¿Para qué filma Robert Rodríguez? A Robert Rodríguez le está pasando algo parecido a lo que le pasó a Woody Allen durante unos cuantos años, cuando su costumbre de estrenar una película por año terminó afectando su creatividad, entregando films que poseían interés, una búsqueda fuerte y arriesgada, como Dulce y melancólico, pero también otros anodinos, como Melinda y Melinda, La maldición del escorpión de jade o Ladrones de medio pelo. La culpa no era sólo de Allen: habían también estrellas dispuestas a poner sus nombres en sus diversos proyectos (buscando un prestigio que ya no era tal), un sector de la crítica que lo defendió hasta en sus peores momentos y un público fiel incluso hasta la inmolación. Aún se sigue percibiendo algo de eso en el director, cuando observamos por ejemplo A Roma con amor, pero la aparición de un film vital, lleno de ideas, como Blue Jasmine, hace augurar una renovación en sus energías. Rodríguez también empezó a entrar en esa dinámica del filmar por filmar, sin renovarse. Y lo puede hacer porque tiene un montón de actores que se ponen a su disposición (evidentemente es un tipo simpático y el hecho de que sepa trabajar tan rápido ayuda bastante), porque hay una parte de la crítica que lo sostiene pese a sus vaivenes y un público propio. Esta secuela, más las de La ciudad del pecado, la cuarta entrega de Miniespías, el desarrollo de una versión televisiva de Del crepúsculo al amanecer y la creación de un canal de televisión propio como es El Rey Network lo van acercando cada vez más al rol de productor, o de creador (más bien reciclador) de conceptos vendibles, y alejándolo del de director. Además, hay que ser buenos: el aporte que Rodríguez ha hecho al cine es ínfimo al lado del de Allen, un realizador que cuando falló no fue por la repetición de historias, sino por la pereza a la hora de explorarlas. Rodríguez, como lo prueba Machete kills, ni siquiera se está poniendo a pensar formas narrativas nuevas en su cine. En esta continuación de las aventuras de Machete, la trama podría parecer lo de menos, aunque a medida que pasan los minutos la cosa se va enredando cada vez más, a la vez que estira en demasía el metraje. Machete kills es un film que da la impresión de ser de cartón corrugado, aunque a la vez insinúa una enorme ambición, contando muchas cosas a la vez, volviendo a hacer un alegato seudo político, donde aparecen Demián Bichir como un revolucionario psicópata, Mel Gibson como un millonario que encabeza una corporación armamentista que busca crear el caos en el mundo y Charlie Sheen (alias Carlos Estévez) como el presidente de los Estados Unidos, quien convierte a Machete en un mercenario de su país. Todo está amontonado sin demasiado orden y el asunto acaba siendo monótono y carente de interés. Pero no son la politiquería adolescente ni la torpeza narrativa lo peor del film, sino el machismo y el sexismo que delatan sus imágenes y el tratamiento para sus personajes femeninos. Lo que empezó como una pose canchera y hasta inocente en el cine de Rodríguez, se ha convertido prácticamente en una postura ideológica. La única manera en que el director parece que puede filmar a las mujeres es resaltando sus tetas y culos, de forma totalmente objetual y a la vez puritana, porque a la hora del sexo recurre a truquitos baratos para no mostrarlo (hasta podríamos decir que censurándolo). Raro en un cineasta que previamente, como en La balada del pistolero, se tomaba su tiempo para los desnudos y el sexo, aunque fuera terriblemente grasa a la hora de mostrarlo. En Machete kills lo único que tenemos es la exhibición de los cuerpos al estilo Familia Sofovich. Queda claro, tanto al principio como al final, que queda una tercera parte, que quizás no será la última. Es que claro, Rodríguez se debe a su público, aunque sea cada vez más reducido. Y se debe a Hollywood, del mismo modo que Machete acepta deberse a los Estados Unidos, sin conflictuarse demasiado. Por eso sigue brindando más de lo mismo, en piloto automático, desempeñándose como ejecutivo y alejándose de su papel de director. Ojalá que revierta esta tendencia, porque si no su carrera se va a ir al tacho.
