MONTAÑA RUSA UN CUARTO DE SIGLO DESPUÉS Una de las creaciones que marcó mi infancia/adolescencia fue Montaña rusa, aquella telenovela con Nancy Dupláa y Gastón Pauls de los tiempos en los que todavía la televisión abierta marcaba la agenda de las ficciones. Vista a la distancia, es una serie que envejeció bastante mal, con elementos formales y narrativos insostenibles, pero que puede apreciarse con algo de simpatía irónica teniendo en cuenta que en el medio pasaron veinticinco años y que buena parte de las ficciones nacionales no fueron mucho más allá. Bueno, After: aquí empieza todo es como un capítulo malo de Montaña rusa, hecho en el presente. El film (si es que eso que aparece en pantalla puede calificarse como cine) de Jenny Gage está basado en un bestseller de Anna Todd y se centra en Tessa, una introvertida joven recién llegada a la Universidad que, pobrecita, tiene una madre que no puede más de cuida y que se horroriza cuando ve a alguien fumando marihuana; un novio que todavía está en la secundaria y que le reprocha que vaya a una fiesta; y que encima tiene planes de seguir una carrera en economía o negocios, pero va a clases de…literatura. Tessa es una víctima, pero no de su familia, su pareja o el sistema educativo, sino del relato del cual es protagonista, que además la somete al padecimiento de enamorarse perdidamente de Hardin, un joven en pose constante de torturado por la vida, con un pasado supuestamente oscuro –pero luego apenas mencionado- y que se la pasa recitando o citando párrafos de clásicas novelas románticas, mientras dice descreer del amor. Todo esto pasa en los primeros quince minutos, ya queda claro que todo es inverosímil, subrayado, aburrido y va rumbo a ser un desastre absoluto…y todavía faltan casi noventa minutos. Esa hora y media restante es un compendio de melodrama barato e intrascendente, porque por más que la película quiera forzar cada escena para cargarla de conflictividad y trascendencia, no hay un conflicto mínimamente relevante, a lo que hay que sumar que las actuaciones son paupérrimas (lo de Hero Fiennes Tiffin como Hardin es hasta preocupante). Tenemos los coqueteos banales con paisajes lindos de fondo; las escenas de amor filmadas como si fueran una publicidad de shampoo (y de los anti-caspa); los enredos y peleas inexplicables –Tessa lamentándose luego de cortar con su novio de la secundaria porque “perdí a mi mejor amigo” es casi una secuencia de humor involuntario-; las discusiones supuestamente serias pero cargadas de obviedad sobre Orgullo y prejuicio –menos mal que se les olvidó otro lugar común como es Romeo y Julieta-; los amigos de Hardin, que hacen cosas “re peligrosas” como el juego de verdad o reto, o tomar alcohol; y un largo e insoportable etcétera. También una revelación cerca del final al estilo Relaciones peligrosas pero sin ningún impacto dramático y un final que reivindica el poder del amor porque bueno, al fin y al cabo esto es como Montaña rusa, y todos sabemos que Mariana y Alejandro terminaban juntos, ¿no? Eso sí, After: aquí empieza todo al menos sirve como ejemplo paradigmático de lo que podría decirse que es el momento preciso en que todos nos damos cuenta que se acabó una carrera artística. En este caso, hablamos de Selma Blair y Jennifer Beals, que supo tener una trayectoria prometedora a partir de films como Hellboy o La cosa más dulce, pero terminó acá, haciendo de madre de la protagonista, en un papel irremontable. Chau Selma, te quisimos mucho, pero estás en el horno.
