CREENCIA Y EVIDENCIA En los últimos años, M. Night Shyamalan, que venía de algunos fracasos importantes (La dama en el agua, Después de la Tierra), encontró en lo económico la llave para ser siendo fiel a sí mismo. Es decir, comenzó a trabajar -en particular desde Los visitantes– con presupuestos muy pequeños y premisas concentradas, con escasos personajes, pero manteniendo las típicas huellas de su cine. Llaman a la puerta es una continuación de esa senda: un film que focaliza casi toda su acción en un único espacio y con pocos protagonistas, pero que se da el lujo de ser al mismo tiempo bastante ambicioso. El relato, basado en el libro The cabin at the end of the world, de Paul Tremblay, contiene buena parte de las obsesiones habituales de Shyamalan: personajes rotos y torturados; familias que a partir de un acontecimiento específico ponen en juego sus lazos afectivos; la noción de los dones como algo muy parecido a una maldición; la violencia como algo latente en el tejido social; y hasta -algo que viene in crescendo en su filmografía, desde Señales y pasando por El fin de los tiempos– el imaginario vinculado a la idea del apocalipsis. En este caso, con la historia de dos hombres (Jonathan Groff y Ben Aldrige) y su hija adoptiva (Kristen Cui) que se van de vacaciones a una cabaña en el medio de un bosque y cuyo pacífico descanso es interrumpido por cuatro extraños armados (Dave Bautista, Rupert Grint, Nikki Amuka-Bird, Abby Quinn) que los toman de rehenes y les demandan que tomen una decisión brutal para así evitar el fin del mundo. A partir de este punto de partida, que se plantea casi de inmediato, se dará una lucha de voluntades entre ambas partes, al mismo tiempo que se irán conociendo fragmentos del pasado de los protagonistas, con diversos factores conflictivos. Shyamalan, un creyente extremo, diseña una narración donde la noción de lo apocalíptico es un puente para pensar esa confrontación constante entre la fe religiosa y el escepticismo ateo o agnóstico, para llegar a una conclusión tan simple como interesante: si la primera necesita ser un acto colectivo, donde lo comunitario confirma los pensamientos de cada sujeto hasta convertirlos en certezas; lo segundo es más bien un ejercicio individual, que incluye un cuestionamiento sustentado en paradigmas científicos. Pero, además, a medida que avanza la trama, queda claro en Llaman a la puerta -al igual que en buena parte de la filmografía del cineasta, aunque aquí de forma más explícita- que no basta simplemente con la creencia, sino que también se requiere de una evidencia que pruebe un discurso. Es como si Shyamalan hubiera escrito el guión asesorado por un ateo, pero al que interpela con la hipótesis de qué haría si aparecen indicios que contradicen la postura que tuvo toda su vida. A esa confrontación dialéctica, Llaman a la puerta le agrega un trasfondo político y de género ciertamente tortuoso, pero trabajado desde lo fragmentario, como una operación de la memoria y las vivencias. Eso no quita que Shyamalan también construye desde ahí un alegato donde los diversos personajes son representaciones de distintos paradigmas sociales. Ahí, en esa vocación discursiva, es donde el film trastabilla, porque encima eso va de la mano de una serie de explicaciones en los minutos finales que caen en ciertos subrayados. Pero, a cambio, Shyamalan ofrece las ya típicas virtudes de su cine: una llamativa capacidad para crear tensión desde el diseño de los planos, la interacción con el fuera de campo y la expresividad del sonido, además de personajes y situaciones que ya desde antes que estallen los conflictos están parados en un lugar marginal. Y cuando decimos marginal, no solo nos referimos a lo social, sino también a lo cinematográfico: nadie en el cine actual es capaz de desplegar una puesta en escena y dispositivos narrativos como los de Shyamalan. Llaman a la puerta es otra muestra de su apuesta constante a cumplir algunas expectativas del público para dinamitar otras, delineando dramas envueltos en thrillers que luego realizan el movimiento inverso y luego vuelven a hacer ese mismo giro. Y que ha encontrado en estructuras pequeñas el camino más sostenible para mantener una coherencia difícil de encontrar en otros realizadores. Shyamalan siempre está caminando por la cornisa, y por suerte acá no parece caerse, aunque todo depende del punto de vista con que se lo mire.