Una peli que se las sabe todas Para abordar la comedia romántica hay que tener conocimiento sobre las reglas del género y al mismo tiempo humildad para permitirse descubrir aspectos sobre una historia, sus personajes y los temas que se transitan, transmitiéndoselos al espectador. El amor dura tres años demuestra un desconocimiento llamativo sobre cómo funciona la comedia romántica -o más bien sabe la teoría, pero no la práctica- y a la vez cree conocer todas las respuestas sobre los misterios de la vida. Y la verdad que es muy aburrido pasar una hora y media con un film que se la pasa diciendo que es lo más genial del universo. El film, de entrada, ya tiene una contra importante: su protagonista es lo menos carismático del universo, en casi ningún momento genera empatía con el espectador. Marc Marronnier es un crítico literario que, luego de divorciarse, escribe un libro con un seudónimo donde hace toda una descarga en contra del amor, la pareja y las mujeres, y que termina convirtiéndose en un inesperado éxito. El problema es que en el medio conoce a Alice, la pareja de su primo, con quien comienza una relación amorosa, sin que ella sepa que él es el autor de una obra a la que ella considera tan infantil como misógina. A Marc lo vemos con todas sus contradicciones a cuestas y lo cierto es que nos importa poco y nada, porque tanto cuando se muestra cínico y machista, como cuando se revela sentimental y totalmente enamorado, lo hace desde la superficialidad, sin que se perciba ningún tipo de coherencia en sus conductas. El director y guionista Frédéric Beigbeder (quien adapta su propia novela) apunta a replicar el estilo de Woody Allen en la neurosis que muestran los personajes, y el de Stephen Frears/John Cusack/Nick Hornby en Alta fidelidad en la mirada a cámara, interpelando a cada rato al espectador, pero su visión se termina pareciendo bastante más a la de Adrián Suar en Igualita a mí y Un novio para mi mujer. Es decir, lo que tenemos es al típico macho con rasgos intelectuales al que se le terminan perdonando todas sus hipocresías porque bueno, el pobre muchacho en el fondo es sensible, débil, se equivoca, tuvo una historia pasada que no resultó y miren que está recontra enamorado. Lo está básicamente porque lo decidió el guión, a pesar de la poca química que tiene con la chica en cuestión. En el medio, El amor dura tres años se la pasa tirando líneas supuestamente ingeniosas, de las cuales casi ninguna da resultado. Lo mismo le sucede con ciertas ideas visuales para causar risa o emoción en el espectador, que al final terminan causando vergüenza ajena. Indudablemente el ego de Beigbeder es grande y piensa que está en condiciones de hacer la comedia romántica del nuevo siglo, cuando en verdad sus ideas atrasan unas cuantas décadas. No sé cómo será su literatura, pero su cine es tan pedante como intrascendente.
La familia occidental y cristiana Uno podría decir que el aval, la comprensión o incluso la institucionalización de la justicia por mano propia es uno de los rasgos mayúsculos de la cultura estadounidense, y no faltaría a la verdad. Pero sería una verdad a medias, porque en realidad esa postura ideológica forma parte de toda la civilización occidental, e incluso atraviesa sectores supuestamente progresistas o de izquierda. Lo que sí saben hacer mejor los yanquis es presentarla de forma más atractiva, venderla, reproducirla tanto para afuera como para adentro. La sospecha, que en su relato incorpora una visión cristiana al asunto, es un ejemplo más de cómo ese paquete indigesto se puede ofrecer con un envoltorio de prestigio. En los primeros minutos, que desarrollan rápidamente la premisa, está lo mejor del film: el relato presenta a dos parejas, Keller y Grace Dover (Hugh Jackman y Maria Bello), y Franklin y Nancy Birch (Terrence Howard y Viola Davis), que se juntan en compañía de sus hijos para celebrar el Día de Acción de Gracias. Durante la reunión, las niñas menores de cada matrimonio salen de la casa a jugar, y terminan desapareciendo. Los padres las buscarán desesperados pero no aparecerán, con lo que la investigación quedará a cargo del detective Loki (Jake Gyllenhaal) que deberá lidiar no sólo con la dificultad del caso en sí, sino también con las presiones de Keller, quien no se pondrá ningún límite para encontrar a su hija, hasta el punto de secuestrar a un sospechoso (Paul Dano), con el único objetivo de hacerle confesar. En esos tramos iniciales, donde se va construyendo el conflicto, el director Denis Villeneuve sostiene el relato a través de una puesta en escena despojada, con abundantes planos generales o de conjunto, sin mover demasiado la cámara, apoyándose más que nada en la capacidad del elenco, donde también figuran nombres como el de Melissa Leo, como la tía del sospechoso. Pero pronto se empieza a notar que al film lo único que le importa es el drama del personaje de Jackman y, en menor medida, el de Loki. Poco le interesa lo que le suceda a los personajes de Bello, Howard, Davis, Dano o Leo, quienes sólo figuran para accionar diversos disparadores en el guión. No, el único centro parece ser el conflicto, o la colisión moral entre Jackman, que está dispuesto a todo para traer a su hija sana y salva, y Gyllenhaal, quien siempre se ha comportado de manera profesional pero acá se ve desbordado por la situación. Ellos dos, y nada más que ellos dos: un padre y un joven investigador de la policía. Se podría entender que haya un foco dramático, pero no deja de ser llamativo cómo para la película es casi irrelevante lo que le pasa al matrimonio Howard-Davis (y a su hija), o a la esposa de Jackman: este desdén por las mujeres (que en la historia son torpes o directamente inactivas, sin capacidad de dar pelea) y por los afroamericanos (al personaje de Franklin se lo ve básicamente como un tipo sin los huevos necesarios para la situación) es una decisión ética y moral que no puede pasarse por alto. Las decisiones estéticas de Villeneuve, que en el tramo inicial funcionaban, a medida que pasan los minutos van revelándose como improductivas e incluso cobardes, porque se van convirtiendo en vehículos para justificar las peores decisiones posibles. Si en un principio el secuestro, el apriete o la tortura eran observados con cierto resquemor, pronto las vicisitudes y presiones que atraviesan los dos personajes principales terminan otorgándoles legitimidad, de la mano de una narración tramposa que hace malabarismos tanto con el enigma policial como con las disyuntivas éticas o morales, manipulando ambas variables sin el más mínimo respeto. La sospecha es una película que se baña a sí mismo de reputación, de complejidad, de ceremoniosas referencias religiosas enmarcadas en un relato que alcanza las dos horas y media. Pero detrás de esa superficie lo único que hay es un discurso vacuo y reaccionario, horrorosamente estirado (sobran fácil sesenta minutos) donde las instituciones cristianas y familiares legitiman lo ilegal, y el castigo sólo es para los “malos” que el film elige con despótica arbitrariedad. La sospecha es en cierto modo el opuesto ético y moral a Desapareció una noche, la ópera prima de Ben Affleck, donde había una permanente problematización de las causas y consecuencias de las acciones que se toman frente a un hecho aberrante, y las preguntas eran tan difíciles como las respuestas. En el film de Villeneuve todos los interrogantes son fáciles, y más aún las contestaciones. Hasta en el plano final son absolutamente antagónicas: aquella dejaba al espectador totalmente desestabilizado, obligado a pensar y pensarse; ésta lo deja tranquilo, sin ninguna clase de inquietud, sin la obligación de analizar nada.
Una de Cormac McCarthy Si hay algo que distingue a Ridley Scott es su capacidad para invisibilizarse como autor, no evidenciando sus marcas de estilo o su punto de vista. Es distinto a lo que era su hermano Tony, que construyó una filmografía plagada de testosterona, de personajes masculinos que hacían de su profesión una declaración de principios y que transitaban films de ritmo acelerado y montaje videoclipero. Con Ridley es más difícil establecer patrones, lo que le ha permitido convertirse en vehículo de películas interesantes y estimulantes (y muy distintas entre sí), como Los duelistas, Alien y Blade runner, aunque esta falta de personalidad lo ha conducido a caer en la intrascendencia o mejor dicho, lo indignantemente intrascendente: de sus últimos veinte años, sólo se pueden rescatar Lluvia negra, Gladiador y Gángster americano. De films como Thelma y Louise, Hasta el límite, Corazón de héroes, Hannibal, La caída del halcón negro, Los tramposos, Un buen año, Robin Hood o Prometeo no vale la pena hablar mucho. Con El abogado del crimen, Ridley vuelve a tomar su papel de artesano, dedicándose a poner en imágenes un mundo configurado por Cormac McCarthy, autor de los libros en que se basaron Sin lugar para los débiles y La carretera, y que acá ejerce de guionista. El film se centra en un abogado (Michael Fassbender) que se mete en un negocio de drogas en el que todo lo que podía salir mal, sale mal, con lo que su vida (que incluye a su hermosa pareja, interpretada por Penélope Cruz, a la que acaba de proponerle matrimonio), se va por el inodoro rápidamente. No dejan de ser atractivos (y hasta arriesgados) dos aspectos del relato. En primer lugar, cómo se toma una buena cantidad de tiempo para presentar un universo de pura superficie y ostentación, de autos lujosos, trajes caros y pasatiempos bizarros, que en realidad es un castillo de naipes que puede ser sostenido o derrumbado, según convenga, por fuerzas que no temen desatar una violencia extrema. La gran mayoría de los individuos que integran este entramado (incluidos los personajes encarnados por Javier Bardem, Cameron Diaz y Brad Pitt) son, en mayor o menor medida, conscientes de esta fragilidad. Las excepciones son Fassbender y Cruz, quienes hasta último momento tratan de convencerse de que pueden salvarse, hasta que la realidad hace lo suyo. En segundo lugar, como evidencia que los verdaderamente poderosos, los que manejan los hilos, o no aparecen, o son vistos emitiendo órdenes, porque a la hora del verdadero horror, de la matanza y la sangre, ellos no están, no se mezclan, son como meros fantasmas, y sólo se dedican a aprovecharse de los resultados. El abogado del crimen, es un filme sobre los peones del ajedrez criminal, los que terminan siempre pagando los platos rotos. Si El abogado del crimen se complementa en cierta forma con el panorama trazado por Sin lugar para los débiles, termina lejos de la excelencia de la película de los hermanos Coen básicamente porque Scott no puede acomodarse de manera pertinente a los diálogos escritos por McCarthy, demasiado literarios por momentos (como en la conversación telefónica entre Fassbender y un personaje interpretado por Rubén Blades, donde hasta se cita a Machado de manera bastante superflua) ni imprimirle el rigor requerido a la narración, que recién en la última media hora adquiere el vigor necesario. Aún así, este film, demasiado maltratado por la crítica (y el público) en los Estados Unidos, no deja de ser un recorte seco y brutal de un momento, de una instancia del paisaje criminalístico que alimenta y a la vez canibaliza a la sociedad occidental.
