UN RARO (Y FALLIDO) EXPERIMENTO Ya antes del estreno, Peter Berg y Mark Wahlberg manifestaron que Milla 22: el escape estaba destinada a ser el comienzo de una trilogía. Hay que reconocer que el intento de franquicia que realizan es raro y se aparta de la norma a partir de su estructuración narrativa, las tonalidades y construcción de personajes, pero eso no quita lo fallido del experimento. Estamos ante un film que elude deliberadamente las expectativas creadas a partir del trailer pero que a cambio no llega a construir algo realmente productivo. En esencia, el argumento de Milla 22 es extremadamente simple: una unidad táctica de élite y ultra-secreta debe transportar desde la Embajada estadounidense al aeropuerto de un país del sudeste asiático a un informante que posee información vital sobre un potencial ataque terrorista, en un recorrido de 22 millas repleto de obstáculos y enemigos. La diferencia radica en que tanto a Berg como Wahlberg no parece importarles tanto esa misión por cumplir, o la ven como una simple excusa para algo más: una especie de análisis psicológico y conductual de esos agentes altamente entrenados que son –como varias veces se repite a lo largo del relato- el último recurso del cual dispone el gobierno estadounidense a la hora de enfrentar las amenazas provenientes de diversos enemigos. Claro que ese retrato no pasa tanto por un estudio del profesionalismo –algo que el dúo ya exploró de diversas formas en El sobreviviente, Horizonte profundo y Día del atentado– sino de las obsesiones y hasta patologías que marcan a los protagonistas. Ahí es donde surgen los principales defectos de Milla 22: en los personajes, que esta vez no están basados en hechos reales (o al menos reconocidos de manera oficial) y no son gente de la clase trabajadora enfrentando hechos extraordinarios. No, tenemos tipos con enormes capacidades y recursos, acostumbrados a desempeñarse en situaciones extremas, lo cual crea una enorme distancia con el espectador. Berg juega un poco con el distanciamiento, con la contemplación un tanto cínica y superada de gente acostumbrada e incluso adicta al peligro, pero lo hace casi siempre de manera equivocada y contradictoria: si por un lado el personaje de Wahlberg es un líder verborrágico que asume ser un tipo maltratador e insoportable (mecanismo que solo funciona de a ratos); el interpretado por Lauren Cohan quiere generar empatía desde sus dificultades para ejercer su rol materno pero nunca lo logra; y los encarnados por Ronda Rousey y John Malkovich son meros accesorios para dejar en claro un par de convicciones. El único personaje realmente interesante es el interpretado por Iko Uwais (que por algo se lleva el último plano del film), pero más por lo que esconde o calla que por lo que dice, y porque el director tiene la suficiente inteligencia para dejarlo expresarse desde el cuerpo, a patadas y piñas, aprovechando las habilidades del actor de La redada. A todo esto, Milla 22 le agrega una variedad de superficies formales y discursivas que empantanan enormemente la narración: la acción está casi siempre interrumpida desde el montaje por planos distanciados de todo tipo que restan en vez de aportar claridad a lo que se observa; hay idas y vueltas en el tiempo que sirven a su vez de vehículo para un curso acelerado y repetitivo de militarismo, intervencionismo y geo-política; y una autoconsciencia demasiado canchera e improcedente, como si Berg quisiera retornar a una tonalidad parecida a la de su ópera prima, Malos pensamientos, pero a destiempo. Quizás eso se deba a que hay algo que Milla 22 sí comparte con otros intentos de franquicias: lo que en verdad le interesa contar no está en esta primera entrega, sino en su hipotética (y poco probable, dado su fracaso comercial) continuación. La vuelta de tuerca del final sienta las bases para el duelo de fondo y que a priori podría resultar atractivo. Pero para eso hubo que afrontar una hora y media demasiado caótica, sin un rumbo claro.