TODO SUCEDE POR UNA RAZÓN Siempre hubo algo realmente mágico en el cine de Steven Spielberg, a partir de cómo ha sabido hilvanar historias que, desde sus particularidades, consiguen interpelar las experiencias propias de los espectadores. Eso puede decirse no solo desde su filmografía como director (E.T. – el extraterrestre, Encuentros cercanos del tercer tipo, Atrápame si puedes, por mencionar algunos ejemplos), sino también como productor: ahí tenemos a Volver al futuro, Los Goonies o hasta Poltergeist para dejarnos en claro que muchas infancias cinematográficas cimentadas durante los ochenta tienen que agradecerle un montón al gran Steven. Los Fabelman, que es una especie de testamento cinéfilo y fílmico, es la culminación de este poder innegable por parte del que posiblemente sea el realizador más importante de los últimos cincuenta años. Más aún si tenemos en cuenta que Los Fabelman podría haber sido un ejercicio plenamente ombliguista, que en parte lo es a partir de su indudable autorreferencialidad: lo que hace Spielberg es contarnos una serie de eventos que marcaron su infancia y adolescencia, afianzando (o debilitando) sus lazos familiares y su relación con el cine. Hay, es cierto, una reconversión a partir del protagónico de Sammy Fabelman (Gabriel LaBelle), quien desde muy chico encuentra en el cine un vehículo para canalizar sus vivencias, primero en Arizona y luego en California, mientras va mutando las formas en las que mira a su padre, Burt (Paul Dano), y Mitzi, su madre (Michelle Williams). Pero esa ficción es, tras su serie de viñetas, una vía para ajustar cuentas con sus etapas de crecimiento, su rol como artista y, especialmente, su vínculo con su padre. Es que, vale la pena recordarlo, casi toda la obra de Spielberg está atravesada por la noción de la ausencia paterna: padres defectuosos o directamente ausentes, hijos huérfanos o sin referentes claros, incluso instituciones que no cumplen sus roles y que evocan en cierta forma a ese padre que no estuvo de la forma que el niño Steven quería o necesitaba. Pero en Los Fabelman esa figura resurge para que Spielberg nos diga (y se diga a sí mismo) que quizás fue todo más complejo y, a la vez simple: que ese padre tenía metas y obsesiones que no siempre comulgaban con las necesidades de su familia, que no supo comprender del todo a su hijo, pero que también tuvo que lidiar con contingencias inesperadas y desagradables, y que hizo lo que pudo, dadas las circunstancias. Y que esa serie de cortocircuitos afectivos, esas grietas personales y grupales que se dieron en el núcleo afectivo familiar, permitieron que se potenciara el lado artístico de Sam/Steven, hasta hacer estallar por los aires todos los límites entre lo ficcional y lo personal. Hay una secuencia donde Mitzi deja a su marido en casa y sale en auto con algunos de sus hijos (incluido Sam) a perseguir un tornado que ven a la distancia. De repente, debe frenar en una esquina para evitar chocar con unos carritos de supermercado que pasan empujados por el viento. Frente a eso, Mitzi se repite a sí misma, en un murmullo, una y otra vez, que «todo pasa por una razón». Esos carritos, que nos recuerdan al tren en llamas que aparecía súbitamente en Guerra de los mundos, parecen decirnos efectivamente eso mismo que dice Mitzi: que hay imágenes que han perseguido a Steven durante toda su vida y que se vio obligado a convertirlas en cine. Y que ese acto creativo, tan inseparable de su propia individualidad, también tiene consecuencias en los demás: como pocos, Spielberg expone la diversidad de respuestas posibles por parte del público, porque en ese diálogo no hay respuestas predeterminadas, del mismo modo que el proceso por el cual se hilvana una narración o se construye un plano no es automático. Si lo que cuenta en Los Fabelman tiene sus dosis de complejidad, no solo por constituir una serie de viñetas infanto-juveniles, sino también por su vocación de dialogar con su propio cine y las implicancias casi melodramáticas de los conflictos -hay una secuencia donde Sam descubre un secreto familiar que es una piña al estómago y que es casi una cirugía a corazón abierto del propio Steven-, Spielberg deja en claro que John Ford es su máximo referente, y lo hace no solo con palabras, sino también con hechos. Es que, aún cuando todo estaba servido para un drama existencial y manipulador al estilo Iñárritu, el film siempre se permite volcarse al humor, incluso en sus vetas más absurdas y juguetonas: hay, por caso, toda una subtrama dedicada al romance entre Sam y una compañera de colegio que afirma estar “enamorada de Jesús” que es tan dulce como desopilante, y con una vocación rupturista que ni el más ateo se atrevería a soñar. Al fin y al cabo, Spielberg parece decirnos que su infancia tuvo sus dificultades, pero que lejos estuvo de ser una tragedia, y que muy posiblemente eso también aplica a cualquiera que esté mirando la película. Pero, además, por si alguno podía hacerse el distraído, Spielberg nos recuerda que, cuando está enfocado como corresponde, puede ser un magnífico director de actores y un gran descubridor de talentos jóvenes. Ahí tenemos a un Dano notable -e injustamente fuera de la carrera por el Oscar-, en la mejor actuación de su carrera, con varios momentos donde dice todo con la mirada y nos rompe el corazón. O a un LaBelle -tampoco nominado, otra injusticia más- que es una revelación absoluta a partir de su apabullante expresividad. Y también a una gran cantidad de intérpretes niños y adolescentes