Un mundo vacío Había que reconocerle a Thor que, sin ser un gran film de superhéroes, no dejaba de ser bastante atendible, básicamente porque Kenneth Branagh se interesaba, y mucho, por el drama familiar que se iba desenvolviendo entre el dios del trueno (Chris Hemsworth), su padre Odín (Anthony Hopkins) y su hermano Loki (Tom Hiddleston) como disparador de otras subtramas, el romance y la aventura. A la hora de la acción, la película no tenía demasiado para dar, pero le alcanzaba para ser una digna introducción a Los Vengadores -con la presentación de un villano ambiguo, complejo y carismático, capaz de sobrevivir frente a cualquier tipo de obstáculo y/o derrota- sin dejar de poseer cierta autonomía en cuanto a la configuración de su mundo. Alan Taylor, director que ganó prestigio a partir de su trabajo en la serie Game of thrones, parecía ser una elección bastante acertada para la realización de Thor: un mundo oscuro. Sin embargo, había que tener en cuenta lo siguiente: la serie de HBO va construyendo y cimentando su multitud de historias, todas entrelazadas, a lo largo de varias temporadas de trece capítulos cada una, donde lo que importa y tiene más peso son las intrigas palaciegas, en detrimento de las batallas, violentas y espectaculares sí, pero que son más bien consecuencias lógicas de las interacciones de diverso tipo (románticas, familiares, políticas, éticas) entre los personajes. En cambio, la secuela de Marvel pretende contar muchas cosas (que encima se vinculan con films anteriores y futuros) en apenas dos horas, y lo que hace avanzar más que nada el relato son las escenas de acción. Quizás por eso Taylor casi nunca consigue imprimirle vigor a la narración o generar empatía por los protagonistas. Pero lo cierto es que Taylor no es el único responsable de las fallas en la película. El guión de Christopher Yost, Christopher Markus y Stephen McFeely (con historia de Don Payne y Robert Rodat) hace desfilar una multitud de figuras casi de cartón, cuyos papeles jamás adquieren relevancia: poco importan y/o conmueven las diferencias de puntos de vista entre Thor y Odín; el renacimiento de su romance con Jane Foster (Natalie Portman); su aparente tensión sexual con la Sif que hace Jaimie Alexander (apenas algunas miradas o frases, dando la impresión de que mucho quedó en la sala de montaje); o lo que puedan aportar sus compañeros de armas. Menos aún Malekith el Maldito (Christopher Eccleston), un antagonista sin gracia o atractivo, que quiere destruir todos los universos vaya a saberse por qué. Apenas tenemos algunas líneas de diálogos bastante humorísticas aportadas por Darcy Lewis (Kat Dennings) y Erik Selvig (Stellan Skarsgård), aunque lo mejor vuelve a ser Loki, gracias a la solvencia y desparpajo de Hiddleston, el único que entiende bien de qué viene el asunto y da la impresión de reírse de todo y de todos, aún en los momentos más trágicos. Hasta en la banda sonora -redundante en los momentos dramáticos, sin aliento épico en los de acción- se le notan las deficiencias a Thor: un mundo oscuro, que recién en los minutos finales adquiere suficiente energía, a partir de un combate bastante entretenido, gracias al juego con distintas dimensiones, los elementos que los integran y el desempeño de los personajes en función de lo espacial. Sin embargo, no le alcanza para escapar de la etiqueta de primera película realmente fallida de Marvel desde que comenzó su serie de Fases con Iron Man. Sin brío ni impacto, es apenas un trampolín a The Avengers: Age of Ultron, previa escala en Capitán América y el soldado del invierno.