AUSENCIA DE POLÉMICA Recuerdo que cuando tuve que hacer la práctica docente en la escuela secundaria, uno de los textos que me tocó abordar fue El Señor Galíndez, de Eduardo Pavlovsky. De hecho, lo tuve que explicar en la primera clase a alumnos de quinto año y dieciocho años de edad. Y la verdad que salió muy bien, inicialmente porque los pibes tenían una predisposición muy buena –por no decir excelente-, pero también porque supe encontrar una anécdota vinculada al germen de la idea para la obra con la que conseguí capturar la atención de los estudiantes. Claro que eso último implicó un trabajo de investigación previo y una construcción discursiva en pos de lograr una recepción pertinente para el aprendizaje. Mencioné lo anterior porque mirando Eduardo Pavlovsky, resistir Cholo, solo en algunos pasajes se puede apreciar un esfuerzo palpable por interpelar al potencial espectador. Más que nada en el registro de los ensayos de una puesta en escena con fragmentos de sus obras, aunque esa observación no deja de ser sumamente inocua, como si la cámara se conformara con estar ahí y nada más. El resto del documental de Miguel Mirra pareciera no preocuparse por innovar o romper con lo predecible. Es así que el film se sostiene esencialmente desde testimonios a cámara de figuras que fueron muy cercanas a Pavlovsky, como sus hijos Martín y Federico; su última esposa, Susana Evans; Jorge Dubatti, Norman Briski y Ricardo Bartís. Ahí surgen algunos fragmentos relativamente interesantes, con Bartís señalando la forma en que Pavlovsky se desligaba de sus textos o Dubatti explicando la evolución en la concepción del teatro por parte de un dramaturgo y actor que ha sido fundamental en la historia del teatro argentino e incluso mundial. Pero no hay más que eso, porque no hay más esfuerzo: de hecho, el documental va colocando a lo largo del metraje partes de un par de eventos públicos (un homenaje donde interviene Briski, una conferencia en compañía de Dubatti) y fragmentos de Potestad, con el propio Pavlovsky en escena, pero sin un sentido narrativo o estético, sino como mera acumulación. El resultado es un documental que pareciera ir contra los propios preceptos creativos de la personalidad en la que hace foco. Si Pavlovsky buscó hacer un teatro que impacte y sacuda al espectador desde elementos inesperados, incómodos, polémicos, lo de Eduardo Pavlovsky, resistir Cholo es la previsibilidad absoluta, un continuo transitar por lugares carentes de controversia y reflexión crítica.
UNA PIEZA MÁS DEL ROMPECABEZAS Marvel y DC han ido recorriendo un camino similar, pero en sentidos inversos: si el primer sello arrancó con películas pequeñas en espíritu (no desde los presupuestos), destacando primariamente a los superhéroes desde los aspectos individuales, para luego crecer en ambición, resaltar el conjunto y entrecruzar historias personales; el segundo empezó con una enorme ambición, queriendo construir un mundo interconectado desde la nada, y cuando eso falló, retrocedió al foco singular de los personajes y fue reduciendo las conexiones a lo mínimo e indispensable. Eso ya estaba bastante insinuado en Aquaman y termina de consolidarse en Shazam!, que se aleja de toda la solemnidad de Batman vs Superman: el origen de la justicia, para insinuar otra clase de potencialidad que no llega a explotar del todo. El molde básico del film de David F. Sandberg es el relato de Quisiera ser grande, aquella hermosa película de Penny Marshall. Si aquella comedia protagonizada por Tom Hanks se centraba en un adolescente que súbitamente se convertía en un adulto, Shazam! tiene como premisa a un joven, Billy Batson, que por una serie de circunstancias adquiere la capacidad para transformarse en un adulto con toda clase de poderes sobrenaturales. En el medio, elementos clásicos de géneros y sub-géneros juveniles, familiares y de aprendizaje: el protagonista huérfano, que no tiene resuelto el trauma de la figura materna ausente; el mejor amigo que es un freak tanto física como intelectualmente; la familia disfuncional formada por padres adoptivos y otros huérfanos que cumplen con todos los estereotipos posibles; el progresivo descubrimiento de las habilidades y, claro, las responsabilidades que conlleva; y el villano que funciona como reverso exacto de la misma moneda. Todas las piezas mencionadas previamente, Shazam! las maneja con bastante habilidad, pero sin la más mínima innovación, demostrando que conoce todas las reglas y