EL MAL COMO DESTINO PERO NO COMO ELECCIÓN Si bien cuenta con producción de James Gunn –que es la gran marca que sirve de soporte a la campaña de marketing-, Brightburn: hijo de la oscuridad es más un proyecto de los guionistas Brian y Mark Gunn, hermano y primo, respectivamente, del realizador de Guardianes de la Galaxia. Ambos ya habían escrito el guión de Viaje 2: la isla misteriosa y aquí aplican nuevamente un procedimiento de reescritura, consistente en tomar el mito de Superman para darlo vuelta como una media: acá hay un niño que una noche cae en una nave extraterrestre, es adoptado por una pareja que estaba buscando un hijo pero, cuando comienza a descubrir que tiene poderes extraordinarios, los aplica para los peores designios. Por más que el planteo puede sonar simple pero efectivo, el film dirigido por David Yarovesky se ve frente al dilema de darle cabida a varios puntos de vista: por un lado, la perspectiva de los padres (Elizabeth Banks y David Denman), que ven cómo ese niño tímido pero dulce se va convirtiendo rápidamente en un monstruo al que no pueden entender y contener. Por otro, la mirada del chico, que siempre se sintió distinto pero cuando descubre sus verdaderos orígenes y poderes, entra en una espiral de destrucción sin límites. Como telón de fondo y jugando roles propios, la gente del pueblo que sufre las consecuencias de la acumulación de acontecimientos y la estética propia del género de superhéroes pero reconvertida para el lado del terror. Este dilema sobre las múltiples vertientes del relato intenta ser resuelto por el film mediante la apelación a un referente ineludible del horror tanto en el cine como en la literatura, que es Stephen King. Por eso Brightburn es también una especie de reversión de Carrie en cómo narra esa rebelión del que se descubre poderoso frente a un contexto que lo subestima u oprime; y de Cujo o El resplandor en cómo configura el drama íntimo y familiar, ese crecimiento doloroso que lleva a un quiebre matrimonial y paterno-filial. De hecho, hasta puede pensarse la cuestión del antagonismo frente a lo heroico como algo meramente accesorio. Este procedimiento, por el cual la película funciona como un Frankenstein que toma herramientas de distintos lugares para armar un collage mínimamente propio, es efectivo principalmente durante la primera mitad, en la cual los indicios trágicos y simbolismos oscuros son los que marcan el ritmo. Cuando todo son pistas de lo que podría venir o suceder, cuando la lucha entre el bien y el mal se da dentro de los personajes, es cuando más temor consigue generar la película. De hecho, hay un par de escenas donde se nota que el niño empieza a coquetear con quebrar los límites morales –la invasión a la habitación de una niña que le gusta- que son sumamente inquietantes. Pero esos logros se van disolviendo cuando todo va quedando más claro y las referencias o citas pasan a ser la repetición de lugares comunes, hasta derivar en unas cuantas decisiones apresuradas, que en vez sumar dramatismo, ambigüedad o inquietud, le restan. Si Brightburn: hijo de la oscuridad amaga inicialmente con ser una historia marcada por lo afectivo viéndose desbordado por lo que marca el contexto y el destino, termina siendo un despliegue de guiños enciclopédicos. Pero lo peor es que sus giros del final no solo son previsibles, sino que encima no llegan a tener un verosímil que los sustente de la manera apropiada. Eso lleva a que ni siquiera lleve a fondo su apuesta de ser un reverso de Superman: lo siniestro que enmarca a ese niño convertido en villano, la mitología maligna que lo rodea, no pasa de ser una mera decisión del guión, un experimento donde ningún protagonista tiene capacidad de decisión. No estaría mal recordar que el mal, como el bien, también se elige.