SERES MELANCÓLICOS El debut en la dirección de Drew Pearce (co-guionista de las estupendas Misión: Imposible – Nación secreta y Iron Man 3) se predispone a ciertos malentendidos, algo que lo corresponde con la carrera previa del realizador, cuyos guiones siempre juegan con las apariencias y los giros inesperados. Hotel de criminales es un film que tiene una superficie canchera, casi tarantinesca en su mixtura de géneros, pero que progresivamente va revelándose como un relato esencialmente melancólico, marcado por la pérdida. La historia, situada en un futuro cercano, en una Los Ángeles que parece a punto de estallar por una serie creciente de disturbios, transcurre casi en su totalidad en el Hotel Artemis, que funciona como refugio para los criminales cuando son heridos. Hay una enfermera (Jodie Foster) y su ayudante (Dave Bautista) que se ocupan del servicio; reglas estrictas que deben cumplirse; y una membrecía a pagar, porque nadie entra si no es socio. Todo transcurre normalmente, parece ser una noche como cualquier otra, pero se empiezan a acumular las dificultades: llegan dos hermanos (Sterling K. Brown y Brian Tyree Henry) tras un fallido asalto bancario; se anuncia el arribo de un importante jefe criminal (Jeff Goldblum); aparece una mujer herida en la puerta, que no es socia pero sí conocida de la enfermera; y una huésped (Sofia Boutella) empieza a revelar una agenda propia; hasta que todo estalla por los aires. Pearce va contando todo esto de forma paciente, con un trabajo sutilmente sofisticado con el espacio y un delineamiento astuto de los personajes, trabajándolos como individuos un tanto despreocupados y hasta cínicos. Pero el trasfondo de los personajes, la forma en que están marcados en el presente por sus respectivos pasados, va cobrando mucha más fuerza en la segunda mitad, que adquiere mucho más peso dramático. Por eso Hotel de criminales combina elementos de policial futurista, algo de comedia y unas cuantas referencias sociológicas, pero su núcleo está asociado esencialmente a las pérdidas y cómo lidiar con ellas, con la enfermera que encarna Foster casi como eje moral. Eso lleva a que algunos personajes –como el de Goldblum y el interpretado por Charlie Day- sean simples piezas en función de accionar vueltas de tuerca, pero también a que la película se permita eludir expectativas y adquirir un tono cada vez más melancólico, donde la acción y la fisicidad se convierten en un gesto final, casi terminal por parte de los protagonistas. En Hotel de criminales hay algo de ensayo, de experimentación y hasta de juego con los géneros y tonalidades. Pearce amaga con construir una estructura determinada, pero luego introduce unas cuantas alteraciones y corre unos cuantos riesgos. Y aunque no sale del todo airoso porque deja unos cuantos cabos sueltos, consigue enhebrar una ópera prima atractiva, que elude varios lugares comunes.
VÍNCULOS A MEDIAS Al cine argentino todavía le falta observar y pensar el vínculo entre dos universos aparentemente disímiles como son el adulto y el infantil, que guardan puntos de conexión aún en instancias donde dan la impresión de pararse en polos opuestos. El año del León intenta saldar parte de esa cuenta pendiente, pero solo lo hace a medias, porque no encuentra un balance apropiado y estira en demasía sus mecanismos. La ópera prima de Mercedes Laborde se centra en Flavia (Lorena Vega), quien acaba de perder a León, que fue su pareja durante ocho años. En el medio del duelo, mientras trata de adaptarse a una cotidianeidad que súbitamente tiene un vacío importante, debe quedar a cargo durante un tiempo de Lucía, la hija de León y su anterior mujer. A partir de ahí se da un choque de personalidades, pero también un encuentro entre dos personas que por caminos distintos están todavía habituándose a la ausencia y la pérdida, buscando reemplazantes o tratando de asumir que esa persona ya no está. Hay que reconocer que Laborde elige no caer en excesos melodramáticos facilistas, trabajando los conflictos de manera progresiva y hasta evitando los estallidos, buscando un tono medido que principalmente en la primera mitad se agradece. Pero a medida que transcurren los minutos, esa apuesta también revela su lado cómodo, porque la falta de sentimentalismo termina conduciendo a un distanciamiento de las acciones y eventos que se van dando. Pero además, va quedando en evidencia un malentendido: El año del León podrá plantearse como una película donde Lucía juega un rol casi central, pero en verdad su papel es bastante de reparto, porque lo que prima es la mirada adulta, la de Flavia, quien atraviesa un dilema existencial sobre cómo seguir adelante y hasta cómo pensarse como eventual madre. Eso no está mal, es totalmente válido –es una elección narrativa como cualquier otra- pero lo cierto es que finalmente le quita complejidad al relato, llevándolo a varios pasajes estirados y que giran en el vacío. Lo que queda es un film donde los tiempos muertos les restan espesor a los vínculos que se entablan entre los personajes, por lo que ese camino que va recorriendo Flavia –y un poco Lucía- solo se percibe parcialmente. Y aunque la secuencia final –con una saludable dosis de sensibilidad y honestidad- parece cerrar mucho más sólidamente el planteo, la sensación que prevalece es que faltó un golpe de horno para que la película sostenga su premisa apropiadamente. El año del León es un primer paso interesante, pero aún así dubitativo.