códigos, pero que no pareciera querer atreverse a sumar una lectura propia que le brinde una identidad definida. Por eso unos cuantos de sus guiños (como el chiste que hace referencia a la escena del piano de, precisamente, Quisiera ser grande) lucen un tanto forzados, casi enciclopédicos; el recorrido del antagonista encarnado por Mark Strong, con sus resentimientos contra su hermano y padre a cuestas, no llega a cobrar la potencia necesaria; la resolución de los aspectos dramáticos –como la subtrama referida a la madre biológica de Billy o los dilemas morales que vienen con el uso de sus nuevos poderes- no salen de lo obvio; o, a la hora de establecer conexiones con el resto del mundo de DC, lo hace desde un cancherismo que no deja de ser algo culposo. Incluso hay pasajes verdaderamente interesantes en su coqueteo con lo atemorizante o monstruoso, en los que se nota la experticia de Sandberg en el terror –antes dirigió Cuando las luces se apagan y Annabelle 2: la creación-, pero que no terminan de ser exprimidos a fondo. Donde Shazam! sí se destaca con total fluidez es en la química lograda entre los distintos personajes, que se retroalimentan entre sí a partir de actuaciones que rara vez se equivocan con el tono: Asher Angel como Billy, junto a Zachary Levi como su alter ego Shazam, conforman con Jack Dylan Grazer -como ese compañero de aventuras que es Freddy- un dúo no convencional pero con perfecta química cómica; que a su vez se amplía con los aportes de Grace Fulton, Marta Milans, Cooper Andrews, Faithe Herman, Ian Chen y Jovan Armand, que arman una galería familiar que no puede ser otra cosa que adorable. De ahí que, llamativamente, sea en los minutos finales, con una vuelta de tuerca que rescata la noción de lo grupal, donde el film consigue generar una verdadera empatía. Precisamente, en esos últimos minutos, hay una secuencia donde los personajes deben huir y se encuentran con varias puertas que conducen a realidades o dimensiones totalmente distintas, que incluyen criaturas de todo tipo. No es una secuencia original, pero sí una promesa de algo mucho más aventurero e impredecible. Eso que se promete no llega a aparecer del todo y se queda en insinuaciones. Shazam! es un film efectivo y entretenido, pero que no llega a ir a fondo con su propuesta, quedando como una pieza más de un rompecabezas que aún debe encajar apropiadamente todas sus piezas o definirse simplemente como un mundo eternamente fragmentado. DC está empezando a entender que no puede lograr lo mismo que el Universo Cinemático de Marvel pero aún no definió sus propias fronteras.
CUERPOS Y RITMOS Las ambiciones de Candomberos – de dos orillas son innegables: el documental de Ernesto Gut busca construir un análisis histórico sobre el surgimiento y el desarrollo del candombe, un género musical que ha sabido funcionar como vehículo expresivo de la cultura negra en las dos orillas del Río de la Plata. Eso puede notarse en su duración, que queda cerca de las dos horas y supera largamente la media de los documentales nacionales. Sin embargo, Candomberos, desde lo formal, rara vez se arriesga, priorizando entrevistas típicas y una utilización de archivos audiovisuales y animaciones que, más que aportar a lo que se está narrando, solo confirma lo que se está poniendo en palabras. Principalmente en su primera mitad, a la película le cuesta salir de los lugares comunes esperables para un tipo de narración introductoria, donde un tema es explicado de manera básica para un espectador sobre el campo abordado. Como dejando en claro que necesitaba un tiempo largo para adquirir seguridad en la delineación de su ensamblaje narrativo, Candomberos se muestra más potente en su segunda mitad, donde empieza a complejizar un poco más su mirada sobre su objeto de estudio y los diversos personajes que había presentado previamente. Y aunque en pocos pasajes llega a ser verdaderamente apasionante, se van imponiendo el cariño y respeto por los individuos que aparecen en cámara, además de cómo el arte musical se retroalimenta con sus personalidades. La sensación general que prevalece en Candomberos es la de estar contemplando un ensayo algo incompleto, no totalmente pulido, pero que sin embargo posee unos cuantos rasgos interesantes. Sus múltiples aristas –que van de lo social a lo particular- no terminan de encajar con total fluidez, pero constituyen una totalidad con una energía distintiva, en la que lo corporal y rítmico le ganan a la palabra.