Como Sidney Poitier 1-Hay una escena que es ejemplificadora de la “calidad” de El mayordomo. Es una cena familiar, donde los padres traen a cenar a su hijo mayor y su novia. Es más bien una reunión familiar, porque hace bastantes años que no se ven y no precisamente por razones muy lindas. Para tratar de bajar un poco la tensión, la madre (Oprah Winfrey) cuenta que fueron junto a su marido (Forest Whitaker, quien también es el mayordomo del título) a ver Al calor de la noche, una película con Sidney Poitier, un actor al cual admiran un montón, porque es alguien que, al ganar un Oscar, le está abriendo muchas puertas a los negros. El hijo, ante eso, contesta algo bastante cierto: que Poitier es como el Tío Tom, es decir, el negro que hace y dice lo que todos los blancos bienpensantes quieren oír para no sentirse mal respecto a los problemas raciales porque claro, al final los negros están progresando. El problema es que ese hijo que contesta es un pedante miembro de las Panteras Negras (que un par de secuencias después el film va a encargarse de dejar bien en claro que eran un grupete de violentos y asesinos que sólo aportaron caos a Estados Unidos en los sesenta), con una novia promiscua sexualmente -que (¡horror!) se saca su campera y queda en una musculosa que insinúa sus atributos femeninos- y que es tan grosera que hasta eructa en una mesa ajena. Obviamente, el muchacho será echado de la casa junto a su pareja. Es que, diablos, ¡habló mal de Sidney Poitier! 2-Nunca creí que la historia estadounidense de los últimos cincuenta años (repleta de personajes, hechos y tópicos apasionantes) podía aburrirme tanto. El film toma a Cecil Gaines, quien sirvió como mayordomo de ocho presidentes en la Casa Blanca, para hacer todo un racconto histórico, pero se termina contagiando de su personaje (dedicado a ser casi un adorno, o a lo sumo una presencia habitual para los poderosos, quienes al final le tomaban cariño, como si fuera una mascota) y no termina diciendo más que lo obvio, lo mil veces transitado: los negros tuvieron que sufrir mucha violencia racial y les costó un montón obtener la igualdad de derechos, pero al final se hicieron su lugar; Eisenhower era un viejo simpático y discreto en sus modos; Nixon siempre fue medio antipático, grosero e inseguro; Kennedy era re lindo y piola con los negros (lo mismo que su esposa e hijos), y por eso lo mataron; Ronald Reagan y su esposa Nancy eran súper amenos, pero al final no hicieron las reformas sociales y civiles adecuadas; y ahora que llegó Obama a la presidencia los negros ya pueden estar tranquilos, porque triunfaron y se les acabaron los problemas. Eso sí, aprendí que Lyndon Johnson tenía problemas digestivos y que cuando iba al baño le costaba tanto cagar que hasta tenía que tomar jugo de ciruelas sentado en el inodoro. Pero mirá vos que interesante… 3-Después del Amadeo de Metegol y el Francella enano de Corazón de León, pensé que ya habíamos tenido suficientes protagonistas repulsivos y antipáticos durante este año. Pero no, faltaba El mayordomo, que nos presenta una familia que es como la de El show de Cosby en versión sórdida y decadente: está el padre incapaz de demostrar afecto a sus hijos, sólo preocupado por el laburo y con una postura anti-política, no sea cosa de meterse en quilombos; la madre que fuma como una chimenea, bebe sin parar y engaña al marido; el hijo que dice que milita porque quiere cambiar al mundo, pero en realidad lo hace para rebelarse frente al padre, sin agradecerle que le haya dado dinero para estudiar (los pibes son evidentemente muy ingratos, parece decirnos la película); y el hijo más pequeño que se va a morir a Vietnam porque sí, porque tiene que defender al país, o porque el relato tiene que hacer referencia a esa guerra, y qué mejor excusa que esa, o porque quizás no entendió el gesto de Muhammad Ali cuando se negó a ser reclutado. Después, claro está, todo se acomoda, la familia se reconcilia, vuelve a unirse, pero de la manera más forzada posible, con la excusa de estar basada en “hechos reales”. 4-Lee Daniels ya había hecho Preciosa, un film que podía tener algunas ideas atendibles, pero que estaban presentadas de la peor manera posible. Ahora, en El mayordomo, vuelve a caer en las obviedades, los planos y/o escenas miserables (los primeros minutos son realmente horrorosos), la voz en off redundante, el estiramiento de las acciones, la construcción de personajes innecesariamente desagradables. Uno ya puede intuir que esta es la forma de filmar de Daniels: el tipo compone sus obras estética y narrativamente de la forma más fea posible no como gesto, sino como única posibilidad de conocimiento, porque sólo le sale filmar feo. Lo extraño es que su cine, a pesar de lo repelente que es en sus formas y discursos, se ha posicionado con gran éxito en Estados Unidos, adquiriendo a la vez un gran prestigio (basta mirar el elenco de esta película, integrado por nombres como Robin Williams, Liev Schraiber, John Cusack, Alan Rickman, Jane Fonda, Cuba Gooding Jr., Lenny Kravitz o James Marsden). De hecho, ya es una marca de fábrica: por algo el título original del film es Lee Daniels´ The butler. 5-Quizás la respuesta al dilema anteriormente planteado es que las bases formales e ideológicas del cine de Daniels comparten muchos principios con la construcción de estrella de Sidney Poitier, actualizados para el nuevo siglo. El suyo es, en definitiva, cine hecho por negros para los blancos.