LA MIRADA SOCIAL DIGERIDA Y EXPLÍCITA La cárcel no solo es una institución total, sino también un territorio pasible de ser intervenido de diversas formas; del mismo modo que el crimen no solo es un concepto, pues trae consigo un imaginario dominante pero con chances de ser modificado. El dilema es cómo alterar, cómo poner en crisis desde el arte con rangos de potencia pertinentes, una dificultad que Bazán Frías, elogio del crimen no termina de resolver adecuadamente. El documental de Lucas García Melo y Juan Mascaró sigue un taller de actuación y creación en el Penal de Villa Urquiza, donde se busca montar una representación de la vida de Andrés Bazán Frías, un bandolero que supo actuar como una especie de Robin Hood en el Tucumán de hace un siglo y que luego de ser asesinado por la policía se convirtió en una figura casi legendaria, un “santo de los presos”. Desde ahí, hay dos puntas narrativas que se entrecruzan: la de ese personaje tan emblemático como subterráneo, con su recorrido entre trágico y romántico; y la del proceso reconstrucción de esa historia, que deriva en un análisis de la situación de los presos, la estigmatización que sufren y el contexto que los llevó a caer en la criminalidad, con el pasado y el presente hallando puntos en común. Pero si había una chance de trabajar a fondo con las acciones y las imágenes como núcleos constitutivos del lenguaje enlazado con la criminalidad, la marginalidad y lo carcelario, Bazán Frías, elogio del crimen elige el habla como puente, casi siempre con un tono sentencioso y solemne. Todo es explícito y digerido, porque lo que falta es un proceso dialéctico y constructivo de una mirada que involucre al espectador. El resultado es paradójico: el film cuestiona los lugares comunes de lo que llama una “sociedad falsamente meritocrática”, pero usando otros lugares comunes, que son los de los sectores supuestamente progresistas. En el medio, la opresión y discriminación social –obviamente innegables- funcionan más como excusas que como explicaciones, eludiendo marcos y niveles de responsabilidades individuales con un facilismo un tanto alarmante. El “elogio del crimen” que propone la película está lejos de la polémica o disrupción realmente productivas, y no pasa de una provocación algo infantil.
A MILLONES DE AÑOS DEL CINE Se me escapan las razones por las cuales hay un nicho de público perteneciente a los llamados “jóvenes-adultos” que disfruta de una literatura lavada y casi sin alma, que luego deriva en adaptaciones cinematográficas que son igual de lavadas y casi sin alma. La verdad es que, de solo pensarlo, me siento un poco viejo, desconectado por completo de un tipo de público que disfruta y reivindica un tipo de entretenimiento que atrasa unas cuantas décadas en su concepción. El sol también es una estrella viene a prolongar ese padecimiento, que ya a esta altura es una rutina que brinda cada año, como un análisis médico o un trámite en la AFIP. El film de Ry Russo-Young, basado en una novela de Nicola Yoon (autora también del libro en el que se basó ese esperpento llamado Todo, todo), arranca con una cita a Carl Sagan –autor ya bastante gastado por el cine-, a la cual repetirá cerca del final, como para que todo quede claro por si algún espectador no entendió. Con ese nivel de obviedad y remarcación constante irá transitando la historia de amor entre Natasha Kingsley (Yara Shahidi), una joven jamaiquina, y Daniel Bae (Charles Melton), un muchacho de ascendencia surcoreana, con el paisaje neoyorquino de fondo. Ella va a ser deportada al día siguiente junto a toda su familia y busca alguna vía legal para impedirlo; él se está preparando para una entrevista para entrar en una prestigiosa universidad, donde se dispone a cumplir con el mandato familiar de ser un médico. El encuentro entre ambos es casual y el vínculo amoroso será tan potente como efímero, condicionado por la situación de ella. Sin embargo, el mayor condicionante para los protagonistas será la misma película, que decide que se tienen que enamorar perdidamente porque sí, sin darle un desarrollo consistente a ese vínculo, por más que quiere alimentarlo con frases altisonantes sobre el destino y la química. En gran parte de su metraje, El Sol también es una estrella pareciera querer funcionar como una especie de Antes del amanecer para principiantes, pero ni siquiera le da la nafta para eso. Hay muchas charlas sobre un gran abanico de temas repletas de obviedades; imágenes color pastel de esa ciudad inagotable que es Nueva York; dilemas existenciales sin una pizca de originalidad; y choques paterno-filiales que nunca salen de los lugares comunes. Todo luce ensayado y forzado en la película, que termina cayendo en uno de los peores pecados para el género romántico (y de todos los géneros): el aburrimiento. El Sol también es una estrella es terriblemente aburrida y no solo porque su planteo se agota a la media hora. También lo es porque le falta inteligencia y sensibilidad para llevar a buen puerto los pasajes potencialmente óptimos –el final, estirado cuando tenía a disposición un plano perfecto de cierre, es un buen ejemplo-; además de que sus personajes carecen de carisma y no acarrean conflictividades mínimamente potentes. Es cierto que está lejos de los niveles estratosféricos de manipulación de Todo, todo, por lo que es menos ofensiva, ¿pero eso es acaso un mérito? Para nada, y más aun teniendo en cuenta que su intención es contar un romance de esos que cambian todo para siempre. No, en vez de romanticismo, solo entrega rutina y languidez.