UNA OPORTUNIDAD DESPERDICIADA El cine de Asghar Farhadi, con sus dramas de tipo personal que funcionan de trampolín para una lectura social y hasta política, siempre está sobrevolando el peligro de que la manipulación de las circunstancias que atraviesan a los personajes se note demasiado. Es en La separación donde sale definitivamente airoso, permitiendo que las variables espacio-temporales potencien los choques entre los protagonistas y enriquezcan la trama, promoviendo un retrato brutal de cómo un sistema institucional pasa por arriba a los individuos. Sin embargo, en El viajante y El pasado esa mecanicidad comenzaba a evidenciar unas cuantas grietas. Y es en Todos lo saben –que implica su primera producción internacional- donde la estructura se cae como un castillo de naipes. La consistencia y coherencia hacen presencia en Todos lo saben solo en la primera media hora, donde Farhadi se permite retrasar el estallido del conflicto. Son los momentos de placidez del relato, con Laura (Penélope Cruz) llegando desde la Argentina junto a sus dos hijos al pueblo español donde nació, para asistir al casamiento de su hermana. Allí vemos los reencuentros, la evocación de recuerdos, las celebraciones, que pueden intuirse como una mascarada para las tensiones ocultas pero que a la vez gozan de una inquietante sinceridad, creando empatía a partir de cómo se demuestra que la felicidad puede sustentarse en mentiras pero no dejan de tener una parte de verdad. Hasta que secuestran a la hija de Laura, hay un pedido de rescate y todo empieza a girar alrededor de quién está detrás del crimen y cómo juntar el dinero, mientras que Paco (Javier Bardem) –que en algún momento fue el novio de Laura- empieza a cobrar protagonismo y se produce el arribo de Alejandro (Ricardo Darín), el marido de Laura, para colaborar en el rescate. Desde ahí, todo va barranca abajo y se acaba toda empatía con lo que se venía narrando. Ese derrumbe se va dando porque Farhadi no está realmente interesado en la parte policial, por lo que monta una pobre estructura de enigma, donde los giros y vueltas de tuerca se ven venir a una enorme distancia. En lo que prefiere hacer foco es en el drama desatado a partir de las disputas por la tierra que se habían dado entre la familia de Laura y el resto de los habitantes del pueblo, suscitada por rencores de clase, mentiras y la necesidad de aferrarse a la propiedad como único factor de identidad. Pero acá el cineasta también patina, porque no hay construcción desde las miradas, los cuerpos, los silencios, las acciones o diálogos puntuales: todo se va enhebrando desde la palabra, los discursos impostados, las explicaciones de lo que pasa o sienten los protagonistas y una puesta en escena a la que le cuesta escapar de la teatralidad. De ahí que la única herramienta con la que finalmente cuenta Todos lo saben es su elenco multiestelar, donde hasta en los papeles más pequeños hay actores de renombre, casi todos desperdiciados. Y si Bardem recurre a su corporalidad innata para expresar lo que le pasa a su personaje y con eso le alcanza para zafar ligeramente; Cruz cae en la sobreactuación dramática; y Darín queda absolutamente desdibujado, en una de las peores actuaciones de su carrera. Farhadi, con todos los recursos a su disposición, choca la calesita y entrega un film anodino, totalmente fallido.
