ZONA DE CONFORT Hay una lucha interna que se va dando en el mundo de Star Wars, que también está presente en los universos de Marvel, X-Men o DC, aunque con diferentes variantes, y que tiene que ver primariamente con los niveles de ambición, y cómo terminan afectando a las construcciones genéricas. En el caso de la saga creada por George Lucas pero ahora bajo la supervisión de Disney, se va evidenciando una tensión entre el despliegue de situaciones y personajes de los Episodios, ya cercanos a lo épico, y los relatos más comprimidos y localizados de las antologías, que buscan llenar esos espacios vacíos de un mundo que parece infinito. Si en Rogue One se les daba lugar a esos personajes entre laterales y secundarios dentro de la gran línea temporal enmarcada por los Episodios, apoyándose en moldes vinculados a lo bélico y las tramas de robos; en Han Solo: una historia de Star Wars se buscan los orígenes de un personaje que ha sido fundamental, aunque no necesariamente protagonista en la segunda y terceras trilogías. La base es la aventura, que es el sello distintivo de Han, aunque también intervienen factores relacionados con el aprendizaje, el crecimiento y lo romántico. Esos componentes el film los tiene claros desde el mismo arranque: lo que vemos es a un sujeto que se crió en los márgenes, que está buscando consolidar lazos y construir una identidad desde el contacto con otros individuos. Otra vez, al igual que en los demás films de esta nueva camada de Star Wars, la clave pasa por quién está detrás de cámara: si en El despertar de la Fuerza, Rogue One y Los últimos Jedi, se puede apreciar a realizadores que, para bien y para mal, aprendieron de una tradición estética y narrativa (que incluye pero trasciende a Star Wars), crecieron con ella y ahora la están releyendo desde adentro y rediseñándola a partir de la interacción con componentes actuales; en Han Solo la puesta en escena está a cargo de un cineasta que tuvo un papel en la construcción de esa tradición, desde la actuación (en films como American graffiti) y la dirección (en películas como Willow). Ron Howard es un veterano que siempre ha sabido utilizar el lenguaje del clasicismo y al que se le nota que aprendió unas cuantas lecciones de tipos como George Lucas o Steven Spielberg, por más que estén más cerca de ser colegas suyos en vez de maestros. Es, de hecho, una especie de segunda línea de esa generación que revolucionó a Hollywood en los setenta, alguien no mucho menor en edad y que no llegó a desarrollar una visión autoral propia, por más que sea sumamente efectivo en la concreción de diversos proyectos. La efectividad es la característica principal de Han Solo: una historia de Star Wars. Es una película que se desarrolla con total fluidez, que sabe presentar a sus personajes con un par de trazos y que va acumulando situaciones de todo tipo (robos, trampas, huidas, duelos, engaños) sin tropezar, cumpliendo sin problemas con su objetivo primario, que es entretener. Pero es también un film efímero, que se conforma con llevar su relato a buen puerto (lo cual en un punto es comprensible, teniendo en cuenta su problemática producción) pero nunca arriesga más de lo necesario. Porque claro, Howard es un director que siempre apunta a lo seguro, que rara vez se sale de la norma o lo planificado, y más aún en este caso, donde tuvo que tomar el mando en el medio del rodaje. Uno puede imaginarse a Kathleen Kennedy, la presidente de Lucasfilm –también otra veterana de Hollywood-, diciéndole a Howard “agarrá el timón y enderezá este barco urgente, porque está a punto de naufragar”. Y a Howard, viejo lobo de mar, obedeciendo y cumpliendo con el objetivo, de forma rápida, precisa y efectiva. Si el joven Han Solo es delineado como un mercenario y aventurero nato que, a pesar de su pose canchera y hasta cínica, está buscando la chance oportuna de ser un héroe romántico y desinteresado, su película no se deja avasallar por los dilemas éticos: podrá tener un discurso solidario (especialmente en los minutos finales, que en unos cuantos aspectos es bastante forzado), pero no deja de ser artesanalmente mercenaria, efímera incluso. El film concreto y digno en su concepción, pero fácilmente olvidable que es Han Solo: una historia de Star Wars, deja flotando la pregunta sobre cómo podría haber sido si Phil Lord y Christopher Miller hubieran permanecido a cargo de la realización en vez de ser despedido por Kennedy cuando estaban cerca de terminar la filmación. Con los realizadores de La gran aventura Lego y Comando especial al mando, podía esperarse anarquía, creatividad e imaginación a cada minuto, explotando las variables más impredecibles del personaje y explorando a fondo los componentes del mundo que habita. Sin embargo, seguramente nunca veremos esa película. En su lugar, tenemos un film que se limita a cumplir su papel como un engranaje más de una franquicia gigantesca, sin salir de su zona de confort, entregando lo justo y necesario, pero nada más.
