BESSON DESATADO Si en los comienzos de su carrera Luc Besson había entregado varios films más que interesantes, como Azul profundo, Nikita y El perfecto asesino, desde El quinto elemento en adelante se había convertido más en un diseñador que en un cineasta. Peor aún, su cine había ido perdiendo toda clase de personalidad y su rol de productor a través de su compañía EuropaCorp lo había limitado a mero inventor de conceptos entre mediocres y paupérrimos, como las sagas de Taxi y Búsqueda implacable. Pero, cuando menos se esperaba, con su compañía en una crisis financiera casi terminal y múltiples denuncias por acoso, Besson entrega con Anna: el peligro tiene nombre su film más libre y personal en mucho tiempo. La operación que realiza Besson es en principio bastante obvia: una especie de reciclaje de Nikita, centrándose en una joven rusa hundida en las drogas, el crimen y la marginalidad que es reclutada para desempeñarse en misiones de asesinato al servicio de la KGB. Claro que eso es apenas la punta del ovillo: el relato se desarrolla entre finales de los ochenta y principios de los noventa, con la protagonista como eje de los enfrentamientos y juegos de poder entre la agencia secreta soviética y la CIA, su contraparte estadounidense. Ese entramado funciona como trampolín para toda clase de idas y vueltas temporales, enmarcadas en mascaradas y emboscadas entre los personajes, que son también trampas juguetonas del film hacia el espectador. Porque la clave de la frenética narración de Anna: el peligro tiene nombre es lo lúdico. La superficie es la de un thriller dramático donde una joven busca dejar de ser rehén de los deseos, objetivos y órdenes de diversas fuerzas en pugna, pero Besson la aprovecha para construir una historia que quema sus propios puentes de manera constante, secuencia tras secuencia. Todo es mentira, pura simulación, un juego que cambia altera sus reglas a cada paso y que al mismo tiempo reclama que el público lo acepte y participe. Lo cierto es que participar vale la pena: si uno como espectador no se toma el asunto muy en serio, la pasa realmente muy bien. Esa diversión es posible porque Besson recupera la energía casi pasional de sus primeras películas y la combina con un artificio indisimulado, explícito, pero aun así sincero y hasta humano. El cineasta no le teme a las mixturas genéricas ni al trazo grueso –por momentos todo parece una telenovela barata, con triángulo amoroso incluido- y eso no deja de ser un gesto de inteligencia: por ejemplo, con apenas un par de pinceladas, delinea un personaje como el de la jefa interpretada por Helen Mirren que, con su lógica despiadada, es sencillamente adorable. Incluso se permite se inesperadamente feminista, porque Anna es el centro de un film donde los hombres piensan que dominan el terreno pero siempre terminan arrastrados por las acciones de las mujeres. Contra todo pronóstico, cuando su rol dentro de la industria cinematográfica es cada vez más marginal, Besson se libera de ataduras y mandatos, dejando de lado el facilismo de sus producciones previas y entregando un film libre y liberador. Desde sus trucos y artimañas, Anna: el peligro tiene nombre es film de gran honestidad, una reivindicación del cine de espías como arte de la simulación.
REFLEXIONES PERRUNO-HUMANAS La premisa de Mi amigo Enzo promueve una asociación casi inmediata con un film relativamente reciente (que igual ya tiene una década desde su estreno), que es Marley y yo. De hecho, el marketing alimenta ese vínculo, informando que es del mismo estudio, como si eso fuera una garantía de calidad por anticipado. Lo cierto es que algo de eso hay, aunque la película de Simon Curtis toma algunas decisiones narrativas y de puesta en escena que la ponen en un lugar diferente al del film de David Frenkel. Por empezar, en vez de contar su relato desde el punto de vista humano, Mi amigo Enzo se posiciona desde la mirada del perro para ir narrando sus diversos acontecimientos. Eso tiene unas cuantas consecuencias que se retroalimentan entre sí: en vez de observar un pedazo de vida humana, lo que vemos es la vida entera de ese perro que es Enzo, que transcurre al lado de su dueño Denny (Milo Ventimiglia), un corredor de autos; hay un recorte muy particular en la construcción de la mirada –que lleva a que, por ejemplo, hayan planos y secuencias delineados específicamente desde el punto de vista del animal-; y una intención de construir a Enzo como observador y a la vez discreto protagonista, mientras se lo convierte casi en el eje moral de la historia, en un vehículo reflexivo sobre las idas y vueltas de la vida, con la voz de Kevin Costner como elemento clave. Quizás lo último sea la elección más lúcida de la película, porque Costner le aporta una humanidad notable a la voz de Enzo, permitiéndole salvar unos cuantos pasajes donde la materialidad literaria (el film está basado en un libro de Garth Stein) se nota demasiado. Eso no quita que los escollos existan: la esencia de la película es el drama familiar, con Enzo contando cómo conoció a Denny y entablaron una amistad particular, una especie de mundo aparte, hasta que entra en escena Eve (Amanda Seyfried), la novia y luego esposa con la que tienen una hija y forman una familia. Hay varios momentos donde Curtis tiene dificultades para narrar apropiadamente eventos marcados por la pérdida, el dolor o simplemente las decisiones complicadas -donde se haga lo que se haga alguien va a quedar mal parado-, porque la mirada perruna, por más poesía que le ponga, no llega a salir de lo literario para entrar en lo plenamente cinematográfico. Hay particularmente un tramo enmarcado en un proceso judicial donde la película genera empatía desde la forma en que explicita la impotencia de Enzo para alterar el rumbo de las acciones, pero no llega a enhebrar un verosímil consistente para explicar todo lo que sucede. Quizás por esa cercanía constante –incluso asfixiante en una escena que coquetea con el terror entre cómico y alucinógeno- el film entrega un personaje plagado de reflexividad y sensibilidad como Enzo, pero que al mismo tiempo no llega a conmover como prometía al comienzo. Falta algo de esa sabiduría para emocionar que tenía Marley y yo, aunque no se puede dejar de reconocer que los últimos minutos de Mi amigo Enzo se valen del imaginario perruno –y la potencia de la voz de Costner- para conseguir una humanidad lindante con lo espiritual. Al fin y al cabo, los perros ya han probado numerosas veces que –junto a los caballos- son los animales más nobles y empáticos con el arte cinematográfico.
