EL SUEÑO AMERICANO Si Argo había sido algo sobrevalorada y Vivir de noche era una película muy fallida, Air: la historia detrás del logo es una vuelta a la mejor de las formas para Ben Affleck como realizador. Esa concreción se da a través de un relato que recupera buena parte del idealismo norteamericano más atractivo -ese que se sustenta en la búsqueda y aprovechamiento de las oportunidades a través del laburo y del riesgo- y que apela a una estructura narrativa indudablemente cercana al género deportivo. Típica narración “underdog” (esas sobre personas o equipos que superan las expectativas) basada en eventos reales, Air: la historia detrás del logo sigue a Sonny Vaccaro (excelente Matt Damon), un vendedor de calzado que trabajaba para Nike que decidió volcar todos los recursos de la división de básquet de la compañía para convertirse en la marca asociada a Michael Jordan. La apuesta de Vaccaro era arriesgada en varios frentes: no solo porque en ese momento Jordan era todavía un novato que debía probar su valía en la NBA, sino también porque el jugador no quería saber nada con Nike, por lo que Adidas y Converse eran las compañías favoritas para “vestirlo”. Lo que vemos entonces es el camino recorrido por Vaccaro para convencer a la gente de su compañía -incluido el dueño de Nike, Phil Knight (Affleck)-, a la familia de Jordan (especialmente a su madre, Deloris, interpretada por Viola Davis) y al propio Jordan de que esa asociación no solo es posible, sino necesaria para ambas partes. En Air: la historia detrás del logo casi no se ven escenas de básquetbol: en eso es bastante parecida a El juego de la fortuna, donde el deporte era a la vez el foco central y el telón de fondo, lo que movilizaba la pasión de los personajes desde el fuera de campo. Affleck y Damon (que en cierto modo son coautores del guión, al cual reescribieron de manera no oficial) buscan hablar sobre ese deporte -o más bien, sobre el deporte en general-, pero más como producto cultural y como emergente de una forma de ver, y construir el mundo. De hecho, el concepto de “producto” es quizás uno de los tópicos relevantes y a la vez subyacentes del film, que indaga en cómo hay determinados sujetos que pueden representar múltiples cosas a la vez y, desde ahí, convertirse en símbolos no solo deportivos, sino también políticos, sociales, morales y hasta económicos. En los eventos que retrata -con sus interpretaciones y derivaciones posibles-, Air: la historia detrás del logo encuentra una muy buena excusa para construir otra metáfora sobre el “sueño americano”, ese hecho de personas e ideas extraordinarias, pero también de gente común y corriente, aunque laburante de principio a fin. Sin embargo, el gran mérito de Air: la historia detrás del logo -y que la pone un escalón por encima de Argo– está dado porque alinea las piezas narrativas de forma precisa para que, cuando llega el momento de la discursividad explícita, esta no se sienta forzada o apoyada en las creencias previas de los espectadores. La puesta en escena de Affleck, al igual que el guión, son un gran ejemplo de cómo convencer a cualquier tipo de público sobre las bondades de un discurso determinado. Y eso puede darse porque los personajes no solo son gente cautivante desde su pasión, dedicación y vocación por lo que hacen, sino también muy divertidos. Air: la historia detrás del logo funciona también muy bien en el terreno de la comedia, desde diálogos filosos que se dan a mil por hora y un humor que hasta se permite jugar con lo físico -hay, por caso, un gran chiste en referencia a la panza de Vaccaro- porque, al fin y al cabo, todo se trata sobre individuos imperfectos que buscan hacer lo suyo de la mejor manera posible. Esa comicidad es la que le permite generar una gran empatía con los protagonistas y, finalmente, crear una pequeña gran épica. Una épica bien humana y terrenal sobre el saber captar y entender lo que pueden generar tipos fuera de serie como Jordan, y cómo trasladar ese conjunto de significados a una simple zapatilla. Una zapatilla (y una marca) que terminaron siendo mucho más que eso. Al fin y al cabo, de eso se trata el sueño americano: de cómo acciones particulares pueden tener resonancias generales. Affleck y Damon entienden esto a la perfección y consiguen delinear una pequeña gran película, de esas que solo la maquinaria hollywoodense.
