Lógica mercantil En Hollywood hay toda una serie de películas que no entran en la categoría de grandes tanques, pero tampoco en la segunda línea. Pertenecen a una tercera o cuarta categoría, a la que podríamos llamar Clase C (o D incluso), que no apunta al público de cine arte, sino a algo más popular, posicionándose generalmente en los géneros de la acción o el policial, aunque quedan totalmente relegadas, a pesar que en la mayoría de los casos poseen en el elenco o el equipo de realizadores nombres con significativo potencial. Nicolas Cage ha ido desarrollando en los últimos tiempos una filmografía bastante abundante en este nicho, con films como Fuera de la ley, Trespass o Contrarreloj. Son proyectos que suelen tardar unos cuantos años en concretarse y cuando lo hacen, se realizan a través de coproducciones donde intervienen compañías de muchos otros países (Estados Unidos no puede hacer tantas porquerías en solitario, según parece, así que el resto del mundo, generoso, colabora), en medio de una visión mercantil apartada de la búsqueda de la calidad y que apunta en verdad a la cantidad, a producir más, no sólo para invadir y/u ocupar pantallas, sino además para sostener toda una cadena de producción permanente. En esta lógica capitalista están involucrados los dueños y jefes de productoras, estudios y distribuidoras, y lo mismo cuenta para los actores, directores, guionistas y equipos técnicos. Ya ni siquiera importa ganar dinero con un film, sino gastar dinero, moverlo de un lugar a otro. Marx y Adorno se hubieran hecho un picnic observando este panorama. Benjamin se habría suicidado nuevamente. Pues bien, Tiempo de caza forma parte de este juego de especulaciones monetarias, y para muestra bastan algunos datos: protagonizada por John Travolta (que debe estar asesinando su carrera por segunda o tercera vez, ya es difícil calcularlo) y Robert De Niro (quien en las últimas dos décadas hace films como si se tropezara con guiones, en vez de leerlos), con dirección de Mark Steven Johnson (que ya en Daredevil y El vengador fantasma había demostrado que no tenía grandes ideas) y guión de Evan Daugherty (quien también escribió Blancanieves y el cazador), fue en algún momento un proyecto que Travolta consideró como una potencial reunión con Cage, luego de Contracara, con John McTiernan como posible director. Finalmente se concretó con los nombres mencionados, figurando como originaria de Bélgica (¿?), estrenándose en Estados Unidos el 12 de julio de este año en apenas doce salas y recaudando en su primera y única semana poco más de 27.000 dólares. Sí, 27.000 dólares. Hasta tiene posibilidades de terminar cosechando más dinero en la Argentina. Da para preguntarse qué sucedió durante el proceso, si hubo intenciones en primera instancia de hacer un lanzamiento más masivo, si no se consiguieron pantallas, si los productores se asustaron con el producto final y ni siquiera intentaron realizar un estreno masivo para no perder dinero, o si incluso nunca hubo planes reales para tratar de encontrar el éxito. Los dos párrafos anteriores tienen su razón de ser en el hecho de que el film propiamente dicho respira un aire de inutilidad total, aunque tenía elementos como aspirar a algo más. El relato se centra en Benjamin Ford (De Niro), un veterano de la Guerra de Bosnia que vive aislado y recluido en su cabaña ubicada en las Montañas Apalaches. El tipo indudablemente carga con unas cuantas heridas, no sólo físicas, sino psicológicas, porque ha decidido vivir totalmente aislado de su familia, hasta que un día se le aparece medio de la nada Emil Kovac (Travolta), un serbio que viene a arreglar viejas cuentas pendientes. Y lo que inicialmente parecía que iba a ser el comienzo de una hermosa amistad, termina siendo una especie de cacería humana en el medio del bosque, con ambos guerreros recurriendo a sus antiguas habilidades bélicas, que incluyen el arco y la flecha. El problema es que Tiempo de caza arranca y cuando escuchamos a Travolta tratando de sonar como un serbio, ya cuesta otorgarle credibilidad al tono serio y ceremonioso de la historia (prácticamente no hay humor en la película). Si a todo eso le sumamos una actuación a reglamento de De Niro y que el director Johnson confunde crudeza con sadismo, la creación de climas con aburrimiento y el discurso político con las frases de ocasión para la tribuna, poco queda para rescatar. Tan defectuosa es, tan perezosa en su construcción, que a pesar de durar menos de noventa minutos, ya a la mitad su trama está agotada, no quedándole otra que recurrir a la misma vuelta de tuerca, una y otra vez, sin el más mínimo atisbo de imaginación. Tiempo de caza es un film que empieza y termina, y la verdad que no le importa a nadie. Ni siquiera a la gente que estuvo involucrada. Eso sí, se movió dinero en el medio.