ESTÁTICA DISCURSIVIDAD Con un puñado de series y películas, el brasileño José Padilha ha conquistado una gran dosis de consenso entre buena parte del público y la crítica, lo cual es un tanto difícil de justificar: las dos partes de Tropa de elite y la serie El mecanismo, por citar algunos ejemplos, son creaciones atravesadas por una torpe discursividad, donde todo se explica, la bajada de línea política es absolutamente superficial y hasta intervienen decisiones narrativas que rozan el miserabilismo. En cuanto a la remake de RoboCop, aparece como un híbrido dentro de su filmografía, una película definitivamente pretenciosa pero inofensiva, en la que se nota demasiado que el director se vio condicionado por los mandatos (y temores) de los ejecutivos hollywoodenses. Rescate en Entebbe es una nueva confirmación de la incapacidad de Padilha para construir un discurso político que sea contundente y a la vez sutil. En este caso, basándose en los eventos reales de 1976 alrededor del secuestro de un avión de Air France que iba rumbo a Tel Aviv, perpetrado por el Frente Popular para la Liberación de Palestina y las Células Revolucionarias. El avión fue desviado al aeropuerto de Entebbe –en la Uganda en ese entonces gobernada por el dictador Idi Amin-, con los pasajeros mantenidos como rehenes durante una semana mientras se llevaba a cabo una tensa negociación entre los terroristas y el gobierno israelí, hasta que todo culminó con un famoso operativo de salvamento realizado de urgencia por el ejército israelí. Esos siete días donde todo parecía a punto de estallar, con el nerviosismo escalando en todas las partes involucradas –que eran, definitivamente, más de dos-, son retratados por el film no solo con bastante ingenuidad política, sino también con escasa complejidad formal. La película alterna entre dos puntos de vista elementales, condicionados en buena medida por los espacios que ocupan: por un lado, los secuestradores –particularmente los alemanes Brigitte Kuhlmann y Wilfried Böse, interpretados por Rosamund Pike y Daniel Brühl, respectivamente-, llevando a cabo con éxito el secuestro del avión y luego aguardando por los resultados de las negociaciones en el aeropuerto; y por otro, las cabezas del gobierno israelí, con especial énfasis en el Primer Ministro Yitzhak Rabin (Lior Ashkenazi) y el Ministro de Defensa Shimon Peres (Eddie Marsan), quienes desde las oficinas gubernamentales se debatían entre negociar con los palestinos y armar una operación relámpago, con los costos que cada una de las opciones implicaba. Pero lo que podía ser apasionante, a partir de todo lo que se ponía en juego en un contexto sociopolítico de gran inestabilidad, termina siendo extremadamente parsimonioso y hasta aburrido: el relato está atravesado por un gran estatismo, con varias mesetas narrativas y signos de parálisis que muestran indecisiones profundas en la edición para el seguimiento apropiado de los acontecimientos. Vale la comparación, por caso, con los primeros minutos de Munich, de Steven Spielberg, o la reciente 6 days, dos films también basados en tomas de rehenes ocurridas durante los setenta que aprovechan al máximo las oportunidades que brinda el montaje paralelo para la creación de tensión desde lo espacial. Quizás la clave pase por la mirada definitivamente occidental que tiene Rescate en Entebbe, que por algo se interesa más que nada por los dilemas éticos y morales que enfrentan los personajes de Pike y Brühl. En esos dos personajes es donde el film consigue algo –solo un poco- de profundidad, a partir de cómo interpela el accionar de los simpatizantes europeos de la causa palestina, aseverando (no muy sutilmente) que nunca se comprometieron a fondo porque tenían poco y nada para perder, y solo estaban impulsados por la típica culpa burguesa. Aún así, en los minutos finales entra en un nivel de trazo grueso alarmante, cuya máxima expresión es una conversación telefónica imaginaria que tiene Pike con un compañero de lucha que roza lo risible. En cuanto a las visiones de palestinos e israelíes, la película no aporta nada sustancial, porque lo que se impone es un tono sentencioso y cómodamente distanciado, que nunca llega a trabajar de manera sustancial las motivaciones que impulsaban a los distintos bandos. A la hora del estallido, cuando todas las cartas quedan sobre la mesa y surge una pequeña chance de que el movimiento aporte algo de complejidad aunque sea desde la violencia de los hechos, Rescate en Entebbe vuelve a recurrir a la discursividad banal y las metáforas superficiales. Así, el film desperdicia su última oportunidad de generar interés sobre un suceso que reflejó características de una época que aún hoy tienen continuidad. Una vez más, el cine de Padilha, detrás de sus manierismos visuales y bajadas de línea biempensantes, muestra una carencia absoluta de ideas consistentes sobre el mundo y sus dinámicas.