que aparecen siempre en escena con una espontaneidad llamativa y estimulante: no hay impostación o sobreactuación, sino una impresión de realidad constante. Y todo esto pasa mientras Spielberg vuelve a mostrar que nadie pone la cámara al ras del piso como él y que puede hacer de esa serie de eventos que presenta una reflexión perfecta sobre la trascendencia que puede tener el cine en nuestras vidas, siempre con una alternancia entre pausa y velocidad que nadie más posee. Muy posiblemente, Los Fabelman termine relegada a la hora de la entrega de los Premios de la Academia, a la que últimamente le cuesta una enormidad reconocer a los realizadores norteamericanos y sus creaciones. Pero no importa, porque Spielberg logró otro hito más que reafirma la universalidad de su cine: armar una historia sobre sí mismo donde cualquier pulsión ególatra queda de lado, porque aún sabiendo su lugar en la historia del cine, él se pone por detrás de otras leyendas. Por eso también la última secuencia, donde Steven (a través del personaje de Sam) se pone a los pies de Ford, enseñándonos que siempre se puede aprender -o enseñar- algo nuevo, con un plano final que es una lección perfecta de cine. Spielberg, que también es Steven, y Sam, y un poco su padre (ficticio y real), y un poco su madre (ficticia y real), se muestra ante nosotros para decirnos que también nuestras propias historias son dignas del cine y que están las cámaras para convertirlas en ficciones. Si el Chef Gusteau de Ratatouille nos decía que “todo el mundo puede cocinar”, el maestro (en todo sentido) que es Spielberg también asevera que “todo el mundo puede filmar”. Que una bestia del cine como él pueda sostener eso y nos invite a ir al cine en estos tiempos complejos es un rayo de esperanza realmente conmovedor. No te vayas nunca, niño judío bueno.
HISTORIA DE UNA MUÑECA PSICÓPATA El más reciente film de James Wan, Maligno, que había sido muy respaldado por buena parte de la crítica, era en realidad bastante fallido. En buena medida eso se daba porque el realizador establecía una especie de competencia de egos consigo mismo, donde parecía proponerse demostrarle a todo el mundo (y a él mismo) que podía filmar “una de Darío Argento” y sumarle body horror, slasher, comedia negra y varias cosas más, con un guión de Akela Cooper que solo hacía pie en contados pasajes. Sin embargo, en M3GAN, Wan se corre un poco, solo se queda con los roles de productor y autor de la historia, y deja todo en manos de un director sin mucho nombre, que concreta un gesto tan simple como lógico y efectivo: limitarse a contar una historia que está repleta de lugares ya vistos, pero a los que explota con bastante habilidad y astucia. El film dirigido por Gerard Johnstone (también con guión de Cooper) tiene una premisa rebuscada y al mismo tiempo predecible, pero con bastante atractivo. Una niña llamada Cady (Violet McGraw) pierde a sus padres en un violento accidente automovilístico y queda a cargo de su tía, Gemma (Allison Williams), una ingeniera en robótica que trabaja para una empresa de juguetes y que lo que menos tiene es instinto maternal. Entonces, para que su sobrina tenga algo de compañía, que alguien cubra sus deberes y, de paso, dar un golpe certero en favor de la compañía para la que labura, Gemma crea a M3GAN (siglas para “Model 3 Generative Android”), el prototipo de una muñeca con múltiples funciones: amiga, cuidadora, compañera de juegos, incluso referente en la vida. Sin embargo, esa muñeca no solo empezará a cobrar consciencia propia, sino que eventualmente llevará sus deberes hasta extremos directamente homicidas. A medida que avanza la trama, quedan a la vista los distintos referentes con los que dialoga M3GAN, personaje y película a la vez: desde la saga de Chucky a la de Terminator, pasando por la computadora HAL 9000 de 2011. Odisea del espacio, e incluso los aspectos más siniestros de A.I. Inteligencia artificial (y, por ende, Pinocho). Pero, por más que la película se maneje con total autoconsciencia de estas referencias, no se ve en la necesidad de construir un híbrido meta-lingüístico donde los formalismos se impongan a la narración. En cambio, hace lo más simple, que es avanzar con su relato sin prisa, pero sin pausa, mostrando cómo ese vínculo entre la muñeca y la niña va cobrando características cada vez más tétricos. Hay, a la vez, un in crescendo de la violencia, pero sin zambullirse por completo en el gore y prefiriendo trabajar más desde el fuera de campo. En cierto modo, M3GAN es más un thriller que un film de terror asentado en lo sanguinario, por más que la villana sea un ser despiadado. En eso, se parece más a La huérfana o a la entrega original de Chucky, que era mucho menos explícita que sus secuelas, por citar un par de ejemplos. Es cierto que Johnstone se muestra como un artesano competente y no mucho más, lo que impide que la película alcance los niveles de locura que insinuaba su trama. Pero, a cambio, entrega un equilibrio pertinente para lo que pide el conflicto central, que es el progresivo surgimiento de una asesina serial con múltiples recursos y una moral que lleva al límite determinadas convenciones sociales sobre el cuidado, la devoción y la maternidad. Desde ahí, M3GAN se consolida como un espectáculo que, sin descollar, es muy divertido en el sentido más siniestro del término. Y que nos demuestra que Wan también puede cumplir un rol muy relevante como creador -o quizás reciclador- de conceptos, especialmente cuando no quiere pasarse de listo.
