¿Cursi o no cursi? Tomarse en serio a Un cuento de invierno es muy pero muy difícil, pero tomársela en joda es demasiado fácil. Es decir, tenemos un par de escenas en un cuarto muy oscuro donde Will Smith -que da la impresión de estar muy irritado porque recién salió de la cama y no pudo cepillarse los dientes- interpreta a un juez que pronto queda claro que es Lucifer, conversando con una especie de demonio encarnado por Russell Crowe (en una actuación que es una parodia elevada al cuadrado del homicida que encarnó en Asesino virtual) sobre el Bien y el Mal, la Luz y la Oscuridad, las reglas que rigen el universo y bla bla bla, con Crowe llamándolo a Smith un par de veces “Lu”. Uno ahí piensa “listo, esto es todo una joda, no me voy a tomar nada en serio, se están cagando de risa de toda esta concepción del cosmos, así que yo también”. Pero también tenemos una historia romántica situada a principios del Siglo XX, de esas que están marcadas por la tragedia pero a la vez son más grandes que la vida, con un ladrón (Colin Farrell, con su cara de eterno sorprendido) y una joven de la alta sociedad enferma de tuberculosis y muy cerca de su muerte (Jessica Brown Findlay) que se enamoran a primera vista. Entonces uno piensa “che, seré crítico y por ende un cínico de campeonato, pero no da reírse de la muerte de una chica tuberculosa, que encima es re linda, pobrecita”. ¿Y entonces qué cornos hacemos? Resumir la trama de Un cuento de invierno es un poco complicado. Basta con decir que no sólo tenemos a Smith y Crowe haciendo de sí mismos -perdón, haciendo de seres malignos y demoníacos-, mucho “amor verdadero” y tuberculosis, sino también memorias perdidas y luego recuperadas, saltos en el tiempo, una niña con cáncer (es que las enfermedades terminales se actualizan), monólogos sobre la fe, el destino, la luz y las estrellas, encuentros casuales que en realidad son predestinados, reencuentros que coquetean con lo inverosímil, gente agarrándose a piñas, un par de asesinatos (adivinen quién los realiza), seres angelicales, caballos alados y más estrellas. Y hay que decir que por momentos el director Akiva Goldsman apuesta por la cursilería más pura, sin vueltas, con mucho romanticismo barato y declaraciones ñoñas sobre el amor, y es ahí donde llamativamente (o no tanto) sale ganando, aún en el medio de incontables imperfecciones en la narración. Es que creérsela sin importar las consecuencias no está mal: el Amor no se sostiene sin la creencia del enamorado y eso se aplica a la construcción del relato romántico. Si vas a contar una historia de amor eterno, más vale que te la creas a fondo, que pienses que el amor vence todos los obstáculos, que al mundo lo cambia el amor y sólo el amor, y que hasta el neoliberalismo puede ser virtuoso gracias al amor, porque es muy lindo quererse y querer al prójimo. El problema es que Goldsman no termina de creérsela por completo y por eso tenemos esas performances desopilantes de Smith y Crowe, más las apariciones de Jennifer Connelly, William Hurt y Eva Marie Saint, que no se sabe si están para certificar que esta no es la grasada que uno podría pensar, que esta es una historia romántica seria, o que sí, que esto es un experimento un tanto empalagoso sobre las formas narrativas místicas y románticas. Esta indecisión, este no saber qué se está contando, se emparenta con ciertos tramos de la carrera de Goldsman, quien en Un cuento de invierno debuta en la dirección pero ya tenía acumulada toda una trayectoria como guionista (que incluye a ese embole oscarizado llamado Una mente brillante), bastante irregular por cierto. Por ejemplo, Yo, robot trazaba líneas hacia el policial, la ciencia ficción, el alegato contra la revolución tecnológica y el drama humano vinculado a la pérdida, sin profundizar verdaderamente en ninguna de sus subtramas. Algo parecido sucedía con Soy leyenda, atrapada entre el tono contemplativo y la acción desatada, o El luchador, que no se decidía entre ser una épica deportiva o un drama familiar situado en la Era de la Depresión. Ni hablar de El código Da Vinci y Angeles y demonios, que intentaban ser blockbusters trascendentales pero nunca llegaban a ser cine y no pasaban de ser literatura intrascendente puesta en imágenes. Se podrá hablar del papel de los directores en cada una de esas obras, pero no deja de llamar la atención cómo los guiones de Goldsman siempre estuvieron atravesados por el abismo entre lo que se quiere y lo que finalmente se logra. En contadas ocasiones en el camino recorrido por el guionista se pudo dar ese salto. Uno de ellos fue entre la primera entrega de Batman dirigida por Joel Schumacher y la segunda: de Batman & Robin podemos burlarnos por millones de razones, pero lo cierto es que al final termina siendo mucho más divertida y coherente que Batman eternamente, básicamente porque deja atrás la culpa de ser una continuación de los dos primeros films de Tim Burton, apostando por ser una relectura de la serie de los sesenta. De ahí que Un cuento de invierno, repleta de defectos que paradójicamente la hacen crecer en interés, no acabe adquiriendo una identidad propia, ya que no termina de arrojarse con completo fervor hacia la cursilería y el ridículo, creyendo y reivindicando la superficialidad y el esquematismo, como si la afectara la noción de saber que se dirige hacia un público cada vez más cínico. Una pena no sólo por Akiva Goldsman, Colin Farrell y los demoníacos Smith y Crowe, sino también por mí. Es que seré ateo, pero yo también tengo ganas de creer en que existe el Súper Amor de mi Vida que me va a ayudar a hacer grandes milagros, como sacar campeón a Quilmes de Mar del Plata, lograr que el kirchnerismo sea realmente de izquierda o que nuestro querido Javier Luzi entienda el cine de Steven Spielberg. Bueno, al menos ya encontré al Amor, aunque sea hasta que nos peleemos definitivamente con mi novia, luego de discutir por enésima vez sobre las virtudes y miserias de la Revolución Cubana. El resto podrá esperar. Hay que tener fe.