LA VIOLENCIA DE LO INEXORABLE Muchas veces nos olvidamos de cómo los espacios y tiempos condicionan nuestras existencias; las formas en que nuestras acciones presentes están sustentadas por un pasado y un contexto que habitamos. El bosque de los perros, ópera prima de Gonzalo Javier Zapico, hace hincapié en esto de manera casi extrema, incluso recurriendo a la noción de un destino inexorable para sus protagonistas. El film se centra en Mariela (Lorena Vega), una mujer de 35 años que retorna a su pueblo natal luego de quince años. Se intuye en ella la necesidad de cerrar unos cuantos asuntos pendientes, aunque su llegada en principio generará lo contrario: una reapertura de viejas heridas y secretos relacionados con Gastón (Guillermo Pfening), un amor de su adolescencia, y Carlos (Marcelo Subiotto), con quien también tuvo un vínculo sentimental. El triángulo amoroso que se rearma será el eje vertebrador del relato, aunque también jugará un rol relevante ese pueblo convertido en una realidad casi paralela que alberga lo salvaje, instintivo y, eventualmente, lo sanguinario y violento. Cuando trabaja lo implícito y enigmático, El bosque de los perros demuestra tener potencia narrativa. Es indudable que Zapico se siente más cómodo cuando la materialidad principal la constituyen los meros indicios de lo que sucedió en el pasado o de las sensaciones que atraviesan a los personajes. Allí, son las miradas, actitudes corporales y hasta el sonido (acompañando el fuera de campo) los que marcan la pauta. No sucede lo mismo cuando la palabra o la gestualidad más explícita pasan a cobrar mayor relevancia. De hecho, eso lleva a que los cabos sueltos quedan más patentes, llevando al film casi al terreno de lo fallido. En cierto modo, el dispositivo narrativo y estético de El bosque de los perros actualiza dilemas que vienen aquejando a buena parte del cine argentino hace un rato largo: cómo construir historias donde convivan lo dramático con el suspenso balanceando apropiadamente los elementos discursivos. Zapico no termina de resolver esas dificultades, pero aún así da un primer paso en su filmografía relativamente interesante.
POR LOS BORDES AFECTIVOS El nombre clave a tener en cuenta en Regresa a mí no es el de Julia Roberts, por más que sea la verdadera figura convocante. Es –en un punto lógicamente- el de Peter Hedges, realizador de La extraña vida de Timothy Green, Dani, un tipo de suerte y Fragmentos de Abril, además de guionista de Un gran chico y ¿A quién ama Gilbert Grape? Estamos hablando de un cineasta acostumbrado a construir dramas de crecimiento, muchas veces situados en franjas acotadas de tiempo y/o espacios, con situaciones que marcan un antes y un después para los protagonistas. Esas construcciones, donde lo afectivo y lo íntimo juegan roles decisivos, transitan desfiladeros estrechos, donde cualquier exceso puede llevar a que todo descarrile. Regresa a mí no escapa a estos parámetros y en un punto se puede decir que es la película más arriesgada de Hedges, ya desde su mismo planteo: Ben (Lucas Hedges, hijo del director), un joven en rehabilitación por una adicción a las drogas, arriba de manera totalmente inesperada al hogar familiar, justo en la víspera de la Navidad, desatando toda una serie repercusiones con su regreso, que van escalando en dramatismo y afectan principalmente a su madre Holly (Roberts). Ese presente frenético –con apenas breves instantes de paz- está condicionado de manera constante por acciones y eventos pasados, ya que la adicción de Ben ha dejado un tendal de heridos y resentidos por el camino. Por eso el relato arranca como un drama de reconciliación materno-filial, pero luego va creciendo en tensión hasta fusionarse con el suspenso y el policial, alejándose de toda chance de comedia o aunque sea ligeros toques de humor, como en las anteriores películas del cineasta. Si el film va acumulando cada vez más giros en la trama que lo acercan a lugares peligrosos desde la manipulación, nunca termina de descarrilar por completo, porque Hedges tiene bastante claro cuáles son los límites para no afectar la dignidad de los personajes. En Regresa a mí hay muchas secuencias que un cineasta como Iñárritu (o el Cuarón de Roma) hubiera convertido en un concierto de miserabilismo, pero que no salen de lo angustiante y opresivo, a partir de decisiones plenamente conscientes de dónde pasar a otra secuencia o cambiar el plano. El otro aspecto es el desempeño actoral: lo de Roberts es pura sabiduría, ya que nunca cede a la tentación de convertir todo en un festival lacrimógeno; y si lo de Lucas Hedges puede parecer un tanto inexpresivo, en un punto funciona para manifestar la procesión por dentro que lleva adelante su personaje, esa culpa constante que lo carcome y que conduce a que cada acto con el cual intenta redimirse no sea más que una prolongación de su hundimiento personal y moral. El plano final de Regresa a mí resume sus dificultades, pero también sus méritos: el exceso melodramático pone a los protagonistas en un lugar definitivamente problemático, que amenaza con culminar en un enorme golpe bajo, pero la secuencia se corta en el momento justo, cerrando con un plano realmente muy bueno. Si la historia se trata en buena medida de un intento de redención, la película en buena medida encuentra el instante preciso para escapar a las tentaciones manipuladoras y redimirse, quedando como un drama desparejo e imperfecto, pero aun así honesto.
