tiempo. Pitt, en ese sentido sale bien parado, siendo consciente de su físico y explotando cada arruga de su rostro, mientras que Di Caprio sigue por esa fina línea de interpretación absurda-dramática que le dio buen resultado en El lobo de Wall Street. Y justamente de Scorsese, Tarantino toma cierta anarquía para narrar, para no anclarse literalmente con una típica trama lineal. Elige con arbitrariedad tres momentos de la vida de los personajes: una presentación al inicio, tres horas de un día bastante movido, y un epílogo violento pero imprevisible. El resultado de todo esto es un collage, por momentos, un poco extenso y caótico, lleno de caprichos de montaje, con un diseño sonoro magistral (una radio suena permanentemente, cambiando de dial, y de ahí salen fragmentos de temas emblemáticos) y una total conciencia narcisista de quién está narrando el cuento: Quentin Tarantino. El director no aparece, pero tampoco se esconde. Intérpretes que ya pasaron bajo su dirección hacen cameos vestidos igual que en las obras previas. Los protagonistas pasan delante de decorados de otras películas, recreando implícitamente pequeñas escenas. El ego de Tarantino es tan grande acá, que termina expulsando a muchos espectadores cinéfilos que sólo quieren disfrutar del cuento pero, al mismo tiempo, todos estos caprichos se encuentran justificados en la narrativa. Tarantino se compara con los autores extranjeros de aquella época. El cuidado de la puesta en escena (notable fotografía de Richardson) radica en los detalles, y la pasión del realizador de mezclar a sus antihéroes dentro de films reales y personajes que en verdad existieron. Los mitos conviven con la ficción en Había una vez… en Hollywood. Y no hay que enojarse porque el vehículo para el tributo sea el ícono y no el personaje real. Se trata de una fantasía. Hay excesos que le juegan en contra. Actores desaprovechados (los cinco minutos de Bruce Dern son maravillosos), escenas demasiado extensas, flashbacks y narración en off caprichosa, pero Tarantino tiene completo control sobre eso, y sin los Weinstein pisándole los talones, hace lo que quiere… y le sale bien. Al menos, con mejores resultados que su película anterior: Los 8 más odiados, un western sin alma, en piloto automático, demasiado extenso y con poco ingenio. Acá por lo menos, hay empatía por los protagonistas y una melancolía explícita, que explota con una última secuencia que lleva su grotesca firma. Con profundos trabajos interpretativos de Di Caprio, Pitt, y, aun con poco diálogo, de Margot Robbie y un remarcable conocimiento del universo que está retratando, Tarantino concreta con Había una vez… en Hollywood, un homenaje mágico a los héroes e íconos de su infancia. Aun, cuando su ego cinéfilo y la extensión le juegan un poco en contra, el film se destaca por el dejo de melancolía y optimismo que despiertan sus protagonistas, y el tono general de la obra, qué, sin duda, en algún momento, será de culto.
Se estrenó Un rubio, nuevo film de Marco Berger, protagonizado por Gastón Re y Alfonso Barón. Un drama romántico austero, contenido y contemplativo, que muestra la evolución de la relación de una pareja. Todo comienza con una mirada. El cine de Marco Berger, en principio, es un cine voyeurista. Al igual que en Plan B, Ausente y Taekwondo, las miradas pesan más que las palabras, los silencios entre esas miradas dicen aquello que las bocas no se animan a enunciar. Sus protagonistas suelen ser personajes introvertidos, callados, que necesitan expresar lo que desean y lo que son, pero a veces no se animan. En Un rubio, Berger regresa a la premisa de Plan B. Dos hombres viven juntos, comparten cervezas en la terraza. Se atraen. En este caso, el dueño de la casa se llama Juan, trabaja en una maderera y reprime cualquier deseo de compromiso afectivo. Decide alquilarle la habitación que pertenecía a su hermano, a Gabriel, un rubio, que trabaja con él. Callado, tímido, el personaje que interpreta Gastón Re, comienza a tomar protagonismo. Sus ojos, son los narradores de las acciones, y son los que principalmente conectan con la mirada del espectador. Los ojos de Juan y Gabo se enlazan enseguida. Es una atracción física mutua que