200 MILLONES DE DÓLARES DE CHURROS Creo que fue por mi hermano que escuché por primera vez el dicho “más grasa que un millón de dólares de churros”. No es una frase muy sutil y no es difícil explicarla. La esencia de Rápidos y furiosos: Hobbs & Shaw tampoco lo es, por más que se construya desde un mecanismo de constante acumulación, que en demasiados pasajes le juega en contra. Como si los 200 millones de dólares de presupuesto con que cuenta la película fueran todos churros. Este spinoff tiene un par de factores a favor, que son –obviamente- Dwayne Johnson como Luke Hobbs y Jason Statham como Deckard Shaw, el agente de la ley y la mente criminal que no pararon de bardearse y a la vez tenerse algo de simpatía en Rápidos y furiosos 8. Acá se ven forzados a trabajar juntos para impedir que un virus aniquile a la mayoría de la población mundial. En el medio está Hattie (Vanessa Kirby), hermana de Shaw y agente del MI6 que se une a la misión, pero también un villano casi indestructible y con fuerza sobrehumana –cortesía de algunas alteraciones genéticas- al que Idris Elba interpreta con la solvencia que lo caracteriza. Además, tenemos a una organización secreta que está tras el virus y que es tan despiadada como pródiga en recursos. Y hay varias persecuciones, explosiones y peleas (algunas más propias del cine de animación) en Londres, Rusia y hasta Samoa. Y toques de ciencia ficción, de romance, de comedia, algo de drama familiar hecho a las apuradas, rituales polinesios, cameos de estrellas y la clara intención de dejar allanado el camino para una franquicia aparte de la de Rápidos y furiosos. Tantos elementos, tantas tramas, subtramas y tonalidades –casi todas transitadas a mil por hora- convierten a Rápidos y furiosos: Hobbs & Shaw en una experiencia tan abrumadora como irreal. Es casi como ver una película de Michael Bay, aunque más prolija desde la puesta en escena –al fin y al cabo, David Leitch sabe filmar las secuencias de acción- y con un poco más de humanidad en el desarrollo de los personajes. En el último factor son claves Johnson y Statham, que no solo sustentan sus presencias desde lo corporal, sino también desde sus capacidades cómicas y la innegable química que construyen entre sí. Aún con sus méritos y pasajes ciertamente atractivos en la primera mitad de su metraje –que nacen, en buena medida, de su desparpajo- Rápidos y furiosos: Hobbs & Shaw no llega a redondear de manera óptima su propuesta. De hecho, la última media hora es tan ruidosa como tediosa, aunque igual le alcance para ser de lo mejor de la franquicia a la cual todavía pertenece. Quizás se pasaron con la cantidad de churros.
