FIGURAS DE MÁRMOL Voy a decir algo que todo el mundo sabe: los superhéroes y sus historias son representaciones/metáforas/alegorías/símbolos de muchas cosas, que a menudo son intencionales y otras -las menos- constituyen interpretaciones por parte de las audiencias. Pasa con los cómics originales, pasa con las adaptaciones cinematográficas y televisivas, pero para que eso suceda se requiere una condición indispensable: que primero importen los personajes, que se pueda empatizar con miradas y conflictos, es decir, que se pueda conectar con ellos como personas. Para ponerlo en términos concretos: los Guardianes de la Galaxia pueden transmitirnos que las familias pueden tomar toda clase de formas, aún disfuncionales según los parámetros dominantes, porque primero podemos conectarnos con ellos como individuos y como grupo afectivo. Sin embargo, Pantera Negra nunca entendía eso y construía protagonistas que pretendían ser símbolos -de inclusión, de feminismo, de deberes éticos, de heroísmo afroamericano, de la cultura africana y un largo etcétera- antes que sujetos con ambigüedades, porque al fin y al cabo todo se trataba de transmitir un discurso que interpelara la corrección política dominante. Ahora llega Pantera Negra: Wakanda por siempre y, a la impostación previa, se suma -o quizás refuerza- un mal adicional, que es la soberbia. O más bien, un tipo de soberbia donde se enlaza lo pretencioso con la prepotencia, que se afianza en el éxito abrumador de la primera parte y en el consenso adicional que se generó con el fallecimiento de Chadwick Boseman. A no confundirse: era totalmente lógico que esta continuación girara alrededor de la pérdida, el dolor, las ausencias, la memoria y el duelo, porque ya de hecho la entrega anterior también sobrevolaba esos temas. Pero un tópico o evento no otorga una legitimidad automática, algo que es ignorado por completo la película y sus realizadores. De ahí que el relato, donde confluyen los intentos de la familia gobernante de Wakanda por superar la súbita desaparición de T’Challa con el surgimiento de una amenazante civilización que viene de las profundidades, tome como obvio que cualquier espectador debe sentirse automáticamente conmovido por todo lo que sucede o se dice. Y se dice mucho en Pantera Negra: Wakanda por siempre, siempre con un tono y una estética de mármol. Todos los personajes están enunciando con palabras -casi siempre bien explícitas- lo que les pasa, lo que sienten otros, lo que corresponde o no hacer, qué está pasando y por qué, como si no hubiera otra forma de contar los conflictos que se van acumulando con llamativa pereza narrativa. Incluso cuando despliega ideas a priori interesantes -como en la secuencia inicial, que arranca en medio de la acción-, el director y coguionista Ryan Coogler las termina arruinando en base a monólogos o diálogos que demuestran una falta de confianza absoluta en el poder de las imágenes. Si el diseño de arte y la discursividad vacua eran un gran lastre en la primera parte, eso se potencia aún en esta nueva entrega, que encima, a pesar de disponer de un altísimo presupuesto, no es capaz de hilvanar una escena de acción decente. Y como si esto no fuera suficiente, Pantera Negra: Wakanda por siempre no solo es larga, sino que se siente muy, pero muy larga, abrumadoramente larga. Eso sucede por una razón muy simple: una trama que podría haberse resuelto en dos horas termina estirándose cuarenta minutos más, con varios finales que se acumulan en los últimos minutos, al estilo de El Señor de los Anillos: el retorno del rey. Aunque claro, en el film de Peter Jackson había personajes potentes, creatividad estética, riesgos en unas cuantas decisiones. Acá no hay nada de eso y eso lleva a que todos los hilos queden a la vista: desde esa noción un tanto reaccionaria donde todo en Wakanda es bueno, mientras que todo lo exterior es malo -una mirada casi trumpista, pero del lado progre-; hasta la hipocresía de realizadores y actores, que quieren colocarse en el lugar de emblemas de la cultura africana, cuando no son mucho más que niños ricos de Hollywood montando un numerito de inclusión y diversidad para la tribuna. No se trata de que esté mal pretender o fingir, porque al fin y al cabo estamos ante una ficción, sino de que esa ficción quiere constituirse en verdad irrevocable, cuando su estructura hace agua por todos lados. Pantera Negra: Wakanda por siempre es Marvel en su versión más arbitraria y pedante, un bodoque tan irritante como cansador.