ENTENDER LO LÚDICO (Y LA DIVERSIÓN) No debe compararse a Calabozos y dragones: honor entre ladrones con la primera adaptación cinematográfica del juego de mesa realizada en el 2000, que era un completo desastre y no se podía tomar muy en serio. En cambio, se puede establecer paralelismos con adaptaciones más recientes (y ambiciosas), como Warcraft: el primer encuentro de dos mundos, que también buscaba instalar una franquicia. Es que tanto la película de Duncan Jones como la de John Francis Daley y Jonathan Goldstein buscan recrear en la pantalla grande mundos ciertamente complejos, donde conviven toda clase de criaturas y narrativas que los sustentan, siempre con presupuestos gigantescos. Pero si la primera no lograba poner a dialogar el lenguaje del cine con el del juego en el que se basaba, la segunda entiende bastante mejor su tarea y logra, aún con desniveles, resultados mucho más estimulantes y atractivos. Hay otra equivalencia relevante entre Warcraft: el primer encuentro entre dos mundos y Calabozos y dragones: honor entre ladrones: los relatos que ensamblan son casi imposibles de explicar: sucesiones de idas y vueltas argumentales, una multitud de personajes, eventos, mitologías y actos mágicos interrelacionados, que se sostienen alrededor de una estructura básica que en muchos tramos amenaza con ser sobrepasada. Pero, a diferencia de Jones, Daley y Goldstein ya tienen una trayectoria importante en la comedia, vocación por el humor despreocupado y por algo hicieron una película como Noche de juegos, que exponía los artificios de lo lúdico para despojarlos de toda solemnidad. Y entienden que, en el fondo, todo se trata de un juego, que lo que importa es la dinámica aventurera -con sus normas y códigos- y, principalmente, los personajes. La magia, obstáculos, artefactos, mitos y monstruos propios del universo en el que se mueven los personajes son, en verdad, excusas para fusionar los elementos típicos del juego de rol con la materialidad esencial del cine, en un relato que avanza a toda velocidad. De ahí que Daley y Goldstein seleccionen porciones de información y solo en ciertos casos recurran a explicaciones que detengan la narración, mientras con el resto dan por sabido lo que se ve o escucha. No porque consideren que el espectador sea un conocedor de los juegos de rol, sino porque hay una dosis precisa de confianza en ciertos marcos de conocimientos básicos para lo que requiere un relato de aventuras. Porque, al fin y al cabo, Calabozos y dragones: honor entre ladrones no se olvida de que podrá presentarse como una adaptación de un juego de mesa, pero que para eso debe ser, primero que nada, una aventura en toda regla. Una aventura sobre un ladrón tratando de recuperar a su hija y su esposa, pero también la fe en sí mismo y en los demás, al que lo acompaña un grupo de marginales y perdedores que también buscan probar su valía ante el mundo y elevar sus autoestimas. Desde ese propósito, Calabozos y dragones: honor entre ladrones construye personajes ciertamente imperfectos, pero queribles y que se expresan mayormente desde la acción, recurriendo en muchos pasajes la materialidad de los dibujos animados. A la vez, utiliza herramientas propias de la road-movie, la comedia física, las películas de robos e incluso el drama paterno-filial, pero sin regodearse en las capas de sentido. En cambio, procura que sea el espectador el que crea en lo que se está contando, con una puesta en escena que no teme probar los límites espacio-temporales. Ahí tenemos, por ejemplo, una escena que que juega con los mecanismos narrativos típicos de los flashbacks o un escape narrado con un plano secuencia que es pura tensión. Y les da vía libre a los talentos de Chris Pine, Michelle Rodriguez, Justice Smith y Sophia Lillis, aunque es la segunda la que sale mejor parada, a partir de cómo consigue transmitir su punto de vista a las piñas. ¿A Calabozos y dragones: honor entre ladrones le sale todo como se propone? No del todo, en gran medida porque estira en demasía su trama y cede en algunos pasajes a una discursividad excesiva, en particular a través del personaje encarnado por Regé-Jean Page. Sin embargo, sin maravillar, señala un camino posible para las adaptaciones de propiedades vinculadas con lo lúdico (sean juegos de mesa, juguetes o videojuegos), que pasa por privilegiar la diversión directa y honesta antes que la solemnidad. Y de paso nos entrega una historia donde los protagonistas, incluso cuando están arrinconados y al borde de la muerte, nunca dejan de jugar, de lanzar los dados apostando todo o nada.