BREVES IMAGINARIOS En su 17° edición, los cortos que integran las Historias breves –cuyos realizadores pueden llegar a ser nombres importantes en el futuro- no llegan a mostrar un nivel deslumbrante, pero sí una solvencia técnica innegable. Ese profesionalismo en la puesta en escena –que no es una sorpresa en el contexto del cine argentino- se alimenta en buena medida de un reciclaje de imaginarios claramente identificables, que juegan tanto a favor como en contra. Hay Coca, de José Issa, está situada en tiempos de la dictadura militar y se centra en un hombre (Roly Serrano) que debe llevar un bolso a la puna sin saber su contenido y tomando caminos alternativos para eludir a sus perseguidores. Durante buena parte de su metraje le cuesta encontrar un tono pertinente, incluso perdiéndose en divagues sin demasiado sentido. Es en su segunda mitad cuando encarrila la narración, aprovechando el paisaje en función de la aventura. El giro del final es inteligente y hasta tiene su dosis de sensibilidad desde su diálogo nostálgico con una parte de la historia del cine argentino, aunque es forzado el texto de cierre, porque redunda en explicaciones. En Una noche solos, de Martín Turnes, también hay ciertas dificultades para delinear apropiadamente los conflictos de los personajes, aunque la premisa quede clara desde el inicio: un matrimonio (Diego Velázquez y Analía Couceyro) al cual le regalan un voucher para un hotel alojamiento y les ofrecen cuidar a su hijo para que pasen un rato solos, aunque ese momento de descanso no termina de cumplir con las expectativas previas. Sin embargo, el corto progresivamente va encontrándole espesor a los protagonistas, de la mano de la química entre Velázquez y Couceyro, que están realmente muy bien. Los últimos minutos, sostenidos con un plano fijo que le da a la vez plena acción a los personajes, son excelentes. El que nunca llega a explotar del todo su potencial es El espesor de lo visible, de Mercedes Arias, que indaga de manera filosófica en los dilemas que atraviesa una pareja con la experiencia de un primer embarazo, que encima trae novedades tan inesperadas como problemáticas. Es un corto con un óptimo trabajo con el montaje pero que se regodea excesivamente en la discursividad oral. Algo parecido sucede con El agua, de Andrea Dargenio, que parte desde una idea sumamente atractiva: un joven se despierta en un mundo donde el agua ha desaparecido pero todos se manejan como si no pasara nada. Ese punto de arranque nunca llega a ser explotado en todo su potencial, aunque el trabajo visual es impecable, a tal punto que constituye una narración en sí mismo. Con Noche de novias, de Santiago Larre y Gustavo Cornaglia, el problema pasa más que nada por las decisiones y sus ejecuciones: tiene una primera mitad potente a partir de la incertidumbre que genera el no saber qué es lo que pasa con esas tres parejas que están en una discoteca, con los hombres muy sueltos y divirtiéndose, pero las mujeres tensas o simulando que está todo bien demasiado explícitamente. El relato se cae cuando ese enigma desaparece y se muestran todas las cartas, vinculando de forma excesivamente subrayada lo que se cuenta con un conjunto de imágenes de época. Posiblemente el corto más arriesgado sea El agua de los sueños, de Pablo José Fuentes y Rocío Muñoz, a partir de cómo indaga en una leyenda precolombina desde una narración donde lo onírico va a la par de la aventura, con un chamán inca pidiéndole a un hombre que se enfrente con un demonio para salvar a su hija. También es quizás el corto más fallido, porque todos estos elementos –los sueños, la lucha sobrenatural, lo romántico- no llegan a unirse de forma fluida, con lo que el relato nunca llega a atrapar de la forma requerida y las ambiciones se quedan estancadas en expresiones de deseo. Finalmente, La medallita, de Martín Aletta, recupera la estética del cine mudo para abordar la historia de un boxeador que se encuentra con un adivino que le predice la fecha de su muerte, que justo coincide con el día de la pelea por el título mundial. Es un corto que está casi siempre a punto de descarrilar, pero sostiene su apuesta, no se queda en el mero guiño cinéfilo y construye un conflicto bastante potente, con un cierre donde combina lo trágico con lo irónico. Como en casi todas las ediciones previas, Historias breves 17 vuelve a mostrar un conjunto de cineastas y narraciones que, con sus altas y bajas, muestran un conocimiento bastante profundo de las herramientas cinematográficas y las reglas genéricas, aunque sin llegar a romper los moldes.
EL ATRIBULADO HOMBRE ARAÑA El Hombre Araña siempre fue un superhéroe existencialmente adolescente, adolescentemente existencial o ambas cosas a la vez. Sus dilemas constantemente giraron alrededor de las figuras paternales, lo cual se reprodujo en sus diversas encarnaciones cinematográficas: el tío Ben era la referencia en la trilogía dirigida por Sam Raimi; los padres fallecidos en misteriosas circunstancias en las dos películas de Marc Webb; y ahora el seudo tutor que fue Tony Stark/Iron Man en el Universo Cinemático de Marvel. Lo último se potencia en Spider-Man: lejos de casa e incluso representa la parte más relevante del film, que sin embargo tiene demasiados elementos en la trama, a los que no llega a balancear del todo bien. Es que quizás esta secuela sufre las mismas dificultades que su predecesora, pero potenciadas: si Spider-Man: de regreso a casa era por momentos demasiado deudora del Universo Cinemático de Marvel, esto se ve de forma más profunda en Lejos de casa. La razón es muy evidente: luego de Avengers: Endgame, se necesita un recambio generacional y Peter Parker, con su inteligencia, nobleza y honestidad, es el indicado por el propio Tony Stark para reemplazarlo como nuevo Vengador. El problema es cómo manejar esas responsabilidades y hacerse cargo de ese rol, cuando Peter quiere ser, esencialmente, un típico adolescente y disfrutar de un viaje escolar por Europa y decirle a MJ lo que siente por ella. “Creo que Nick Fury acaba de secuestrar nuestras vacaciones de verano”, le dice a su amigo Ned cuando se empieza a forzar todo para que cumpla una misión junto al misterioso –valga la redundancia- Mysterio y no es tan difícil pensar que quizás Marvel secuestró un poco a Spider-Man. Por eso la comedia juvenil (que tenía un gran potencial a partir de la fusión con la road-movie) luce un tanto apagada e inconsistente, con varios personajes –como los profesores que acompañan a Peter y sus amigos- que solo pueden meter algunas líneas de diálogo de vez en cuando. Algo similar sucede con la vuelta de tuerca que revela al verdadero antagonista de la historia y que comparte demasiadas similitudes con el giro de Iron Man 3. Pero si el film de Shane Black sorprendía por completo al mostrarnos necesitamos de un imaginario para explicar nuestros propios miedos, la película de Jon Watts se muestra un tanto predecible –ya todo suena muy mal desde el comienzo- y excesivamente remarcada en su alegoría sobre la Era Trump y las fake news. Lo que sí termina funcionando -casi inesperadamente- es el drama de fondo, de tintes cuasi shakespereanos, con Parker transformado en una especie de Hamlet, un hijo sin padre enterándose de una traición y tratando de exponer la mentira, aun sabiendo el costo que implica porque él terminó siendo parte de ella. De hecho, Spider-Man: lejos de casa es mucho más atractiva en la medida que se permite ser más fluida y sintética: por ejemplo, cuando resume con apenas una secuencia y una pequeña palabrita (“Blip”) la hecatombe que implicó la serie de acontecimientos que marcaron Avengers: Infinity War y Endgame. Lo mismo cuando confía en la expresividad de Tom Holland para expresar sus dilemas internos o en su capacidad para construir comedia romántica y juvenil junto a Zendaya, Jacob Batalon, Marisa Tomei y un estupendo Jon Favreau. Pero, paradójicamente, el gigantismo narrativo la termina limitando, dejándola en un lugar transicional, de cierre de la Fase 3 y anticipo de la Fase 4 del Universo Cinemático de Marvel, e incluso quitándole vigor a un villano interesante desde su diseño de apariencias, pero sin la fisicidad que tenía Vulture en De regreso a casa. “Yo solo soy su amistoso vecino Hombre Araña”, le dice Parker a Fury en un momento de la película, a lo que el otro le contesta “Perra, por favor, fuiste al espacio”. Es cierto, ya fue al espacio, pero el atribulado Peter todavía es un amistoso vecino al cual le sigue costando adaptarse al enorme Universo Cinemático de Marvel.
FRENTE DE IZQUIERDA TODOS JUNTOS POR EL CAMBIO Y EL CONSENSO 2030 El estreno de No soy tu mami, justo cuando está arrancando la campaña electoral, no deja de tener pertinentes resonancias políticas. Al fin y al cabo, el nuevo film de Marcos Carnevale –a esta altura, un verdadero autor pero en el peor sentido del término- es un poco como todos estos frentes partidarios que juntan gente que apenas si tienen coincidencias entre sí en pos de rascar algunos votos más. De hecho, su relato es como una típica boleta electoral de este año: hay pañuelos verdes, celestes, naranja, violeta, rojo, negro, blanco…Y, a la vez, es terriblemente descolorida, sin posicionamiento, una suma de contradicciones constante. Ciertamente había riesgos pero también oportunidades en la historia, centrada en una periodista (Julieta Díaz) que empieza a escribir una columna semanal donde enumera razones para no ser madre, defendiendo su posición frente a la maternidad y la vida en general, pero que empieza a entrar en crisis cuando conoce a su nuevo vecino (Pablo Echarri) y su pequeña hija, con los cuales empieza a entablar un vínculo atravesado por lo romántico y lo afectivo. Se podía apreciar algo de mecanicidad y automatismo que recuerda a comedias del estilo Cómo perder a un hombre en 10 días y Soltero en casa –donde las premisas se imponen a los personajes-, pero también la chance de interpelar un presente donde las corrientes feministas procuran romper con ciertas estructuras discursivas, institucionales y hasta ideológicas. La dificultad era cómo construir un discurso potente y consistente que no dejara de lado a los personajes. Esa dificultad no solo no se supera, sino que el fracaso es completo por varias razones, empezando por un guión (escrito por Celina Font, Nicolás Allegro, Carnevale y Florencia Colacito) que arranca queriendo dárselas de progresista –aunque con bajadas de líneas de una obviedad alarmante- para luego volcarse al conservadurismo y finalmente querer volver a una especie de reconciliación entre ambas perspectivas que es totalmente endeble. Hay un cuestionamiento inicial a la institución familiar y algunos lugares comunes vinculados a la maternidad y lo femenino, pero que lucen entre repetidos, facilistas e infantiles. Por ejemplo, la seudo burla a la enunciación