Sobrevalorada Hay determinadas películas que por la temática que abordan generan una unanimidad que de otro modo difícilmente tendrían, a tal punto que los espectadores (muchos de ellos, críticos) depositan elementos y ven cosas que no están en la pantalla, o incluso elogian aspectos que en otras obras criticarían, sin preguntarse cuál es la diferencia. Mucho de esto se ve en el contexto del estreno de El almanaque, que según indica el sitio Todas las Críticas hasta ahora ha tenido catorce reseñas, todas ellas favorables, con unos cuantos 8 elevando el promedio. Así que desde este espacio me propongo portar el “honor” de ser la primera crítica en contra de este documental, y le pongo comillas a la palabra honor porque no soy un contrera nato, no me gusta serlo, pero no dejan de llamarme la atención la catarata de elogios que percibo como totalmente desproporcionados. La historia de El almanaque es interesantísima: Jorge Tiscornia, miembro del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, fue perseguido y encerrado por su militancia política, y a partir de 1972 guardó clandestinamente un detallado y personal registro de la rutina y sus condiciones de vida, durante los más de 4600 días que estuvo en prisión, en el Penal de Libertad -el nombre certifica que milicos estúpidos y cínicos hay en todos lados-, ubicado a unos cincuenta kilómetros de Montevideo, y que ha sido la mayor cárcel política de América Latina. Hay mucho para explotar en ese pequeño cuento: el poder de la escritura, junto con las imágenes fotográficas y fílmicas, como vehículo para impulsar y consolidar la memoria; la relación entre el hecho del pasado y la percepción recortada y modificada desde el presente; el arte en general como factor de resistencia frente a un poder represor y opresor. Y todo está en la película, pero sólo a partir del discurso hablado, porque en muy pocas ocasiones se exhibe confianza en las imágenes y en lo que se está narrando. En El almanaque se escucha muchas veces la palabra “memoria”, como para que quede bien claro el eje temático del film, se explica a través de la voz en off lo que ya se está viendo y hasta aparece a cada rato una nota musical, bien acentuada, como para que no queden dudas de la trascendencia de lo que se pone en escena. Hay, es evidente, poca confianza en las habilidades interpretativas del espectador, y todo se entrega masticado. Hasta surge la impresión de que podríamos haber estado ante un potencial buen libro, o un informe televisivo, porque lo que menos tenemos ante nuestros ojos es cine. Eso sí, cuando abandona las explicaciones redundantes y se concentra en los personajes que van circulando, en los momentos de silencio y contemplación, apoyándose en las herramientas puramente cinematográficas, el film crece y adquiere una real relevancia. El almanaque vuelve a poner en evidencia los problemas para enhebrar un discurso propio de ciertos sectores de la izquierda política, al menos en el cine. No deja de ser llamativo que los mismos que cuestionan y ponen en tela de juicio -con toda razón- las construcciones textuales imperialistas, terminan apelando a una base formal paternalista y esquemática, muy propia de la industria hollywoodense. Evidentemente, en ese ámbito, la batalla cultural continúa dominada por la visión norteamericana.