UN ANIMAL DISTINTO De vez en cuando, aparecen películas que, sin deslumbrar, convierten lo que podría ser un potencial defecto en virtud. Zoofobia, documental dirigido por Pablo Chehebar y Nicolás Iacouzzi, tiene bastante de eso: el título no es muy atrayente, el didactismo impregna todo el relato y la estructura narrativa marcada por la dispersión. Y, sin embargo, el resultado final es innegablemente simpático y hasta estimulante. El punto de partida de la película es una especie de crisis identitaria y discursiva de esa institución que ha marcado las vidas (y en particular infancias) de muchos: el zoológico. Esta se da a partir de la trágica muerte de Winner, el oso polar que estaba alojado en el entonces Zoológico de Buenos Aires. A partir de allí, Chehebar y Iacouzzi hilvanan una especie de retrato multidimensional, que abarca las circunstancias de la muerte de Winner y la reconversión del Zoológico en formato de Eco Parque; pero también la historia de los zoológicos (y el de Buenos Aires en particular); las discusiones teóricas y prácticas alrededor de los derechos de los animales y las funciones de preservación, investigación y conservación; y hasta el proceso jurídico -con sus debates legales, científicos, éticos y morales- que llevó a un fallo judicial sin precedentes mundiales de la orangutana Sandra como Persona No Humana. Todo eso se narra mediante una voz over pedagógica y algo canchera a la vez; más una puesta que combina entrevistas, imágenes de archivo y hasta instancias de animación. Si tantos elementos amenazan con hacer descarrilar al film, lo cierto es que hace jugar a su favor las idas y vueltas del planteo. Hay un tono entre exploratorio y lúdico en la mirada de Chehebar y Iacouzzi, además de una ambición temática y formal que se impone a cualquier vacilación narrativa. Asimismo, esa pasión investigación que exhibe la película le permite no solo revelar datos interesantes, sino también una galería de personajes muy atractivos. El cimiento para todo esto es, inesperada y a la vez lógicamente, la comedia: Zoofobia se hace cargo de que está contando algunos eventos absurdos protagonizados por gente con obsesiones muy particulares, y lo aborda con humor, pero jamás con tono sobrador o subestimando lo que descubre para sí misma y el espectador. Si Zoofobia no alcanza un mayor nivel es porque, a pesar de transmitir una constante voracidad por la experiencia del aprendizaje, no logra impedir que en algunos tramos se perciba que hay un exceso o redundancia de información. Eso no quita que sea un inesperado hallazgo dentro del panorama del documental argentino, un objeto sencillo de asimilar y, a la vez, casi inclasificable. Esto último potencia su carácter ciertamente apasionante.
DEMASIADAS EXPLICACIONES DC y el cine siguen sin encontrar una conexión fluida, y Black Adam es una nueva muestra de ello. Se podía tener una tenue esperanza de que la presencia tras las cámaras de Jaume Collet-Serra -un artesano eficaz, con una personalidad que surge entre los huecos genéricos y con capacidad para manejarse en distintos registros- podía conllevar una cierta solidez narrativa. Sin embargo, lo que vemos es una repetición de problemas que vienen desde hace rato y que este universo de superhéroes no consigue superar. Quizás eso se deba a una sumatoria de desafíos que el film se propone sin tener las herramientas apropiadas para llevarlos a cabo. Porque Black Adam quiere construir sobre lo que ya se hizo (por ejemplo, Shazam!) y apuntando hacia el futuro, mientras busca delinear una especie de submundo dentro de ese conglomerado confuso que es DC. Al fin y al cabo, ¿qué es DC? ¿Cómo conviven la franquicia de Mujer Maravilla y Aquaman con el Batman de Robert Pattinson? ¿Sigue presente el Superman de Henry Cavill? ¿Qué pasa con la Liga de la Justicia? No lo sabemos, y esta nueva película hace poco por aclararlo, a pesar de que, ya desde el arranque, se la pasa arrojando explicaciones a diestra y siniestra. Hay entonces un prólogo donde la voz over de un niño nos cuenta que hace casi 5 mil años había una civilización próspera y luego oprimida por un maligno monarca con ansias de construir un dispositivo para conectarse con seres malignos. Pero que luego apareció un ser con poderes supremos otorgados por dioses antiguos que lo enfrentó y luego desapareció. Y después vienen más explicaciones para que entendamos cómo esa especie de dios en la Tierra es liberado de su tumba terrenal, aunque no se sepa si es un héroe o un villano, porque a cada rato nos quieren dejar en claro que es un tipo