UNA MISIÓN DEMASIADO CANCHERA Analizando mínimamente su filmografía, se puede notar cómo Guy Ritchie es de esa clase de cineastas que están siempre tratando de demostrar algo tanto a los espectadores, a la industria cinematográfica o incluso a sí mismos. Esa necesidad -donde el ego juega un papel relevante- de probarse como inventivo, original o incluso flexible frente a ciertos requerimientos lo ha llevado a concretar unas cuantas películas muy atractivas (Justicia implacable, El agente de C.I.P.O.L., Snatch), varias que van de lo discreto a lo mediocre (las dos entregas de Sherlock Holmes, Alladín) y algunas bastante irritantes (Los caballeros, RocknRolla). Agente Fortune: el gran engaño es otra especie de maratón que encara para mostrarse capaz de varias cosas, con resultados desparejos, donde se conjugan lo entretenido con lo pedante. En primera instancia, el agente Fortune que interpreta Jason Statham luce como una especie de James Bond pasado por el filtro del mundo de Ritchie: elegante y bebedor como el 007, pero mucho menos sofisticado, mucho más rudo y con un sarcasmo con un horizonte similar, aunque menos juguetón y más áspero. Pero, a la vez, forma parte de un grupo de trabajo -también integrado por Sarah Fidel (Aubrey Plaza) y JJ Davies (Bugzy Malone), todos supervisados por Nathan Jasmine (Cary Elwes), cada uno con sus habilidades particulares- que recuerda a los de Misión: Imposible, pero con un perfil bastante más realista y granítico. Aunque claro, el objetivo a cumplir (recuperar un dispositivo desconocido pero que se presume letal y que es codiciado por diversas fuerzas criminales) también implicará mascaradas y engaños de todo tipo, en particular cuando deban obligar a Danny Francesco (Josh Hartnett), una excéntrica -y algo egomaníaco- a trabajar para ellos. Esa mixtura entre lo individual y lo grupal atraviesa a todo el film, que a lo largo de todo el relato dialoga con esas sagas -y otros exponentes del género, como las novelas de Ian Fleming o la saga Bourne-, mientras intenta crear algo propio. Sin embargo, en Agente Fortune: el gran engaño, Ritchie no se limita a intentar construir su propio Bond y/o su propia Misión: Imposible, sino que busca redefinir su propio cine -procedimiento que ya había iniciado, aunque por otras vías, en Justicia implacable– y, desde esa plataforma, trabajar sobre el artificio de la maquinaria hollywoodense. De ahí que, un lado, veamos una construcción del relato que muestra estos agentes por contrato como seres no muy distintos a los pandilleros que integran los mundos criminales de films como Juegos, trampas y dos armas humeantes o Snatch. Por otro, se explicita -mediante algunos diálogos no muy sutiles – que el espionaje es un juego actoral donde todos fingen ser otras personas y que se necesita de la puesta en escena adecuada (además de la creencia) para captar la atención de la contraparte, sea un enemigo/aliado o un espectador. En un punto, lo que terminamos viendo es la que podría ser la primera entrega de una meta-franquicia, que cumple con todas las normas de las sagas de espionaje y la vez las expone desde su estructura discursiva. En ese ejercicio cuasi paródico y autoconsciente, el personaje de Hugh Grant (un traficante de armas con gustos excéntricos, que incluyen una completa fascinación por las estrellas hollywoodenses) es clave, a partir de cómo se convierte en el vehículo para encarnar la mirada del realizador. Ese gesto, de tan canchero, termina siendo un tanto irritante: allí es donde surge el Ritchie más preocupado por mostrarle al público cuán vivo es y que deja en un lugar secundario a los conflictos y sus protagonistas. A medida que pasan los minutos, Agente Fortune: el gran engaño muestra un creciente deseo por enunciar elucubraciones sobre el género de espionaje y los artificios cinematográficos que por lo más importante, que es narrar una buena historia. Y eso la termina convirtiendo en un objeto entretenido pero superficial, que solo de a ratos muestra la tensión y el nervio que necesitaría una película de espías. Más aún si tiene a Statham en el protagónico.