La libertad es decisión sólo de Dios y de los blancos Hay una escena que define en medida la ética de 12 años de esclavitud: allí Edwin Epps (Michael Fassbender) decide castigar a latigazos a Patsey (Lupita Nyong’o), una de sus esclavas y también amante. Primero lo hace él, pero como no le da mucho el estómago, decide forzar a Solomon Northup (Chiwetel Ejiofor) a completar su labor. Cuando Solomon ya no puede más, Edwin vuelve a tomar el látigo. Es una escena larga, de varios minutos, filmada con un plano circular que nunca se corta y en el que va rotando el protagonismo y centralidad de cada personaje, con una gran precisión en el uso del espacio. Ese plano secuencia deja en evidencia a un cineasta con un gran conocimiento de las herramientas cinematográficas y que no tiene miedo a usarlo para impactar al espectador. Ese plano también delata a un realizador sin ningún tipo de reserva moral, que busca embellecer estéticamente un hecho terrible. A Steve McQueen, director de esta película, no le importa (o como mínimo no es consciente, lo cual hasta en cierto modo es peor) el horror que está contando. Todo el metraje está plagado de planos donde impera la preocupación por la composición, pero no por el pudor por los cuerpos oprimidos, pisoteados, violentados, humillados. Esos cuerpos sufren y son convertidos en mercancía no sólo por las circunstancias concernientes al relato, sino también por la puesta en escena del film, que nunca les otorga una real jerarquía y que hasta pugna por convertir lo terrible en bello, cayendo en la obscenidad. Uno de los colaboradores de FANCINEMA, Javier Luzi, señaló con acierto lo siguiente: “el problema con 12 años de esclavitud (entre otros tantos) es que para la película (y sus hacedores) la libertad y, su reverso, la esclavitud, no son una cuestión ética, ni siquiera política, sino puramente moral”. Esto se puede ver de forma muy patente en todo el calvario que atraviesa Northup, un hombre negro libre que es secuestrado y convertido en esclavo durante doce años en la era pre-abolicionista de los Estados Unidos. Este personaje, que encima es el protagonista, jamás decide su propio destino y nunca pasa de ser un brazo ejecutor de los deseos de otras personas o una mera herramienta discursiva de la película. Esto se traslada a todos los demás esclavos que aparecen en el relato -en especial Patsey, totalmente reducida a una presencia meramente objetual (de hecho, todas, absolutamente todas las mujeres son objetos)- e incluso a los blancos esclavistas, de los cuales hay dos casos paradigmáticos: el interpretado por Benedict Cumbertbath es visto como alguien culposo, que esclaviza porque no tiene remedio, pero que en el fondo es bondadoso; mientras que el encarnado por Fassbender es un psicópata absoluto, un fanático enfermo que aborrece y abusa de los negros porque sí, porque no le queda otra. El único personaje con capacidad de decisión es el Brad Pitt -que por otra parte es totalmente inverosímil en su construcción- y lo hace cuestionando la esclavitud pero invocando “verdades universales” en detrimento de las “leyes” o “sistemas sociales”, silenciando a la vez la posibilidad que tiene un individuo de decidir su propia libertad, de luchar por ella. No hay lucha en 12 años de esclavitud. Su protagonista y todos los personajes que aparecen en cuadro son sumisos frente a “las verdades universales” y jamás dan pelea. Esto está encuadrado en una elección moral, y también ética, de la película, que es tomar una historia real situada en la era previa a la abolición y avalar su postura ideológica, que no critica a la esclavitud como acto inhumano y opresor, sino simplemente la violación de normativas referidas al sistema que lo sostenía. Para el film, lo que en el fondo está mal no es que Solomon pase años como esclavo, sino que lo haga cuando había nacido como hombre libre, y lo que lo hace un caso destacable no es que haya recuperado su libertad, sino que haya expuesto una fisura en el cumplimiento de las normas. La esclavitud desde el nacimiento, la que construye a los individuos socialmente como meras cosas, nunca es realmente cuestionada. Burocrática como es en su muestrario de calamidades, le otorga la potestad a los blancos -como vehículos de la fe divina- de decidir la libertad de los negros, reeditando un paternalismo y racismo que atrasan un mínimo de dos siglos. Da para comparar a 12 años de esclavitud con Lincoln, porque mientras la primera se dedica a exhibir estéticamente la esclavitud, sin cuestionarla realmente a nivel político o ideológico, dejando deliberadamente fuera de campo la lucha por la libertad, la segunda -con todos los problemas que se le pueden enumerar- se hace cargo de las tensiones políticas, de las perspectivas en disputa, de los cuerpos buscando liberarse. Y lo hace reivindicando a la democracia como instrumento que sirve como trampolín para liberarse, primero como una decisión ética, propia del sujeto, y luego como parte de una posición moral, propia de una sociedad racional, humana, terrenal. Teniendo en cuenta lo anteriormente dicho, es preocupante que 12 años de esclavitud tenga grandes chances de convertirse en la próxima ganadora del Oscar a mejor película. Si tomamos al galardón de la Academia como un termómetro de la mirada hollywoodense sobre el mundo y, especialmente, el acontecer estadounidense, la visión que se transmitiría banalizaría por completo determinados pilares de los Estados Unidos, referidos a la igualdad entre razas y la democracia como base de la libertad individual. Estamos hablando de leyes, normas y reconocimientos logrados después de muchos años (y vidas) de lucha en ese país. Que se desentierre una mirada colonialista sobre las razas y mercantil sobre los cuerpos, en tiempos donde resurgen las pugnas en terrenos como el de la inmigración, es una mancha difícil de quitar.