EL PROBLEMA DE QUÉ CONTAR Y CÓMO CONTARLO Greg McLean sorprendió gratamente con su debut, El cazador de Wolf Creek, un film australiano de terror influenciado por distintos hechos reales, donde tres jóvenes mochileros eran acosados y cazados por un psicópata en el medio del desierto. Era una película con climas progresivamente inquietantes y asfixiantes, con un villano despiadado, que dejaba ver a un realizador con sólidas ideas para la puesta en escena de la violencia y las circunstanciales relaciones con el paisaje. Luego le siguieron films no tan logrados pero aún así interesantes, como Río de sangre y The Belko Experiment, que probaron la obsesión del realizador por ese salvajismo inherente dentro del ser humano y cómo influye el contexto que lo rodea. En Jungla vuelve a aparecer la naturaleza como factor determinante, a partir de la adaptación de las memorias del israelí Yossi Ghinsberg (Daniel Radcliffe en una de esas performances comprometidas hasta lo enfermizo), un mochilero de recorrida por el mundo que en 1981 se internó con dos amigos y un guía en la selva boliviana, buscando una legendaria villa indígena. Obviamente, las cosas terminaron bastante mal, con una enorme cantidad de dificultades, una dispersión absoluta del grupo y Ghinsberg perdido en la selva, al borde de la muerte. Otra vez el hombre luchando contra los elementos, contra un pasaje que puede ser maravilloso y fascinante, pero también inescrutable y despiadado. La gran dificultad que encuentra aquí McLean es sobre qué hacer foco verdaderamente, porque Jungla no solo narra esa típica historia del hombre llevado al límite de sus posibilidades físicas y psicológicas, sino también un cuento moral y de crecimiento, donde intervienen factores vinculados al pasado de Ghinsberg -con una figura paterna que es para él una carga muy pesada- pero también esa mirada sobre la otredad y las culturas foráneas. Es posible que a McLean le termine jugando en contra el trabajar sobre un material ajeno, del que no consigue apropiarse de forma pertinente, sin hallar los tonos pertinentes. Por eso la película cae en numerosos flashbacks donde el dramón familiar empantana todo lo que sucede y en pasajes dominados por una visión complaciente sobre las civilizaciones indígenas y sus cruces con las perspectivas occidentales. Donde Jungla fluye mucho mejor es cuando coquetea con el terror, con la naturaleza como un villano tan feroz como elusivo, y con el protagonista que es Ghinsberg totalmente desorientado, alucinando y sin respuestas para enfrentar un entorno hostil. Es, claro, territorio conocido para McLean, quien demuestra tener conocimiento y capacidad para montar una puesta en escena donde el miedo y la incertidumbre son las reglas dominantes. Pero esos momentos son escasos y no llegan a tener una incidencia potente en un film que está lejos de generar la empatía necesaria.