SUMAS QUE RESTAN El relato de Mi ex es un espía es una sumatoria de elementos genéricos de diverso tipo y distintos talentos: el cine de espías en clave paródica; la comedia romántica y de amistad desde una perspectiva femenina; los protagónicos de Mila Kunis y Kate McKinnon; más los aportes en papeles de reparto de figuras como Justin Theroux, Sam Heughan y Gillian Anderson. Todo ese paquete metido en un relato centrado en dos mejores que quedan atrapadas en una conspiración internacional cuando descubren que el ex novio de una de ellas es un espía. El problema es que ese envoltorio nunca llega a ser un todo consistente y queda más como una acumulación de piezas que hasta se pisan y restan entre sí. No deja de ser llamativo que parte de los hallazgos del film de Susanna Fogel pasen por su abordaje de la acción, donde se nota un trabajo preciso con las coreografías de la peleas, unas cuantas ideas interesantes a nivel visual y una saludable falta de filtros para exponer ciertas instancias de violencia. Por el contrario, donde surgen los mayores desniveles es por el lado de la comedia, donde pareciera que el único plan fuera poner juntas a Kunis y McKinnon a ver qué puede salir. Y aunque no se puede dejar de reconocer que ambas tienen recursos y son capaces de generar situaciones hilarantes, también es cierto que la primera muchas veces parece más preocupada por transmitir un discurso de empoderamiento femenino (algo que también se notaba en pasajes de las dos entregas de El club de las madres rebeldes) y que la segunda ha desarrollado hasta ahora una comicidad más vinculada al sketch televisivo que al espectro cinematográfico. De ahí que Mi ex es un espía avance a los tumbos, con buenos momentos aislados entre sí y hasta gastando recursos potentes desde la repetición (por ejemplo, las conversaciones con los padres del personaje de McKinnon funcionan inicialmente pero luego carecen de impacto), mientras los conflictos de sus protagonistas nunca llegan a ser verdaderamente tangibles. En el medio, Theroux luce bastante apagado, Heughan no llega a lucirse en su papel y Anderson sale airosa poniendo simplemente cara de póker. A eso hay que sumarle una trama con demasiados cabos sueltos (aún a pesar de las licencias que puede otorgar su tono paródico) y un estiramiento del metraje para una historia que podía haber durado tranquilamente 90 minutos pero llega a rozar casi dos horas. Si films como Spy, una espía despistada y Comando especial se apropiaban del molde de la acción para repensar y enriquecer la comedia, Mi ex es un espía trabaja por acumulación e interacción, pero sin llegar a construir algo realmente nuevo o potente que vaya más allá de lo previsible. El resultado es una película un tanto anodina, que no llega a explotar como presagiaban las expectativas.
UN HOMBRE APARTE El de Robert McCall no es el primer personaje interpretado por Denzel Washington que ejerce la justicia por mano propia, tuerce las reglas a su antojo o las pone en crisis desde el cuestionamiento. Ahí tenemos films como Día de entrenamiento, Malcom X, John Q, Deja vu, Hombre en llamas o Protegiendo al enemigo, que constituyen en su conjunto una marca de fábrica de un actor siempre dispuesto a ponerle el cuerpo a personajes ambivalentes y problemáticos. El justiciero fue el paso inicial para traducir esa marca, esa huella actoral y hasta autoral, en una franquicia. Lo cierto es que la adaptación de la serie de los ochenta funciona como un modelo a repetición –indudablemente serializado- que habilita numerosas entregas con ligeras variantes entre sí. El justiciero 2 elige profundizar en el pasado de McCall e indagar en cómo distintos sucesos de su pasado lo llevaron a un presente solitario, en el cual sus formas de conectarse con su entorno social se dan a través de instancias puntuales de ayuda a los demás. Durante gran parte del metraje (especialmente en la primera mitad) el film de Antoine Fuqua busca ser más un drama policial que una de acción estándar, tomándose unos cuantos minutos para activar el disparador del conflicto –la misteriosa muerte de una amiga de McCall, donde se pueden rastrear las huellas de viejos conocidos del protagonista- y posteriormente mostrar todas las cartas. Esa decisión de avanzar con un ritmo pausado en el retrato de la cotidianeidad personal y laboral de McCall –un tipo que parece