de temas propio de las revistas tipo Para Ti no solo no es original sino que incluso atrasa mínimo veinte años: pareciera que nadie del equipo de la película vio alguna vez un sketch de Boluda total, que Fabio Alberti creó a principios del nuevo milenio. Encima, ese arranque supuestamente contestatario se enhebra desde una catarata de mentiras de la protagonista, que son el preanuncio del retroceso en chancletas para seguir confirmando los discursos establecidos. Claro que ese guión repleto de cabos sueltos, donde varios personajes –como los interpretados por Sebastián Wainraich o la misma Font- son meras herramientas al servicio de un par de enunciados, se retroalimenta (para mal) con la puesta en escena de Carnevale, que nunca sale de lo televisivo ni aporta un solo plano vinculado a lo cinematográfico. De hecho, hay pasajes donde la suma de planos y contraplanos terminan cansando los ojos y evidencian una desconfianza tremenda en la inteligencia del espectador, como si el director creyera que le fuera imposible completar y entender el significado de lo que no se ve o queda fuera de campo. Cada minuto de No soy tu mami está digerido y explicado al máximo, remarcando todo desde la música e incluso poniendo personajes que solo están para decir explicar algo que se podía decir de mil formas diferentes y más productivas. En el medio, el director vuelve a evidenciar su desconocimiento (o desinterés) en los ámbitos laborales –pareciera que nunca hubiera pisado la redacción de una revista- y, en vez de construir situaciones cómicas o dramáticas, acumula chistes y declaraciones. De ahí que lo único que tiene a favor la película es su elenco: una química apropiada entre Díaz y un correcto Echarri; la simpatía –bastante subrayada, por cierto- de la niña; Christian Sancho haciendo lo que puede con un chiste al cual debe repetir una y otra vez; y Daniela Pal, que encarna a una suma de estereotipos chistosos pero al que su esfuerzo interpretativo le termina otorgando la dignidad de un personaje mínimamente tangible. Pero, si nos ponemos a pensar mínimamente, lo que tenemos son méritos técnicos, actores que hacen bien su trabajo y nada más, porque detrás solo hay una cáscara vacía. La cima de ese rejunte de ideas superficiales y posicionamientos vagos que es No soy tu mami llega cerca del final, con un monólogo del personaje de Díaz que es de lo peor que ha entregado el cine argentino en la última década, lo cual es mucho decir. Es una declaración tipo “me mandé muchas macanas pero al final aprendí y me di cuenta que me equivoqué, y bueno, al fin y al cabo ustedes también se equivocan, y si yo fui prejuiciosa con ustedes, bueno, ustedes también, así que mejor dejémoslo ahí y sigamos adelante, total ya pasó”. Y no, no pasó, no se puede borrar con el codo lo que se escribió previamente, porque al fin y al cabo hay diferencias insalvables, con las que hay que convivir, pero haciéndose cargo con honestidad de las acciones e historias previas. No soy tu mami pretende quedar bien con todo el mundo pero termina revelando lo obvio: que eso es imposible. Ahora, todo esto no solo es culpa de Carnevale, ese realizador que pareciera creer que todo se soluciona con un par de frases banales y biempensantes. No, también es de Díaz, que ya viene desde hace rato entregando personajes femeninos que amagan con ser rupturistas y terminan sumidos en una histeria que ratifica al discurso conservador. Aunque sea con Dos más dos, Corazón de león y El fútbol o yo tenía la excusa de que su presencia quedaba relegada tras los protagónicos de Guillermo Francella y Adrián Suar, pero acá no, se acabaron las justificaciones. En No soy tu mami no solo encabeza el elenco, sino que la historia estuvo armada a su medida y hasta figura como productora asociada, lo cual implica un aval al proyecto que va mucho más allá de su presencia destacada en el póster. Lo cierto es que se ganó ese lugar, llegó a ese lugar de poder en la toma de decisiones a partir de una carrera tan extensa como exitosa. Eso está genial, pero esa posición de poder no solo trae privilegios sino también responsabilidades. Así como muchas veces no se entiende para qué o por qué Suar hace cine, es imposible entender dónde está parada esa periodista que encarna Díaz. Aunque posiblemente la respuesta la brinde la película en una escena donde la jefa de Díaz, ante una propuesta de la protagonista, contesta “me parece genial, así abarcamos a todos los mercados”. Quizás al final no se trate del feminismo, el machismo, el progresismo o el conservadurismo, sino de conquistar la mayor cantidad de mercados posibles. Y está todo bien, porque el capitalismo es la ideología dominante, pero no vendría mal un poco de honestidad, en vez de falsas poses.