DEUS EX MACHINA Desde hace un rato largo que Marvel Studios viene bajando línea con que Avengers: Infinity War es su “endgame”, la instancia de culminación de un proceso cinematográfico de diez años que involucró una docena y media de películas en cuidadosa y calculada sucesión. La promesa se cumple, pero en más de un sentido, para bien y para mal, lo cual tiene unas cuantas implicancias. El film da rienda suelta a la prometida guerra intergaláctica por el control de las Gemas del Infinito, con el megavillano y déspota Thanos tratando de hacerse con los seis artefactos en pos de concretar un plan tan ambicioso como simple: liquidar (con un simple chasquido de los dedos, como se dice un par de veces a lo largo de la película) a la mitad de la población universal, para así restaurar el equilibrio en el cosmos. Obviamente, eso hará que todos los héroes que presentó Marvel hasta el momento deban pasar a la acción, aunque no necesariamente unidos: hay un despliegue de diferentes tramas y campos de acción, con lo que la película cobre un sesgo disperso y dinámico a la vez. El modelo que parece seguir Avengers: Infinity War en buena parte de su metraje es el de la aventura espacial al estilo Star Wars: muchas cosas pasando al mismo tiempo, a un ritmo vertiginoso, confiando en una empatía por parte del espectador que ya viene cimentándose en los films (e historietas) anteriores. Pero esa apuesta frenética, de acciones y decisiones permanentes, solo funciona a medias. Lo mejor, claramente, pasa por las interacciones cómicas entre los personajes, porque demuestra que el elenco está integrado por muy buenos comediantes (o actores capaces de adentrarse en el terreno de la comedia con total soltura) que saben dejar potenciales egos de lado, complementarse apropiadamente y hacer de ese conocimiento mutuo una instancia hilarante. También que Joe y Anthony Russo podrán haber hecho con Capitán América y el Soldado del Invierno y Capitán América: Civil War películas físicas y serias, pero por algo supieron trabajar en series de comedia como Community. El resultado son grandes pasajes de comicidad, donde la autoconsciencia es plenamente productiva: de hecho, el cruce que se da entre Thor y los Guardianes de la Galaxia parece haber sido filmado en conjunto por James Gunn y Taika Waititi. Donde surgen los problemas en los aspectos dramáticos, y eso se nota particularmente con las tres tramas románticas que se presentan, protagonizadas por Scarlet Witch y Vision; Gamora y Star-Lord; y Bruce Banner y Viuda Negra, siendo las dos primeras decisivas en el relato central. Ninguna está plenamente desarrollada dentro del film, como confiando excesivamente en lo que se venía mostrando (o más bien insinuando) en los capítulos anteriores. Y eso se traslada al resto de los personajes, porque Avengers: Infinity War parece demasiado preocupada por contar eventos antes que por darle entidad a sus protagonistas: por ejemplo, héroes de enorme carnadura como Iron Man y (especialmente) el Capitán América quedan relegados o disueltos, y lo de Pantera Negra (que es realmente muy poco carismático) es directamente irrelevante. Dentro de ese panorama, el hallazgo, tan necesario como inesperado, termina siendo ese villano que es Thanos, un tipo manipulador, ególatra y despiadado, pero también consistente en su pensamiento y accionar. El tipo tiene un plan y va a fondo para cumplirlo, haciéndose cargo de los costos que tiene que pagar. Eso lo hace complejo y humano, porque incluso interpela las convicciones heroicas de sus enemigos, desde los sacrificios que se hacen (o se están dispuestos a hacer) en pos de sostener una meta, ideología o pensamiento determinados. Y hasta le permite sobreponerse a unas cuantas vueltas de tuerca del guión que hacen crujir (y hasta romper) el verosímil de la película, y en las que es directo protagonista. Porque ese es posiblemente el mayor inconveniente del film de los Russo: el ser una película –muy entretenida y con algunos grandes momentos- de guión, y de un guión que aplica múltiples giros en pos de forzar sucesos determinantes a futuro. Acá, queda más clara que nunca la estructura narrativa y formal del Universo Cinemático de Marvel: es una serie que en clave gigante y cinematográfica, y Avengers: Infinity War es “el gran final de temporada” que todos deberíamos recordar en el futuro. Eso es válido y puede implicar manipulaciones comprensibles, aceptables incluso. El problema es el costo a pagar: en Avengers: Infinity War pasan un montón de cosas que deberían impactarnos de manera hondamente emocional, pero eso no termina de suceder, porque el foco está puesto en lo que acontece, no en lo que les pasa a los protagonistas, que son cuestiones mucho más diferentes de lo que puede parecer a simple vista. En un punto, Marvel termina accionando de manera similar a Thanos: en pos del objetivo de largo plazo, mueve las piezas a su antojo, llevándose todo por delante y exhibiendo todo su poder, que no solo es económico, sino también cultural y hasta podría decirse que religioso. Marvel ya es una deidad, que acomoda todo como quiere y configura un orden a seguir, doblando y quebrando las leyes que se interponen en su camino. La pregunta que queda flotando es si el fin justifica los medios.