con una noción distinta sobre lo que es la justicia. Pero, tras eso, aparece Amanda Weller y ahí uno sabe que se vienen aún más explicaciones, esta vez sobre los integrantes de la Sociedad de la Justicia, que son los encargados de controlar la situación: y ahí tenemos entonces la presentación de nuevos personajes (Hawkman, Dr. Fate, Atom Smasher, Cyclone), que siempre se tomarán un tiempo para contarnos qué piensan, qué les pasa, qué quieren hacer. Y así con todo. Si la trama de Black Adam tiene una multitud de giros y revelaciones, no deja de llamar la atención que, en esa necesidad constante de declarar todo lo que pasa, termina generando una total indiferencia. Apenas si se puede rescatar el carisma innato que despliega Pierce Brosnan, con esa sabiduría actoral que a veces dan los años. Se puede intuir, detrás de todas las explosiones, persecuciones, peleas y diálogos expositivos un relato de tintes trágicos y a un protagonista con comportamientos y una moralidad ambiguos, que podría haber sido el foco de una gran historia. En cambio, tenemos una versión algo más prolija del Escuadrón Suicida de David Ayer combinada con una actualización algo más canchera -y al mismo tiempo lavada- de El Hombre de Acero. Y claro, con la promesa para un nuevo súper enfrentamiento en el futuro, con la intención de generar expectativas por una épica que no termina de aparecer. Mientras tanto, ese gran actor que es Dwayne Johnson, a pesar de acumular proyectos por doquier, sigue sin tener esa gran película que lo termine de consagrar como estrella. De ahí que Black Adam sea un fracaso artístico en varios frentes, que van de lo particular a lo general, un objeto gigantesco y vacuo, un engranaje más en un dispositivo llamado DC que todavía no tiene una identidad definida.
UNA PELÍCULA DEMASIADO RUIDOSA En unos cuantos pasajes de Ruido, se puede intuir lo que podría haber sido una gran película. Pero el film de Natalia Beristain, coproducción entre México y Argentina, se deja llevar por una solemnidad discursiva pesada e invasiva, que obtura matices de reflexión más profundas y anula la mayor parte de sus hallazgos formales. Y eso la lleva a quedar reducida a interpelar a un público ya convencido de antemano. El “ruido” del que habla Ruido es uno que invade literalmente a la protagonista desde lo sensorial, aunque eso también sea el puente para otros “ruidos” -estéticos, narrativos y temáticos- a los que apela el film. El relato sigue el derrotero de Julia (Julieta Egurrola), que busca a su hija desaparecida y, en esa odisea, se adentrará en numerosos ámbitos, cruzándose con una diversidad de personajes con sus propias historias de violencia. Ese recorrido incluirá fragmentos de la realidad, a partir de cómo buena parte de las personas que aparecen en pantalla cuentan o exponen sus propias historias. Esa especie de vía crucis de Julia termina funcionando más como excusa que como centro disparador para un retrato de todos los actores (desde víctimas a victimarios) involucrados en los actos violentos desatados por la guerra contra las drogas. En la puesta en escena de Beristain hay una lucha constante entre la sutileza y la remarcación, que casi siempre es ganada por la segunda vertiente. Tanto desde las palabras como desde las acciones específicas y hasta la composición de los planos, hay una búsqueda de didactismo donde, más que narración, hay una exposición de hechos, tópicos y problemáticas. En la mayoría de su metraje, Ruido parece confundir una clase académica con el cine, por más que su trabajo con el movimiento de la cámara, el sonido y los colores sea técnicamente casi perfecto. En cierto modo, este film recuerda un poco a Traffic, aquella película de Steven Soderbergh que hacía un recorrido cuasi expositivo de los mecanismos del narcotráfico y sus consecuencias. Allí también la voluntad mensajística, de la mano de una calculada fotografía, se imponía a las vivencias de los personajes. En Ruido sucede algo similar: Julia es más un instrumento para decir cosas “importantes” por parte de la realizadora que un ser de carne y hueso. Todo en ella -desde la gestualidad de Egurrola hasta cada línea de diálogo- es impostación y falta de ambigüedad, y eso se expande a ese mundo conflictivo y violento en el que se mueve. En su voluntad de no dejar dudas al espectador, Ruido termina cediendo a toda chance de decir algo realmente nuevo y, principalmente, potente. Por eso sus imágenes y eventos, que podrían estar cargadas de significados e interrogantes productivos, finalmente solo ofrecen respuestas superficiales.