¿Pero qué has hecho Montalbano? Eso, ¿qué has hecho Montalbano? La pregunta no deja de ser pertinente, porque es difícil de entender cómo el realizador de Pájaros volando y Soy tu aventura cae tan bajo con Por un puñado de pelos. Su nueva apuesta por el absurdo, esta vez con la historia de Tuti Turman (Nicolás Vázquez), un joven millonario que sufre por su falta de pelo y que casualmente termina acompañando al encargado de su edificio a su pueblo natal, donde descubre una cascada milagrosa cuyas aguas hacen crecer el pelo, y de paso toda una oportunidad mercantil que antes de concretarse deberá atravesar todo tipo de disputas y vicisitudes, tenía mucho potencial pero al final se revela como completamente fallida y hasta peligrosa para su carrera. Sus problemas y defectos, lamentablemente, aparecen por todos los rincones posibles y son capitales dentro del género de la comedia. A saber: Desaprovecha a sus actores: si uno mira Mis amigos de siempre, se puede dar cuenta rápidamente que Gonzalo Heredia no tiene absolutamente ningún recurso; que Nicolás Cabré tiene uno sólo, que es ponerse tenso; y que Vázquez tiene un par más, que giran alrededor de una presencia bastante relajada, donde no busca destacarse y hasta pareciera que se toma todo en joda. Ahora, eso puede funcionar en el ámbito televisivo y el desafío pasaba por si podía aplicarlo en la pantalla grande. Sin embargo, Montalbano lo rodea en el film de una puesta en escena absolutamente televisiva, sin un aprovechamiento cinematográfico de los espacios (y en el paisaje montañoso, con toda su inmensidad a cuestas, esa carencia resalta aún más) y poniéndolo a hacer morisquetas, agitar la cabeza y hacer bailes estúpidos. Con Rubén Rada, pareciera que no le hubiera dado indicaciones, con lo cual sólo tenemos su cara de nada para los momentos de comedia, su cara de nada para los de tensión y su cara de nada para el drama. Siempre cara de nada. En cuanto a Carlos Valderrama, quien interpreta al intendente del pueblo, su papel lo podría haber encarnado hasta el muchacho triste de Riquelme, y no hubiera habido diferencia. Y la culpa no es de Valderrama, cuyo carisma innato daba para componer un personaje con características memorables, sino de un guión que jamás le agrega espesor a su papel y de una dirección casi ausente. De las presencias femeninas, como la de Norma Argentina, mejor ni hablar: las mujeres en la película son meros objetos de deseo o apéndices del hombre, y eso se traslada a las actuaciones. Es aburrida y no divierte: en Por un puñado de pelos los chistes efectivos no llegan a contarse con los dedos de una sola mano. Apenas si tenemos el del chancho con pelos, que encima es luego repetido hasta el hartazgo, hasta llegar a una vuelta de tuerca inverosímil; el del cura que desdeña los poderes de la cascada y es el único pelado del pueblo; y un diálogo donde Tuti pregunta si en el pueblo hay gente que trabaja en la construcción, para poder emplearla en la edificación de un futuro spa, y cuando le contestan que no pero que hay muchos desempleados, dice “mejor, así los hacemos laburar a todos en negro”, y que está dicha con tal naturalidad que termina evidenciando la brutalidad e insensibilidad del porteño rico de manera bastante productiva. Y ahí se acabaron los buenos chistes en un relato que pretende ser una comedia, que ya en la mitad de su metraje comienza a aburrir soberanamente, con una falta de ritmo alarmante y cuya anécdota sólo cubre lo justo y necesario para convertirse en largometraje, y sin embargo se estira hasta los más de cien minutos. No comprende los géneros que aborda: ya desde su mismo título, el film busca emparentarse con el terreno del spaguetti-western, aprovechando el paisaje y una trama que gira alrededor de las disputas monetarias, pero tiene una grandísima contra, y es que no entiendo los mecanismos del género al cual hace referencia. El spaguetti-western ha sabido girar en torno a la venganza y la ambición, cimentando sus historias con personajes provistos de una ética corrida de las convenciones, casi amorales. Por el contrario, Por un puñado de pelos está inundada de moralina, de sentencias carentes de ambigüedad, de bajadas de línea sin ninguna clase de sutileza. Asimismo, carece de todo sentido épico, a pesar de que la música intente por todos los medios introducirlo -y quedando, de paso, totalmente a contramano de la imagen-. Esto se puede ver especialmente en el duelo que no llega a ser duelo entre Rada y Valderrama: Montalbano se equivoca tanto en la elección de planos como en el tono de las actuaciones y el montaje, hasta desembocar no en el ridículo cómplice, sino en el que aleja al espectador. Además, nunca se anima a tocar la violencia, lo cual lo separa aún más de un cineasta como Sergio Leone, al cual pretende homenajear. Es conservadora y hasta retrógrada: se podría pensar que hasta involuntariamente -porque se hace dificultoso saber qué es lo quiere decir con esta película- Montalbano va descendiendo, a medida que avanza el relato, hacia el infierno del conservadurismo argentino, que lo termina emparentando con el cine (si es que puede llamarse cine) de Fernando Siro. Es cierto que el realizador siempre coqueteó un poco con el costumbrismo argentino de ese estilo, pero cierta visión paródica lo ponía en otro lugar. Acá no, porque no hay parodia, ni sátira, excepto para con la Iglesia (y es sólo en el chiste antes mencionado). En consecuencia, en la última media hora da la impresión de estar asistiendo a una secuela de Sapucay, mi pueblo, sólo que en vez de tener a Luis Landriscina como el cura bondadoso, tenemos toda una galería de enseñanzas de trazo grueso sobre lo hermosas y justas que son las creencias de los pueblos originarios en oposición a la pulsión por la guita de la gente de las ciudades, que son todos idiotas y desconsiderados, aunque al final algunos de ellos aprenden lo que es bueno, siempre en base al castigo. El problema en sí no está en pensar que la ciudad es mala y el pueblo es bueno, esa no deja de ser una visión sobre el mundo sobre la que se puede acordar o no. El inconveniente es que no hay personajes o hechos que sostengan esa visión adecuadamente, con lo que queda anclada en un tiempo que mejor olvidar. Todo es insustancial, sin vida en Por un puñado de pelos, que por otra parte es terriblemente incoherente en su narración y no pasa de ser otro ejemplo del hombre blanco, con su paternalismo a cuestas, haciéndole decir al indio lo que le resulta cómodo que diga. De ahí que la película termine yendo a contramano del rumbo que debería encarar una comedia: en vez de sacudir estructuras perimidas, las reafirma. ¿Y qué es la comedia sin un cuestionamiento real, tangible hacia el status quo? Cualquier cosa, menos comedia. Por un puñado de pelos jamás llega a calificar como comedia. Con todos los defectos antes mencionados, Por un puñado de pelos vuelve a poner en cuestión el aporte de San Luis Cine al panorama del cine nacional. En lo que respecta a la carrera de Montalbano, es un retroceso muy fuerte, que lo pone en una situación de la que tiene que salir urgentemente.