tarda en concretarse, en principio por represión de Juan. Pronto la relación pasará de lo puramente sexual a un plano sentimental, y el eje del conflicto serán los prejuicios de Juan por no comprometerse en tener una pareja fija, pero sobre todo por miedo de ser juzgado por un entorno misógino y homofóbico. Berger nuevamente pone la mirada en la masculinidad y evade estereotipos y clisés. Un falso costumbrismo exhibe algunos malos hábitos sociales e ideológicos de los porteños. Pero el director evita criticar discursivamente a sus personajes. Por el contrario, la cámara sigue la austeridad y distancia de la actitud de Gabo. Berger construye un discurso inteligente para que el espectador saque sus conclusiones, y se hace cargo de esa mirada. Los juegos de foco, en ese sentido, son precisos y narran lo que sienten los protagonistas mucho mejor que cualquier línea de diálogo. En Un rubio cada detalle ayuda a construir un universo, desde los espacios hasta los objetos que se yuxtaponen en cada escenario: la cerveza y la televisión como rito, el tren como espacio de encuentro de los rostros -hay un juego plástico muy bueno en cada encuadre dentro de los vagones- y el preservativo como objeto de ruptura narrativa. Un cine expresivo y meticuloso, desde la sencilla puesta de cámara hasta la elección de colores de vestuario e iluminación, donde predominan los claroscuros y colores barrocos, tonos ocres apagados, que son compatibles con la represión y austeridad de los protagonistas, y el desenvolvimiento de los conflictos. El film sutilmente va incorporando capas de subtramas que van a tono con debates contemporáneos, y otros basados en dilemas que ya no deberían debatirse, pero aun así siguen vigentes. A través del personaje de la hija de Gabo -excelente elección de casting Malena Irusta- Berger muestra la necesidad de seguir discutiendo cómo es la verdadera composición de una “familia tradicional”. Y si bien esta subtrama está un poco aislada del conflicto dramático central sobre la relación entre Juan y Gabo, su incursión tampoco se siente forzada y aporta una sutil cuota de discurso temático social, fundamental para los tiempos que corren. Si bien, por momentos, el ritmo disminuye y el film extiende su metraje innecesariamente, el guión es suficientemente inteligente para no subestimar al espectador y mantenerlo atrapado, sin caer en giros previsibles, pero tampoco resoluciones bruscas.
Se estrenó Spider-Man: lejos de casa, secuela del film de 2017, protagonizada por Tom Holland. Nuevamente bajo la dirección de Jon Watts, esta aventura se nutre de todo lo que dejaron los films previos del MCU de 2019: Capitana Marvel y Avengers: Endgame. El resultado es divertido, entretenido y un poco lisérgico, pero se extraña la profundidad dramática de la primera parte. Después del final previsiblemente melancólico y emotivo de Avengers: Endgame, y de la sobrecarga de austeridad de Capitana Marvel, era necesario un film más liviano y menos pretencioso como Spiderman: lejos de casa. El director Jon Watts, que entiende muy bien cómo administrar buenas dosis de terror psicológico y humor negro en contextos juveniles (El payaso del mal, Cop Car), decide dejar un poco de lado la oscuridad de sus obras previas, así como la profundidad de las relaciones padre/hijo y/o tutor/mentor de la primera parte de este segundo reboot cinematográfico acerca del héroe arácnido, para concretar una clásica comedia coming of age, superficial y anecdótica, que no aporta demasiado al universo de Marvel. El film empieza emitiendo las respuestas que no brindaba Endgame. O sea, explicando en un tono bastante satírico qué le paso y cómo viven aquellos que “regresaron” después de que Thanos los hiciera desaparecer, junto a la otra mitad del universo, en Infinity War. Ni Watts ni los guionistas se toman demasiado en serio el asunto y, por suerte, se permiten burlarse de la solemnidad de los hermanos Russo. Pasado a limpio esto, la trama se traslada a Europa. Peter, sus compañeros de clase y dos profesores acaban en Venecia. Ya sin la ansiedad de luchar contra el crimen o formar parte de Los vengadores, lo único que obsesiona al protagonista es declararle su amor a M.J. Pero