LA DECONSTRUCCIÓN COMO LUGAR COMÚN El feminismo es uno los temas dominantes de los últimos años, a tal punto que se ha ganado un lugar distintivo en la agenda social. Eso no está mal, al contrario, porque permite que se discutan concepciones, eventos y acciones que antes estaban silenciadas u ocupaban lugares secundarios. El riesgo es cuando todo el mundo quiere hablar y se entra en mecanismos de repetición, donde las mismas consignas se enuncian una y otra vez, con ligeras variantes, hasta agotar e incluso banalizar lo que se está discutiendo. La lupa es un film que evidencia en buena medida ese riesgo, porque quiere presentarse como una experiencia subjetiva que refleja cuestiones generales, pero no pasa de ser un mero repaso por toda clase de lugares comunes. La película de Marina Zeising quiere construirse desde lo plenamente íntimo, con la propia cineasta buscando desandar sus orígenes, interpelar su propia concepción sobre la maternidad, “deconstruirse” (palabra ya bastante desgastada a esta altura del partido), analizando los elementos culturales que la formaron y el rol que jugaron diversos eventos personales. Ese enfoque y propósito es válido, pero las preguntas que hace la realizadora (a las cuales enuncia a viva voz) ya fueron hechas múltiples veces y las respuestas a las que arriba no salen de lo predecible. De hecho, por momentos da preguntarse si era realmente imprescindible que tuviera que irse a Italia y Noruega para recoger testimonios que casi siempre confirman lo obvio y sabido. En La lupa no hay descubrimientos, sino constantes confirmaciones, que Zeising encima se ocupa de subrayar no solo desde la imagen, con simbolismos bastante obvios, sino también desde la palabra. A cada rato aparecen frases altisonantes sobre los mandatos sociales, las presiones familiares, el deseo, los silencios, lo que representa la nueva ola feminista y un largo etcétera, con una poética forzada y obvia, que se agota rápidamente. El trazo grueso, paradójicamente, no hace más que explicitar la distancia con que se observan, por ejemplo, acontecimientos como la votación por la legalización del aborto, donde pareciera que el único puente posible son las aseveraciones políticamente correctas. Lamentablemente, La lupa solo le habla a las convencidas. Y digo convencidas, sin incluir a los convencidos, porque casi nunca le habla al género masculino, o si lo hace, no es para escucharlo (y entenderlo, para así cuestionarlo y pedirle que cambie), sino para que confirme lo ya dicho y sabido sobre la maternidad y la feminidad en general. Quizás no vendría mal recordar que el feminismo, que implica igualdad entre géneros, se construye entre todas…y todos.