Pequeño western intergaláctico Por Rodrigo Seijas Creo que ya no es necesario explayarme mucho sobre qué pienso respecto a Vin Diesel. Ya me comí unos cuantos insultos por eso cuando escribí sobre Rápidos y furiosos 6. Basta con decir que me parece una estrella muy sobrevalorada. Pero aún así, Riddick es probablemente lo mejor que hizo en su carrera, lo cual, ojo, tampoco quiere decir que es una maravilla. El problema de Diesel en la mayoría de los casos es que no es consciente de sus limitaciones como actor y cree que puede ser un sostén para productos con ambiciones temáticas (Misión Babylonia, Un hombre diferente) o que pretenden instaurarse como referentes en su género (Rápidos y furiosos, XxX). Y la verdad es que no, al tipo no le da, no sólo porque no posee la presencia de, por ejemplo, alguien como Arnold Schwarzenegger (vale la pena ver la fallidísima Una niñera a prueba de balas y compararla con Un detective en el kinder), sino porque sus ideas creativas (es alguien que interviene mucho en la producción de su filmografía) son tan pretenciosas como limitadas. Lo demostraba La batalla de Riddick, un film que tomaba elementos de mucha ciencia ficción literaria y cinematográfica de distintas décadas para tratar de montar algo original, pero que no pasaba del rejunte y terminaba en la intrascendencia absoluta. Por suerte, con Riddick, Diesel (y su director/guionista David Twohy) parece darse cuenta de cuál es su piso y su techo, y también de su protagonista. Su Riddick no es un personaje para las grandes historias, no puede ser el héroe que salve a la humanidad, le da para salvarse a sí mismo y a un par de personas más, y eso no deja de ser importante. De ahí que este film descarte rápidamente toda la trama de su predecesora y se convierta casi inmediatamente en una especie de remake, con un poco más de recursos tecnológicos y un desarrollo de personajes bastante más pulido. Tenemos entonces a Riddick traicionado y condenado a quedar viviendo en solitario en un planeta totalmente desierto. Los primeros minutos que describen esta situación son realmente muy buenos: casi sin palabras, apostando a los climas, mostrando las técnicas de supervivencia del protagonista y cómo entabla amistad con un animal autóctono que se convierte en su mascota personal, en una especie de versión interplanetaria de Náufrago. Luego, a Riddick no le quedará otra que irse del planeta y para eso activa un llamado de emergencia que convocará a un grupo de cazarrecompensas liderado por un mercenario llamado Santana (Jordi Mollá, totalmente desbordado) y otro capitaneado por alguien conectado con su pasado. Allí el relato mutará hacia el western, no sólo por el paisaje, sino también por la construcción de los personajes, definidos más por las acciones que por las palabras. A pesar de que su historia es limitada y se le terminan notando unos veinte minutos de más, Riddick es una película coherente y apropiada para su protagonista, su actor principal y el público al que apunta. No rompe con ningún molde pero entrega lo que promete.
Cuando menos es más Hay una escena que es ejemplar en lo que respecta a los méritos de Pies en la tierra: el protagonista, Juan, llega a su casa y se encuentra con su madre muerta. Nos damos cuenta no porque diga algo (de hecho, permanece en silencio) sino por su mirada, que contempla algo que no vemos pero que podemos intuir. La puesta en escena posee la suficiente sabiduría y sencillez para explicitar un hecho sin mostrarlo ni recurrir a diálogos explicativos, potenciando el poder del fuera de campo, otorgándolo un significado dramático tan sutil como fuerte. Esa muerte es también un disparador para el resto de la trama de Pies en la tierra. A partir de ahí, Juan, un silencioso y poco expresivo hombre en silla de ruedas, decidirá emprender un viaje para buscar a una prima y su hija, cruzándose en su camino con toda una galería de personajes. En este aspecto, el film sigue al pie de la letra el modelo de road movie, y hasta se podría mencionar a un referente bastante inmediato, como es Una historia sencilla, aquel film de David Lynch con Richard Farnsworth. Pero el gran mérito del director y guionista Mario Pedernera es que consigue imprimirle su propio estilo al relato, que se alimenta de los silencios de Juan, de sus palabras que esconden un profundo dolor y frustración, de las huellas corporales que funcionan como marcas de heridas que atravesaron su existencia. Es cierto que por momentos (en especial en el último tercio) Pies en la tierra cae en la trampa de la obviedad discursiva y los lugares comunes, queriendo remarcar a través de diálogos bastante esquemáticos la incapacidad de Juan para expresarse y asumir sus deseos. Allí es donde cae en una bajada de línea que huele a manual de autoayuda. Sin embargo, en los últimos minutos logra recuperar sus mejores herramientas y encarrilar la historia hacia el lugar correcto. El plano final, donde se pueden vislumbrar, pugnando por salir, las emociones de Juan (notable la actuación de Francisco Cataldi), es sencillamente magnífico y emocionante, redondeando una pequeña y grata sorpresa en la larga lista de estrenos argentinos de esta semana.