las vacaciones se interrumpen cuando diversos monstruos multidimensionales comiencen a destruir los principales centros turísticos del mundo. Es acá donde aparece otro superhéroe: Quentin Beck, mejor conocido como Misterio, interpretado por Jake Gyllenhaal, el actor que por culpa de un accidente no pudo interpretar al Peter Parker de Sam Raimi. De principio a fin, a Watts le interesa muy poco el conflicto dramático interior de Peter, y mucho las desventuras que el protagonista sufre en el viejo continente para conquistar a una chica y escaparse de la responsabilidad de crecer, simbolizada en la figura de Nick Fury. Básicamente se nota mucho en la escritura del guión y en el montaje, e incluso en la selección musical, la influencia del cine de John Hughes. Especialmente de Vacaciones en Europa o Ciencia loca, en donde el director de El club de los cinco exhibía el perfil más absurdo y ridículo del coming of age. Pero como se trata de un film de superhéroes, la acción no puede dejarse a un lado y, si bien Watts trata de lograr un equilibrio entre la comedia, el romance y las secuencias con grandes efectos visuales, se pierde algo de cohesión narrativa en el momento en que se caen las máscaras de los villanos. En ese sentido, tener un antagonista bien definido como Vulture le simplificaba, en la primera parte, un poco el trabajo a los guionistas que acá juegan con demasiadas bolas en el aire: divertir, entretener, humanizar, sorprender, no repetirse. Y si bien el viaje es placentero, es poco lo que permite para analizar a posteriori… o por lo menos hasta que terminan los primeros títulos del desenlace. Porque si extrañaron las escenas en el medio y al finalizar los créditos, Spider-Man: lejos de casa, presenta dos que fácilmente son lo mejor de la película. Sin spoilear, en el primero se nota la influencia del fenómeno John Wick -y además tiene el mejor cameo de la historia del MCU, sacando los de Stan Lee-, mientras que en el segundo, al final de todo, una parte de la trama cobra otro significado. O sea, no se paren ni bien termina porque se van a perder lo mejor. Los cinéfilos y geeks van a encontrar una secuela confortable en referencias audiovisuales -desde el mencionado tono y estilo de Hughes hasta ciertos guiños a Misión imposible, Matrix y Operación dragón- y también en romance nerd. No falta el espíritu aventurero que caracteriza al género y tampoco una buena dosis de humor que sobrepasa al drama más solemne, creando una grieta con los films de Avengers. Quizás abusa de los cómic relief, pero la fórmula arácnida aún funciona, y más allá de desniveles narrativos, el resultado final, potenciado por el carisma y la sobriedad de Holland para sostener el film, es gratificante.
Se estrenó un nuevo episodio de la saga creada en 1997 por Lowell Cunningham. Este spin-off tiene como protagonistas a Chris Hemsworth y la ascendente Tessa Thompson bajo la dirección del discreto F. Gary Gray. Cuando Barry Sonnenfeld, denominado a mediados de los ’90 como uno de los directores más ingeniosos y ácidos del cine industrial, tomó el oscuro cómic de Cunningham que sólo tuvo tres destacados números, eran muchos los que se preguntaban qué tipo de película haría. Con el apoyo de Steven Spielberg, Tommy Lee Jones (actor serio) y el ascendente Will Smith (que venía de sorprender en Día de la Independencia), el film de 1997 sorprendió en la taquilla gracias a su humor y la empatía que generaba la pareja protagónica. En 2002 llegó la secuela, pero los resultados fueron decepcionantes. Faltaba la frescura del film original y, sobre todo, las ideas que convirtieron a la predecesora en un clásico de esa década. Diez años después, el mismo trío regresaría con una fría tercera parte. Josh Brolin interpretó al joven K (en lugar de Jones) y la trama incluía viajes en el tiempo. Lamentablemente, otra vez el guión sería tan o más frustrante que el de la secuela de 2002. Tampoco Sonnenfeld tenía las ideas visuales que caracterizaron su estilo irónico en los ’90. Demasiado ingenua, demasiado familiar, la tercera parte llamaba a neuralizar con urgencia la saga. Borrón y cuenta nueva. Pasaron siete años, y tras amagar con un crossover con la saga de Comando