EL COYOTE-CORRECAMINOS Con la cuarta entrega de su saga, John Wick consolida las características que lo hicieron un personaje muy destacable dentro del cine de acción de las últimas décadas. Hay una humanidad innegable en sus virtudes y defectos, en su recorrido ético y moral, que se expresa mayormente a través de la fisicidad. A la vez, su corporalidad lo enlaza con la animación y en particular con dos personajes que siempre han funcionado como opuestos: por un lado, el Correcaminos, esa criatura que siempre está escapando, por suerte o astucia, de la muerte en el último segundo; por otro, el Coyote, que siempre persigue un objetivo que nunca logra y cuyo físico es castigado de forma constante. El argumento de John Wick 4 funciona en buena medida como el de Bourne: el ultimátum, aquella estupenda tercera parte de la franquicia protagonizada por Matt Damon: una serie de secuencias de acción, cada vez más potentes -casi películas en sí mismas-, unidas por una estructura narrativa bastante elemental, pero sumamente efectiva y concebida alrededor de un mundo expansivo y con reglas propias. Acá la excusa es que John Wick descubre una forma para derrotar a la Alta Mesa (ese ente oculto que rige la existencia de asesinos a sueldo como él) y, de paso, obtener su libertad. Aunque claro, para eso deberá emprender un nuevo camino repleto de obstáculos, con toda clase de adversarios tratando de aniquilarlo -incluso un ex amigo (Donnie Yen) forzado a cazarlo para proteger a su hija- y un poderoso sujeto (Bill Skarsgård) manejando los hilos de esa persecución sin cuartel. El mundo que habita John Wick, queda cada vez más claro, es crecientemente disparatado, casi inverosímil, pero se las arregla para convivir con la realidad cotidiana con un nivel de convicción en la puesta en escena que hace que aceptemos eso como espectadores sin hacer el más mínimo cuestionamiento. Vemos al protagonista en una persecución a caballo en el medio del desierto vestido de traje, una reunión con mesa de por medio a la vista de cualquiera a metros de la Torre Eiffel o un tiroteo en el medio del tránsito alrededor del Arco del Triunfo sin que aparezca la policía (por mencionar apenas algunos ejemplos), y no tenemos ningún problema con eso. Simplemente nos divertimos, disfrutamos, estamos al borde de la butaca esquivando los tiros, esperando con ansia lo que viene. Y esto sucede porque el director Chad Stahelski redobla la apuesta a cada minuto, tratando de encontrar nuevos límites para lo que pueden dar los personajes: no solo Keanu Reeves, sino también Yen (que la rompe), Marko Zaror, Shamier Anderson, Scott Adkins y varios más. Las ideas visuales se acumulan a montones en John Wick 4, con un nivel de ambición estética pocas veces vista en un tanque de acción. Pero esa vocación por acumular funciona sin cansar a lo largo de casi tres horas -excepto quizás la primera media hora, donde al film le cuesta acomodar su planteo narrativo- porque ese mundo disparatado y excesivo se sostiene también sobre personajes cautivantes. Personajes que se expresan a las piñas y tiros, pero que cargan con pasados a los que podemos intuir lateralmente, que se prestan con fluidez a la comedia, pero también al drama, sin caer jamás en la incoherencia. John Wick 4 es una gran comedia de acción, pero también un relato amargo y hasta trágico, sobre un tipo que no puede dejar de ser lo que es, incluso cuando quiere negar un destino que parece inevitable. Y que se cruza con gente que es como él, definida por una profesión y una suma de códigos casi medievales a los que nunca pueden escapar. Explosiva y vibrante, con imágenes y escenas inolvidables, John Wick 4 es una de las grandes películas de acción de los últimos años y ya uno de los mejores films de este 2023 que recién comienza.