El mundo puede ser tan delicioso como vos quieras Justo hace unos días hablábamos con Mex Faliero sobre Paka-Paka, coincidiendo básicamente en lo siguiente: es positivo que exista ese espacio para la producción y difusión del género infantil, pero la gran mayoría de sus programas pecan por preocuparse casi únicamente por el “mensaje” antes que por los medios y formas por los que llega el discurso. Sus contenidos se la pasan remarcando sentencias vinculadas a valores como la “diversidad”, la “tolerancia”, el “respeto” y un largo etcétera, imposibles de ser reprochados, pero nunca hay un trabajo fuerte sobre la narración, el diseño de los personajes o la puesta en escena. En consecuencia, sólo queda la bajada de línea, la enseñanza forzada, el didactismo pero no lo didáctico, que siempre tiene que ir acompañado de lo lúdico e imaginativo. Y es entonces que tenemos el estreno de Lluvia de hamburguesas 2, una película que vuelve a poner en evidencia las diferentes formas que hay de abordar una secuela. Este año tuvimos ejemplos de cada una de las aproximaciones en el género animado: en Mi villano favorito 2 se realiza una repetición automática, casi a reglamento del universo en el que está inmerso Gru, con lo que su conflicto respecto a la posibilidad de encontrar una pareja posee mucho menos impacto que el de la paternidad que aparecía en la primera entrega; mientras que Monsters University es la chance de explorar los orígenes de Mike y Sully, el camino previo que recorrieron antes de encontrarse con Boo, situándolos en un ámbito totalmente nuevo, que amplía las variables del mundo en que se desempeñan. El film de Cody Cameron y Kris Pearn está más vinculado al segundo modelo, aunque es una continuación en vez de una precuela. Y es un relato que continúa no sólo narrativamente, sino también estilística y estéticamente, porque va para adelante, no se detiene ante nada, busca romper con todas las barreras posibles. La historia tiene a Flint Lockwood ahora trabajando en la Corporación Live, para el que es su ídolo, Chester V. Sin embargo, se ve forzado a dejar su puesto, por instrucciones de su propio jefe, para ir a desactivar a su famosa máquina productora de comida, que está todavía en operaciones en la isla que era su antiguo hogar, y que ha evolucionado de una manera bastante retorcida hasta producir híbridos que son comida y a la vez animales vivos. Desde el comienzo el film irá retomando un discurso que se veía también en la primera parte: esta cuestión de que las apariencias engañan, de que lo que observamos de determinada forma, cuando nos paramos en otro lugar ya no presenta el mismo aspecto. De hecho, no hay muchas vueltas y pronto nos enteramos que el ídolo de Flint es en verdad un villano, un hipócrita manipulador al que sólo le importa mantener a salvo a su compañía, y que su demagogia corporativa es apenas un método para exprimir a sus empleados. Pero Flint no: él sabe menos que el espectador (y luego que todos sus amigos) y la aventura que se le presenta será un camino de revelación, de aprendizaje sobre lo que significa la amistad, la familia y el potencial de sus invenciones. Lo que parecía horroroso y causaba temor irá mostrando otras capas, relacionadas con la pureza de la diversión y la posibilidad de comunicarse con lo aparentemente ajeno. Lluvia de hamburguesas 2 es un relato sobre el aprender a querer, sobre el recuperar y solidificar ciertos vínculos, sobre el dejar lo pasado para abrazar lo nuevo. La película logra transmitir estos valores porque antes que nada se preocupa por el universo que va cimentando: está repleta de personajes carismáticos, de múltiples capas, que son graciosos pero no se quedan en el mero chiste; va presentando una isla comestible llena de vida, con una invasión de colores y formas pocas veces vista, una delicia para los ojos, el oído e incluso el gusto o el tacto; tiene una trama y una puesta en escena que transpiran voluntad por hacer estallar todo de la manera más virtuosa posible, redoblando a cada momento la apuesta; y posee un conflicto ramificado pero que nunca pierde su centro. A Lluvia de hamburguesas 2 le importa lo que tiene para contar y cómo contarlo, no su moraleja. Y es por eso que, paradójica y a la vez lógicamente, esa moraleja termina impactando de manera positiva en el público. Párrafo aparte para Phil Lord y Chris Miller: ya dirigieron la primera parte, aportaron en Lluvia de hamburguesas como autores de la historia, dirigieron Comando especial y se aprestan a estrenar La gran aventura Lego, cuyos avances son estupendos. Sus nombres ya tienen un peso definitivo en el cine estadounidense de los últimos años: hacen un cine tan masivo como personal, con un corazón muy pero muy grande.