LÍMITES DE UNA PROPUESTA El cine argentino exhibe múltiples vertientes genéricas, narrativas y estéticas, lo cual es obviamente meritorio y elogiable. Pero también empieza a presentar serios problemas desde la repetición, o más bien, desde el acto de aferrarse a marcas de fábrica a través de una repetición puramente gestual, sin una base formal real que la sustente. Algo de eso viene pasando con muchos documentales de tipo observacional, y La intimidad es un ejemplo bastante contundente. Desde buena parte de la crítica se ha destacado que, en sus créditos finales, el film de Andrés Perugini menciona entre los agradecimientos a Gustavo Fontán, quien ha entregado grandes películas como El rostro o Elegía de abril. Es cierto que podría describirse esa referencia como una especie de declaración de principios, una afiliación a una tradición específica del cine nacional. Pero a veces, es un acto de simple comodidad para generar algo de simpatía en un horizonte de público determinado y darle mayor entidad a un conjunto de imágenes que en verdad tienen poco para decir. La película arranca dándole voz a Irene, la abuela del director, quien reside en Germania, un pequeño pueblo del interior de la provincia de Buenos Aires. A esos cinco minutos iniciales le sigue la muerte de Irene y la reunión en su casa de sus familiares, quienes se disponen a organizar, clasificar y descartar lo que hay dentro del hogar, que va desde muebles hasta ropa, pasando por papeles y objetos de todo tipo. Los siguientes sesenta minutos son básicamente eso: gente organizando cosas, evocando momentos particulares, hablando de los trámites que hay que hacer, etcétera. Y no hay mucho más que eso. El film no ofrece más que esa cotidianeidad dentro de un evento distintivo -al fin y al cabo, lo que vemos es a gente haciendo lo usual cuando ocurre la muerte de una persona- porque nunca le da verdadera entidad a lo que hay frente a la cámara. La intimidad pareciera creer que al espectador le debe interesar lo que ve porque a sus protagonistas les interesa. Pero eso no es así: si no hay un verdadero esfuerzo narrativo (porque no basta con simplemente observar), difícil que se logre empatía con los personajes; y si no se trabaja apropiadamente (desde el montaje y la puesta en escena) lo espacio-temporal, lo que queda es un simple despliegue de imágenes pegadas entre sí. El cine de Fontán ha acumulado méritos precisamente a partir de la consciencia de que lo narrativo se da la mano con la observación, de que la cámara debe saber captar y construir tiempos y espacios con resonancias propias, tangibles. En La intimidad falta esa consciencia y hasta hay algo de pereza formal, como si se pensara que sólo basta con poner la cámara para hacer cine. Y aunque desde el mismo título hay una pretenciosa búsqueda de importancia, lamentablemente cae en saco roto, porque el film rara vez genera algún sentimiento o reflexión sólida. La intimidad es una película neutra, apática, que exhibe los límites de la vertiente observacional del documental argentino.
LO QUE SE PERDIÓ FUE EL CINE El cine nacional “industrial” (las comillas están porque intenta, pero no consigue ser verdaderamente una industria) va construyendo, sin prisa pero sin pausa, una especie de sub-género al que podríamos denominar “adaptaciones de policiales literarios exitosos”, con nuevas entregas cada año. La fórmula es lógica en su mercantilismo: films como Betibú, Los padecientes y ahora Perdida (basada en la novela Cornelia, de Florencia Etcheves) se construyen sobre la repercusión de bestsellers literarios que garantizan un público de antemano, ciertas temáticas sensibles y nombres en sus repartos que pueden elevar la taquilla. Sin embargo, falta el elemento más importante: el cine. Esa necesidad de una construcción cinematográfica, que podría parecer obvia, o es ignorada por las responsables de estas películas o se revela como una meta demasiado difícil de alcanzar. La causa más probable sea la dificultad para superar el respeto y la fidelidad extremos al material literario original, que lleva a que todo sea extremadamente impostado, especialmente en los diálogos. Pero hay un problema extra, que pasa por el verosímil: géneros como el policial requieren de puestas en escena sólidas, ensamblajes narrativos fluidos y actuaciones convincentes en función de lo que se está contando. Es decir, no basta con llevar a la pantalla grande las páginas del libro, hay que construir un relato que pueda asimilar las herramientas del cine. Esos dos problemas confluyen de manera catastrófica en Perdida: la historia de Manuela (Luisana Lopilato), una joven policía que trabaja en la división de Trata de Personas y que se ve obligada a reabrir el caso de una amiga desaparecida catorce años atrás durante un viaje de estudios, falla por completo desde el minuto uno, porque nada en su relato es creíble y nada sale de la mera reproducción del texto literario. Esa ausencia de credibilidad está dada porque la película está demasiado ocupada en tratar de remarcar que es un thriller policial con toques dramáticos pero nunca se ocupa de trabajar los climas de suspenso, los aspectos que hacen a una investigación policial o las variables