MENSAJE EN MOVIMIENTO Con sus altibajos, de vez en cuando la rama animada de DreamWorks parece darse cuenta de que su lugar en el género pasa por la ambición ligada al entretenimiento puro, donde las estructuras narrativas son maleables, a la vez que la aventura y la comedia son los motores de relatos que cumplen una función noble e imprescindible: ser objetos de diversión sin freno o condicionamientos de agenda. La expresión más acabada de ese posicionamiento había sido la tercera entrega de Madagascar, con su locura sin pausa e inventiva constante. Gato con Botas: el último deseo es una ratificación de esa mirada, aún cuando haya un mensaje dirigido hacia su público, que sin embargo consigue construirse desde la acción permanente. El arranque del film de Joel Crawford y Januel Mercado da la pauta de lo que vendrá después: allí lo vemos al Gato con Botas embarcado en una aventura que podría decirse que es casi rutinaria para él, pero que es también un delirio absoluto y que exprime las posibilidades de la animación para poner cualquier verosímil al límite. Eso incluye jugar con la idea de la muerte, para luego ponerla en el centro del conflicto: cuando el personaje con la voz de Antonio Banderas se dé cuenta de que ya ha muerto ocho veces y que solo le queda una vida, caerá en una crisis identitaria, que primero lo llevará a una especie de retiro forzado y luego a una odisea para encontrar el mítico Último Deseo y así recuperar sus nueve vidas. Claro que, para lograr su objetivo, deberá superar a varios rivales que quieren lo mismo y tienen sus propios deseos, en una frenética carrera de voluntades. Los aciertos de Gato con Botas: el último deseo son múltiples, pero tienen una raíz importante, que es la de pensarse y desarrollarse como una aventura auto-conclusiva y autónoma, que a pesar de tener lugar en un mundo preexistente y presentar personajes ya conocidos, es capaz de desplegar un universo propio y compacto. No hay necesidad de haber visto la saga de Shrek o Gato con Botas: estamos ante un film con vuelo propio, sostenido primordialmente sobre amplia galería de personajes, que son todos enormemente atractivos. No todo se sostiene sobre el Gato con Botas, su ego y sus inseguridades, y sobre su reencuentro con Kitty Softpaws (voz de Salma Hayek): también están Goldilocks (Florence Pugh), acompañada por Mama Bear (Olivia Colman), Papa Bear (Ray Winstone) y Baby Bear (Samson Kayo), una pandilla de ladrones de comportamiento variado e hilarante; Jack Horner (John Mulaney), un ambicioso y egomaníaco criminal que tiene todo menos empatía; y Wolf (Wagner Moura), un antagonista temible, que inspira miedo desde la coherencia de sus acciones. Hay que agregar también a una muy inteligente relectura de Pepe Grillo, pero las palmas se la lleva un perrito (con voz de Harvey Guillén) prácticamente psicodélico en su comportamiento, que parece poseer todos los defectos juntos y es, al mismo tiempo, completamente adorable. Desde ese conjunto de seres imperfectos y marginales, cada uno con sus características distintivas, es que Gato con Botas: el último deseo construye una aventura electrizante, que nunca se detiene y que hilvana una multiplicidad de tonos. Es que si la comedia es la atmósfera predominante, hay también pasajes que se permiten un vuelco al drama e incluso al terror, pero siempre con el equilibrio justo. Y esa variedad de climas es la que también permiten que el film aborde la noción de familia, los lazos afectivos y, especialmente, el miedo a la muerte, sin solemnidad, sino con la honestidad y sensibilidad indispensables, y siempre desde el movimiento. Gato con Botas: el último deseo es una película divertidísima, pero también -en ciertos tramos- conmovedora, con personajes sumamente queribles y una gran belleza en su diseño estético. Una saludable sorpresa, de esas que la animación estadounidense nos ofrece cada tanto y que siempre son necesarias.
UN NEESON PARA EL RETIRO Si el retiro es una opción que se menciona con frecuencia a lo largo de todo su metraje, Agente secreto -traducción que, a pesar de no ser del todo exacta, termina cuajando mejor que el título original, Blacklight, también era cuando menos difuso- muestra a un Liam Neeson listo para jubilarse. Pero no por las ideas subyacentes alrededor de su personaje y/o su figura actoral -algo que ya había insinuado en películas como El protector-, sino porque lo muestra cansino y desganado en un relato carente de inventiva. El film de Mark Williams (que ya venía de dirigir a Neeson en la fallida Venganza implacable) se centra en un agente que trabaja para el FBI de forma un tanto encubierta, respondiendo directamente al jefe de la agencia (un Aidan Quinn bastante desperdiciado). Su labor es ejecutar rescates de último minuto de los agentes encubiertos que están en problemas, gracias a las habilidades que desarrolló como veterano durante la Guerra de Vietnam. Ya con ganas de retirarse para estar más presente en las vidas de su hija y su nieta, acepta un trabajo que consiste en capturar a un agente renegado que parece haber descarrillado y ha terminado en la cárcel. Sin embargo, irá descubriendo que detrás del estallido emocional de ese colega hay asesinatos ilegales ordenados por su propio jefe y una trama conspirativa que lo pondrán a él y su familia en peligro. Aunque un tanto enredado, el argumento de Agente secreto está repleto de lugares comunes que podrían ser igualmente efectivos si hay una mano hábil manejándolos o tratando de repensarlos mínimamente. En cambio, la puesta en escena de Williams (coautor también del guión) solo se dedica a repetir esquematismos y hasta sumar otros: el protagonista algo torturado por las implicancias de sus acciones pero también terriblemente ingenuo hasta que no le queda otra que afrontar la verdad; el villano que manipula con un discurso donde despliega patriotismo y altruismo cuando está claro que solo está preocupado por sus propios intereses; la periodista con altas dosis de idealismo que choca con sus jefes; la hija que le reprocha ausencias al padre, aunque igual le perdona todas sus macanas; y hasta la nietita que es tan buenita y dócil con su abuelo que termina siendo insoportable. Eso conduce rápidamente al relato a un callejón sin salida, donde se pierde toda capacidad de sorpresa y de tensión, en el que incluso la mayoría de las secuencias de acción son predecibles y muestran a un Neeson poco creíble en su rol de héroe. En Agente secreto se pueden rescatar apenas un par de breves pasajes donde la película se deja llevar por la fisicidad y el disparate, aunque sin alcanzar grandes niveles: una persecución automovilística donde todo es destrucción de vehículos e instalaciones urbanas; y un enfrentamiento en una casa en el que la violencia se impone sin muchas vueltas. No hay mucho más que eso en un film sin nervio y mayormente aburrido, en el que Neeson trota porque pareciera que, para correr, ya no le da la nafta.