APRENDIZAJE COMPLETO Si Shazam! se planteaba, con relativo éxito, como una pequeña comedia de aventuras adolescente en una línea ochentosa y contemporánea a la vez, su secuela no pretende innovar en demasía. Ese gesto, donde la repetición convive con la profundización y expansión, le termina jugando a favor y la coloca en un lugar distintivo dentro del universo de DC, que está a punto de entrar en otra etapa de reformulación. ¡Shazam!: la furia de los dioses es honesta y consistente con su predecesora y consigo misma, incluso en sus defectos. Hoy que decir que, en su vocación por consolidar un tono juvenil y despreocupado, el film de David F. Sandberg (nuevamente a cargo de la dirección) va de menor a mayor. El relato parte desde un momento de crisis para Billy Batson/Shazam: le cuesta erigirse como líder de su grupo de héroes (que a su vez es cuestionado por los habitantes de la ciudad donde viven), no consigue consolidar su propia identidad dentro de su familia adoptiva y su autoestima está en baja. Para colmo, la entrada a la adultez se aproxima rápidamente e indudablemente no se siente preparado para eso. En ese contexto, irrumpen las Hijas de Atlas, un trío de antiguas diosas que arriban a la Tierra buscando la magia que les fue robada hace un largo tiempo. A partir de ahí, se desatará una batalla por los poderes de los protagonistas, pero también por sus vidas y hasta por la supervivencia del planeta. A la película le cuesta plantear su conflicto central, en buena medida porque la abundancia de personajes lleva a un despliegue de subtramas a las que les lleva un tiempo amoldarse entre sí. Pero pasado el primer tercio, se hace cargo de lo que debe contar y avanza sin culpa ni solemnidad, priorizando un sentido donde lo lúdico y la comicidad van de la mano. De hecho, la cantidad de idas y vueltas que hay con el argumento solo podrían sostenerse desde una apuesta constante al disparate, y la puesta en escena de Sandberg se muestra plenamente consciente de ello, aunque sin caer en una canchereada cínica. Y eso sucede porque el relato transmite un cariño innegable por los distintos personajes, que son cabalmente el centro de todo lo que vemos: por más que haya referencias a otras figuras de DC, lo que importa es lo que les pasa a Billy y sus amigos, a esa pequeña familia ensamblada desde la amistad y un heroísmo casi involuntario, pero aún así sincero. Ese acto de aferrarse a sus jóvenes protagonistas, a sus amoríos, dudas, deseos, dramas y gestos heroicos, conducen a que, al momento de arribar a las resoluciones, ¡Shazam!: la furia de los dioses alcance un cierto nivel épico y hasta conmueva un poco. Sin ser una maravilla, a pesar de sus baches y arbitrariedades narrativas, esta secuela mejora a su predecesora y redondea apropiadamente el recorrido de aprendizaje de sus personajes principales e incorpora a otros relativamente atractivos. Es difícil que, con los nuevos planes de DC Studios, la saga de Shazam siga adelante, como bien lo indica esta nota, pero quizás eso no deje de ser una buena noticia: al fin y al cabo, Billy Batson y sus compañeros de aventuras alcanzaron la madurez justo a tiempo.
DEMASIADA TELENOVELA Si en la ficción que era Forajidos de la Patagonia, Damián Leibovich había encontrado, aún con desniveles, una fusión estimulante entre el cine de aventuras y el western, en Domadoras de dragones, por más que sea un documental, realiza una apuesta similar, de mixtura de tonalidades. Pero acá los resultados son muy fallidos, con una narración partida en dos, que nunca encuentra un equilibrio entre los elementos que despliega y que termina agotando al espectador. El film se centra en un grupo de mujeres sobrevivientes de cáncer de mama que deciden conformar un equipo de remo en bote dragón, una disciplina con un fuerte desarrollo en Asia y que es recomendada para quienes atraviesan tratamientos contra la enfermedad, dados los beneficios que otorga. La primera mitad narra ese encuentro grupal, el progreso individual y colectivo, y la eventual participación en diversas competencias, con un abordaje mayormente dramático -aunque con algunos toques de comedia- en el marco del género deportivo. Son unos cincuenta minutos interesantes, aunque contados sin mucho vuelo estético, un poco a las apuradas, unos cuantos subrayados y con una banda sonora que busca la épica, pero que se torna invasiva, restando incluso dramatismo en los momentos decisivos. Pero lo peor viene al ingresar en la segunda mitad del metraje, que indaga en las crecientes tensiones de las integrantes del grupo de remeras. Todo se convierte en una sucesión de testimonios a cámara donde cada una de las protagonistas parecen pasarse facturas y rencores acumulados con un nivel de histeria que recuerda a las internas del gobierno nacional. Domadoras de dragones pasa entonces de la épica deportiva y la reflexión sobre el trabajo en equipo al melodrama telenovelesco, convirtiéndose en un relato enredado, cansino y, finalmente, agotador. No se entiende realmente cuál es el sentido de adentrarse en las contradicciones y hasta miserias de cada una de las mujeres: no hay aporte alguno al foco central del documental y encima el quiebre en el tono es sumamente abrupto. Quizás Leibovich, en el medio del trayecto, se quedó sin nada constructivo para contar y pasó a interesarse en explorar cómo los egos y desencuentros pueden destruir los objetivos de un emprendimiento determinado. Pero esa exploración cae en un miserabilismo inconducente, que además entra en contradicción formal y narrativa con una puesta en escena que igual quiere sostener una épica que se derrumba rápidamente. Si al principio Domadoras de dragones amagaba con ser un documental discreto, su segundo tramo la arrastra, lamentablemente, a una mediocridad irremontable.