Cuestión de títulos Los títulos tienen mucha veces una importancia capital en una obra (sea del tipo que sea) y eso también se aplica para los textos de las críticas de cine. Ayudan a definir una idea base, son tomas de posición desde el comienzo. Pensemos en, por tomar un ejemplo cercano, los títulos para las críticas que hizo Mex Faliero de algunos films de Pixar: “Héroes de la clase laburante” para Monsters University; “Algo ocurrió camino al cielo” para Cars 2; “Unidos y dominando” para Toy story 3; y “Claves para un mundo mejor” para WALL-E. En todos los casos, cada una de las frases son declaraciones de principios sobre lo que se ve en cada film, implican plantar una bandera en determinados contextos y hacerse cargo de lo que se dice. Teniendo en cuenta lo anteriormente dicho, he tenido serias dificultades para elegir un título para mi crítica sobre Escándalo americano, una película de que estoy seguro que no me gustó, aunque a la vez me desconcierta lo suficiente como para no indignarme, en parte porque no termino de entender qué le ven muchos críticos a este obra que nunca sale de la medianía. A continuación, algunos de los (mediocres) títulos que fueron pasando por mi mente, aunque ninguno de ellos realmente termina siendo completamente funcional y apenas quedan como subtítulos: “SubScorsese” Escándalo americano es una película que es indudablemente deudora de otros cuentos morales situado en el universo del crimen, como Buenos muchachos, Casino o Scarface, con sus personajes demasiado ambiciosos para sus propias capacidades y que luego de ascender fugazmente se terminan cayendo estrepitosamente. Sin embargo, pese a la fluidez narrativa exhibida por la película, esa narración nunca consolida adecuadamente la progresión de los personajes desde donde comienzan hasta donde terminan. La historia de esta operación encubierta -basada ligeramente en el caso Abscam-, en la que participa una pareja de amantes y estafadores (Christian Bale y Amy Adams) luego de ser atrapados por un agente del FBI (Bradley Cooper), para atrapar a toda una serie de políticos y mafiosos metidos en un conjunto de negocios inmobiliarios donde abundaban las coimas, carece de la brutalidad y crudeza tras la superficie humorística de un Scorsese, un De Palma o un Hawks. Su relato, que gira alrededor del concepto explicitado de la “supervivencia”, de esa necesidad de mantenerse a salvo imperiosamente, jamás está cerca de esa doble vertiente de identificación-empatía con distanciamiento que logra Scorsese, porque no todo consiste en otorgarles la voz narrativa a determinados personajes. Hay que establecer una puesta en escena que realmente resalte las ambigüedades y grises. Escándalo americano nunca lo hace realmente. Incluso su mirada hacia el personaje del alcalde Carmine Polito (Jeremy Renner), al que termina considerando un político honesto a pesar de ser corrupto, es como mínimo cuestionable: para el film la corrupción y la coima es algo natural, aceptable incluso, y el FBI termina quedando mal no tanto por su inoperancia para atrapar a los mafiosos, sino porque le interesa agarrar a unos pobres políticos que sólo querían el bien de su pueblo y a lo sumo aceptaban sobornar o ser sobornados. En eso, el personaje de Cooper es muy representativo: no es un profesional, sino sólo un tipo que quiere ascender y su obsesión amorosa con la estafadora que encarna Adams termina siendo absolutamente subestimada. “El alumno mediocre del maestro” Otra comparación que se cae pronto a pedazos es con el cine de Paul Thomas Anderson -quien viene de hacer una obra maestra con The master-, en especial con Boogie nights, la obra que lo lanzó a la fama. Guillermo Colantonio supo aportar esta definición, tan brutal como ingeniosa, que sirve como punto de partida para rebatir la comparación: “ese Russell es un clon malo de Anderson; es un disc jockey frustrado que pasa música con imágenes”. Quizás suene un poco exagerado, pero algo de eso hay: Russell aporta los vestuarios, los peinados, el maquillaje, la música de los setenta, pero le falta cine e imágenes de alto impacto, a pesar de pretender reflexionar sobre las diversas formas del artificio. Anderson siempre piensa las diversas formas narrativas, lo que muestran o esconden, las combinaciones genéricas. Russell acumula géneros (la estafa, la sátira social, el biopic, el abordaje político, el drama mafioso) pero no los conjuga adecuadamente. Sólo los pone en escena, regodeándose en lo formal. “No es una comedia” Da para preguntarse por qué las diferentes asociaciones de prensa, los sindicatos o academias insisten en considerar a Escándalo americano como una comedia y/o musical, siendo que tiene pocos chistes, concentrados en su mayoría en los personajes de Cooper y Jennifer Lawrence (la esposa del personaje de Christian Bale) y que su ecléctica banda sonora no la convierte en