Sólo discurso y nada de cine A la hora de analizar un film de Pino Solanas, dados los tiempos que corren, la tentación de quedarse sólo con su postura política es grande. Pero ojo, tampoco es tan difícil eludir esa trampa, basta apenas con seguir mínimamente el deber del crítico cinematográfico: reflexionar sobre las formas que adopta un discurso político, el vehículo estético al que recurre, observar qué pertinencia adquiere dentro del ámbito del cine. Muchos, demasiados, se olvidan que no sólo importa qué se dice, sino cómo se lo dice. Que hayan tantas personas (oficialistas, opositores, moderados, extremos, de izquierda, de derecha, de centro, arriba y abajo) que se olviden de algo tan elemental y básico, habla muy pero muy mal del estado de discusión cultural y comunicacional en la Argentina democrática. Solanas puede ser alguien que realiza acertados diagnósticos sobre determinadas situaciones que vive el país, aunque en la mayoría de los casos no pasa de la mera descripción del panorama. Esta visión política ha comenzado a afectar en buena medida a su cine, que consiste cada vez más en discurso hablado pero sin un respaldo narrativo y/o estético que enriquezca el contenido. Desde Memoria del saqueo que lo urgente se impone en su filmografía: con excepción de algunos hallazgos en La dignidad de los nadies y La próxima estación (vinculados a darle una voz firme y fuerte a diversos actores sociales), no hay una voluntad real por problematizar las temáticas, por interpelar al público, que es lo que caracteriza al género documental, sino simplemente por bajar una línea determinada. La guerra del fracking, centrada en los antecedentes, hechos y consecuencias del proceso de explotación del petróleo y gas no convencional en nuestro país -especialmente en el yacimiento neuquino de Vaca Muerta- continúa esta tendencia cada vez más empobrecida de la obra de Solanas. De hecho, a pesar de que ideológicamente están parados en veredas opuestas, se parece bastante en sus procedimientos a Néstor Kirchner-la película, en el sentido de que ambos construyen una voz, un discurso uniforme y homogéneo, sin las fisuras necesarias para enriquecer el film, que está destinado sólo a los ya convencidos. Es una película avasallada por el ego del cineasta/político, con un esquema discursivo tan rígido que no puede ocultar su obvia voluntad proselitista. En el medio, pierde la oportunidad de complejizar y desnudar apropiadamente los factores de poder en un escenario terrible y opresivo, que merecía una aproximación más lúcida. Film de tesis inamovible, paternalista en su concepción, con una mirada hacia los hechos que jamás construye imágenes propias y depende sólo de elementos ajenos al cine, a los que manipula con llamativa torpeza, La guerra del fracking obliga a preguntarse qué pasó con el realizador que, con obras maestras como La hora de los hornos, supo ser popular (porque le hablaba al pueblo de igual a igual, sin subestimarlo), inteligente y sumamente político, en el mejor de los sentidos. Atrás parece haber quedado ese llamado al espectador activo.
Un largo camino a casa Al igual que con, por ejemplo, Gore Verbinski, es difícil encontrar un patrón para la obra de Alfonso Cuarón, un cineasta que incluso ha ido expandiendo su rol de guionista y director -e incorporando el de productor-, y que parece totalmente asimilado por Hollywood, aunque la forma en que mantiene vínculos con el cine mexicano ponen en duda esa afirmación. Y sin embargo, hay algo que marca de su filmografía, y es la noción del viaje como un camino, exterior o interior, cuyo recorrido cambia al protagonista. Esta concepción es expresada en diversas formas: la niña de La princesita hace un recorrido interior, forzado por circunstancias externas, de crecimiento y madurez; Finnegan Bell, en Grandes esperanzas, viaja de su pueblo a la gran ciudad y ata puntas de su pasado con su presente; Luisa, Julio y Tenoch, en Y tu mamá también, emprenden un viaje por México y al final ya nada será lo mismo, porque no les quedará otra que hacerse cargo de sus respectivos roles; Harry Potter, en El prisionero de Azkabán, comienza creyendo una mentira y termina sabiendo la verdad sobre un episodio que cimentó su vida; y Theo, en Niños del hombre, se reconstruye a sí mismo a partir de la compañía de otra persona y de asistir a un nacimiento. Con sus puestas siempre fluidas, Cuarón ha comenzado a trasladar esa cuestión narrativa y temática hacia lo formal, a partir del uso de larguísimos, monumentales planos secuencia, que no pecan de arbitrarios porque realzan las tensiones entre los personajes y los espacios o nudos temporales que transitan. Es que, a diferencia de Stanley Kubrick -emblema de la frialdad improductiva-, a Cuarón le importa (y mucho) lo que está contando, lo suyo no es el mero ejercicio intelectual y/o formal. Para él, de forma similar a James Cameron, la técnica no es un fin si no un medio, un instrumento para enriquecer el relato. Gravedad es, en cierto modo, la película definitiva de Cuarón, la que resume lo que piensa sobre el