VÉRTIGO Y MANIPULACIÓN En el cine actual, son cada vez más frecuentes los proyectos que privilegian el regodeo en el dispositivo formal antes que lo que necesitan la estructura narrativa y sus personajes. Ahí tenemos, por ejemplo, el Birdman de Alejandro González Iñárritu o el 1917 de Sam Mendes, con sus arbitrarios planos secuencia únicos para fascinar a la crítica y el público mientras se manipulan constantemente las acciones de los protagonistas. Y ahora llega El chef, que también recurre a un único plano secuencia para desplegar una sumatoria de conflictos amontonados sin mucho criterio y sensibilidad. El título original del film de Philip Barantini (una extensión de un corto del 2019, rodado durante la cuarentena y que obtuvo cuatro nominaciones a los premios BAFTA) es Boiling point, que puede ser traducido como “punto de ebullición”. Efectivamente, ya desde el mismo arranque, se nota que todo está a punto de explotar para Andy Jones (Stephen Graham), el jefe de cocina de un restaurante que afronta una multitud de dificultades: el emprendimiento todavía está tratando de posicionarse como un lugar de referencia, hay problemas con la calificación sanitaria, el equipo de cocineros está exigido al máximo, su liderazgo es cuestionado, tiene un hijo al que apenas ve, deudas de todo tipo y encima se le aparece en una mesa un viejo colega -y en un punto rival- con sus propias demandas. Pero la película no se conforma con seguir a Andy y sus conflictos, sino que pretende desplegar un relato casi coral, donde varios personajes tienen sus propios dilemas y chocan entre sí, con la cámara yendo de un lugar a otro del restaurante, en una hora y media frenética que solo puede culminar en un estallido. Ese recorrido que hace la puesta en escena de Barantini es más una colección de tensiones que una verdadera narración. A tal punto, que incluso se permite insinuar que les pasan cosas terribles a algunos personajes -hay, por ejemplo, un joven cocinero que accidentalmente exhibe huellas de autolesiones-, pero más como un dato de color sobre lo asfixiante del contexto que como un intento de complejizarlos. De ahí que todo se vaya armando como esos dramas teatrales donde las expectativas se construyen en función de cómo será el giro de los últimos minutos y de dejar todo servido para un tour de force por parte de los actores. En esa competencia de intensidad, donde el guión, la dirección y las actuaciones se retroalimentan, el vértigo potencia la manipulación y logra un efecto paradojal: todo se convierte en una experiencia agotadora y, finalmente, aburrida. Por eso, los últimos minutos de El chef, donde la existencia de los personajes y, en especial, del protagonista, estallan por los aires con derivaciones trágicas, están lejos del impacto buscado. Tanta arbitrariedad en la acumulación de conflictos lleva a que ningún conflicto importe realmente y que la tensión se agote por más que la cámara se mueva obsesivamente buscando resaltar la corporalidad. Y lo cierto es que el final pretende lograr un dramatismo y un impacto emocional en el espectador de forma totalmente forzada. La hora y media de El chef, entonces, está lejos del efecto buscado, porque se notan todos los hilos en su entramado narrativo y su artificio melodramático, donde los personajes son meras marionetas para sustentar una visión pesimista sobre el mundo del trabajo y las relaciones humanas.