BURTON DOMESTICADO En los últimos años, Tim Burton y Disney colaboraron en tres films: Alicia en el País de las Maravillas, Frankenweenie y ahora Dumbo. Si la primera película era una decepción absoluta y la segunda una pequeña maravilla, la tercera se queda en un lugar inocuo, indiferente, alejada de todo riesgo. Y eso que todo estaba dado para que el realizador construyera un relato marcado por temas habituales en su cine, como la marginalidad, el descubrimiento y las reacciones de fascinación o rechazo provocadas por la otredad. Ese relato en cierto modo está ahí –latente o directamente explícito-, en ese circo habitado por freaks de todo tipo, del cual el pequeño elefante Dumbo, con sus orejas gigantes y su habilidad para volar, es el máximo exponente. Pero todo está estructurado de forma aletargada, en piloto automático, como si Burton no sintiera verdadera pasión por lo que está contando y solo buscara hacer un despliegue superficial de sus grandes éxitos formales: la suma de personajes apartados del mundo y formando universos aparte; el manejo de colores como medios expresivos donde confluyen la luz con la oscuridad; y Dumbo como un nuevo Joven Manos de Tijera, alguien que puede maravillar (como a los hijos del ex soldado encarnado por Colin Farrell) pero también ser visto como un medio de explotación. Dentro del último factor, de esa dicotomía entre la pura maravilla (que es también una forma de amor) y el deseo de lucro, es donde surge lo más interesante de la reversión de acción en vivo que construye Burton del clásico animado de 1941. El gran antagonista que va surgiendo a lo largo del relato es el dueño de un parque de diversiones interpretado por Michael Keaton, que nunca ve a Dumbo desde una perspectiva afectiva, sino como una máquina de hacer dinero. La asociación casi inmediata que se puede hacer del personaje es con parte de la leyenda de Walt Disney, un tipo brillante pero que tenía una ética muy particular, que a menudo chocaba con las perspectivas de otros creadores como podía ser el propio Burton. Esa metáfora un tanto retorcida, que podría poner a Burton en el lugar de Dumbo –alguien marginal, rebelándose ante su explotador y tratando de crear su propio destino- nunca llega realmente a cobrar vida, porque el cineasta nunca se conecta apropiadamente con el protagonista de su película. En cambio, Burton se aproxima a la historia de Dumbo con una frialdad llamativa, convirtiendo su aparente rebeldía –y la del elefante- en algo un tanto banal y superficial, como lo era la desobediencia de Alicia a los mandatos familiares. Eso se puede ver en cómo utiliza el recurso de ver volar a Dumbo (que a pesar de estar hecho en computadora, conserva su dulzura y nobleza innata): lo repite varias veces, quitándole progresivamente su encanto, casi como si fuera una característica más del personaje en vez de una cualidad, de un factor que lo distingue y lo pone en un lugar destacable. Algo parecido sucede con el resto de los personajes –el de Colin Farrell, sus hijos, la bailarina que encarna Eva Green-, cada uno con su pasado oscuro y doloroso, pero que nunca pasa de la mera anécdota, de huellas que no llegan a tener verdadero sentido. En un punto, cede a la tentación del villano empresario: explota lo maravilloso hasta quitarle carnadura y originalidad. Por eso su Dumbo es como un parque de diversiones al cual solo se va una vez: apenas si entretiene, está lejos de conmover y difícilmente lo recordemos. Burton, en la nueva asociación con Disney, más que potenciar su cine, se muestra domesticado e impersonal, como una copia de sí mismo.