APUESTA FALLIDA La ópera prima de Russell Crowe, Camino a Estambul, sin ser una maravilla, era una película con aire clásico y personajes que se definían a partir de sus acciones. Era un film de aprendizaje, sin grandes estridencias, donde los conflictos avanzaban fluidamente y sin arbitrariedades. Era un debut promisorio, y por eso Juego perfecto generaba algunas expectativas positivas. Pero esas esperanzas quedan defraudadas en un relato plagado de giros insostenibles. El relato se centra en un Jake Foley (Crowe), un jugador con talento innato para el póquer que supo explotar el boom de Internet y montar un negocio millonario, con un algoritmo que luego vendió a entidades gubernamentales militares. Sin embargo, esa riqueza parece no servir de nada frente a un futuro oscuro para él, ya que tiene una enfermedad terminal y su matrimonio se está derrumbando. En ese contexto, invita a sus mejores amigos (a los que no ve desde hace un rato largo) a una partida de póquer donde tendrán la oportunidad de ganar más dinero del que jamás soñaron. Pero claro, esa invitación trae condiciones especiales y motivos escondidos, que se irán revelando a medida que avance la noche, mientras surge, repentinamente, una conspiración -robo incluido- contra Jake. Hablábamos de revelaciones, y lo cierto es que Juego perfecto busca estructurar su trama alrededor de ese factor: a cada rato, una vuelta de tuerca que pone a los personajes -Jake incluido- en un lugar distinto, que implicará elecciones éticas que los pondrán en riesgo y a la vez los definirán identitariamente. Eso no está ni bien, ni mal: hay muchos thrillers dramáticos que recurren a esos mecanismos y el desafío pasa por la ejecución desde el guión y la puesta en escena. Ahí es donde la película de Crowe falla por completo: o redunda en explicaciones -en especial en sus primeros tramos, que amagan con ponerse contemplativos, para luego volcar toda la información posible en un puñado de segundos-, o toma decisiones de manera completamente arbitraria, sumando conflictos y giros porque sí, sin poner en contexto al espectador. Todo pareciera estar en función de decir muchas cosas, todas a la vez, sin un criterio definido y consistente. En esa acumulación de elementos temáticos y genéricos -hay una multitud de capas diferentes que rondan el drama y el thriller-, Crowe pareciera querer delinear una ambiciosa reflexión existencial que eventualmente no va a ningún lado o, más bien, a un callejón sin salida. Lo que podía prometer desde la premisa -todo estaba servido para un esquema lúdico de trampas y engaños- decanta en una estructura narrativa dominada por la solemnidad. Todo es pesado y aburrido en Juego perfecto y, finalmente, intrascendente. Se podrá reconocer que Crowe toma riesgos al ir por caminos distintos a los esperados, pero lo cierto es que esa apuesta sale muy mal y representa un retroceso importante en su incipiente carrera como realizador.