SUBVIRTIENDO (SOLO) ALGUNAS EXPECTATIVAS El primer tramo de Scream 6 amaga con entregarnos una de las mejores películas de la saga, a la altura de las dos primeras -y memorables- entregas dirigidas por Wes Craven. Son unos cuantos minutos donde la película toma algunas decisiones simples, pero audaces, que permiten trasladarle una gran carga de incertidumbre al espectador sobre cómo va a seguir progresando el relato y sus posibles derivaciones. Y que, además, despliega una violencia impactante y efectiva, que va de la mano con atmósferas de fuerte tensión. Lamentablemente, esas virtudes se van desdibujando con el correr de los minutos. En buena medida, parte de los logros que alcanza Scream 6 están relacionados con su cambio de escenario: los sobrevivientes de Scream (la del 2022, no la de 1996, para evitar confusiones) se han trasladado a Nueva York, no solo para desarrollar allí sus trayectos universitarios, sino también un poco para huir de Woodsboro y poder iniciar un nuevo capítulo en sus vidas. Pero en verdad lo que comienza es un nuevo enfrentamiento con Ghostface, ese asesino serial que siempre tiene a alguien nuevo tras la máscara. La Gran Manzana funciona como un potente telón de fondo, redoblando la sensación de peligro constante y ofreciendo mayores posibilidades desde la puesta en escena. Ahí tenemos, por ejemplo, una secuencia en dos vagones de subte donde los protagonistas no saben por dónde va a venir la puñalada, que juega con la luz y la profundidad de campo con gran inteligencia. El otro factor que le juega a favor -por un rato- a Scream 6 es esta noción de que los asesinatos de Ghostface han ingresado en la etapa de la franquicia, esa donde todo es cada vez más grande e impredecible, y donde ya nadie está a salvo, ni siquiera los personajes principales o que han cimentado un legado propio. Eso le permite al relato entrar en una espiral narrativa y estética donde se redobla la apuesta de forma constante, con unos cuantos giros argumentativos ciertamente efectivos. Por momentos no sabemos realmente hacia dónde va el film y se impone la sensación de que cualquiera podría estar detrás de los asesinatos, que es una de las máximas aspiraciones de un slasher como el que dirigen Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett. Pero lo cierto es que Scream 6, aún con toda la autoconsciencia que despliega y la habilidad para conducir al espectador por los vericuetos de su entramado narrativo, no puede escapar a algunos preceptos básicos que la definen casi inevitablemente. Es que por más que la saga de Scream nació como una forma de cuestionar o poner en crisis los lugares comunes del slasher, ya ha pasado a formar parte de los cánones de ese subgénero. Es decir, ya todos conocemos sus reglas, formas de funcionamiento y hasta trampas para sostener un verosímil propio. Y si bien Scream 6 amaga con escapar a ese conjunto de convenciones sobre los que se asienta como parte de una franquicia, finalmente cumple con todas ellas, con una suma de resoluciones bastante predecibles y poco creativas. Eso no quita que es un entretenimiento efectivo y fluido en su desarrollo, aunque no justifica la euforia de algunos críticos: originalidad o una verdadera renovación, acá no hay.