un musical. De hecho, tanto Bale como Adams no aportan humor a la trama y el drama que rodea a su pareja es una de las bases piramidales del film, que se presenta como una sátira pero se queda en la pose: es en realidad muy seriota, se la cree demasiado, baja línea de manera torpe y lo que tiene para decir sobre los vínculos entre la política y el crimen, como ya dijimos antes, es tan obvio como cuestionable. Si la comparamos con El lobo de Wall Street -oh casualidad, de Scorsese-, empalidece: la película con Leonardo DiCaprio es una verdadera comedia, por el espíritu corrosivo y deconstructivo que posee, y hasta se la podría ver como un musical por el ritmo que adquiere a partir de la unión entre la música y el montaje mientras que la de Russell sólo se queda en los guiños de estilo. “Tontería americana” Acá nos referimos a los aspectos más irritantes de Escándalo americano: tienen que ver, más que nada, con cómo Russell se ha convertido en una especie de Christopher Nolan de los críticos y miembros de las asociaciones galardonadoras de Hollywood. Con esta última película ya se notó demasiado: ya estaba recibiendo elogios de sectores muy influyentes aún antes de estrenarse. Y lo hace con métodos ya conocidos: un hecho bastante relevante en la historia política y criminal estadounidense; estrellas en registros sobredimensionados (la panza de Bale es una nueva etapa del actor y su eterna voluntad de hacerse notar en cada escena); y un planteo supuestamente radical pero que al final se revela como conservador. El título original, American hustle, significa algo así como “Bullicio americano”. Pero en verdad, a la hora de los bifes, lo que tenemos es una narración prolija, que jamás sale de la medianía y que arma muy pero muy poquito bullicio.
Sobre dudas y certezas El slogan que aparece en el afiche de El misterio de la felicidad, la nueva película de Daniel Burman, es el siguiente: “¿Te enamorarías de la mujer de tu amigo?”. Hay en esa frase unas cuentas mentiras y alguna que otra verdad. Desde hace mucho tiempo que se viene aplicando estas estrategias de marketing donde se quiere presentar a un film como algo distinto de lo que realmente es. Dos ejemplos: en el 2006, Viviendo con mi ex, con Vince Vaughn y Jennifer Aniston, era vendida como una comedia romántica de rematrimonio, cuando era en verdad un drama (con algunos tintes de comedia) sobre el proceso de separación de una pareja; y el año pasado, el trailer de La reconstrucción, la más reciente colaboración entre Diego Peretti y el director Juan Taratuto, apuntaba a crear la ilusión de una comedia dramática, que seguía en buena medida la línea de lo anteriormente hecho por el realizador de Un novio para mi mujer, cuando estábamos en verdad ante un drama hecho y derecho. Si esto lo aplicáramos a anteriores obras de Burman y Guillermo Francella, es como si se pensara a Derecho de familia como un film sobre la historia de amor entre Daniel Hendler y Julieta Díaz, o a Corazón de León como una historia de superación de un enano que consigue imponerse a sus condiciones y trascender en la sociedad. Esto es en buena medida culpa de los productores y/o distribuidoras, que tratan de vender sus productos de forma bastante engañosa, sin hacerse cargo de lo que realizaron, pero a veces también de los directores/guionistas, que en muchos aspectos no terminan de definir un rumbo específico para sus películas. Algo de esto último sucede en El misterio de la felicidad. Debo aclarar que no soy un gran fanático del cine de Burman, aunque tampoco me desagrada. Disiento (y mucho) con algunas críticas que se le hace respecto a que siempre hace películas situadas en el universo burgués argentino. Creo que es totalmente lógico y hasta honesto de parte del cineasta que filme lo que filma, porque es evidente que es lo que conoce y de lo que sabe. Pedirle a Burman que cuente otra cosa es pedirle peras al olmo y en eso hasta me siento identificado: integrante de la clase media porteña como soy, jamás de los jamases me atrevería a escribir o filmar un relato enmarcado en, por ejemplo, el conurbano bonaerense, realidad de la que apenas sí tengo un conocimiento muy pero muy lejano, alejado absolutamente de mi cotidianeidad. Pero claro, el razonamiento que enmarca a estas críticas es simple (por no decir simplista): “le dan voz a la clase media, pero nunca a los pobres”. Habría que avisarle a esa gente -integrantes de la clase media como son- que hay que estar muy cerca y es un proceso en extremo dificultoso darle voz a los “pobres” (a los que ya les restamos identidad llamándolos de esa manera), y que en ese lugar al que ven como centro de lo maligno llamado Hollywood también supieron aplicar el mismo camino que ellos proponen. Y los resultados se han visto en horrores cinematográficos como Babel. Mi problema con Burman pasa por la forma en que realiza sus