EL CINE POLÍTICO ARGENTINO QUE SUPIMOS CONSEGUIR Con su abordaje (inspirado en hechos reales, como bien informa un título antes de que arranque el film) sobre el Juicio a las Juntas, ejecutado en parte judicial por el fiscal Julio César Strassera, Santiago Mitre enfrentaba varios desafíos. El primero, delinear una narración sobre el que posiblemente sea el evento emblemático y fundacional de nuestra joven democracia, que posee un sinfín de aristas virtuosas, además de unas cuantas figuras participantes, a la vez que constituye un episodio incómodo para diversas partes, por acción u omisión. El segundo, construir un imaginario audiovisual propio, que estuviera en condiciones de rivalizar -o mejor, quizás, complementarse o dialogar- con el que ya tiene el Juicio: al fin y al cabo, por ejemplo, el video del alegato de Strassera está a disposición de cualquiera en YouTube, con toda su carga política y emocional. Y el tercero, más particular, superar su propia frialdad como cineasta, esa que, a partir de películas entre frías y descreídas como son El estudiante y La Cordillera, lo han convertido en una especia de Christopher Nolan del cine político nacional, contrariamente a la épica que requería el relato. Hay que decir que, en Argentina, 1985, Mitre (junto al relevante aporte en el guión de Mariano Llinás, que también se reconfigura un poco a sí mismo) cumple todos sus objetivos a medias, aprobando el examen, pero lejos de deslumbrar. En buena medida pasa el desafío porque resigna buena parte de su posicionamiento autoral, ese que lo había definido en sus películas previas, en favor de una narración definitivamente vinculada al clasicismo norteamericano. De ahí que no sea casualidad que aparezcan como productores nombres Axel Kuschevatzky, Victoria Alonso y hasta Michael Giacchino, que bien podrían allanar el camino del film rumbo al Oscar. Como bien decía Mex Faliero en una conversación que tuvimos durante el último Funcinema Radio, Mitre realiza una operación narrativa -e incluso estética- similar a la concretada por Steven Spielberg en The Post. Es decir, un relato que, para sustentar su discurso político -que dice cosas sobre el pasado histórico, pero también sobre el presente, y cómo el presente lee ese pasado-, no teme combinar diversas superficies genéricas, que van confluyendo a buen ritmo y siempre al servicio de lo que se cuenta. Por eso Argentina, 1985 es, esencialmente un relato de profesionales debiendo encarar una tarea titánica, que los pone frente a una estructura de poder ciertamente atemorizante. Desde ese soporte es que va incorporando elementos del thriller político -con unos cuantos elementos paranoicos- y judicial, mientras a la vez se permite apelar a saludables dosis de comedia (tanto en el plano familiar como en el laboral) que eluden, por suerte, grados de solemnidad que podrían haber resultado contraproducentes. Pero hay una diferencia muy importante respecto al Spielberg de The Post, además de la experiencia y capacidad que carga el realizador norteamericano: si Spielberg, aún siendo un demócrata convencido, no tenía miedo de decir y mostrar cosas que podían ofender o incomodar al Partido Demócrata -por ejemplo, el rol negativo que jugó Kennedy en la Guerra de Vietnam-, a Mitre le cuesta una enormidad ir a fondo y adentrarse en los grises y oscuridades que rodearon al Juicio a las Juntas. Es entonces que Mitre elige -quizás por una cuestión de economía de recursos, pero también de cierta comodidad- enfocarse específicamente en la tarea de Strassera y su equipo encabezado por Luis Moreno Ocampo, tomando algunas decisiones que parecen destinadas a armar un relato lo menos polémico posible. Por eso hay instancias para exculpar un poco al peronismo y mostrar algunas ambivalencias dentro del radicalismo, aunque eventualmente quede bien parado. Del mismo modo, no deja de ser llamativo cómo se muestra un apoyo de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo al Juicio que no fue tal, no al menos en sus etapas iniciales. Pareciera, en algunos pasajes, que Mitre no quisiera ofender a nadie, lo cual es obviamente imposible, porque incluso la neutralidad puede resultar una posición ofensiva para muchos. Si en unos cuantos pasajes, Argentina, 1985 consigue otorgarles cierta ambigüedad a sus protagonistas -Strassera no deja de ser un héroe a su pesar, alguien con miedo a fracasar pero que en un momento acepta su destino y pisa el acelerador a fondo-, no lo hace tanto con el paisaje que los rodea: los malos y buenos son fácilmente identificables, las revelaciones cambian las opiniones de los que dudan fácilmente, la sociedad se une sin grandes transiciones y, para las decisiones problemáticas, solo basta con una simple aclaración. En eso, la secuencia del testimonio de Ítalo Luder referido al decreto de aniquilación que firmó en 1975 o líneas de diálogo puntuales pero decisivas –“vamos a darles