LA MALDICIÓN DE LA PATERNIDAD En su ópera prima de ficción, El patrón, radiografía de un crimen, Sebastián Schindel evidenciaba capacidad para crear climas opresivos y momentos de sinceridad desde lo puramente corporal, pero trastabillaba cuando quería enhebrar un discurso desde los diálogos y las sentencias, tanto judiciales como lingüísticas. Teniendo en cuenta esto, El hijo representa un paso adelante, que está dado por los pasajes donde no se apega al realismo o las sentencias, sino a las atmósferas que lindan con lo solo se intuye, lo ilógico, lo inexplicable y hasta lo sobrenatural. Basada en el cuento Una madre protectora, de Guillermo Martínez, la película se centra en Lorenzo (Joaquín Furriel), un pintor de unos cincuenta años que trata de reconstruir su vida, luego de pasar momentos difíciles atravesados por la pérdida de contacto con dos hijas, dificultades en la profesión y alcoholismo. Todo parece encarrilarse cuando su nueva mujer, Sigrid (Heidi Toini), le anuncia que está esperando un bebé, pero el embarazo se convierte en un proceso tortuoso, en el que ella exhibe un comportamiento elusivo y obsesivo –que se acrecienta a partir de la ayuda de una partera (Regina Lamm) que trae de su país de origen, Noruega-, y todo se agrava en cuanto nace el bebé, hasta empezar a desequilibrarlo emocionalmente. Este núcleo narrativo, plagado de conductas difíciles de entender por parte de Sigrid y con Lorenzo impotente, es tan incómodo como logrado: lo que prevalece es la inestabilidad –pautada en buena medida por idas y vueltas temporales que van cimentando los distintos enigmas-, además de la sensación de que al protagonista lo acosan fantasmas presentes (esa compañera sentimental convertida en alguien hostil y con acciones que indudablemente tienen motivos ocultos) y pasados (esas hijas que no ha vuelto a ver, el alcohol rondando como posibilidad constante). Lo paternal (a la par de lo maternal, por qué negarlo) pasa a ser una maldición, haciendo eclosión en la figura de ese hijo que se quiere y desea, pero al que al mismo tiempo cuesta reconocer como propio. En cambio, cuando Schindel se aleja de ese hogar que en vez de refugio es una condena, para hacer hincapié en los que miran desde afuera –los amigos encarnados por Martina Gusman y Luciano Cáceres, el Poder Judicial, las fuerzas policiales-, El hijo trastabilla, y bastante, al ponerse entre sensiblera y sentenciosa. Más aún porque ese afuera obliga a establecer un verosímil sólido desde las acciones y sus implicancias espacio-temporales, y la película no lo consigue instaurar en unos cuantos pasajes. Hay, de hecho, varias decisiones, eventos y diálogos que hacen mucho ruido y llevan a preguntarse si no faltó un trabajo de repaso en el guión para ajustar tuercas. Si la falta de certezas es el principal activo del film, cuando quiere establecer un marco de racionalidad y realismo es cuando quedan más a la vista las manipulaciones y los hilos moviéndose para mover la trama en la dirección deseada, lo cual lleva a que pierda impacto. La secuencia final de El hijo resume buena parte de sus fortalezas y debilidades: hay una dosis de inquietud importante (potenciada a partir de un inteligente uso del fuera de campo), que pone al film en un lugar distintivo y arriesgado dentro del panorama del cine argentino actual; pero también un componente de arbitrariedad difícil de justificar. Aun así, muestra a un realizador capaz de combinar con habilidad el drama íntimo y familiar con un suspenso que bordea el terror, y que incluso se atreve a insinuar una visión sobre la institución familiar alejada de los lugares políticamente correctos. No es poco y merece tenerse en cuenta.
LÍNEA DE TIEMPO MARVEL Si Avengers: Infinity War funcionaba como un final de temporada con un enorme cliffhanger, podría decirse que Avengers: Endgame es el gran cierre de la serie –o más bien, de una etapa creativa-, por más que esté clara la intención de continuar con el Universo Cinemático de Marvel. Pero ambas, por más que se necesiten entre sí, que en buena medida dependen una de la otra, representan en buena medida opuestos no tanto estilísticos como narrativos. Tanto la primera escena como la última de Endgame presentan un tono claramente íntimo, personal, que indican otro tipo de apuesta en el relato, más centrada en la carga simbólica y especialmente afectiva que compone a los personajes, que en las decisiones del guión, que era lo que se imponía en Infinity War. El gran mérito de Joe y Anthony Russo, cuando tienen que ir desplegando todas las tramas y subtramas, es privilegiar a los personajes y, dentro de esa elección, saber establecer un recorte donde los que quedan al frente es la primera generación de Vengadores. Antes que nada, esta es la película de Iron Man, de Capitán América, de Viuda Negra, de Hawkeye, de Thor, que son personas que no solo ponen en juego sus capacidades heroicas, sino también sus legados y responsabilidades. Por eso la primera hora de Endgame se estructura alrededor de la desolación, la angustia y la pérdida. Como nunca antes en el subgénero de superhéroes, lo que vemos son las consecuencias de la derrota y la consciencia de ella por parte de los protagonistas, la necesidad de seguir adelante, de olvidar o al menos encontrar nuevos propósitos, pero también la imposibilidad de lograrlo. Contra los prejuicios, son estos pasajes los más interesantes y logrados del film, no solo por los riesgos tomados, sino también por las formas: los instantes de soledad, los espacios vacíos que delatan las