LA DIFERENCIA ENTRE AMBICIÓN Y CAPACIDAD Un poco de la nada, nos cae el lanzamiento de esta comedia australiana diseñada para un público indudablemente adulto, pero que no llega a exhibir la madurez suficiente como para distinguirse en el panorama de estrenos actual. Cómo complacer a una mujer no se diferencia demasiado de la gran mayoría de comedias de los últimos tiempos, tanto en los cines como en las plataformas. Y ese automatismo que exhibe abarca tanto lo formal como lo narrativo y lo temático. El film escrito y dirigido por Renée Webster se centra en Gina (Sally Phillips), una mujer que es como un manual de frustraciones: acaba de perder un trabajo que ya de por sí era bastante mediocre; en su matrimonio la pasión está totalmente ausente; y su horizonte profesional y personal es complemente gris. Su pequeño grupo de amigas es su único sostén e incluso con ellas le cuesta ser complemente abierta y honesta. Pero eso cambia cuando, por una serie de circunstancias, termina tomando el mando de una empresa de mudanzas en crisis, a la que reconvierte para que los hombres que la integran se conviertan en limpiadores de casas que también ofrecen favores sexuales a sus clientas. A partir de ahí, la vida de Gina dará vuelco, ya que esto la pondrá en contacto con otras personas y vivencias, además de obligarla a repensar sus propias circunstancias. Hay en el recorrido del tono de la película una evolución parecida a la de su protagonista: el primer tercio es entre tímido y vacilante, como si la puesta en escena estuviera tratando de dilucidar qué decir y cómo decirlo. Recién cuando queda planteado el conflicto -con sus subtramas, enredos y malentendidos- de forma más decidida, es que Cómo complacer a una mujer avanza con mayor fluidez y encuentra sus mejores momentos. Eso no solo abarca lo que les pasa a los protagonistas -porque Gina en cierto modo es el eje de un pequeño mundo donde conviven diferentes personajes-, sino también los pasajes de comedia. Hay, por ejemplo, una secuencia que utiliza un vibrador y una bicicleta que, aunque algo obvia, no deja de ser bastante simpática y efectiva. Claro que, si bien hay un tramo considerable del metraje donde la película parece tener en claro que su objetivo es jugar con algo de picardía con los lugares comunes que atraviesan buena parte del discurso alrededor de la sexualidad, al momento de llegar a las resoluciones, se pone un tanto ambiciosa. Por eso en los minutos finales, Cómo complacer a una mujer se la quiere dar de disruptiva y busca decir cosas “importantes” sobre la feminidad, los silencios alrededor de la satisfacción sexual de la mujer y la mirada machista. Y ahí falla por completo, porque todo lo que tiene para decir es entre obvio y esquemático, además de facilista, encima sin hacerse cargo de que su premisa no es precisamente realista u original. De ahí que, si Cómo complacer a una mujer amagaba con ser una comedia discreta pero aceptable, finalmente termina siendo simplemente fallida. A veces, solo se trata de narrar un cuentito, no de hacer bajadas de línea ideológicas.
REPETICIÓN LIGERAMENTE EFECTIVA Con Buscando… y su pequeño éxito, Hollywood encontró, un poco de la nada, una potencial franquicia, con costo bajo y resultados financieros óptimos, además de una estructura narrativa y estética que puede renovarse, aunque sea mínimamente, con cada entrega. Por eso el estreno de Desconectada -que es una secuela que no continúa la historia previa- no es para nada sorpresivo, al igual que la repetición de virtudes y defectos. Esta vez el relato se centra en June (Storm Reid), una joven que nunca pudo superar la ausencia de su padre fallecido cuando ella era todavía una niña y que mantiene una tirante relación con Grace (Nia Long), su madre. Cuando esta última se va de viaje a Colombia con su novio (Ken Leung), le surge la oportunidad de pasar unos cuantos días libres en los que aprovecha para enfiestarse a más no poder. Pero cuando le toca ir a buscar a la pareja al aeropuerto, ellos no aparecen, no hay forma de contactarlos y no hay rastro visible de ellos. A partir de ahí, June comenzará el procedimiento ya conocido gracias a Buscando…: una búsqueda entre frenética, desesperada y obsesiva a través de todas las herramientas disponibles en línea, incluso a contramano de las agencias de seguridad y con aliados inesperados, narrada a través de dispositivos como celulares y computadoras. El film de Nicholas D. Johnson y Will Merrick no pretende innovar en demasía, limitándose a narrar a todo galope una historia cuyo componente principal es el suspenso, pero cuyo telón de fondo es un drama materno-filial donde la protagonista, a medida que profundiza su investigación, va destapando secretos bastante dolorosos. En eso, Desconectada también se parece a Buscando…, aunque el cambio se da desde la perspectiva, ya que esta vez es la mirada sobre el otro que es sacudida es la de la juventud. Lo cierto es que la película, al tener más aceitados los mecanismos formales que se presentaron en su predecesora, consolida una tendencia que permite aproximarse al lenguaje y las vías de comunicación que se manejan en la actualidad: la información se acumula a mil por hora, haciendo incluso interactuar los datos, confundiendo un poco al espectador -y hasta asfixiándolo-, pero también capturando su atención y permitiendo que pasen de largo algunos baches del guión. En otra coincidencia con Buscando…, la mayor debilidad de Desconectada surge en los minutos finales, donde hay varias resoluciones que fuerzan excesivamente al dispositivo narrativo, haciéndonos preguntar si había necesidad de sostener tan al extremo esa apuesta formal. Eso sí, la película se permite exhibir una mayor autoconsciencia y hasta algo de humor irónico, lo cual le quita solemnidad al drama que plantea. Esto no quita que Desconectada, aún siendo más que aceptable en su diseño y concreción, es un producto limitado y que no tiene mucho nuevo para decir o aportar.