La meseta de Wong Kar Wai Hay realizadores a los cuales en algún momento se los come su propia personalidad, se los devora el personaje que ellos mismos supieron crear. Empiezan a repetirse, a regodearse en sus capacidades, hasta convertir sus virtudes en defectos. Encuentran de esa forma su techo: quizás siguen siendo interesantes, pero a la vez no pueden ofrecer algo nuevo, incluso cuando abordan géneros o temas que supuestamente no son los habituales en su cine. Les ha pasado, en mayor o menor medida, a cineastas como Terrence Malick, M. Night Shyamalan, Jean-Luc Godard o Michael Haneke. Uno, crítico, suele manifestar su cansancio con estos egos que en cierto momento se disparan hasta las nubes, y señala que la autoestima y hasta la megalomanía pueden ser necesarias para impulsar una filmografía y cimentar el punto de vista de un director, aunque es clave hacerse cargo de las responsabilidades propias. Nosotros, los críticos, contribuimos, y mucho, a inflar a ciertos directores, celebrándolos y defendiéndolos a capa y espada no sólo cuando se lo merecen, sino incluso cuando no es pertinente, casi porque sí, o porque también ponemos cierta pulsión egomaníaca en nuestros textos. Y luego atacamos salvajemente, sin transiciones, pasando del amor al odio sin mucha justificación. En base a lo dicho anteriormente, no está mal decir que Wong Kar Wai es un enorme director, uno de los grandes nombres de todo el cine mundial de las últimas dos décadas y que ha sabido entregar películas maravillosas, como Felices juntos, Chunking Express y Con ánimo de amar, pero desde 2046 viene repitiéndose, girando sobre sí mismo, demasiado preocupado por resaltar cada aspecto de los movimientos de los cuerpos, por el peso espacio-temporal de cada plano y el preciosismo de la puesta en escena, cediendo a los peores vicios del cine qualité. El arte de la guerra viene a confirmar esa caída en la filmografía del realizador, desperdiciando una gran chance de abordar el género de las artes marciales desde otra perspectiva, y encima con la historia de Ip Man (Tony Leung), quien fue el mentor de Bruce Lee. El film pretende ser mucho más que una acumulación de peleas, aunque al final termina siendo una acumulación de disputas políticas, familiares y culturales, con la China ocupada por Japón durante la Segunda Guerra Mundial como trasfondo. A Wong Kar Wai lo pueden sus obsesiones estéticas y lo que queda es un relato que es pura cáscara, sostenido sólo en el carisma de Leung y de Ziyi Zhang como Gong Er, con quien Ip Man establece una particular relación. Si Con ánimo de amar se alimentaba del Hong Kong de los sesenta, agregando significaciones y lecturas, a su nueva obra su contexto histórico la frena en vez de impulsarla. Tampoco es cuestión de decretar la total decadencia de Wong Kar Wai o tacharlo de la lista de cineastas interesantes. Pero no deja de ser cierto que su perfeccionismo formal le está quitando espontaneidad, llevando a que su cine sea previsible y mecánico. Sigue siendo un autor con un estilo único y reconocible, lo cual no es poco. Despojarse un poco de la pose y volver a sus fuentes no le vendría mal para salir de la meseta creativa en que se encuentra.
Todo demasiado controlado La verdad que da para preguntarse cuál era la pertinencia de hacer una remake de Carrie: todo el mundo conoce esta historia, a través del libro de Stephen King o su adaptación cinematográfica, sobre una adolescente torturada por todo su entorno, su descubrimiento de sus poderes telequinéticos y su espeluznante (y catárquico) estallido final, donde se carga con gran presteza a todos los que abusaron de ella. Además, el film original es reconocido de forma prácticamente unánime y el terror que empleaba, tanto narrativa como estéticamente, parece ir a contramano de lo que se ve ahora. El miedo que construía el film de Brian De Palma iba a dos puntas, siendo sutil y a la vez brutal, funcionando por una asociación indirecta: lo que causaba temor en el espectador era el hecho de terminar sintiendo una fuerte empatía con los deseos y actos de venganza de la protagonista. Casi todo el relato estaba cimentado en la perspectiva de una joven oprimida que iba convirtiéndose en un terrible monstruo gracias a un contexto horroroso, obligando al público a tomar consciencia de que en determinadas situaciones, ciertas reacciones individuales son inevitables, y que la sociedad no puede manifestar sorpresa frente a lo ocurrido. Frente a esto, una posibilidad de actualizar la historia pasaba por pensar qué cambios ocurrieron en las últimas tres décadas en lo que respecta a las relaciones materno-filiales, los vínculos entre compañeros en los colegios y la influencia del pensamiento religioso. No viene mal recordar que luego del tiroteo de Columbine (y todos los hechos similares que se vienen sucediendo no sólo en tierra estadounidense, sino además en otras partes del mundo) ya nada es lo mismo: el libro y la película en los setenta se habían instaurado como elementos anticipatorios, pero ahora la violencia escolar, sus mecanismos, sus difusos motivos ya forman parte obligada de la agenda educativa y familiar, porque lo metafórico se transformó en real. Del mismo modo, las innovaciones tecnológicas y los nuevos