a los militares lo que no les dieron a sus víctimas: un juicio justo”-, es sumamente representativa de la tibieza casi estilo Billiken que maneja la película. Se puede rescatar, nuevamente, la noción de profesionalismo que retrata la película, que aplica muy bien en la secuencia de montaje que explica cómo se fue pensando y armando el alegato final de Strassera. También que esa corrección política que despliega -paradójicamente, sobre un grupo de personas que en su momento hizo lo que era considerado políticamente incorrecto- obedece a la necesidad de poder conectar con un público argentino que hace rato que le cuesta aceptar una interpelación incómoda a su visión sobre la Historia. “Los ánimos están muy caldeados, rescatemos la noción de consenso que implicó el nacimiento de la democracia, en eso estamos de acuerdo todos”, pareciera decirnos la película, pero también Mitre y, con él, Llinás. Puede ser, pero eso no deja de ser falso: la democracia argentina -como muchas otras- se hizo rompiendo esquemas, con avances y retrocesos que el film está lejos de revelar y ni siquiera mira de reojo. Por eso también la épica está casi ausente en el relato, con la excepción de la secuencia del alegato final, que nos permite recordar que es una de las mejores piezas discursivas de la historia política mundial, no solo por su contenido, sino también por la circunstancia específica en que se enunció. Claro que ese momento audiovisual ya estaba disponible para nuestros ojos y oídos, sin necesidad de recrearlo. Argentina, 1985 es una muestra representativa del cine político argentino que supimos conseguir: uno efectivo y liviano, que no ofrece grandes interrogantes, que da todas las respuestas esperables y que, desde ahí, tiene poco para agregar a lo ya dicho.
ESO, NO TE PREOCUPES El debut de Olivia Wilde en la dirección con Booksmart había despertado enormes esperanzas. Era una película divertida y conmovedora a la vez, con personajes adorables incluso en sus defectos y que transitaba una multitud de temas y conflictos con una naturalidad pasmosa. Por eso es que No te preocupes cariño es una decepción importante y más aún al darnos cuenta de que la realizadora cede toda posibilidad de riesgo frente a una acumulación de estereotipos temáticos y narrativos en un thriller carente de tensión y sorpresa. No deja de ser llamativo que la superficialidad sea la marca registrada del film, a pesar de que su foco sea la construcción de apariencias, a partir de la historia de Alice (Florence Pugh), quien parece tener una vida perfecta. Es feliz con su marido Jack (Harry Styles), quien trabaja en un proyecto secreto y a quien aguarda todos los días en su casa, que siempre luce espléndida. Y su existencia es igual a la de todas las demás mujeres de Victoria, una comunidad donde no parece haber nada fuera de lugar. Todo es bello y reluciente, sin alteraciones, un paraíso que combina calma y euforia por el progreso, en un fino balance. Hasta ese equilibrio empieza a derrumbarse, la percepción de Alice se va alterando progresivamente y ese mundo supuestamente ideal va exhibiendo sus grietas y secretos oscuros. Si todo suena muy parecido a una combinación entre la metáfora paranoica de Las mujeres perfectas y la reflexión sobre el artificio de The Truman Show, es porque bastante de eso hay. Lo cierto es que No te preocupes cariño nunca logra salir de esas comparaciones obvias -y quizás odiosas-, por más que Wilde acumula ideas visuales (algunas más potentes que otras) por todos lados. La ambición formal es innegable, lo mismo que su falta de propósito concreto y la sistematicidad en función de la estructura narrativa. Incluso pareciera que Wilde se sintiera un poco fascinada con ese universo falso que despliega, con sus colores, espacios y tonalidades. De ahí que la película no pueda evitar, casi desde el comienzo, ser un objeto lustroso y artificial, que cuando quiere mostrarse reflexivo luce forzado y que despliega una serie de personajes que casi nunca salen del estereotipo. En ese esquematismo constante, el único que la pasa bien es Chris Pine, interpretando a un villano desatado. En su recorrido predecible de revelaciones, No te preocupes cariño quiere sorprender con un giro al estilo Philip K. Dick en sus minutos finales, pero falla por completo. Para ese momento, todo se adivina con anticipación y, lo peor, no importa demasiado. La discursividad anti-machista cae, entonces, en saco roto, porque está sostenida en el diseño de arte y el vestuario antes que en los protagonistas. Si bien Wilde ya demostró que puede hacer cosas muy interesantes y que dispone de las herramientas para conseguir un impacto estético considerable, No te preocupes cariño es un tropiezo importante, del cual esperamos que se recomponga. Mientras tanto, su salto de la comedia al drama le ha restado capacidad disruptiva y la ha colocado en lugares plagados de obviedad.