UN VIAJE ERRÁTICO Si Ricardo Darín y Guillermo Francella supieron construir carreras donde sus roles interpelan constantemente a la clase media/media alta –que es el espectador modelo de la inmensa mayoría del cine argentino-, Oscar Martínez (especialmente desde los éxitos de crítica y público que fueron El ciudadano ilustre y Relatos salvajes) viene en la misma senda. El procedimiento de Martínez suele pasar por la frialdad, por una economía de gestos que contribuyen a construir personajes que casi siempre esconden algo bajo la superficie y que muchas veces son figuras de autoridad puestas en crisis. Lo de Yo, mi mujer y mi mujer muerta es bastante particular, porque el actor se pone a prueba a sí mismo, teniendo que adaptarse a los diversos tonos y géneros que atraviesa la película. Es que el film de Santi Amodeo es un exponente más de los regímenes de co-producción entre España y Argentina, pero con una estructura narrativa algo elusiva, que en cierto modo la aleja del típico objetivo de alcanzar la mayor cantidad de público posible. El relato se centra en Bernardo, un arquitecto y profesor de la UBA que, luego del fallecimiento de su esposa, decide enterrarla, a contramano de los deseos de ella, que pedía ser incinerada y que sus cenizas fueran arrojadas al mar en la Costa del Sol, en España, donde había nacido e iba a cada año a pasar un tiempo con su hermana. Sin embargo, luego de varios días erráticos, marcados por acciones que rozan lo irracional, Bernardo recibe la noticia de que unos vándalos profanaron la tumba de su esposa y decide cumplir efectivamente con el deseo de su mujer, emprendiendo un viaje a España que no será precisamente lineal. Lo que viene después por parte de Bernardo es un proceso de búsqueda y descubrimiento, que pasa por diferentes niveles: un momento y espacio para arrojar las cenizas de su esposa; un pasado oculto de su mujer, en el que salen a la luz conductas y decisiones que Bernardo nunca había imaginado; y hasta implicancias sobre sí mismo, instancias de descontrol que irrumpen en las grietas que ofrece una personalidad estructurada, tradicionalista y rígida. El viaje será la oportunidad para la película de plantear situaciones y encuentro antojadizos, permitiendo la entrada de personajes secundarios como Abel (Carlos Areces), el dueño de una inmobiliaria, y Amalia (Ingrid García Jonsson), una agente de relaciones públicas, que funcionarán como acompañantes circunstanciales. En Yo, mi mujer y mi mujer muerta hay un juego constante con la incomodidad, con una estructura pautada por lo fragmentario y azaroso, donde el alcohol y los accidentes físicos funcionan como indicadores del desconcierto de Bernardo y su proximidad al estallido. Pero el problema es que, si el protagonista no tiene claro un rumbo, lo mismo se puede decir de la película, que pasa de forma bastante arbitraria del drama a la comedia, de la pura gestualidad corporal a los diálogos o monólogos remarcados. Se puede intuir un objetivo relativamente claro –el indagar en un proceso de duelo, donde la ausencia no deja de ser una forma de presencia- pero no las vías para llevarlo a cabo, con lo que el film termina descansando excesivamente en la ductilidad de Martínez, que se impone a los desniveles del guión, cargándose el relato al hombro e interpretando su papel con gran efectividad. De ahí que las resoluciones sean abruptas, con baches llamativos en varias subtramas y unos veinte minutos finales donde se toman todas las decisiones obvias, con varias metáforas visuales y líneas de diálogo de trazo grueso. Yo, mi mujer y mi mujer muerta tiene momentos interesantes y hasta arriesgados, pero se desinfla progresivamente y queda lejos de poder transmitir adecuadamente los dilemas existenciales de su protagonista.
UN HOMBRE Y SUS CONTRADICCIONES Recuerdo que mi padre tenía un vínculo particular con Rubén Blades, donde la división se daba claramente entre lo artístico y lo personal: amaba sus canciones, pero lo irritaban las críticas de Blades al gobierno cubano, sus lazos con personalidades anti-castristras (como Celia Cruz) y sus incursiones en películas de Hollywood. Pero después de las ocasionales (y un tanto infantiles) broncas, mi padre solía volver a los lugares seguros: por eso a cada rato se ponía a escuchar de manera casi obsesiva canciones como Pedro Navaja. Al igual que mi padre, el documental Yo no me llamo Rubén Blades también apela a unos cuantos lugares seguros y confiables, que le permiten mantener una narración estable aunque no precisamente innovadora. El film de Abner Benaim apela a un seguimiento del icónico artista panameño, explorando los ámbitos en donde se desempeña habitualmente y desplegando ocasionalmente unos cuantos testimonios de figuras como Sting, Residente o Gilberto Santa Rosa. En varios pasajes, lo que vemos es una celebración un poco excesiva del protagonista, que a lo sumo solo aporta el hacer hincapié en las múltiples facetas de la personalidad de Blades, que no solo ha incursionado en la música y la actuación (en el segundo caso, inicialmente como mera inquietud, luego como profesión), sino también en la política, el periodismo y hasta el derecho. Lo más relevante y atractivo de la película no surge tanto de la puesta en escena, sino del propio Blades, cuando se suelta, supera cierta timidez/humildad y empieza a hablar de sí mismo y su historia, haciéndose cargo de sus numerosas contradicciones, que van desde lo personal a lo político. Allí es cuando aparecen un hijo extramatrimonial con Blades reconociendo que con la mayoría de las cosas en su vida fue cuidadoso, pero con esa no; los conflictos internos que ya tuvo desde los primeros momentos de fama, porque se encontró escribiendo canciones sobre vivencias de clases populares con las que iba perdiendo contacto; o la relación con Estados Unidos, que funcionó en buena medida como país adoptivo pero también como una nación a la que cuestionar por su constante injerencia en Latinoamérica. Sin embargo, a pesar de que lo más rico está en la fase personal e íntima, Yo no me llamo Rubén Blades también tiene un par de momentos fascinantes cuando exhibe el carisma innato del artista frente a su público o incluso con otros colegas. Es el lugar seguro, clásico e inoxidable, pero también un poco inexplicable en su impacto, como la enorme canción que es Pedro Navaja.