dispositivos tecnológicos ampliaron las posibilidades de la humillación, empujaron los límites, abrieron niveles y canales de reproducción que en los setenta eran impensables. Y en lo que se refiere al discurso de la fe, este ha sabido aprovecharse de las variaciones en el lenguaje, aggiornándose y por ende interpelando con mayor habilidad al creyente, sin resignar visiones oscurantistas: por algo una saga como Crepúsculo es tan conservadora como popular entre el público más joven. Pero lo cierto es que esta nueva versión dirigida por Kimberly Pierce (realizadora de una película con bastante sensibilidad como Los muchachos no lloran) y escrita por Roberto Aguirre-Sacasa profundiza de manera muy escasa y superficial en las diferencias temporales: apenas si tenemos la cuestión de los celulares como método para difundir el primer (y único en realidad) acto de humillación sobre Carrie, quien tiene a la misma madre que en la original, sólo que con el rostro de Julianne Moore. Pero la principal falencia del film es otra, y tiene que ver con su tono y energía: no tiene ni la décima parte del arrojo y locura que tenía la película de De Palma, que era un prodigio de puesta en escena y juego con el punto de vista. En la remake todo sucede mecánicamente, sin garra, confiando demasiado en los desempeños de Chloe Moretz (que lucha contra una esquemática construcción de su personaje, que impide toda empatía posible con los avatares que enfrenta) y Moore, ambas rodeadas por un reparto de secundarios sin peso propio (comparar sino las respectivas presencias de las villanas que encarnan Nancy Allen en 1976 y Portia Doubleday en el 2013). Igual, donde se nota una diferencia abismal es en el clímax del final: mientras la Carrie de De Palma era inolvidable en sus excesos, haciendo volar (casi literalmente) todo por los aires, la de Pierce es tímida, depende casi totalmente de los efectos especiales y termina decepcionando. Ponerse en purista para defender a lo que antes se hizo puede ser muchas veces reaccionario, pero en este caso es pertinente: la Carrie del 2013 no tiene razón de ser.
Los comunes y corrientes Ya no sorprende que las distribuidoras realicen atentados a todo tipo de lenguaje comunicacional cada vez que eligen un título para las películas de otras nacionalidades que se encargan de estrenar en el país. Lo que sí sigue sorprendiendo son las formas que adoptan esos ataques lingüísticos. En este caso, no es tan grave que Los elegidos sea un título totalmente diferente al original Dark skies (que podría traducirse como “Cielos oscuros”), sino que contradice un diálogo de gran importancia de la trama, donde se afirma que la familia protagonista es acosada no porque guarde alguna característica especial, sino por mero azar. Llama la atención semejante torpeza: ¿habrán entendido al revés lo que se estaba diciendo? ¿Vieron la película? ¿Les importa? El caso es que Dark skies (a partir de lo dicho anteriormente, no se puede utilizar su traducción al castellano) muestra la historia de una típica familia en los suburbios que no está atravesando su mejor momento económico, con ambos padres (Keri Russell y Josh Hamilton) en dificultades laborales. Para colmo, empiezan a suceder cosas cada vez más raras y atemorizantes en la casa: primero aparece un montón de comida desparramada por toda la cocina; luego toda una serie de cosas acomodadas con un patrón muy específico; después todas las fotos familiares desaparecen de los marcos, con el más pequeño de los niños hablando de un tal “Hombre de Arena”. Pronto todos los miembros de la familia (incluido el hijo mayor) sufrirán consecuencias físicas de lo que parece ser una presencia externa que va convirtiendo sus vidas en un infierno. El director Scott Stewart abandona por un rato la parafernalia audiovisual y seudo religiosa de sus dos films previos, Legión de ángeles y Priest-el vengador, para abocarse a un relato bastante realista en su tono, con climas que desarrollan inquietud en el espectador con tiempo y paciencia, potenciando el fuera de campo y eludiendo la mostración gratuita, y preocupándose por explorar las ambigüedades de los personajes, que son gente común y corriente que se ve inmersa en una situación que los supera. Es cierto que hay en el film una voluntad de vincularse con su tiempo socioeconómico, trazando un retrato de la clase suburbana estadounidense tratando de sostener un estatus de vida que no deja de ser vacío y previsible, y que esos apuntes sociales le terminan restando espacio e impacto al nudo central de la trama. Sin embargo, esas ambiciones no terminan acaparando demasiado metraje y en los minutos finales, a partir de la excelente aparición de J.K. Simmons como un experto en fenómenos de otro mundo que está construido a su medida, Dark skies repunta bastante, apostando a dos puntas entre el drama familiar y el suspenso sin efectismos, para llegar a un final tan lógico como un poquito apartado de la norma hollywoodense. Consciente de sus posibilidades y quedándose con una anécdota que por pequeña no deja de ser perturbadora, Dark skies es un film que va directamente en contra de lo que indica su traducción en castellano: no pretende convertirse en un gran referente, porque con lo que tiene le alcanza.