UNA COMEDIA POLICIAL TAN CORRECTA COMO INOFENSIVA Hay películas buenas o malas, excelentes u horribles, que ofenden o apasionan de diversas formas a unos u otros. Y hay películas inofensivas, que nos dejan indiferentes, sin que podamos calificarlas positiva o negativamente con certeza, porque no nos generan emoción en particular. En esa fina línea transita Mira cómo corren, por más que se esfuerce en ser un experimento relativamente renovador. Es cierto que el film de Tom George busca ser ligero y chispeante, casi un entretenimiento refinado para pasar un buen rato, destinado a un público adulto que suele llevarse bien con una vertiente del cine británico que combina el policial con la comedia. De ahí que la utilización de la figura de Agatha Christie como enlace conflictivo entre el mundo teatral y el cinematográfico no sea una mera excusa argumental. Hay toda una operación autoconsciente en su relato, centrado en el asesinato de un director de cine estadounidense durante una fiesta posterior a la representación de La ratonera, una de las obras teatrales más famosas de la autora británica. El sujeto asesinado había sido contratado para dirigir la adaptación cinematográfica y los encargados de la investigación, un veterano inspector demasiado afecto a la bebida (Sam Rockwell) y una novata agente de policía (Saoirse Ronan) deberán lidiar con una multitud de sospechosos y encontrar al culpable, que, por supuesto, será el menos pensado. El inconveniente principal de Mira cómo corren es que en la mayoría de su metraje suele confundir ligereza con superficialidad y chispa con canchereada. Si bien la película amaga con reconvertir la estructura de su género y desde ahí subvertir expectativas, a pesar de acumular unas cuantas subtramas y tonalidades, a la larga se termina conformando con repetir los mismos lugares comunes sobre los que ironiza. Por eso su puesta en escena algo juguetona es esencialmente un gesto banal, casi vacío de sentido, porque encima no queda del todo claro el compromiso de la estructura narrativa con lo que tiene para contar. Ante estas limitaciones, Mira cómo corren parece finalmente conformarse con ser un cuentito policial correcto y apenas simpático, con un dúo protagónico que se sostiene principalmente sobre el carisma de sus intérpretes. Y si el mundo que despliega quiere entrelazar la ficción con la realidad e indagar en las conflictividades entre las artes, lo hace con una sumatoria de esquematismos sobre los cuales apenas si innova. De ahí su imaginación limitada -a pesar de un trabajo impecables en distintos rubros técnicos, como el vestuario y la dirección de arte- y su carácter efímero. Mira cómo corren no ofende a nadie, pero tampoco va a ser recordada por nadie.
ENTRE LO IMPLÍCITO Y LO EXPLÍCITO Hay una corriente del cine de terror cuyos realizadores parecieran buscar que sus películas sean “más que una de terror” y que sean obras, desde lo formal y temático, que sean evocaciones de algo mucho más profundo que simplemente el miedo, el temor o la angustia. Es un cine que muchas veces parece dirigirse a un público que siente un poco de culpa por ver un género al que suele considerar menor, un “terror para los que no les gusta el terror” y del cual podría decirse que forman parte cineastas como Jordan Peele, Ari Aster, Robert Eggers y Alex Garland. Ha dado, es innegable, algunas películas potentes e interesantes, aún en sus defectos, como El legado del diablo y ¡Huye! Pero también sigue una agenda que en muchas ocasiones pone los mensajes por delante de la historia, el gesto sociológico antes que los personajes y que hasta subestima su propia materialidad. A esta nueva senda se suma Zach Cregger con Bárbaro, una película que trabaja con una premisa mínima a la que le va agregando vueltas de tuerca y capas de sentido, en el sentido tanto positivo como negativo. El relato se centra en una joven (Georgina Campbell) que viaja a Detroit para una entrevista de trabajo y que alquila una casa a través de Airbnb, pero que cuando llega, en una noche lluviosa, descubre que ya está ocupada por otro joven (Bill Skarsgård), quien le sugiere quedarse, ya que no hay otras alternativas de alojamiento. Pero en el sótano de esa casa, que parece común y corriente -aunque está ubicada en un barrio que es tierra arrasada-, la protagonista descubre una puerta secreta que conduce a un tétrico pasadizo, que aloja un secreto bastante horripilante. El film se toma su tiempo para desencadenar