ausencias, los raptos de humor que solo disfrazan el dolor. Endgame se toma su tiempo para precisamente hablar del tiempo, de cómo los personajes cargan con la mochila del fracaso. Pero Endgame debe, lógicamente, cambiar, mutar para ir hacia otro lugar y por eso entrando en su segunda hora se transforma en una película de robos, aventuras y viajes en el tiempo, donde el gran referente –aun desde la ironía- es Volver al futuro. Esa cita no es mero guiño, es más una declaración de principios, porque hay un componente esencial de esa saga que se toma prestado y es el de la melancolía, el saber que se interviene en un pasado que –para bien y para mal- ya no puede cambiarse o hacerse presente. Lo llamativo es que es las decisiones del presente donde el film empieza a hallar algunas dificultades, principalmente desde la empatía: hay eventos dramáticos, de alto impacto, donde los Russo no llegan a conmover, quizás porque lo que prevalece es la mirada hacia atrás, esa materialidad que les otorga carnadura a los personajes y no tanto lo que llevan a cabo en ese aquí y ahora que ya está mirando un poco hacia el futuro. Llamativamente, el despliegue de una línea de tiempo cinematográfica que es Endgame no se construye tanto desde la acción, sino desde el suspenso dramático y el puente que se establece hacia el cierre desde lo épico no llega a ser todo lo fluidamente necesario. Ahí es donde queda claro que el Universo Cinemático de Marvel es gigantesco y la película paga el costo –del cual se hace cargo, hay que reconocerlo- de privilegiar el arco narrativo de un puñado de personajes, mientras que la mayoría quedan relegados a roles de herramientas del guión o de declaraciones ideológicas bastante subrayadas –hay una escena plagada de discursividad feminista bastante torpe-. Cuando el film vuelve a lo íntimo, a lo personal, no solo es más efectivo, inteligente, sutil y hasta conmovedor, sino que ratifica con herramientas nobles el inmenso poder de Marvel Studios: de la mano de la visión de Kevin Feige y de un carisma indestructible de los actores, supo construir una textualidad propia, separada de los cómics originales y hasta en cierto punto inimitable. Avengers: Endgame es el final de todo, pero también el principio de todo, porque Marvel Studios en este momento es infinito.
FUIMOS SOLDADOS Resulta un tanto exagerada la euforia crítica que desató Jamás llegarán a viejos, documental de Peter Jackson sobre las experiencias de los soldados de infantería británicos durante la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, no puede dejar de destacarse la extrañeza que genera que una película encargada por el Museo de Guerra Imperial de Gran Bretaña para el centenario del final del conflicto bélico lo que menos haga es idealizar los eventos; y el hecho de que film tenga un estreno comercial en la Argentina -donde a priori es difícil que encuentre un público-, lo cual se agradece. Lo que es innegable es el cariño (o más bien el interés casi pasional) que Jackson demuestra por el material que tiene entre manos, que lo lleva a tomar decisiones sutiles pero fundamentales para conducir la narración con inteligencia. La primera es utilizar todo el material –más de seiscientas horas de entrevistas a doscientos soldados, unas cien horas de filmaciones originales, que hasta ahora no habían visto la luz y estaban guardadas en los depósitos del Museo- como eje narrativo y estético en vez de mero soporte para una narración pensada de antemano. De ahí se derivan otras: el aferrarse de manera constante a la voz en off de los testimonios de los soldados, que sin embargo nunca aparecen frente a cámara ni son identificados; la utilización del coloreado para las filmaciones e imágenes de las trincheras y el campo de batalla, contrastándolas con el blanco y negro que corresponden al antes y después de la guerra, con el cobijo del hogar británico; y hasta el uso puntual de ilustraciones de revistas para darle carnadura a las secuencias de guerra. El resultado es un dispositivo fílmico que, a partir de experiencias particulares –permitiéndose, por una cuestión de ajuste temporal, dejar afuera, por ejemplo, lo que les pasó a soldados de otras nacionalidades-, consigue trazar implicancias generales de lo que significó la Primera Guerra Mundial. Lo que vemos es a un colectivo marcado por la juventud, el patriotismo, el sentido de pertenencia y hasta cierta inconsciencia que fue partícipe de una cadena de eventos que lo superaba por completo. La brutalidad no se ve a fondo pero se intuye desde la evocación, y eso no deja de ser una forma de vivencia, a la vez que una construcción que está dada más por la memoria corporal y el anecdotario puntual que por la enumeración lineal de acontecimientos. Eso tiene como contrapartida un distanciamiento que lleva a que la película rara vez conmueva, por más que posea hallazgos formales y narrativos de diversos tipos. Lo que no puede negarse de Jamás llegarán a viejos es que se constituye como mecanismo de reconstrucción y puesta en imagen no solo de lo explícito, de esa destrucción que tuvo múltiples niveles y que afectó a una gran cantidad de países, sino también de lo que se olvidó o silenció. El gran mérito de Jackson y su documental es encontrar una vía válida y atrayente -para nada didáctica o sentenciosa- para darle voz a una generación que pagó toda clase de costos, fue dejada de lado y aún hoy, desde sus tumbas, buscan una empatía con lo que vivieron, alguien que los escuche y les otorgue su lugar apropiado en el relato histórico.