que sustentan el drama. Eso empieza por el tremendo error de casting que implica la elección de Lopilato para el protagónico: interpretar a una policía no es simple, y menos en la Argentina, donde la institución policial carga con un terrible desprestigio. Se requiere una presencia física particular, un abordaje de lo gestual y la fisicidad muy precisos, y hasta cierto carisma innato, que no viene solo y que a la vez es difícil de construir de la nada. Lopilato lo intenta, le pone garra, pero nunca llega a la credibilidad pertinente, porque no pasa de la gestualidad a reglamento: quiere parecer ruda, compleja, ambigua, obsesiva, pero cae en todos los lugares comunes y los riesgos de la impostación. Pero la performance de Lopilato es apenas un emergente, la punta del iceberg de la sumatoria de problemas que arrastra Perdida: nadie en el elenco está bien (es sorprendente lo mal que están Rafael Spregelburd y María Onetto, por ejemplo), como un reflejo fatal de la ausencia de dirección de actores; las tramas y giros de guión se van acumulando con un facilismo y arbitrariedad alarmantes (hay un par de vueltas de tuerca que se pretenden astutas pero se ven venir a kilómetros de distancia); y hay una multitud de escenas que parecen salidas de un policial filmado por un amateur. A Perdida se le notan todas las costuras, todos los elementos genéricos copiados sin imaginación, toda la pose sensible y a la vez simplista sobre un tema complejo como es el de la trata de personas. Y también su voluntad pseudo reflexiva, que va de la mano de una operación de marketing muy obvia y banal. La película de Alejandro Montiel quiere presumir de ser seria, importante, necesaria, cruda, pero sus imágenes son de publicidad barata, sus diálogos son de informe apurado de noticiero de la mañana, su narración es caótica y su fisicidad es inexistente. En Perdida no importan los cuerpos, sus historias y dilemas, ni los contextos que los rodean, y eso queda ratificado en su cierre, que avala la mentira y el ocultamiento luego de haber promovido exactamente lo contrario. En el medio queda extraviado el cine, en un producto sin alma, totalmente vacío, que nunca se atreve a hilvanar algo propio.
ENTRE LO CORPORAL Y LO DISCURSIVO En todo cine que construye ficciones situadas en momentos o lugares con fuertes resonancias políticas, siempre existen tensiones entre los núcleos narrativos y la visión socio-política (que a veces puede adquirir características partidarias) que se pueda construir desde la puesta en escena. Ahí surgen tantas oportunidades como riesgos. Candelaria aprovecha unas cuantas de las primeras pero también cae en unos cuantos de los segundos. El film colombiano, dirigido por Jhonny Hendrix Hinestroza, se sitúa en La Habana, en 1994, en los comienzos del llamado “Período Especial”, cuando Cuba, tras la caída de la Unión Soviética y el recrudecimiento del embargo por parte de Estados Unidos, había entrado en una depresión económica que repercutía fuertemente en las condiciones de la población. El relato se centra en Candelaria y Víctor Hugo, una pareja de ancianos que continúan viviendo juntos por pura costumbre y rutina, ya que no ven otras opciones dentro de un marco de notoria pobreza. Sus respectivas existencias están marcadas por la monotonía, yendo de la casa al trabajo y del trabajo a casa, hasta que ella encuentra una cámara de video en las sábanas del hotel donde es empleada. Ese pequeño hallazgo, totalmente casual, terminará ejerciendo un gran cambio en la vida de ambos: el uso de la cámara, desde el juego y la observación, irá posibilitando progresivamente un redescubrimiento mutuo y hasta un resurgimiento del amor y el deseo que en un momento supo unirlos. Cuando la película se centra en este proceso, al que trabaja paciente y pausadamente, es cuando adquiere mayor riqueza, por cómo construye climas e identidades desde lo corporal, el poder de la mirada y claro, la capacidad del dispositivo cinematográfico como vaso comunicacional de los protagonistas. En esos pasajes, Candelaria es un film verdaderamente romántico, que encima se permite, con total soltura, trabajar la sexualidad de dos sujetos que, aún envejecidos y pobres, continúan deseando. Donde la película exhibe limitaciones es cuando debe ensamblar sus ejes dramáticos con el retrato de una Cuba al borde del precipicio, en la que empezaban a quedar claros los límites -no sólo económicos, sino también morales y hasta culturales- del proyecto político castrista. Los discursos de Fidel Castro que se escuchan muchas veces de fondo pueden funcionar inicialmente como recurso discursivo, pero termina agotándose, y algunas secuencias -como la venta forzada de una joya- caen en una notoria remarcación, con frases altisonantes que en vez de sumar, restan a lo que se está contando. Candelaria es una película que transmite mucha más complejidad desde el lenguaje de los cuerpos, las miradas, los silencios y hasta la puesta en escena de los objetos, pero que se obliga a sí misma a establecer una posición ideológica desde el habla. Es en esto último donde falla, aunque eso no le impide hilvanar un relato por momentos conmovedor, con dos personajes tan imperfectos como entrañables.