cine: que lo que importa es contar historias que atrapen y marquen al espectador. Allí, la doctora Ryan Stone (Sandra Bullock) también hace un viaje y, al igual que Theo o Potter, cuando llegue al final del camino ya no será la misma. La odisea de esta ingeniera médica comenzará con un accidente en una estación espacial, que la dejará a ella y a un astronauta, Matt Kowalski (George Clooney), a la deriva en el espacio. Todo empieza como un recorrido exterior, puramente físico en un contexto hostil y abismal, donde se impone la angustia y la claustrofobia, y en el que los impresionantes planos secuencia que construye Cuarón tienen la virtud de explorar el infinito que representa el espacio en contraposición a la pequeñez del sujeto humano, yendo de la visión general al primerísimo primer plano o incluso la mirada subjetiva. Pero ya todo, desde el mismo inicio, va insinuando lo que se consolidará en el último tercio del film: un recorrido íntimo, interior, en el que la vuelta al hogar no sólo implica tratar de retornar a la Tierra, sino también al lugar que nos define como personas. Hay aquí también por parte de la película una conexión un tanto inesperada con Sunshine – Alerta solar, estupenda obra de otro cineasta ecléctico y bastante inclasificable, como es Danny Boyle: ambas toman elementos de la literatura de Joseph Conrad, autor de El corazón de las tinieblas, pero lo que termina imponiéndose es la mirada de H.G. Wells, escritor de La máquina del tiempo. Tenemos, sí, lo oscuro, lo atemorizante, lo siniestro, lo que sobrepasa al ser humano en su convivencia con la naturaleza, pero con lo que terminamos quedándonos es con la aventura, con el enfrentamiento a lo desconocido, a los temores escondidos en lo más profundo del ser, como cimientos del alma. Cuarón le presta atención a lo técnico, y por eso apela a un hábil equilibrio entre la presencia y la ausencia de sonido, acompañado de una banda sonora subyugante. Algo similar se puede decir de la fotografía y los efectos especiales, que son paradójicamente majestuosos y a la vez invisibles. Pero también es un realizador que, como decíamos antes, piensa sus historias y las variables que las componen. Por esto, la elección de Bullock y Clooney no parece una mera casualidad o una imposición de Warner, sino una elección deliberada y meditada tanto por el director como por los dos intérpretes. La forma en que interactúan los protagonistas da lugar a un diálogo entre dos estilos de actuación: la actriz apuesta a una conexión más familiar y cercana, como si representara al ser más común, aprendiendo a desenvolverse sobre la marcha, al igual que el espectador. El actor, por otro lado, refuerza su estampa ligada al cine más clásico, más noble y relajada, ligada a la veteranía, a la sabiduría que da la experiencia. Ambos, en cierto punto, realizan interpretaciones que sintetizan sus carreras. Y Cuarón, que ha conseguido imponerse no sólo como un efectivo artesano, sino también como un autor con una mirada propia sobre el mundo, se da el lujo de trabajar con dos actores que pueden pensar el cine que hacen y sus papeles como estrellas de Hollywood. Teniendo en cuenta lo anteriormente dicho, podemos decir que el mismo título de la película es toda una declaración de principios por parte de Cuarón. Es un sustantivo que porta, por suerte, múltiples definiciones. La Gravedad es, efectivamente, lo que nos ata a nuestro planeta, y que está ausente en el espacio, donde no hay ningún sostén. Es, asimismo, lo que buscará la protagonista en su camino: algo que la sostenga para seguir apostando a la supervivencia. Y, finalmente, es un concepto que sirve para explicar lo que significa la ciencia ficción para el director de este film: una forma narrativa de especulación científica para que nosotros, los seres humanos, hablemos de nosotros mismos, incluso desde la fantasía más arrolladora. Cuarón hilvana un relato que combina el drama con lo catastrófico a cientos de kilómetros del suelo y, aún así, nunca despega los pies de la Tierra, en el mejor de los sentidos.
Entre la pose y la sinceridad Debo ser sincero desde un comienzo y afirmar sin vueltas que Sebastián De Caro no me cae muy simpático que digamos. Diría incluso que me resulta bastante insoportable. Su visión sobre el cine me parece facilista, ombliguista y superficial (“cinefilia para principiantes eufóricos”, se le podría llamar), lo que ha hecho para la televisión (desde Montaña rusa hasta la sobrevalorada Todos contra Juan, pasando por su rol de panelista de Gran Hermano) deja un gran saldo negativo, y sus móviles durante el último Festival de Cine de Mar del Plata transitaron entre lo vergonzoso y lo inaguantable. Para colmo, tiene un público (o séquito más bien) que pareciera que lo único productivo que hizo en su vida es aplaudirlo. La cinefilia que parece proponer De Caro (y avala su audiencia) pareciera querer ignorar las ideologías, llevarla hasta el extremo del posmodernismo, convirtiéndola en una mera anécdota graciosa, y lo cierto es que nunca está de más aclarar que la no-ideología es