EL MELODRAMA ANTES QUE LA ÉPOCA Las guerras mundiales continúan siendo –lógicamente- traumas no resueltos para las naciones europeas y por eso los cines de esas latitudes (apoyándose muchas veces en bases literarias) suelen volver una y otra vez a esos años, con el desafío constante de no repetirse. Dentro de ese espectro, lo de Viviendo con el enemigo –espantosa traducción local para el original The aftermath– tiene su ligera cuota de originalidad, a partir de cómo pone a dialogar las distintas miradas que se fueron construyendo durante la posguerra. El film de James Kent, basado en una novela de Rhidian Brook, se centra inicialmente en Rachael (Keira Knightley), quien viaja de Londres a Hamburgo, donde la espera su esposo, Lewis (Jason Clarke), un oficial que está a cargo de buena parte de la supervisión de la reconstrucción luego de la guerra, en una ciudad en ruinas, donde la gente está acuciada por el hambre y los resabios del nazismo todavía están activos. A la pareja le toca vivir en una residencia confiscada y deberán convivir con los antiguos ocupantes: Stephen (Alexander Skarsgård), un arquitecto alemán, y su hija adolescente, a los que se suman el personal de servidumbre. Esa convivencia será cada vez más tensa, con lo íntimo y lo político retroalimentándose. Lo más interesante y atractivo de Viviendo con el enemigo está en la vertiente personal y particular, a partir de cómo el relato dosifica la información desde las miradas, los gestos, los silencios y el lenguaje corporal. Así se va conociendo el pasado de Rachael y Lewis, marcado por la pérdida de un hijo durante un bombardeo en la Guerra, que es una herida no cerrada y que agrieta el matrimonio; la carga que representa para Stephen la muerte de su esposa y la problemática convivencia con su hija; pero también las diferencias entre los distintos ocupantes de la casa, que luego mutan cuando Rachael y Stephen comienzan a desarrollar una atracción romántica, creando de esta forma un triángulo amoroso. No sucede lo mismo con el retrato de esa Alemania en descomposición, donde los distintos bandos en disputa en intercambian los roles de víctimas y victimarios: allí, a la película le cuesta mucho enhebrar una mirada que vaya más allá del discurso esquemático y biempensante. Eso se nota particularmente en algunos personajes de reparto, como un oficial británico que desconfía de todos los alemanes, y un joven integrante de una organización clandestina que se la pasa remarcando su adhesión al nazismo. En cierto modo, Viviendo con el enemigo parece reconocer sus propias limitaciones para la reflexión histórica y por eso le va dando cada vez más peso al melodrama romántico. Y aunque cae en unos cuantos subrayados, además de un par de resoluciones apresuradas (particularmente en el final), cuenta a su favor con la humanidad y nobleza de los protagonistas. Rachael, Lewis y Stephen conforman un triángulo donde confluyen la frialdad y lo pasional, en el que las actuaciones de Knigthley, Clarke y Skarsgård sostienen buena parte de la credibilidad de la historia y hasta le dan un marco potente a la época. Viviendo con el enemigo es, al fin y al cabo, mucho más atrayente por lo particular que por lo general.