LA POSIBILIDAD DE UNA AVENTURA La aventura es un género problemático dentro del espectro del cine latinoamericano y no solo por cuestiones presupuestarias: es que la cinematografía de Latinoamérica tiende a ser triste y oscura, con lo que le cuesta aceptar la posibilidad del descubrimiento y la maravilla que vienen con la narración aventurera. Y si encima tenemos en cuenta que suele construir una mirada bastante paternalista con respecto a las clases populares, las chances se achican aún más: en el cine de Latinoamérica los sectores laburantes y/o pobres no se divierten, sino que la pasa bastante mal. De ahí que Los buscadores sea una pequeña y agradable sorpresa, aún con los defectos que presenta: es desde Paraguay que surge una película que no solo se permite desarrollar un relato plenamente emparentado con la aventura, centrado en la búsqueda de un tesoro que implicaría un montón de dinero para quienes lo encuentren, sino que además les da el protagónico de esa pesquisa a una sumatoria de personajes que cuentan las monedas para llegar a fin de mes, pero que aún así se hacen el tiempo para una odisea repleta de vericuetos. Y lo hace con poco presupuesto, pero con convicciones fuertes, algo que todavía está ausente, por ejemplo, en el cine argentino. Acá hay mucho más presupuesto y medios a disposición, pero lo que se impone es una mirada hilvanada desde las clases medias y altas que es seria, impostada y negadora de todo posible divertimento (y más aún para los pobres que –recordemos- siempre están tristes, y más todavía ahora que se fue el kirchnerismo y llegó el macrismo). Donde Los buscadores sostiene mejor su estructura aventurera es en la hora inicial, donde subyace una lectura social sobre ciertos sectores que están atravesados por la pérdida y desprotegidos frente a cualquier desgracia, pero igualmente se impone un dinamismo frenético, de la mano de una cámara en permanente movimiento y una banda sonora cautivante. Un ejemplo de eso es la secuencia donde un personaje persigue desesperado un camión de basura para recuperar un viejo mapa, que es totalmente antojadiza pero aún así atrapante. En esos minutos, el film construye personajes atractivos, vínculos románticos y amistosos interesantes, y una serie de misterios que mantienen la atención. Hay un tesoro, enigmas, historias ocultas, tensiones múltiples, búsquedas insólitas (la de la tumba es hilarante) y fascinación por lo que se va descubriendo, que a veces es de pura casualidad pero en otras producto de la deducción y la inteligencia. Pero es en la última media hora donde Los buscadores encuentra obstáculos en su ritmo y construcción narrativa, porque se ve en la obligación de diseñar algo apresuradamente antagonistas –o más bien competidores por el tesoro- y de terminar de entablar una mirada social, donde no importa tanto la búsqueda de algo oculto durante un montón de tiempo, sino el hacerse con un montón de plata para salir de la mala. Eso podría ser ciertamente comprensible, pero le quita vitalidad al relato, que encima va acumulando demasiadas vueltas de tuerca. El cierre es ciertamente una declaración de principios, aunque poco clara: ¿Qué es lo que importa más: la aventura en sí misma o las motivaciones económicas? Ese es el gran dilema que la película de Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori (que venían de la interesante 7 cajas) no termina de resolver para sí misma y el espectador: la oscilación entre la bajada de línea social y lo puramente genérico, en vez de sumar, resta. Aún así, Los buscadores ofrece muchos momentos de atrevimiento y vitalidad, que son sumamente bienvenidos.