también una ideología. De ahí que cuando no me quedó otro remedio que cubrir 20.000 besos (que para colmo tiene a otros seres del espectáculo argentino que me caen muy pesados, como Eduardo Blanco, Clemente Cancela y, especialmente, Gastón Pauls), tuviera que tratar de hacer todo lo posible para sacarme de encima la coraza de prejuicios. Una de mis preocupaciones respecto al género de la comedia romántica es qué pasa con la figura de la mujer, si puede alcanzar una estatura y consistencia propia, una verdadera autonomía, aún cuando el relato esté situado desde la mirada masculina. La verdad es que hay muy pocos films últimamente donde eso sucede (Damas en guerra y Ritmo perfecto son dos ejemplos) y hasta podría sonar como excesivo pedirle eso a De Caro y su guionista Sebastián Rotstein. Pero la verdad es que, aún cuando 20.000 besos se plantea desde un comienzo como una película desde y sobre el hombre treintañero, problematizando su mirada sobre la mujer -centrándose en Juan (Walter Cornás), quien, bastante aburrido de su vida, se separa de su pareja y termina enamorándose de Luciana (Carla Quevedo), una compañera de trabajo que es de alguna manera su opuesto-, lo cierto es que el género femenino no sale de lo objetual, sin tener vida propia. Algo de eso se contagia al resto de la narración, que transita entre el intento de desestructurar los estereotipos y su mera explotación; el tratar de contar una historia simple pero con varias aristas interesantes, y la acumulación de diálogos supuestamente ingeniosos; la visión que no le escapa a la sinceridad, a la emoción, y la pose cínica y canchera; la creación de una galería de personajes que interpelen la sensibilidad del espectador o la acumulación de figuras ocupando la pantalla (no se termina de entender para qué están los personajes de Cancela o de Alberto Rojas Apel). En consecuencia, casi toda la primera mitad del film avanza a los tropezones, como buscando una identidad, procurando decidirse entre ser una “peli” hecha entre un grupo de amigotes con algo de fama o una película con todas las letras, con una razón de ser. Recién en su segunda mitad, cuando De Caro se permite en cierto modo que le importe lo que está pasando, lo que tiene para contar y sus protagonistas, es cuando 20.000 besos crece. Y bastante, más teniendo en cuenta lo que venía indicando previamente. Allí tenemos un par de escenas (una en un baño, otra en una fiesta de disfraces) que consiguen hablar sobre el amor, sobre lo que nos puede pasar a los hombres con las mujeres y cómo todo eso se conecta con los códigos de la amistad masculina, recurriendo de forma dosificada a los diálogos y/o el monólogo, a una puesta en escena que realza el valor temporal y a una banda sonora efectiva, pero no efectista. Aunque consigue enarbolar un par de méritos, la sensación que termina dando 20.000 besos es que podría haber dado más, que pierde una gran cantidad de tiempo intentando ser lo que no es, engañándose un poco a sí misma, casi como su protagonista principal. No es, como especulaban algunos, un gran retrato generacional, básicamente porque no llega a construir personajes verdaderamente complejos. Tampoco una mirada sobre el amor en el nuevo milenio, porque para serlo se necesita cariño absoluto por todo (y todos) lo que se está contando. Hay bastante de borrador, de ensayo no completo, intuyéndose algo que pudo ser y al final no fue. Sin embargo (y vuelvo hacia lo personal), el saldo no está mal para la obra de un tipo que no soporto.
Experimental y poco atractiva Con su punto de vista que une el cine narrativo con el experimental, se estrena finalmente Cassandra de Inés de Oliveira Cézar, una experiencia que resume también las obsesiones intelectuales de la realizadora: luego de la fallida Extranjera, la directora había repuntado (y mucho) con El recuento de los daños, su versión moderna del mito de Edipo, y por eso generaba cierta expectativa. Aquí, recurre a la mitología griega en una historia que usa tales referencias en un contexto social y geográfico particular como el Impenetrable chaqueño. Pero con su nueva película, la directora vuelve a tropezar. Hay que reconocerle su ambición, ya que parte de una historia básica -una periodista que viaja al Impenetrable, en el Chaco, para hacer un reportaje sobre la situación de los pueblos originarios- para reflexionar sobre el valor de los puntos de vista, el recorte de la mirada, el sujeto frente a lo que le es ajeno, el significado del viaje, la conjunción del espacio-tiempo y, finalmente, todo esto en relación al cine. Hay mucha filosofía ahí, mucha literatura, mucho arte, una pulsión por volcar toda clase de elementos a la pantalla. Pero falta esa cuota de talento extra para unir esos dispositivos en la narración. Nunca realmente interesa lo que le sucede a la protagonista y a los demás personajes, y el film debe apelar a un tremendo exceso de la palabra. Tanta escritura termina afectando al texto fílmico, que no puede impactar en el espectador. NdR: Esta crítica es una extensión de la ya publicada durante el BAFICI.