BADASS SANTA Todo se trataba de mezclar en las dosis apropiadas el típico cuento navideño de aprendizaje y redención con la violencia física de la saga John Wick, la premisa de Duro de matar y la acidez de films como Matar a Santa o Un Santa no tan santo. Con esa suma de ideas, en Noche sin paz, el director Tommy Wirkola, que venía de un tropezón bastante fuerte con What happened to Monday?, recupera su mejor nivel. Ese que le permitió hace no tanto tiempo entregar ese delirio divertidísimo llamado Hansel y Gretel: cazadores de brujas. La película hace confluir dos líneas narrativas: por un lado, tenemos a un Santa Claus (David Harbour en modo gruñón-sensible, que es lo que mejor le sale) ya totalmente desencantado, sumergiéndose en el alcoholismo y a punto de renunciar a su labor. Por otro, la reunión para las fiestas navideñas de una acaudalada y corrupta familia, donde la matriarca dicta las normas con mano de hierro y el resto de los integrantes acata, aunque todos tengan sus propias disputas y ambiciones. En ese contexto, un grupo de mercenarios encabezados por un John Leguizamo desatado -como casi siempre, aunque acá es pertinente- arriba a la mansión de la familia, dispuestos a tomar rehenes y llevarse una cantidad enorme de dinero. Pero claro, los criminales no contaban con un par de factores interrelacionados: que Santa iba a estar justo ahí para entregar los regalos (momento y lugar equivocados), que ese gordo señor tenía un pasado guerrero que le otorgó habilidades letales y que iba a estar motivado para salvar a una niña -la única persona realmente buena de todo ese núcleo familiar de ricachones- que todavía cree en él y en la Navidad. Lo que viene a continuación es tan predecible como divertido: peleas, tiroteos y explosiones, con Santa tratando de eliminar a los mercenarios uno por uno y buscando volver a creer en sí mismo mientras intenta rescatar a la niña. Wirkola cuenta esto no solo con efectividad y simpleza en el abordaje, sino también con espíritu destructivo, o más bien, deconstructivo. Al fin y al cabo, hay también un espíritu lindante con relatos como ¡Qué bello es vivir! o Milagro en la calle 34, donde el recorrido afectivo es lo que finalmente importa, aunque en el medio todo sea una lucha salvaje. Por eso hay también una secuencia que funciona como perfecto homenaje -con algo de relectura- a Mi pobre angelito: el film pugna por recordarnos que la Navidad siempre fue una época donde lo luminoso y la oscuridad, las miserias y las virtudes, suelen darse la mano y complementarse de formas inesperadas. Las casi dos horas de Noche sin paz se pasan volando, básicamente porque la apuesta del guión es por la diversión permanente -incluso se deja llevar por la subtrama de comedia familiar, que es de un trazo grueso explícito y deliberado, y por eso efectivo- y la puesta en escena de Wirkola va en sintonía con eso. Hay unas cuantas lecciones de vida, pero siempre remarcando el artificio de la narrativa navideña y acompañando lo que realmente importa: la acción desatada, con un protagonista que podría parecer inverosímil, pero que rápidamente se hace creíble desde su humanidad innata. Si Duro de matar era la película navideña por excelencia detrás de su molde espectacular, Noche sin paz hace el camino inverso: sus estereotipos navideños se ponen al servicio de la espectacularidad. Y lo cierto es que esa estructuración sale más que bien.
LA SOBRIEDAD COMO PISO Y COMO TECHO El caso Harvey Weinstein fue y es decisivo para entender el movimiento woke y las formas discursivas y laborales que surgieron en Hollywood en los últimos años. Su impacto fue, para empezar, doble: no solo porque estábamos hablando de uno de los productores más poderosos en la industria -alguien capaz de inclinar la balanza en la lucha por los Oscars en base a lobby e intuición artística-; sino también por un modo de accionar indudablemente sistemático y caracterizado por las amenazas, silenciamientos legales y complicidades en diversos estamentos de poder. de ahí que caía de maduro que esa historia iba a ser llevada a la pantalla grande y eso es lo que procura Ella dijo, con resultados aceptables, pero lejos de ser maravillosos. Ya el título es un indicador tanto de la posición como del dilema que afrontan Megan Twohey (Carey Mulligan) y Jodi Kantor (Zoe Kazan), las dos periodistas del New York Times encargadas de la investigación de los abusos perpetrados por Weinstein. Es decir, cómo probar, con evidencias tangibles, la veracidad de lo que afirman una sumatoria de individualidades, mientras va quedando claro que esa conjunción de narraciones terribles conforma un todo creíble, al que hay que respaldar frente a un poder opresivo casi como un deber moral. El film de Maria Schrader refleja esto con una puesta en escena sobria y medida, cuyo referente inmediato es En primera plana, aquella potente película ganadora del Oscar sobre la investigación periódica que destapó los abusos sistemáticos perpetrados por integrantes de la Iglesia Católica en Boston. Sin embargo, si la reivindicación del profesionalismo que hacía la película de Tom McCarthy se sustentaba en arcos dramáticos hábilmente delineados, no sucede lo mismo con las protagonistas de Ella dijo. Nunca terminamos de conocer del todo a Megan y Jodi, por más que el relato se esfuerce en describir los conflictos personales, éticos y laborales que las atraviesan. Quizás eso se deba a que la narración cumple con esa tarea casi de manera burocrática, sin establecer lazos