LA PALABRA POR ENCIMA DE LOS PERSONAJES En ¿Quién mató a Mariano Ferreyra?, film previo de Alejandro Rath (co-dirigido junto a Mariano Morcillo), buena parte de los inconvenientes pasaban por las remarcaciones ideológicas, que iban a la par de las interacciones entre las capas ficcionales y documentales. Alicia, primera película de ficción y en solitario de Rath, tiene un abordaje definitivamente más íntimo y personal, aunque cae en defectos similares. El film se centra en Jotta, un joven que, mientras desarma la casa de su madre Alicia –recientemente fallecida-, recuerda los obstáculos que afrontaron para que ella pudiera morir en su casa y no en la cama de un hospital, además de la crisis existencial que lo llevó a indagar en las perspectivas de distintas religiones. Parece clara la vocación de Rath por trasladar al protagonista sus propios dilemas, contradicciones y dudas, como una puesta en imagen de un debate interno que no deja de tener lazos con factores culturales y sociales. Sin embargo, hay un par de decisiones claves desde la puesta en escena y la construcción del guión que terminan conspirando contra el relato. Por un lado, un seguimiento de Jotta, su madre y otros personajes (como el encarnado por Patricio Contreras) que van apareciendo en pantalla que es definitivamente distante y clínico, hasta llegar a la frialdad. Por otro, un posicionamiento que, lejos de entablar un diálogo productivo con otras religiones o puntos de vista espirituales, se dedica a subestimarlos y buscar todas las respuestas fáciles, como para confirmar un ateísmo un tanto infantil. Por más que exista una intención inicial, no hay una verdadera problematización de lo que implica el miedo a la muerte o la pérdida, las creencias, la espiritualidad o el rol que cumple la ciencia: por ejemplo, las breves intervenciones de un cura interpretado por Iván Moschner caen en todas las obviedades posibles destinadas a complacer al progresismo anti-católico (y esto lo dice alguien que es ateo). Cuando la película se permite dejar entrar otros discursos en pugna sin juzgar, cobra interés: de hecho, la participación del Pastor Giménez no deja de aportar un elemento un tanto disruptivo, por más que invite al sarcasmo. Pero esos pasajes son escasos, lo que lleva a que los conflictos de Jotta carezcan de impacto, ya que se prioriza la palabra antes que lo que pueden transmitir las imágenes, las miradas y los cuerpos. Alicia es un film indudablemente frío, que tiene demasiadas respuestas y está lejos de apasionar.