capaz de llevarse bien con todo el mundo y a la vez ser un solitario empedernido- posee una cierta dosis de sabiduría, representa una continuidad respecto a la primera entrega y ubica a la secuela en un terreno adulto que evoca tonalidades setentosas. Sin embargo, se nota que Fuqua no llega a confiar del todo en sus propias herramientas como realizador o en el guión de Richard Wenk –que cae en unos cuantos momentos sentenciosos-, por lo que termina descansando en la presencia de Washington para construir el núcleo sensible del personaje. Y hay que reconocer que Washington puede sacar agua de las piedras, trabajando desde la corporalidad el carácter dual de McCall, su violencia contenida tras actitudes nobles, formas amables y rutinas intelectuales. Hay una secuencia corta pero potente, en las afueras de un típico hogar de esos suburbios de clase media alta, donde McCall tiene un diálogo con los que ya han quedado definidos como sus antagonistas. Es una conversación con actitudes corporales simples y relajadas, casi de buenos vecinos, pero cuyo contenido es violento y brutal, y donde McCall muestra que, aún con sus modales civilizados, puede ser tan o más sorete que sus enemigos. Es también un ejemplo de las potencialidades de la película que no terminan de estallar por completo, porque a partir de ahí el relato se ocupa mucho más de la tensión y la acción, hasta llegar a un duelo final pletórico en salvajismo, filmado con efectividad (porque es claramente el territorio donde Fuqua se siente más cómodo) pero sin ambiciones. El justiciero 2 es una secuela correcta, que sin embargo, cuando reflexiona sobre las consecuencias de los eventos pasados en el presente, no va mucho más allá de la superficie.
JULIETTE BINOCHE TENÍA QUE PAGAR LAS EXPENSAS Es difícil encontrar una razón consistente que explique por qué una actriz como Juliette Binoche, que suele ser bastante criteriosa a la hora de elegir en los films en los que actúa, terminó protagonizando esta comedia impresentable que es De tal madre, tal hija. Quizás le gustó algo (vaya a saberse qué) del proyecto. O quizás tuvo un par de meses de poco efectivo y necesitaba pagar las expensas. Eso realmente no importa: lo relevante es que ahí tenemos a la Binoche en una película totalmente indigna de su carrera y talento. La (supuesta) comedia que es De tal madre, tal hija es básicamente de premisa: hay una madre (Binoche) y su hija (Camille Cottin) con personalidades opuestas –la primera es un tiro al aire, la segunda es estructurada al extremo- y ambas quedan embarazadas al mismo tiempo, lo cual decanta en múltiples conflictos. No está mal usar un disparador mínimo para ir en diferentes direcciones: Judd Apatow ha dado lecciones de utilización de conceptos para luego ir mucho más allá en Virgen a los 40 años y Ligeramente embarazada. El problema es que De tal madre, tal hija quiere contar un montón de cosas (el choque materno-filial, pero también sus propias crisis personales, laborales y de pareja) pero no cuenta ninguna, porque lo único que hace es acumular situaciones sin un criterio consistente. Pero además caótica narrativamente, De tal madre, tal hija casi no tiene situaciones cómicas rescatables y si de repente acierta con un chiste, lo termina arruinando inmediatamente con el siguiente. La directora y co-guionista Noémie Saglio pareciera pensar que hacer comedia implicara simplemente acumular chistes sin criterio y poner a los actores a gritarse, moverse de un lado a otro, hacer morisquetas y pantomimas sin gracia. En el medio, el elenco naufraga: Binoche está desperdiciada y sometida al ridículo, pero también Cottin está absolutamente desbordada, Lambert Wilson (otro que tuvo que pagar las expensas) va perdiendo toda dignidad en el camino y Michaël Dichter luce totalmente desdibujado. De tal madre, tal hija ni siquiera indigna, porque a pesar de querer bajar línea a favor de la importancia de los lazos familiares, las relaciones de pareja estables y cierta idea bastante superficial de “realización personal”, su puesta en escena revela un vacío absoluto en su imaginario, que la lleva a la nada misma. Sin embargo, ese vacío (que ni siquiera califica como televisivo o teatral en sus formas más bajas) lleva al hartazgo casi inmediato, con lo que la hora y media que dura la película se hace eterna. Pero al menos Binoche pudo pagar las expensas.