ANT-MAN ATRAPADO EN EL MCU Si, cada una a su modo, Ant-Man: el hombre hormiga y Ant-Man and the Wasp eran películas libres, que trabajaban la estructura narrativa de los films de robos, los dilemas paterno-filiales y la comicidad desde diversos ángulos, Ant-Man and the Wasp: Quantumania es una película maniatada, con poco margen de maniobra. O, más bien, una que se debate entre mantener la identidad de su mundo pequeño y gigante a la vez, o ser plenamente funcional a los requerimientos del Universo Cinemático de Marvel, que acaba de entrar en su Fase 5. El film, con Peyton Reed nuevamente a cargo de la dirección, nos presenta su conflicto rápidamente, con Scott Lang (Paul Rudd), Hope Van Dyne (Evangeline Lilly), Hank Pym (Michael Douglas), Janet Van Dyne (Michelle Pfeiffer) y Cassie Lang (Kathryn Newton) siendo arrastrados al Reino Cuántico. Allí los esperan extrañas criaturas, sujetos vinculados a sus pasados y, claro, un antagonista como Kang el Conquistador (Jonathan Majors), que ya se encamina a ser el próximo gran villano al que tendrán que enfrentarse los Vengadores. Esa rapidez para adentrarse en el nudo central de la trama, que podría parecer una virtud, termina siendo más que nada un síntoma de algunas debilidades narrativas de la película. Es que, más que una nueva entrega del mundo de Ant-Man -lo cual incluye su imaginario y los personajes que lo acompañan en sus aventuras-, lo que vemos es un episodio introductorio del Universo Cinemático de Marvel en su nueva etapa. De ahí que Ant-Man and the Wasp: Quantumania está atravesada por una tensión constante entre el drama que insinúa la aparición de Kang en un rol casi protagónico y las atmósferas que había logrado desarrollar el tándem Rudd-Reed. Por momentos, la aventura al estilo Flash Gordon o Star Wars se hace presente, de la mano de la comedia veloz dentro del marco paterno-filial y hasta un pasaje que parece un relato de robos pero pasado por un filtro psicodélico, y ahí es donde la película encuentra su mejor nivel. Es decir, cuando es fiel a sí misma y su viaje particular antes que por lo que le demanda el paraguas de la enorme franquicia a la que pertenece. Pero lo que se impone es la necesidad de profundizar en el concepto del Multiverso y de Kang como un villano despiadado, que parece que lo ha visto y hecho todo, pero cuyas motivaciones -esas que realmente deberían definirlo más allá de sus monólogos entre didácticos y declamatorios- todavía no son claras. A Kang todavía le pasa algo similar a Thanos en sus primeras apariciones: no terminamos de entenderlo y no posee aún un arco dramático consistente, como sí lo tenía Loki. En el medio, el riesgo de perder de vista a los personajes se hace más patente en Ant-Man and the Wasp: Quantumania, donde ese tipo muy humano en sus virtudes y defectos que es Scott Lang queda muy difuso, al igual que su grupo de pertenencia. Sorprende, de hecho, cómo Hope y Hank quedan relegados a meros instrumentos del guión, mientras que el conflicto moral que condiciona a Janet es resuelto con una explicación vertida un poco a las apuradas. Algo similar sucede con Cassie, por más que se involucre de manera decisiva en la aventura. ¿Eso convierte a Ant-Man and the Wasp: Quantumania en una mala película? No, porque es capaz de desarrollar su conflicto principal y sus diversas subtramas con bastante fluidez, aún con sus desniveles. Es más, como espectáculo cinematográfico es más que aceptable y, si la comparamos con su antecesor más inmediato, Pantera Negra: Wakanda por siempre, es El ciudadano. Pero si la comparación se establece con los dos films previos de Ant-Man, constituye un retroceso importante, un relato sin una verdadera identidad y sometido a los designios de un Multiverso que, al menos por ahora, más que estimulante, se muestra hasta algo cruel con sus personajes.