LOS INCREÍBLES Es extraño (y negativo) lo que me ha pasado con Toy Story 4: la vi hace más de una semana, pero en los primeros días no tuve el tiempo apropiado para ponerme a escribir y luego, en los días que ese tiempo comenzaba a aparecer, me topé con acontecimientos que lo único que hicieron fue descentrarme. Básicamente, me crucé con personas de mierda, gente caprichosa que quiere que todo se haga como ellos quieren y que desprecia el esfuerzo y, principalmente, el compromiso de los demás. En fin, gente que te quita la fe en el mundo, que te cansa enormemente, que te frustra, que te llena de bronca. Gente que, desde su facilismo y oportunismo, son lo opuesto a Woody y sus amigos. No está bueno escribir enojado y menos aun cuando uno tiene que escribir sobre una película maravillosa como Toy Story 4. El regreso de la mejor saga de la historia del cine se merece que uno escriba con amor y dedicación, y no en piloto automático. Más todavía porque los protagonistas de Toy Story no solo son ídolos de generaciones, sino también héroes desde sus construcciones como personajes. El consenso –lógico por cierto- es que Pixar tiene su propia saga de superhéroes con Los Increíbles y su continuación. Esto es cierto, pero a medias, porque los films de Toy Story siempre han trabajado un heroísmo que no es explícito y literal, sino encubierto y sutil desde un conjunto de historias enmarcadas en la reivindicación de la amistad, los lazos afectivos, la consciencia grupal y el desapego. Los juguetes que habitan la casa de Andy y luego la de Bonnie, con su fidelidad a sus lugares de pertenencia, su afirmación constante de sus deberes para con la niñez y su construcción como una familia disfuncional pero aun así granítica, siempre dispuesta a incorporar nuevos integrantes, son como los Vengadores del terreno lúdico. Y Woody, ese líder consagrado pero también siempre dispuesto a afirmar ese papel, una especie de Capitán América con pequeño disfraz de vaquero. Claro que Woody, el verdadero protagonista de la saga y su eje moral, muchas veces es como un Batman torturado por su propia voluntad heroica y vocación de salvador. Ahí lo tenemos entonces en Toy Story 4 tratando de procurar que la niña Bonnie se pueda adaptar al ámbito escolar; ayudando a la creación de esa criatura nacida de la basura que es el tenedor-juguete Forky y cuidándolo de forma cuasi paterno-filial, casi hasta inmolarse, porque de alguna manera tiene que pararse en el papel de líder o tutor. Será un viaje de vacaciones –en el que Woody quedará rezagado al obligarse a rescatar a Forky- la chance para que se dé cuenta que a veces el heroísmo es una (auto) imposición insana y que es hora de cambiar la mirada. Los cambios en Toy Story (y en el espíritu de Woody) siempre se dan desde el movimiento, desde un corrimiento donde lo físico y espacial va a la par de lo temporal y espiritual. Algo parecido sucede con el heroísmo, que tiene elementos de decisión previa, de elección ética y consciente nacida de la solidaridad, pero que en muchas ocasiones se sostiene desde lo instintivo y, primariamente, desde el inconsciente, desde esa “voz interior” que menciona Woody y que Buzz interpreta a su particular modo. Somos lo que somos porque elegimos ser, pero también porque necesitamos ser, pareciera decirnos el camino de Woody. Nos obligamos a cumplir roles porque no encontramos otra forma de definirnos, a pesar de que muchas veces los rumbos alternativos están ahí, a la vista. En el caso de Woody, a través del reencuentro con Bo Peep, ese amor perdido y nuevamente encontrado, esa contraparte femenina que lo interpela y le hace preguntarse si es posible salir de su habitual zona de confort, enmarcada en su pertenencia a un microcosmos que está cambiando y lo pone en crisis. Todos estos dilemas existenciales Toy Story 4 los sustenta desde un mundo que se expande de manera prácticamente hiperbólica, incluso dialogando con las entregas previas de la saga. Pero no solo se trata que el parque de diversiones o el local de antigüedades que constituyen buena parte de la trama central de la película posean una impresión de realismo casi táctil, que condiciona las experiencias de los protagonistas pero también del espectador. Hay también un desfile de personajes que hacen creíble lo inverosímil desde su acumulación de neurosis tan enfermizas como humanas: no solo Woody con su vocación de salvador puesta en duda; sino también Forky con sus temores y preguntas incómodas; Ducky y Bunny, esos dos muñecos de feria con vocación destructiva y beligerante; Duke Caboom, el motoquero acróbata cuya egolatría encubre traumas sin resolver (y que son parodiados al extremo); o la muñeca Gabby Gabby, una villana que no es villana, un ser maldito con la necesidad de hacer valer su propósito. La sabiduría y sensibilidad de Toy Story 4 consiste en presentar y resolver todos estos conflictos con una coherencia granítica, con miradas y gestos que lo dicen todo, con decisiones que se hacen cargo de lo que se gana pero también de lo que se pierde. El film, desde el dinamismo de la acción, la aventura y el romance, nos dice que el heroísmo no solo pasa por la solidaridad o el arriesgarlo todo por el otro, sino también por ser fiel a uno mismo y tomar decisiones que pueden doler, que implican separaciones o despedidas, pero también férreas declaraciones de amor. A veces, la despedida es el mayor acto heroico posible, porque abre el camino a nuevas proezas. Y cuando creíamos que Toy Story 3 era la despedida definitiva, la concreción absoluta de la épica del desapego y la amistad, Toy Story 4 viene a demostrarnos que hay nuevas despedidas, nuevas decisiones que cambian a Woody y sus amigos. Deberíamos haberlo adivinado cuando Buzz decía “¡al infinito y más allá!”. Los personajes de Toy Story son tan finitos en sus existencias como eternos en sus impactos. No hay límites para ellos y por eso el vaquero Woody tiene nuevos horizontes que perseguir, un mundo que se abre ante él y que nos arrastra a nosotros, obligándonos a ser mejores, a aspirar a ser dignos de esa placa que dice Sheriff.