¿Cine infanto-juvenil argentino? Es particularmente difícil para mí escribir sobre esta película, básicamente por tres razones, las cuales explicaré a continuación: En primer lugar, Caídos del mapa es una de las obras literarias que marcaron y construyeron mi infancia. María Inés Falconi supo, a partir de una premisa que podía parecer limitada (cuatro chicos de séptimo grado deciden ratearse y esconderse en el sótano de la escuela durante la hora de Geografía, dictada por una temible maestra conocida como “La Foca”), construir un mundo complejo y apasionante, con personajes de una profundidad llamativa, que trascendían los estereotipos. De hecho, el lector podía identificarse con Federico, Graciela, Paula, Fabián e incluso Miriam (una villana que actuaba en base a su rencor por no poder integrarse al grupo protagonista) no sólo por sus virtudes, sino también por sus defectos. La visión que proponía el relato sobre el universo adulto era implacable pero sin carecer de una altura y sutileza fascinantes. Y en las siguientes entregas (especialmente la segunda), se consolidaron estos rasgos, hilvanando de este modo una saga repleta de personajes queribles, con un montón de matices, que funcionaban como espejo del lector. Y cuando digo del lector, no sólo me refiero al obvio (niños y adolescentes), sino también a los adultos. Volver a leer Caídos del mapa ahora, con treinta años, significa para mí volver a ser chico, reasignarle a mi infancia una validez y complejidad mucho más fuertes. El mundo, hace ya casi veinte años, podía ser una aventura inolvidable. En segunda instancia, yo siempre he proclamado que el cine argentino puede y debe cimentar su propia mirada sobre el género infantil y juvenil, apuntar a ese público, proponerle historias y miradas que le peleen el dominio a los exponentes de otros países (en especial Hollywood). Y creo que una de las claves para ir trazando ese camino de construcción de un lenguaje propio pasa por conectarse con el universo literario (y también teatral) nacional. Porque lo cierto es que hay muchos autores literarios y teatrales con los que se puede dialogar, y que tienen una impronta propia, reconocible e identificable con el contexto argentino: no sólo Falconi, sino también María Elena Walsh, Hugo Midón, Graciela Montes, Horacio Quiroga, Adela Basch, Silvia Shujer y Elsa Borneman, por nombrar sólo algunos. Dentro de este panorama, una obra como Caídos del mapa me parecía clave, por cómo se conectaba con el universo de los chicos, estableciendo un verosímil que no escapaba al realismo. Por eso, que finalmente se concretara la adaptación a la pantalla grande (y de la mano de la televisión pública, lo cual es un punto extra a favor, porque demuestra que hay un interés por parte de ciertos sectores del Estado en empezar a trabajar el género, y eso es indispensable) era una noticia excelente. Y también, para qué negarlo, atemorizante: ¿saldría bien la película? ¿Cumpliría con las expectativas que uno podía tener? Por último, tuve la oportunidad de acudir a ver uno de los días de rodaje de la película. Conversé con uno de los directores y varios de los actores, incluidos dos de los protagonistas, que siendo muy jóvenes ya tenían que hacerse cargo de la mochila que representaba encarnar a personajes emblemáticos para miles de lectores. Incluso hasta pude echarle un vistazo al guión. Es decir, vi a las personas de carne y hueso, no sólo a las figuras bidimensionales. Eso, para ciertos críticos como yo, puede ser muy problemático, porque nos corta el distanciamiento que luego nos permite juzgar tan cómodamente, con un texto de un par de páginas, creaciones que tomaron años de trabajo. De ahí que fui a ver el film con muchísimas sensaciones encontradas, que se habían ido acumulando a lo largo del tiempo. Y sin embargo, para bien y para mal, no queda otra que ser lo más honesto y coherente posible frente a lo que finalmente se nos presenta en la pantalla. Es obvio que Caídos del mapa (la película) no es un objeto aislado del resto del mundo, y que indudablemente toma elementos de diferentes expresiones, en especial hollywoodenses, como el cine de Spielberg, Zemeckis o incluso John Hughes. Pero me da la impresión de que analizar el film a partir de esas conexiones es un tanto superficial. Tomar como punto de partida a Harry Potter, como hizo algún crítico perezoso por ahí, no sólo es bastante poco pertinente e interesante, sino que hasta haría parecer que el cine infanto-juvenil nació con el nuevo milenio y que no hubo nada antes. La realidad es que la película dialoga (y mucho) con la tradición infanto-juvenil en la literatura argentina (que el guión esté escrito por la propia Falconi no es precisamente una casualidad) y con el discurso de los jóvenes argentinos, a través de múltiples factores estéticos en la puesta en escena (ver por ejemplo el trabajo con el vestuario y la banda sonora, que incluye temas especialmente compuestos por Miranda!). Pocos exponentes del cine argentino han buscado, como lo hace Caídos del mapa, que sus protagonistas interpelen directamente, sin vueltas, al público infantil y juvenil de nuestro país. Allí, en ese complejo propósito que se plantea el film, es donde los directores Nicolás Silbert y Leandro Mark debían dar un salto al vacío que requería tanta sutileza como atrevimiento. Lamentablemente, a los realizadores les falta un poco de ambos factores: eso se puede apreciar, prácticamente desde el comienzo, en el esquematismo de la música incidental y en el trabajo con los encuadres y el montaje, que pocas veces salen de lo televisivo. Uno de los aspectos que sobresalían del material de origen era su pulso extrañamente cinematográfico: se podía percibir una configuración donde cada espacio (el adentro, que sigue la aventura de los chicos, y el afuera, con las repercusiones entre los padres) tenía su importancia particular, y lo temporal era totalmente maleable, llevando a que en un transcurso muy limitado de tiempo sucedieran un montón de cosas. En el film, esas variables nunca consiguen volcarse de manera fluida: el relato avanza en demasiados tramos a los tropezones, no logra unir el exterior con el interior, y por ende carece de la tensión requerida. Además, hay un notorio desnivel en el diseño de los personajes: los chicos adquieren en diversos pasajes (por