planteos, remarcando muchas veces a través de los diálogos lo que ya está dicho a través de la imagen, abusando de su innegable capacidad formal y forzando situaciones hasta el límite de lo verosímil. Sin embargo, le puedo reconocer su capacidad para interpelar a un público masivo sin resignar cierta complejidad en sus historias, cimentadas a partir de un innegable cariño por sus personajes, a los que nunca juzga y sigue bien de cerca en sus caminos. En el cine de Burman hay mucho aprendizaje, mucha “lección de vida”, pero en sus mejores momentos elude el didactismo y hay un crecimiento real, sustancioso y palpable en los protagonistas. A la vez, hay una exploración de diversos ámbitos laborales donde el realizador exhibe una notoria destreza para otorgarle a lo rutinario un plus estético. Todos los defectos del cine de Burman (y hasta algunos más) están en los minutos iniciales de El misterio de la felicidad, que deben estar entre lo peor de su carrera. Allí son llamativas las dificultades del realizador para desarrollar un conflicto y la forma en que abusa de la repetición de imágenes y secuencias para explicar algo muy básico y elemental, que en otros tiempos le hubiera costado muy poco: que Santiago (Francella) y Eugenio (Fabián Arenillas) son amigos de toda la vida, socios de fierro en un negocio de electrodomésticos, se conocen y complementan perfectamente, hacen todo juntos, aunque hay algo en su vida cotidiana que le hace ruido al segundo de ellos. Recién cuando Eugenio desaparece de un día para otro, desestabilizando por completo la estructurada rutina -repleta de pequeños ritos- de Santiago, es cuando la película parece arrancar, aunque a los tropezones, dubitativamente. En el medio, Santiago tendrá que lidiar con Laura (Inés Estévez), la mujer de Eugenio, quien está convencida -y demasiado tranquila y/o resignada- de que su marido no va a retornar, y en consecuencia comienza a intervenir en el negocio, para el que encima se presentó una oferta para comprarlo. Mientras tanto, comienza la búsqueda de Eugenio -cuyo pasado y presente se irá revelando como no precisamente lineal y simple-, lo que también representará una oportunidad para Santiago y Laura de conocerse como nunca lo habían hecho. El film abre toda una serie de puntas -la desaparición y los grises en la vida de Eugenio, el negocio en crisis, la convivencia obligada de Santiago y Laura que deviene en potencial romance- pero con ninguna acelera a fondo, y de ahí que jamás se lo pueda ver como una comedia romántica sobre dos personajes que al principio sólo se pelean y finalmente encuentran la forma de complementarse. En realidad lo que le interesa a Burman es algo que aparece recién en el último tercio del relato: el proceso (impuesto por las circunstancias) por el cual Santiago tiene que aceptar que la desaparición de su amigo se debió a una profunda insatisfacción y frustración que él en parte comparte debido a la imposibilidad (o negación) de cumplir sus verdaderos sueños. En El misterio de la felicidad el único protagonista es en verdad Santiago, quien comienza a contemplar cómo y por qué llegó a donde llegó; qué camino recorrió; cómo ha pensado y sentido el amor y la amistad; y qué debe hacer frente a la pérdida de una persona importantísima en su vida, que hasta en parte lo define. Y no está mal que eso sea así, aunque el film para eso paga costos muy altos: por ejemplo, el personaje de Laura recién adquiere entidad y pensamiento propio en la última media hora, luego de ser apenas una figura que deambula por la pantalla. Es efectivamente en los minutos finales donde la película crece junto con sus personajes, indagando en las dinámicas de la mentalidad masculina, aunque tampoco llega a consolidarse de la manera esperada para el planteo inicial. Es tentador explorar la filmografía de Burman en términos de edad, pero lo que correspondería más bien es hacerlo en base a la posición que tienen los personajes, dónde se encuentran parados, en qué momentos se encuentran en sus vidas. En Esperando al Mesías, El abrazo partido y Derecho de familia están mirando primariamente para adelante, mientras se preguntan cuál es la herencia que les han dejado; mientras que en sus últimas obras del realizador -El nido vacío, Dos hermanos, La suerte en tus manos, ahora El misterio de la felicidad- están mirando hacia atrás, preguntándose qué le están dejando a los que quieren y en base a eso cuál es el siguiente paso. Da la impresión de que en el primer conjunto de films imperan las dudas, la incertidumbre, mientras que en el otro, por el contrario, se imponen las certezas. Y en base a eso, viendo los resultados que obtiene últimamente el cineasta, pareciera que es mucho más apasionante pensar y analizar lo que puede (no) llegar a ser, que lo que ya (no) fue. Diablos, un psicólogo por acá, pero no sólo para Burman: también para mí.