PARTIDO EN DOS Dentro del terror, el sub-género perteneciente a los niños convertidos en entidades corrompidas, viles y letales tiene un largo historial, que data por lo menos desde los setenta, con El exorcista y La profecía como films más emblemáticos, a los que se podría agregar El bebé de Rosemary. Maligno intenta hacer su aporte a este listado y tiene unos cuantos elementos atractivos, aunque unas cuantas decisiones equivocadas terminan sepultándolos. Se podría decir que el film de Nicholas McCarthy está partido en dos, luchando constantemente contra sí mismo, en una batalla entre dos personalidades, como ese niño que es el centro del relato: una criatura con una inteligencia prodigiosa que poco a poco va exhibiendo conductas cada vez alarmantes, que indican que podría estar afectado por una entidad maligna. Lo mejor de la película, claramente, está en la primera mitad, y de hecho el arranque –que va estableciendo un montaje paralelo entre un nacimiento y una muerte- tiene un nivel de tensión cautivante. En los minutos posteriores, hay unas cuantas escenas donde el vínculo entre el niño y su madre (Taylor Schilling), inicialmente marcado por el afecto y la inocencia, adquiere matices cada vez más inquietantes. Cuando todo se trata de sembrar indicios, señales de alarma cada vez más fuertes, pero aun manteniendo una dosis de enigma en las acciones del niño, Maligno se maneja con simpleza y efectividad. Pero claro, ya entrada la segunda mitad, Maligno parece verse obligada a dar todas las explicaciones posibles y a tomar medidas tendientes a resolver de forma expeditiva todos los conflictos. Ahí es cuando la película comienza a tropezar, porque si el rol del padre del niño ya estaba un tanto desdibujado, luego queda como una mera pieza del guión; la madre toma unas cuantas decisiones inexplicables; cada acción o dato nuevo que surge se explica excesivamente, hasta caer en la redundancia; y los minutos finales acumulan vueltas de tuerca que ya son directamente inverosímiles. Por eso, los sustos, que primeramente estaban sustentados en la creación de climas opresivos y preguntas sin respuesta, luego solo se sostienen a partir de golpes de efecto. Se podría rescatar a Maligno por lo mostrado en los primeros minutos, caracterizados por la inteligencia para manejar los hilos de una historia que no dejaba de ser simple a pesar de sus matices. Sin embargo, los errores, manipulaciones y arbitrariedades de la segunda parte la llevan a un terreno mediocre, del cual nunca logra recuperarse.
TRANSPIRANDO (DEMASIADO) LA CAMISETA Entre finales de los noventa y especialmente durante la primera década del nuevo milenio, uno de los jugadores más emblemáticos de Racing fue Adrián Bastía: un 5 que era un batallador incansable, que de los 90 minutos jugaba 95 con los dientes apretados, sudando litros enteros de tanto correr. Siempre se le reconocía el esfuerzo y muchas veces funcionaba como el motor del equipo, aunque se podía intuir que, con solo calmarse un poco y tener la mente más fría, habría sido más preciso y efectivo en su labor. Recuerdo que hace poco lo volví a ver –ya como jugador de Colón de Santa Fe- y contemplé a un jugador que había cambiado bastante: mucho más económico en sus movimientos, a partir de la sabiduría que le había dado la edad –y una carrera ya extensa- y la consciencia de sus límites, posibilidades y lo que se le podía pedir en consecuencia. Hace dos décadas, sudaba demasiado la camiseta; ahora lo justo y necesario. La referencia futbolística viene a cuento porque Blanco o negro, de Matías Rispau, es una atendible tentativa por realizar un aporte dentro del policial y la acción, pero que se pasa de rosca en sus intenciones. Su planteo es una simple y directa historia de venganza: un hombre llamado Adrián que, luego de un exilio en las montañas, decide volver a la ciudad para tomarse revancha de los que arruinaron su vida, emprendiendo un camino plagado de obstáculos donde su parte más animalesca y bestial está siempre buscando emerger. Sin embargo, Rispau se aleja rápidamente de toda simpleza, en una apuesta a todo o nada, asumiendo también el protagónico y llevando adelante un relato que coquetea con vertientes del cine negro y la acción oriental; agrega reflexiones filosóficas, éticas y morales; suma subtramas familiares y románticas; pone a coexistir capas estéticas que no necesariamente se complementan; y estira una narración que podría haber sido completada en apenas una hora y media hasta más de dos horas. El resultado es, en un punto, previsible: un film excesivo donde se imponen las remarcaciones del drama interior que atraviesa el personaje; unos cuantas escenas que hacen literales las metáforas hasta caer en lo obvio; un estiramiento innecesario de las acciones; y numerosos desniveles en las actuaciones. Eso termina inclinando la balanza dentro de la totalidad de la película, contraponiéndose a algunos hallazgos puntuales, como un cuidado trabajo estético en la composición de los planos y una verosímil fisicidad conseguida en secuencias de acción o peleas. Blanco o negro despliega muchísimas ambiciones, quiere tocar todos los temas o vertientes narrativas posibles, pero en la mayoría de sus objetivos se queda corta. Rispau exhibe un conocimiento ciertamente interesante de las herramientas cinematográficas, pero debe aprender a dosificar sus esfuerzos y objetivos en las medidas de sus posibilidades, transpirando lo justo y necesario.