ASCENSO, CAÍDA Y REDENCIÓN Bajo el tutelaje del cantante, compositor y productor Pablo Lescano, Rubén “Pepo” Castiñeiras, líder de Los Gedes, fue una de las figuras más relevantes de la cumbia villera, pero su carrera artística se vio opacada por problemas con el alcohol, las drogas y finalmente los vínculos con el delito, que lo terminaron llevando a la cárcel. Recién liberado -justo a tiempo para ver a su querido Racing salir campeón en 2014-, su mayor desafío será doble: volver a los escenarios con la misma energía que supo tener y mantenerse limpio, por el bien suyo y el de su familia. Lo que cuenta Pepo: la última oportunidad es la típica historia de ascenso, caída y redención, donde el foco está en el tercer aspecto. Precisamente cuando el documental de Juan Irigoyen y Christian Jure no se desvía de su propósito, consigue revelar con soltura a esa personalidad tan disparatada como atractiva que es la de Pepo, alternando algunos momentos conmovedores (la despedida del padre en el Cilindro) con otros francamente desopilantes (la entrevista en Crónica TV se lleva todas las palmas). Incluso, hasta funciona como carta de presentación de un mundo con códigos y reglas muy particulares como es el de la cumbia villera. Los problemas narrativos del film surgen con las referencias al pasado que Pepo intenta dejar atrás, en un regodeo innecesario. También se podría decir que falta un análisis más profundo sobre los dilemas y contradicciones del protagonista, con lo que se pierde la oportunidad de complejizarlo. Aún así, Pepo: la última oportunidad, casi sin querer, muestra cómo en su figura central conviven lo ficcional con lo natural, el gesto con la más absoluta transparencia, con el cine agrietando las divisiones entre las dos caras de una misma moneda.
ABURRIMIENTO UNIVERSAL No deja de ser interesante que en la Argentina se hayan estrenado el mismo día Ready Player One y Un viaje en el tiempo. Ambas son adaptaciones de novelas sumamente populares y abordan cuestiones referidas a los marcos de interacción entre distintos mundos. La diferencia decisiva, sustancial, pasa por quién dirige cada película. Mientras en el primer caso tenemos a un realizador como Steven Spielberg, con ideas potentes y complejas sobre la concepción de la aventura, la imaginación y la creatividad; en el segundo hay una directora que tiene relativamente claro qué decir, pero no cómo decirlo. Y eso que había cierto material noble en la novela de Madeleine L’Engle, centrada en Meg (Storm Reid), una joven cuyo padre científico (Chris Pine) desaparece misteriosamente y que en compañía de su hermano menor y un amigo, y con la ayuda de tres seres celestiales –interpretadas por Oprah Winfrey, Reese Witherspoon y Mindy Kaling- emprende una búsqueda que la hará viajar por el tiempo y el espacio. Pero Ava DuVernay –que venía de entregar un biopic limitado pero relativamente interesante como Selma– delinea un relato más preocupado por decir un montón de cosas pero no por construir una aventura aunque sea mínimamente atractiva. En Un viaje en el tiempo hay un peso abrumador por parte del discurso hablado, que pretende transmitir concepciones sobre el tiempo, el espacio, el amor, los vínculos familiares, las relaciones paterno-filiales, la amistad, la hermandad, el Bien, el Mal y un largo etcétera. Lo que no hay –o a lo sumo aparece a cuentagotas- es sentido del peligro, tensión, incertidumbre o humor, que son componentes esenciales de la aventura y las narraciones infantiles. Tampoco una mínima conciencia del poder de la imagen como medio de transmitir sentido o construir un imaginario sólido. Sí hay muchas imágenes bellas, en las que se intuye un trabajo sobre el color y la composición casi obsesivo, pero todo eso forma parte de un entramado estético vacío, hueco, casi banal. De ahí que Un viaje en el tiempo acumule secuencias como si cosiera parches, en una historia que insinúa mucho pero termina entregando poco más allá de un mensajismo tan bienintencionado como superficial. Hay un elenco repleto de estrellas -Michael Peña, Gugu Mbatha-Raw, David Oyelowo y Zach Galifianakis también andan por ahí-, un diseño de producción imponente y mucho sentido de autoimportancia, pero ninguno de los personajes tiene un recorrido atrayente o sorprendente (todo es extremadamente previsible), el movimiento está ausente –es llamativo cómo prevalece el estatismo, incluso cuando los personajes se mueven- y solo en algunos pasajes se genera algo de empatía con lo que ocurre en pantalla. Para colmo, la premisa se va revelando como limitada, todo se resuelve muy rápido y el film solo sabe estirar las acciones, especialmente hacia el final, que es hasta agotador en su voluntad por hilvanar múltiples cierres. La sensación general que transmite Un viaje en el tiempo es la de ser uno de esos aburridos videos didácticos que se les hace ver a los pibes en las escuelas para enseñarles sobre algún tema en particular o hacer pasar el tiempo. Solo que claro, con un abultado presupuesto y muchas canciones insertadas para vender discos. Para construir un cuento infantil en el cine, no solo se necesitan estrellas y muchos millones de dólares, sino también talento, algo que DuVernay por ahora no parece tener. No es raro entonces que el resultado sea un film impostado, soporífero e intrascendente, que explica y repite todo, y liquida la posibilidad de la aventura casi desde el primer minuto.