TESTIMONIO DE LA INCOMODIDAD Si hay algo que queda claro a lo largo de Años luz, es que Lucrecia Martel se sintió incómoda durante todo el tiempo que la cámara de Manuel Abramovich registró su trabajo durante el rodaje de Zama. La propia realizadora se encarga de resaltarlo unas cuantas veces, de manera explícita, aunque da la impresión de que esa carga que pesa sobre ella no sólo surge por el seguimiento permanente en sí mismo, sino también por lo que acarrea. Porque lo que se ve en Años luz da para interpretaciones opuestas: los defensores de Zama podrán decir que en el film queda explícito el proceso por el cual Martel, con iguales dosis de certeza y obsesión, va diseñando la puesta en escena que necesitaba la adaptación de la novela de Antonio Di Benedetto, y esa exégesis sería totalmente válida; pero los detractores también podrán decir que la película funciona como testimonio de las dudas de la realizadora y cómo no terminó de apropiarse totalmente del material de origen, y ese comentario también sería lícito. Quizás sea porque en diferentes pasajes ambas situaciones son palpables: vemos a una cineasta con ideas muy claras, pero también con dudas, frente a instancias de inestabilidad. Ambas circunstancias son válidas, pero no dejan de afectar visiones, egos o memorias de un hecho. Abramovich trabaja estos aspectos desde distintos perspectivas, con suerte dispar y en cierta forma replicando el estilo cinematográfico de Martel. La más obvia es la observación de la directora, y aunque el recorte que realiza de su figura a través del plano tiene su dosis de interés, no deja de prevalecer una fascinación algo superficial. Lo más atractivo surge cuando recurre a las tomas de la película, en los momentos en que se está filmando o ensayando, con los actores en plano y escuchándose las indicaciones de Martel fuera de campo: ahí aparecen las idas y vueltas, las pruebas y los errores, los instantes de vacilación, búsqueda o determinación que forman parte de todo proceso creativo. Allí, por ejemplo, una palabra como “desesperadamente” se convierte en la clave por la cual se cierra o no una escena del film que se está rodando. Y es cuando el documental se permite contemplar a Martel de forma más concreta, humana y cercana, sin dejar de reconocer su estatura artística. Es cierto que Años luz estira un poco su propuesta y cae en unas cuantas repeticiones (podría haber funcionado más fluidamente como mediometraje), como si le costara ir más allá del puñado de cualidades que posee. Pero aún así sostiene su propuesta, reflejando los dilemas y potencialidades que afronta cualquier cineasta a la hora de encarar un rodaje. Y de paso muestra a una Martel que por un rato baja del Olimpo, se permite (aunque sea a regañadientes) perder un poco del aura de artista intocable y ser Lucrecia, la directora tratando de construir su obra.
MODELO REPETIDO E INEFECTIVO Con el furor por la saga de Harry Potter, pero principalmente con los sucesos de franquicias como Crepúsculo y Los Juegos del Hambre, en Hollywood se disparó una fiebre de adaptaciones de propiedades literarias destinadas al público caratulado como “joven adulto”. De hecho, también comenzaron a proliferar series de libros que ya estaban pensadas claramente para eventualmente saltar al cine, en un proceso de retroalimentación que por ahora no se detiene, aunque exhiba unos cuantos límites: es que por cada éxito (moderado) como Maze runner, hay fracasos en toda regla como La quinta ola. La maquinaria no se detiene y Mentes poderosas viene a ratificarlo, aunque en el peor sentido. La acumulación ya lleva a que prevalezca la sensación de estar siempre viendo la misma película, una y otra vez, con algún tipo de planteo sociológico de tipo distópico; organizaciones malignas o bondadosas, pero siempre con nombres muy explícitos; jóvenes perseguidos pero destinados a romper con lo establecido a través de procesos seudo-revolucionarios; y estructuras episódicas y definitivamente desparejas, donde se detectan demasiados pasajes de relleno. En este caso, tenemos una especie de epidemia que mata a la mayoría de los niños, aunque una minoría sobrevive adquiriendo distintos poderes, que van desde la súper inteligencia hasta el manejo de electricidad, pasando por habilidades definitivamente letales. Hay una sociedad que pasa a mirar a los niños con temor; un gobierno que ejerce el control y la opresión a través de clásicos campos de concentración; y claro, la protagonista (Amandla