ejemplo, la escena del juicio) un nivel de complejidad aceptable, destacando los rasgos humorísticos de Federico y la ambigüedad de Miriam (un ser incapaz de encontrar su lugar en el mundo), pero todo lo contrario pasa con los grandes. De hecho, sacando al personaje del señor Reinoso, el padre de Miriam -un tipo sin ninguna clase de escrúpulos-, todos ellos (los padres de Graciela, Paula y Fabián, la directora, el encargado, incluso “la Foca”) aparecen bastante desdibujados. En el caso del personaje del plomero, se podría decir que no tiene utilidad alguna en la historia. En el medio, se desperdicia a un elenco con mucho potencial, integrado por nombres como Osqui Guzmán, Karina K, Tina Serrano, Alejandro Paker, Eugenia Alonso, Silvina Bosco, Marcelo Savignone y Atilio Pozzobón. A Caídos del mapa se le notan sus ambiciones, aunque le termina faltando grandeza. Año a año, se vuelve a abrir la pregunta sobre si es posible empezar a hablar de la existencia de un cine infanto-juvenil argentino, con un campo de acción sólido y coherente. La respuesta es siempre ambivalente, porque el panorama presenta films interesantes, como La máquina que hace estrellas, y otros que son un atentado a la estética cinematográfica, como Piñón Fijo y la magia de la música o Soledad y Larguirucho. Este año, Metegol parecía responder a la pregunta con un contundente NO, básicamente porque a Campanella no le interesaba explorar el género infantil (ni el deportivo, ni el mundo que podía construirse desde un autor como Fontanarrosa): a él lo que le interesaba era decirnos que los pueblos son lindos y la ciudad mala, y despotricar contra el marketing mientras lloriqueaba porque no podía hacer propaganda en Disney Channel. Caídos del mapa, con los múltiples defectos que presenta, no alcanza a cambiar ese NO por un SI. Lo que consigue, a pesar de todo, es reabrir el interrogante, volver a plantear la chance de que ese cine infanto-juvenil argentino pueda existir. Su legado son unos balbuceos, algunas letras de un alfabeto lingüístico todavía incompleto. Faltan aún muchos caracteres, signos, códigos, índices que terminen de armar un lenguaje, para que de ahí en más empiece una tradición. La esperanza es que este sea un puntapié inicial.
Una de tiros Hay películas que saben lo que tienen a disposición, lo que están en condiciones de contar y entregan justo lo que prometen. Dos armas letales pertenece a este grupo de films que Hollywood entrega cada tanto, con una estructura y diseño sin fallas, sólidos, que encuentran en su previsibilidad su mayor virtud pero también su límite. El film arranca en media res, en mitad de la acción, sin explicar demasiado, y a medida que se van sucediendo los saltos temporales nos vamos dando cuenta que Robert “Bobby” Trench (Denzel Washington) y Michael “Stig” Stigman (Mark Wahlberg) son un agente de la DEA y un oficial de la inteligencia naval, respectivamente, trabajando encubierto con el objetivo de desbaratar a un cartel de drogas. El problema es que ninguno de los dos conoce la identidad del otro y acaban tendiéndose mutuas trampas. Y cuando roben un banco que resulta tener mucho más dinero del esperado, se darán cuenta que tienen como adversarios no sólo a los narcotraficantes, sino además a sus propios colegas y hasta a la CIA. Obviamente, no les quedará otra que unirse frente a la adversidad. Dos armas letales toma como excusa y soporte una novela gráfica creada por Steven Grant para actualizar las típicas buddy-movies de acción, cuyos ejemplos más emblemáticos son Arma mortal, 48 horas, El último boy scout o Duro de matar 3-la venganza. La película no ahorra en violencia, desnudos, insultos y humor negro. Su apuesta hacia la diversión es lisa y franca: eso se puede ver, por ejemplo, en una escena totalmente arbitraria donde los dos protagonistas se persiguen en unas camionetas en el medio del desierto, que explora lo humorístico a través de la fisicidad. Para sostener un film como estos, se precisa que la pareja protagónica posea dos virtudes: carisma individual y química en el vínculo que establezcan. Washington y Wahlberg cumplen con creces esas metas. El primero ya es a esta altura especialista en hacer de tipos complejos en sus comportamientos, rudos, en extremo profesionales, con dosis precisas de masculinidad (coqueteando también con el machismo e incluso la misoginia, pero sin caer en lo burdo, incluso problematizando esas nociones). De hecho, si se repasa buena parte de su filmografía, entre la que podemos destacar a El demonio vestido de azul, Asesino virtual, Poseídos, Día de entrenamiento, El plan perfecto, Deja vú, Gángster americano y Protegiendo al enemigo, se puede ver cómo ha ido enarbolando toda una visión sobre la ley: sus contextos, visiones, sujetos, sus formas de aplicarla o romperla. El segundo ha sabido apartarse rápidamente del rol de galancito (de hecho, ya lo puso en crisis en Boogie nights), burlándose incluso de su físico y adaptándolo tanto al policial como a la comedia, hasta combinando ambas vertientes. Además, es en extremo ágil para los diálogos (en Ted alcanza la excelencia en este ítem) y se mueve en la pantalla con una naturalidad llamativa, como si no estuviera actuando. Del mismo modo, a pesar del estatuto de estrella que tiene cada uno, supieron en Dos armas letales complementarse con eficacia, sin pisarse en absoluto. El director islandés Baltasar Kormákur, realizador de Invierno caliente y que venía de realizar la mediocre Contrabando (también con Wahlberg), es lo suficientemente astuto como para darse cuenta que no importa tanto la credibilidad de la trama (por momentos demasiado enredada) sino el ritmo con que se la cuente y va a lo seguro, apoyándose en el desempeño no sólo de los dos actores principales, sino además en el resto del reparto: Paula Patton, James Marsden y Edward James Olmos están perfectos, pero el que se lleva todas las palmas es Bill Paxton, encarnando a un villano tan coherente como despreciable. Con su estilo seco y directo, sin concesiones ni demasiadas vueltas de tuerca morales, Dos armas letales es como un viaje en el tiempo hacia las dos últimas décadas del siglo pasado, que se disfruta sin culpas, aunque nunca pasa de la medianía. Tampoco lo intenta, porque es consciente de que le basta con lo que dispone y su honestidad es irreprochable.