RENOVACIÓN ANTICUADA No deja de ser un poco paradójico: la primera entrega de Hombres de Negro dejaba abiertas las puertas para muchas secuelas, a partir de un mundo que parecía tener muchísimo para ofrecer desde esa agencia cósmica que formaba parte de un esquema multi-galáctico. Sin embargo, las dos entregas posteriores carecieron de la misma fuerza e impacto, a pesar de procurar indagar más en los dilemas -pasados y presentes- de sus protagonistas, particularmente en el caso de Kay (Tommy Lee Jones). Ahora llega Hombres de Negro: Internacional, una especie de spinoff-continuación, con otros personajes que presuponen un intento de renovación, pero que está lejos de revitalizar la saga y hasta luce anticuada para los tiempos actuales. El film de F. Gary Gray –un realizador demasiado acostumbrado a trabajar a reglamento, como lo prueban Rápidos y furiosos 8 y Días de ira– tiene un arranque que procura explorar los pasados de los protagonistas, aunque solo termina funcionando como un mero recurso del guión para hacer avanzar la trama. Tenemos a M (Tessa Thompson) que en su infancia vio a unos integrantes de los Hombres de Negro haciendo de las suyas pero no le borraron la memoria, y desde ahí ha estado buscando integrar la organización; y a H (Chris Hemsworth) que es el típico agente estrella que se sale con la suya más por carisma y suerte que por verdadera pericia. Ambos deben lidiar con un caso donde rápidamente se intuye que hay un infiltrado dentro de los Hombres de Negro que trabaja en pos de la destrucción del planeta. Efectivamente, todo se intuye demasiado rápido en Hombres de Negro: Internacional. No hay misterio o sorpresa, no solo en los giros que va tomando la aventura de M y H (la identidad del traidor se ve venir muchos minutos antes de su revelación), sino también en esa especie de universo paralelo en el que deben moverse. La fascinación o el descubrimiento no llegan a tener un peso específico dentro de la trama; tampoco el aprendizaje o el crecimiento de los personajes. Es que si el guión de Matt Holloway y Art Marcum no sale nunca de los lugares comunes de la franquicia, la puesta en escena de Gray no se dedica a contar los conflictos, sino a administrarlos y enumerarlos, como si fueran obstáculos a superar para llegar al final del relato. En el medio, se pierde uno de los rasgos esenciales que hacían disfrutable a la primera parte –y que ya fallaba bastante en las dos películas siguientes-, que es la comedia: casi no hay chistes rescatables, el timing cómico es sumamente fallido y la única revelación es una simpática criatura llamada Pawny con la voz de Kumail Nanjiani. Con todas sus carencias a cuestas, el único soporte de Hombres de Negro: Internacional termina siendo el carisma de su elenco: no solo de Hemsworth y Thompson, que explotan todo lo que pueden la química que exhibieron previamente en Thor: Ragnarok; sino también de Emma Thompson y Liam Neeson haciendo todo de taquito pero con solvencia en sus papeles de jefes; y Rebecca Ferguson poniéndole entusiasmo a su rol de villana circunstancial. No hay más que eso, por más que la película promueva un desfile de nuevos paisajes para la saga, como Londres, París o Marruecos, que en verdad lucen como una acumulación antojadiza para disfrazar la falta de ideas potentes. Todo luce ya visto y rutinario en Hombres de Negro: Internacional, que quizás termine enterrando por un buen tiempo a la franquicia a la que pretendió revivir.
UN FINAL DESANGELADO Hace unos meses, en una entrevista en Late Night with Seth Meyers, Mark Hamill contó una anécdota genial del rodaje de La Guerra de las Galaxias: estaban filmando una escena que era inmediatamente posterior a la secuencia del compactador de basura y él, preocupado por cuestiones de continuidad, le pregunta a Harrison Ford “¿No debería estar con el cabello todo mojado y desordenado?”. La respuesta de Ford fue tan sabia como hilarante: “chico, no es ese tipo de películas. Si el público está mirando tu cabello, estamos todos en grandes problemas”. Menciono esto porque, mientras miraba X-Men: Dark Phoenix, no pude evitar en varios pasajes preguntarme cosas como “¿No debería Magneto lucir como alguien de 60 en vez de 40 y pico?”. Y lo cierto es que si uno como espectador está pensando en esas pavadas, eso es señal de que un film está en grandes problemas porque no ha conseguido delinear un verosímil propio. No deja de ser un tanto paradójico que la franquicia que –con todos sus desniveles- abrió un poco las puertas al boom del género de superhéroes, termine cerrando con una película que luce envejecida al lado de sus contemporáneas, y no solo porque llega un poco tarde con algunos exabruptos seudo-feministas. Parte de la explicación puede encontrarse en una ausencia, que es la de Bryan Singer, quien supo construir personajes potentes en X-Men y X-Men 2, además de profundizar la relectura del imaginario audiovisual de la Guerra Fría en X-Men: días del futuro pasado y X-Men: Apocalipsis, luego de las primeras huellas que dejaba Matthew Vaughn en X-Men: Primera Generación. Todos esos films distaban de ser perfectos, pero en ellos se podía notar que había un realizador con un universo potente y personal. La saga de los X-Men, para bien y para mal, era de Singer, tenía su marca de fábrica, que en esta última entrega luce totalmente diluida, por más que quien esté a cargo de la dirección sea Simon Kinberg, quien venía colaborando desde hace un rato largo en este mundo cinematográfico en los guiones y la producción. Ahora bien, Dark Phoenix pierde hasta en la comparación con X-Men: la batalla final, que también tenía como núcleo central la