Stenberg, quien ya venía de la espantosa Todo, todo) que tiene poderes mentales, escapa de uno de esos campos gubernamentales y emprende una huida que la terminará llevando a cruzarse con un grupo de amigos, conocer el amor, quedar en el radar de organizaciones con misteriosos intereses y chocar con su destino heroico. Y si ya todo esto suena a una mezcla un tanto forzada de X-Men, Maze runner y hasta Harry Potter en clave pandémica, la ejecución no es precisamente auspiciosa. Y es una pena, porque la directora Jennifer Yuh Nelson había demostrado en Kung Fu Panda 2 y 3 que podía hilvanar historias vibrantes y a la vez sensibles, donde el color y el movimiento juegan roles fundamentales; y el productor Shawn Levy contaba entre sus antecedentes con la gran serie que es Stranger things y la trilogía de Una noche en el museo. Pero en Mentes poderosas solo hay un relato impersonal, calculado al extremo pero aún así plagado de agujeros en el argumento –toda la parte de la supervivencia y el escape del campo de concentración es absolutamente inverosímil- y una constante sobreexplicación de todo lo que va sucediendo. El film termina siendo una ilustración a reglamento del material literario, con personajes sin recorridos consistentes, una puesta en escena chata (es llamativa la carencia de fisicidad y vértigo en las escenas de acción) y giros muy previsibles, que dejan demasiado en evidencia la intención de darle el puntapié inicial a una franquicia. Sin embargo, hasta el propio estudio Fox se dio cuenta de las carencias de la película, a la que le soltó la mano a la hora de su lanzamiento. Mentes poderosas parece destinada al fracaso y eso no deja de ser una buena noticia, aunque difícilmente Hollywood deje de producir estas películas en piloto automático.
DOLOR Y LUCHA El pequeño pero a la vez ambicioso documental que es Toda esta sangre en el monte funciona en buena medida como una película de juicio, centrándose en buena medida en el proceso judicial correspondiente al asesinato de Cristian Ferreyra, integrante del Movimiento Campesino de Santiago del Estero (MOCASE), a manos de Javier Juarez, un sicario contratado por el terrateniente Jorge Ciccioli. Pero también es un seguimiento conciso y ajustado de la labor de esa organización y un retrato de las vidas de las familias campesinas que buscan mejorar sus condiciones frente a un panorama sumamente adverso, donde quedan terriblemente explícitos los desbalances de poder. En todas las claves de aproximación que va tocando el realizador Martín Céspedes, lo que prima es un registro preciso y a la vez distanciado, que convierten a Toda esta sangre en el monte en un film casi de procedimiento, de análisis de conductas y comportamientos. Eso le permite indagar en la vida campesina y la militancia política -marcadas por el sacrificio constante- pero también en los procesos judiciales -donde prevalecen lo burocrático y la frialdad hasta rozar lo insensible- sin caer en las sentencias altisonantes y las remarcaciones de trazo grueso. La puesta en escena elude el didactismo fácil y brinda explicaciones muy acotadas, haciendo mayor hincapié en los movimientos de las personas y cómo estos son marcados por los tiempos laborales o el paisaje santiagueño. En determinados pasajes, esa construcción de un punto de vista –que se traduce en casi una obsesión por las rutinas, cotidianeidades y procedimientos- le juega un poco en contra a la película. Hay un ritmo por momentos cansino en el relato y un alejamiento algo contraproducente, lo cual es producto del riesgo que asume Céspedes, que propone un recorte y un posicionamiento político claro pero a la vez sutil, que está marcado por el margen de elección que le otorga al espectador, al cual no le entrega imágenes masticadas y/o sobreexplicadas. Claro que sobre el final, cuando llega la sentencia referida al caso de Ferreyra y las reacciones de la comunidad campesina, Toda esta sangre en el monte acorta su distancia con la gente del MOCASE y, sin caer en bajadas de línea obvias o golpes bajos (por más que exhiba secuencias de palpable sufrimiento), gana en emotividad. La última escena, que sigue íntegramente un apasionado discurso, resume las virtudes del film y la labor de Céspedes: estamos ante una película que, sin deslumbrar, indica caminos viables para aprehender y transmitir un contenido político sólido recurriendo a herramientas cinematográficas válidas. Y que muestra, de paso, que el dolor no se niega, pero la lucha continúa.