GRANDES ÉXITOS DE WHITNEY HOUSTON A la hora de encarar un biopic cinematográfico -excluimos a las miniseries de este razonamiento-, hay un desafío básico que es prácticamente infranqueable: no se puede contar toda la vida del personaje elegido, siempre se deben recortar fragmentos relevantes. Por ende, hay que tener claro, antes de pensar en cualquier línea de diálogo o escena, qué es lo que realmente se quiere abordar sobre la figura en cuestión, que puede ser desde una cualidad en particular hasta un tramo temporal o evento que puede definirlo en toda su dimensión. Sin embargo, Quiero bailar con alguien no parece entender este precepto esencial y quiere contarnos todo sobre la vida de Whitney Houston, hasta caer en un enciclopedismo insustancial. El film de Kasi Lemmons arranca durante la juventud de Houston (Naomi Ackie en una mímesis tan esforzada como irrelevante) y desde ahí avanza, de manera completamente lineal, hasta su prematura muerte, cuando tenía apenas 48 años. Entonces, con vocación didáctica, va sumando datos de todo tipo como para que el espectador que sabe poco y nada sobre la famosa cantante quede bien informado. Así, nos vamos “enterando” -por decirlo de algún modo- que el árbol genealógico de Houston tenía unos cuantos nombres relevantes de la música, incluyendo a su madre. También que era bisexual y que mantuvo una relación secreta con su mejor amiga y asistente, que iba a la par de otros vínculos románticos, como su tormentoso matrimonio con el cantante Bobby Brown. Asimismo, que tenía una extraordinaria voz; que entre los 80 y 90 hilvanó una serie de éxitos inigualables; y que fue criticada por tener una producción musical demasiado masiva y alejada de sus orígenes afroamericanos. Finalmente, que su adicción a las drogas, sumado a varios conflictos personales, la terminaron empujando a un trágico final. Es decir, nada de lo que no podamos enterarnos viendo un especial de E! o leyendo una crónica en Infobae. Lo que falta en Quiero bailar con alguien es un verdadero posicionamiento sobre Houston, algo que nos indique qué es lo que le interesa decir o explorar sobre la artista. Por momentos pareciera que quiere indagar en su proceso creativo, en cómo, a pesar de no ser compositora, era capaz de apropiarse de las letras y melodías para darles un sello propio. Pero eso está resuelto con un par de secuencias de montaje apuradas y simplistas que lejos están de revelar aunque sea mínimamente sus formas de inspiración. Entonces quedan, a lo sumo, los momentos musicales, que reproducen conciertos y videoclips con una fidelidad milimétrica que tienen como resultado un vigor considerable y limitado a la vez. Ahí tenemos, por caso, la presentación de Houston en la que canta el himno estadounidense antes del comienzo del Super Tazón, que aún en su emotividad no deja de palidecer frente a la transmisión original. La estructura compilatoria de Quiero bailar con alguien se agota y aburre antes de la hora y media, y todavía quedan sesenta minutos que se vuelven extenuantes. Ahí se despliega todo el drama personal de Houston, con varias secuencias de trazo grueso que no agregan nada realmente consistente. De ahí que los últimos minutos, que buscan conmover casi desesperadamente, solo generan indiferencia. Quiero bailar con alguien es un grandes éxitos que incluye demasiados temas descartables y que no sabe qué decir sobre una figura compleja a la que retrata con una fascinación algo vacua y definitivamente improductiva.