Cómo desperdiciar una buena idea Seamos claros desde el comienzo: Séptimo es bastante mala, al estilo de esos thrillers psicológicos y pretendidamente astutos que Hollywood nos entrega (o más bien, arroja) cada tanto, como 12 horas, Seduciendo a un extraño, Acorralados o Descarrilados (las distribuidoras también colaboran con esos títulos espantosos), que cuando uno los ve, siempre se pregunta para qué o por qué se hacen, o cómo es que tal o cual actor aceptó participar en ese engendro. Normalmente, muchos críticos la descartarían rápidamente, con un texto perezoso de tres párrafos. Sin embargo, un nombre involucrado cambia la ecuación: se trata, obviamente, de Ricardo Darín, a quien encima lo acompaña un elenco fuerte, compuesto por Belén Rueda, Osvaldo Santoro, Luis Ziembrowski y Jorge D´Elia. Y eso obliga a muchos a realizar un ejercicio no tan habitual para ellos, que es el de pensar y escribir un texto más o menos sustancioso. En FANCINEMA, por suerte, no tenemos ese problema: siempre procuramos escribir bien, no sólo con determinadas películas. Séptimo parte de una buena idea: Sebastián (Darín), un abogado bastante ambicioso y hasta amoral, antes de ir hacia los tribunales, donde lo espera una jornada definitiva de un caso de gran repercusión mediática, pasa a buscar a sus hijos para llevarlos al colegio. Su esposa, Delia (Rueda), de la que se está divorciando, le pide (o más bien le ordena) que no haga el jueguito usual, pero él, para llevarle la contra, lo hace igual: mientras él baja por el ascensor hasta la planta baja, los niños lo hacen por la escalera, en una típica competencia para ver quién llega primero. Sin embargo, cuando Sebastián llega a destino, los chicos no están, no aparecen. Y a medida que los minutos pasan, él se irá dando cuenta que el asunto no es simplemente una travesura infantil. El problema es que a esa interesante premisa hay que sostenerla a través de una puesta en escena ajustada, mecanismos narrativos sólidos, una trama coherente y protagonistas verosímiles en sus acciones. Y lo cierto es que Séptimo tiene una puesta endeble, una narración totalmente improductiva, una trama insostenible y personajes increíbles. De hecho, su historia se mantiene en pie unos pocos minutos y luego se derrumba por completo. Y esto sucede porque el director y coguionista catalán Patxi Amezcua, responsable máximo del film, intenta remitir a la paranoia del cine de Brian De Palma o a la claustrofobia del de Roman Polanski, pero su visión es cuando menos superficial: piensa que generar suspenso o transmitir angustia es hacer sonar fuerte la música incidental correspondiente a cada caso; que resaltar el paso del tiempo consiste en aplicar un montaje cortante y vertiginoso, o poner a correr a Darín (quien, pobre, transpira bastante la camiseta); o que el método para destacar la importancia de cada secuencia está dado por el nivel de crispación de los actores (que no es lo mismo que los personajes). Hasta se equivoca con la iluminación que utiliza: en vez de usar una luz cálida, que promueva la empatía con lo que el espectador está viendo, recurre a una fría, que distancia por completo, en contraposición a lo que pide el relato. En consecuencia, la película, a pesar de ser muy corta (menos de 90 minutos), da la apariencia de estar terriblemente estirada, quedando enseguida irremediablemente reducida a la mínima expresión de su anécdota. Para colmo, la vuelta de tuerca sobre el final que sirve para explicar el enigma es tan ilógica como previsible. Y estos desacoples estructurales contribuyen a evidenciar otro agujeros del guión, que hacen parecer a Darín el abogado penalista con mayor desconocimiento de las leyes de toda la historia del cine; a Santoro como un comisario que nunca aprendió los métodos para un caso de posible secuestro o desaparición; y a Rueda como una figura femenina sin ningún tipo de autonomía. Nos queda entonces una pregunta un tanto incómoda: ¿por qué Darín elige filmar esta película? La respuesta puede ser más simple de lo esperado. Uno puede suponer que porque le atraen los personajes ambiguos, que interpelan al espectador desde un lugar con el que no es tan fácil identificarse. En base a sus elecciones, a veces acierta, y otras no. Algunas veces los proyectos que parecen tener un gran potencial terminan naufragando. Séptimo es un ejemplo de esto: un concepto atrayente y una gran decepción.