sólidos entre lo particular y lo general. Eso se puede apreciar, por ejemplo, con la depresión postparto que afecta a Megan, la cual es mostrada casi como un dato de color y no como algo que define o condiciona sus circunstancias y apreciaciones. Eso lleva a que sean más destacados algunos personajes secundarios, como el director del periódico, interpretado por un perfecto Andre Braugher. Es entonces que los puntos fuertes de Ella dijo están en lo procedimental, en esa pesquisa donde la información va surgiendo de a poco, casi a tirones, con altas y bajas. Hay que agradecer que la narración no se regodea en el horror de las historias de acoso y abuso, aunque no eluda las descripciones crudas desde la oralidad. En las exposiciones y revelaciones -varias veces acompañadas por imágenes de los espacios vacíos donde tuvieron lugar los hechos-, en los diálogos casi en voz baja, es donde se va delineando ese monstruo que era “Harvey”, como casi todos lo aluden. El pasaje donde esto queda más patente es una conversación entre Jodi y una ex empleada de Weinstein -una breve, pero estupenda aparición de Samantha Morton-, que adquiere tintes escalofriantes y donde el film se acerca al género de terror con una frialdad casi clínica, que no deja de ser pertinente. En Ella dijo se nota la intención de no caer en el panfleto y, a la vez, cumplir con ciertos parámetros de la agenda woke, que es proclive a sacar conclusiones facilistas, donde todo pasa por el género y no por otras cuestiones subyacentes. Ese delicado equilibrio lo consigue mediante la sobriedad previamente mencionada, que la deja en una posición algo tibia. De hecho, llama la atención cómo el film apenas sobrevuela el hecho de que el accionar de Weinstein era el emergente de una cultura artística violenta, déspota e hipócrita, donde todavía hoy se naturaliza distintas clases de abusos, no solo sexuales. Quizás se deba a que Ella dijo luce más preocupada por arribar a un cierre optimista, de liberación para todas las mujeres abusadas, lo cual le lleva a omitir la persistencia de otras oscuridades.
FRANQUICIA ENTERRADA Sin deslumbrar y con sus altibajos, la saga de Jeepers Creepers fue de lo más interesante que dio el cine de terror norteamericano en las últimas décadas: un anclaje sobrenatural potente, un villano con rasgos mitológicos sumamente inquietante y un trabajo con las atmósferas donde la incertidumbre era el rasgo dominante. Especialmente en las dos primeras entregas -la tercera era bastante fallida, hay que admitirlo-, se notaba que Victor Salva era un realizador con un conocimiento consumado del género, que sabía narrar con solvencia y crear personajes atractivos que impulsaban la trama. A pesar de todo lo anteriormente mencionado, los datos previos de Jeepers Creepers: la reencarnación del demonio no eran precisamente alentadores. Además de la ausencia total de los responsables de la trilogía original -no solo Salva, sino también el elenco y el equipo técnico-, la noción de que todo parecía indicar que era una especie de explotation más que una reimaginación o continuación de la franquicia. Pero como bien decía el cartel de un manifestante anti-Trump, “our expectations were low, but holy fuck!” (que podría traducirse como “nuestras expectativas eran bajas, ¡pero la mierda!”). Lo del film de Timo Vuorensola (responsable de la mediocre Iron Sky) es realmente horrible y su tono amateur es notorio incluso desde la primera secuencia, que no deja de ser una mediocre imitación del planteo inicial del primer film. La idea central de Jeepers Creepers: la reencarnación del demonio parece ser jugar con la autoconsciencia, enfocándose en una pareja de jóvenes que viaja a una celebración temática de horror que incluye al mito del Creeper y sus films. Claro que ella empezará a tener raras visiones vinculadas a rituales perpetrados por una secta diabólica, mientras empiezan a haber indicios de que no todo va a ser un viaje tranquilo y divertido. En ese marco es que reaparecerá el Creeper, convertido más en un típico asesino slasher clase B que en ese cazador metódico y perverso que podía esperarse teniendo en cuenta las entregas previas. A partir de ahí, los cadáveres se irán acumulando, al igual que las huidas y vueltas de tuerca. Si ya las fallas y limitaciones técnicas de la película -que resuelve muchas secuencias con fondos digitales bastante horribles e inverosímiles- condicionan su impacto, Vuorensola no sabe aprovechar la economía de recursos a su favor. Todo está mal en Jeepers Creepers: la reencarnación del demonio: desde una trama a la que le cuesta arrancar y que luego resuelve todo a las apuradas; pasando por personajes que son un despliegue constante de estereotipos gastados; hasta actuaciones pésimas, que rozan lo amateur en el peor sentido del término. Para colmo, este nuevo Creeper tiene nula personalidad y solo se dedica a hacer gestos grandilocuentes, hasta aburrir por completo y generar cualquier cosa menos miedo. Es cierto que muchas sagas de horror han tenido entregas indefendibles –Halloween: resurrección o El exorcista: el comienzo, por citar un par de ejemplos- y que se han recuperado de diversas formas. También que otras, como La masacre de Texas, han entrado en una espiral descendente de la cual no han podido recuperarse. Ojalá que Jeepers Creepers no entre en el segundo camino. Mientras tanto, esperemos que la promesa de una secuela que deja este bodoque no se cumpla. Es que, más que una reencarnación, lo que vemos aquí es un entierro.