por completo su conflicto, incluso subvirtiendo expectativas a partir de cómo posterga el estallido pleno del horror. Eso no le impide generar tensión, sino que incluso favorece ese objetivo: Cregger maneja muy bien las posibilidades expresivas de los espacios vacíos -que incluyen el paisaje decadente y derruido que rodea la casa-, la profundidad de campo y los sonidos, que encima se potencian gracias a una banda sonora que logra grandes momentos de inquietud. Asimismo, la premisa inicial da paso a giros temporales que le dan a la narración un sesgo mucho más ambicioso, a partir de cómo indaga en conceptos vinculados a las masculinidades tóxicas, con la introducción de un personaje interpretado por Justin Long que es clave. Es probablemente este último aspecto el más problemático, porque coloca al film en una posición mensajística y queriendo prenderse a la ola woke, que no suele preferir las construcciones narrativas sutiles. En el último tercio del metraje, todo lo que estaba implícito o apenas insinuado pasa a quedar completamente explícito, lo cual no solo incluye la mirada sobre el machismo, sino también sobre esa parte de la sociedad estadounidense que se ha caído del tejido social, las maternidades retorcidas y la indiferencia ante la violencia. Ahí es donde Bárbaro se vuelve demasiado obvia y hasta innecesariamente canchera en su visión sobre el horror, con vueltas de tuerca que dejan en claro que a Cregger le importa más el contenido ideológico -y, por ende, en apuntar a un público con una formación supuestamente “progresista”- que los personajes. En ese afán por ser algo más que “una de terror”, en mostrarse “distinta”, es que termina cambiando una serie de lugares comunes por otros y que pierde la oportunidad de ser esa gran película de horror que amagaba con ser en su primera mitad.
MÁS DISEÑO QUE HORROR Hay un momento donde, sin necesariamente sorprender, Invitación al infierno logra sacudir al espectador. Es una secuencia ya entrada la segunda mitad del metraje, donde la película muestra todas sus cartas y se deja llevar por lo que propone su relato, acercándose a lo perturbador. Pero son apenas unos minutos en un film demasiado preocupado por conectar con un público formado a partir de franquicias artificiales como La Saga Crepúsculo o 50 sombras de Grey. En el argumento de Invitación al infierno había también un obstáculo de base, ya que requiere una fuerte suspensión de credulidad, en el sentido de aceptar como creíble lo increíble. Tenemos a Evie (Nathalie Emmanuel, siempre tan bella como irreal), una joven de clase trabajadora luchando por terminar su carrera como artista en Nueva York, que tiene una única amiga, escasa suerte en el amor y que todavía no logra superar el duelo por el fallecimiento de su madre. Medio por casualidad, se inscribe en un programa y se somete a una prueba de ADN, para terminar descubriendo a un primo lejano de Inglaterra, quien la invita a una boda en su país. Hacía allí parte Evie, encontrándose en una mansión de ensueño -y también un poco inquietante- en medio de la campiña inglesa, fascinada con todo lo que ve, enamorándose casi a primera vista del encantador dueño de la propiedad y sin hacerle mucho caso a todas las cosas raras que ocurren en el lugar. Hasta que, obviamente, se revelan las verdaderas razones detrás de tan amable y espontánea invitación, cuando ya es muy tarde para escapar. Todo medio rebuscado y hasta inverosímil, pero sostenible en las manos adecuadas. Lamentablemente, no hay nadie medianamente capacitado al mando de la película. Si el guión de Blair Butler redunda en explicaciones y gasta demasiados minutos en llegar a lo que realmente tiene para contar, la directora Jessica M. Thompson filma todo con un tono que alterna entre lo meloso y lo efectista. De ahí que todo sea impostado y trillado, sin imaginación para crear atmósferas realmente inquietantes, más allá de algunas ideas sólidas, pero aisladas entre sí. Y, después de la vuelta de tuerca mencionada previamente, la película no levanta, todo vuelve a ser rutinario y predecible, hasta arribar a resoluciones tan tranquilizadoras como forzadas. Con una puesta más preocupada por los rubros técnicos -lo que más se termina destacando es el vestuario y la dirección de arte-, Invitación al infierno es puro diseño y casi nada de horror. Y encima trae una bajada de línea feminista totalmente tirada de los pelos. Lo que se dice cine de terror tan brilloso como efímero.