transformación de Jean Grey en esa entidad (auto) destructiva llamada Fénix. Aquella película dirigida por Brett Ratner era un despiole total, que quería contar un montón de cosas y fallaba en casi todas sus resoluciones, pero por lo menos exhibía algo de atrevimiento en su voluntad por amontonar eventos, personajes, tramas y subtramas. Era un film excesivo, llevado adelante por un director sin ideas propias, pero por lo menos brindaba algunos pasajes emotivos cuando empezaba a liquidar figuras emblemáticas. En cambio, esta especie de reversión, por más que tenga un enorme presupuesto, peca de falta de ambiciones y riesgos: los conflictos personales son superficiales y repetitivos; la antagonista principal (una Jessica Chastain desperdiciada) es totalmente irrelevante; el retrato de época no sale de lo meramente decorativo; y el choque entre humanos y mutantes atraviesa todos los lugares comunes posibles. En Dark Phoenix no hay nada nuevo o que sacuda mínimamente las expectativas: eso se puede ver, por ejemplo, con una muerte que debería ser demoledora pero que no genera nada. Por eso no sorprende que cada uno de los protagonistas –especialmente Charles Xavier- se la pasen enunciando oralmente sus dilemas internos o explicando qué es lo que van a hacer. En el medio se pierde el drama existencial, la inventiva audiovisual y la fisicidad, con lo que solo quedan un par de escenas de acción mínimamente rescatables. Es factible que las idas y vueltas que generó la adquisición de 20th Century Fox por parte de Disney hayan afectado el ensamblaje final de la película, que alterna entre ser una secuela más y la clausura definitiva de esta encarnación cinematográfica de los X-Men, sin decidirse por completo entre una alternativa u otra. Lo cierto es que eso nunca lo vamos a saber por completo y lo que queda es un film que nunca hilvana un camino propio o en función de una construcción que lo trascienda. Dark Phoenix empieza y termina, pero eso nunca llega a importar, porque su único mérito es existir.
EL IMAGINARIO SUPERANDO A LA HISTORIA Si todo se tratara únicamente del despliegue visual y la espectacularidad en las escenas de acción, Godzilla II: el rey de los monstruos sería un entretenimiento más que aceptable. Pero claro, en el medio hay una necesidad –totalmente lógica y pertinente- de construir una historia, con sus conflictos y personajes, que se suma a otro requerimiento –con una lógica más propia del mercado-, que es la de sustentar una estructura más grande, correspondiente a una franquicia y un mundo cinematográfico más amplio. Allí es donde el film evidencia fallas que ya venían arrastrando sus predecesoras, Godzilla y Kong: la Isla Calavera. En esta nueva entrega del universo de monstruos de Warner Bros., con Michael Dougherty a cargo de la dirección, se procura una expansión del mundo y la mitología de esas criaturas gigantescas, casi como dioses antiguos. Ahí lo tenemos entonces a Godzilla teniendo que enfrentarse a numerosos contrincantes, incluido el Rey Guidorah, una bestia de tres cabezas, mientras la agencia cripto-zoológica Monarch busca contener todo el asunto y debe lidiar con un grupo terrorista ecologista con sus propios planes. En paralelo, hay una científica (Vera Farmiga) que ha diseñado un sistema para comunicarse con estos seres prehistóricos, su ex marido (Kyle Chandler) que considera que ese invento es sumamente peligroso y la hija de ambos (Millie Bobby Brown). Todas estas subtramas se van entrecruzando y llevando a choques de potencias que ponen a la humanidad al borde de la extinción. Al igual que sagas como Jurassic Park, Godzilla II: el rey de los monstruos es en el fondo un drama afectivo y familiar, que apuesta a que sea la mirada y las peripecias de lo humanos las que nos introduzcan a un mundo abismal que nos supera un poco en su despliegue. Pero es precisamente el factor humano el que falla, a pesar de que el film cuenta con un elenco excelente, donde también reaparecen nombres como Ken Watanabe, Sally Hawkins y David Strathairn, y se suman otros como Ziyi Zhan, Charles Dance y Bradley Whitford. No hay ningún personaje que genere una verdadera empatía o que presente una suma de conflictivos que esté enhebrada apropiadamente. En realidad, asistimos a una suma de estereotipos cuya única funcionalidad es explicar lo que está pasando o las leyendas que rodean a los monstruos: el ejemplo máximo es una escena donde el personaje de Farmiga explica sus motivaciones con un largo discurso –repleto de lugares comunes ambientalistas- al que encima le superpone imágenes como para que todo quede claro y no haya ningún tipo de confusiones. A lo sumo se puede destacar un par de actos sacrificiales donde solo el desempeño de los actores hace posible que sean secuencias mínimamente conmovedoras. La única vía por la cual Godzilla II: el rey de los monstruos balancea su historia endeble y falta de humanidad es justamente por el lado de lo monstruoso. Por más que solo se dedica a reproducir un imaginario que ya venía construido de antemano, es innegable que el trabajo estético de la película es impactante desde su hábil combinación de lo bello y terrorífico. Esa galería de seres grandiosos y destructivos, con enfrentamientos propios de los dioses griegos en los que incluso interviene lo pasional y en donde Godzilla juega un rol de héroe a su pesar, merecían un film más arriesgado desde su entramado narrativo. Todavía queda por delante ese gran choque final que promete ser Godzilla vs. Kong, pero mientras tanto, Godzilla II: el rey de los monstruos es un film con apenas un puñado de hallazgos visuales, pero sin mucho más para ofrecer.