especial (¡qué buena idea dejaron pasar!) llega la esperada cuarta parte. Y otra vez los resultados no están a la altura. ¿Qué pasó esta vez? Básicamente el mismo problema de las tres predecesoras. Se contrata a guionistas que no entienden el material que tienen entre manos. Ed Solomon tiene una trayectoria implacable. Es uno de los creadores de la saga de Bill & Ted (ahora está desarrollando la tercera parte) y supo encontrarle el tono perfecto al film de 1997, que iba acorde a la visión cínica de Sonnenfeld. Matt Holloway y Art Marcum tienen como antecedentes la escritura de la primer Iron Man (la peor de todas) y la última Transformers. A esto hay que sumarle que F. Gary Gray es un director con muy poca identidad cinematográfica, que tiene un par de productos interesantes (El mediador, La estafa maestra)- pero no aporta una mirada autoral, un sello distintivo como lo hacía Sonnenfeld. Por lo tanto, sin ingenio creativo detrás de cámaras, lo que queda es un producto en piloto automático. Que los protagonistas se pongan la película sobre los hombros y hagan el milagro de llevarla a buen puerto. En frío, la pareja Thompson-Hemsworth, que venía de demostrar una excelente química en Thor Ragnarok y Avengers: Endgame, tenía todo para sacar adelante un spin-off sin traicionar el espíritu de las que hicieron Jones y Smith. Hemsworth demuestra que es un actor todo terreno. Aprovecha su sex appeal para ridiculizarse. Thompson, en cambio, tiene una versatilidad sorprendente. Pero ninguno de los dos es comediante natural como Smith y, al mismo tiempo, ninguno tiene esa templanza de pocos amigos como Jones. Por lo que el carácter de ambos termina por fusionarse. “La clave de una buena pareja cómica es que uno de los de los dos debe ser un intérprete dramático y otro, comediante”. Así definió Sonnenfeld el éxito del film de 1997 y el motivo del fracaso de Las aventuras de Jim West. Claro, detrás de Thor Ragnarok estaba Taika Waititi, que en este momento tiene ese ingenio que tanto le adularon en los ’90 a Sonnenfeld. Habría sido una excelente opción para escribir y dirigir esta cuarta parte. Pero también vale recordar que la pareja principal de la tercera parte de “el hijo del trueno” eran Hemsworth-Ruffalo. En fin, la historia muestra a Molly (Tessa Thompson), una chica que desde su infancia sigue las andanzas de los MIB por todo Brooklyn hasta que, por fin, entra en el famoso recinto de la saga y la recibe la Agente O (la Thompson británica) que, reconociendo sus habilidades, y luego de un rápido entrenamiento, la manda a una misión de prueba en Inglaterra. Allí es recibida por el Gran T (Liam Neeson), en completo piloto automático, que le pide que se asocie a su mejor agente, el torpe H de Chris Hemsworth. La pareja recorrerá medio mundo, primero como guardaespaldas de un buscado alien, y después intentando salvar una poderosa arma capaz de destruir la galaxia. La primera hora del film es bastante entretenida y tiene algo del humor que distingue la saga, pero en la segunda mitad la historia se enreda previsiblemente. Hay varias coincidencias narrativas y geográficas con la última John Wick, aparece un pequeño y divertido aliado de otra dimensión, pero realmente es poco lo que aporta esta cuarta entrega a un saga agotada. A medida de que avanza el film, el entusiasmo inicial se va disipando y lo que queda es un clímax final sin emoción. La premisa intenta crear un aura de misterio, pero se van tirando tantas pistas sobre la marcha que la resolución resulta obvia y previsible. Todo muy ingenuo, casi infantil. Hay guiños, muy pequeños, a las entregas previas, pero no esperen un cameo de los personajes originales. Aparecen los gusanos y Frank, el perro, pero es tan decepcionante su participación así como el resultado final del film. La frescura y buena química que le aportan Hemsworth y Thompson se ve mitigada por la ausencia de un guión ingenioso y un trabajo de dirección apático, sin ideas conceptuales o visuales concretas. Los efectos especiales y personajes CGI se destacan, pero no llegan a sostener una película original. Más que el regreso de Jones y Smith, lo que se necesita es el regreso de Solomon y Sonnenfeld detrás de cámara.