Un desastre comparado ¿Vieron cuando recién comienza una película y uno ya se da cuenta que todo lo que podía salir mal terminó saliendo efectivamente mal o incluso peor? Bueno, eso es lo que ocurre con 47 ronin, uno de esos tanques de Hollywood donde ninguna pieza encaja correctamente, que son un desastre anunciado y luego confirmado, a los que se les puede criticar multitud de cosas, promoviendo un ejercicio donde cualquier crítico se siente cómodo: la narración nunca fluye de la manera adecuada; los personajes son de cartón corrugado; el protagonista está metido de manera totalmente forzada en la trama; los efectos especiales y el vistoso diseño de producción nunca se amoldan de la forma correcta con la puesta en escena; las actuaciones son pésimas; todo el relato es en extremo serio y sin una pizca de humor que haga más llevadero el asunto; y el espíritu épico y/o aventurero, a pesar de los discursos, jamás se hace presente. Nos podríamos quedar con ese párrafo y terminar el texto, pero vamos a tratar de sacarle un poco más de jugo a la película, pensándola en relación con otros casos que podrían presentar similitudes, haciendo algunas arbitrarias comparaciones. A saber… 1) Al igual que El planeta de los simios: (r) evolución, que era dirigida por Rupert Wyatt -quien sólo tenía como antecedentes un cortometraje, un mediometraje y un pequeño thriller titulado The escapist, que había pasado totalmente desapercibido-, 47 ronin no tiene un nombre relevante en la realización cinematográfica, a pesar de su altísimo presupuesto (175 millones de dólares): Carl Rinsch sólo había dirigido unos cortos y su currículum estaba basado principalmente en los campos del videoclip y los comerciales. Pero mientras Wyatt demostró un gran atrevimiento a la hora de configurar la narración y la puesta en forma de su película, interactuando perfectamente con los efectos especiales, demostrando un profundo conocimiento de las reglas genéricas y desarrollando con inteligencia y sutileza diversos tópicos de alto contenido político, redescubriendo (y actualizando) las conexiones entre lo humano y lo tecnológico; Rinsch se muestra demasiado tímido con la legendaria leyenda japonesa de los 47 ronin, el relato se le escapa enseguida de las manos y nunca le inculca energía a lo que está contando. Si la ambición era -como dice la voz en off- conocer la cultura japonesa a través de este cuento, esa experiencia queda totalmente trunca desde el vamos. 2) Hay películas que durante su misma producción van entrando en una espiral desquiciada a nivel creativo, de tiempos, de presupuesto. A veces, esas dantescas alteraciones por sobre lo planeado terminan siendo beneficiosas, dotan al proyecto de una libertad por sobre la media de Hollywood. Un caso reciente es El llanero solitario, donde los egos de Gore Verbinski y Johnny Depp -que gastaron plata a lo bestia casi por puro capricho- le agregaron al film un toque de personalidad propia, distintiva y productiva. En cambio, las idas y vueltas que tuvo 47 ronin en su montaje, la falta de mano firme del director y los miedos de Universal Pictures llevaron a que el film se estrenara como un producto impersonal, como un Frankenstein que nunca llegó a cobrar vida. 3) Hace una década, Hollywood intentó explorar la filosofía, la historia y la disciplina japonesa con El último samurái. Aquel film, con todas sus fallas narrativas y visuales, no dejaba de ser un interesante abordaje sobre los vínculos -sin resignar las diferencias- que se podían establecer entre las sociedades occidental y oriental, que a la vez exponía con gran melancolía el final de una época y una mirada sobre el mundo. Hasta en el uso equilibrado de los lenguajes japonés e inglés había toda una declaración de principios. Y esto se debía en buena medida a la capacidad de Tom Cruise de pensarse a sí mismo, su carácter de estrella y lo que podía aportar a un relato que coqueteaba con muchas variables del western. Por el contrario, Keanu Reeves es en 47 ronin un mero rehén de la trama y lo único que tiene para aportar es su cara de piedra, que en un punto no deja de ser apropiada para un personaje que soporta sin reaccionar toda clase de humillaciones de parte de los demás y por el que es imposible sentir cualquier clase de empatía. 4) Hace sólo unos días, pesqué medio de casualidad por TCM Rey de reyes, aquella épica bíblica de 1961 sobre la vida de Jesucristo, que contaba con unos cuantos nombres importantes: Nicholas Ray (realizador de obras maestras como Rebelde sin causa o Johnny Guitar) en la dirección, el gran Orson Welles aportando su voz en la narración y un reparto integrado por Rip Torn, Robert Ryan y Guy Rolfe, entre otros. Y sin embargo, desde el comienzo, a ese film se lo adivinaba pesado, insulso, dependiendo demasiado de la Gran Historia y sin adquirir nunca vuelo propio. Algo similar le sucede a 47 ronin, que en ningún momento de su metraje consigue apropiarse de su historia y ganar autonomía. Lo que queda es un film irrelevante, destinado prontamente a ser olvidado.
Scorsese y otra de sus historias de amor Hay múltiples maneras de ver y analizar la obra de Martin Scorsese. Una de ellas puede ser contemplar sus films como diferentes historias de amor. En su cine todo se moviliza a través del amor. Un amor muchas veces retorcido, que se emparenta con la obsesión. Su filmografía está atravesada por el amor al crimen (Buenos muchachos, Casino), las mujeres (Taxi driver, La isla siniestra), la comunidad o el país en que se vive (Pandillas de Nueva York), los amigos (Calles peligrosas), determinados valores de lealtad (Los infiltrados). En casi todos los casos esos vínculos se ven frustrados, excepto quizás en La invención de Hugo Cabret, donde el amor al cine, la magia y la imaginación puede resucitar, reconstruirse, aunque con una consciencia melancólica sobre el paso del tiempo y lo que ya no puede volver a ser. Scorsese ha llegado a un momento de su carrera, después de su consagración con la Academia de Hollywood, en el que cada proyecto que quiere concretar se realiza. Eso le ha permitido rodar films de enorme riesgo tanto para los estándares del mainstream como para él mismo, como lo fueron La isla siniestra o La invención de Hugo Cabret. Entonces, ¿por qué hacer un film como El lobo de Wall Street, donde pareciera repetirse en tópicos como el poder desmedido, la voluntad de acumulación de dinero, la pulsión por escalar en la sociedad y los caminos autodestructivos? ¿Cuál es el sentido de volver a hacer algo que ya hizo en films como Casino, Buenos muchachos o Toro salvaje? ¿Significa un paso adelante en su carrera o es apenas un relato de transición, la vuelta a lo seguro? La verdad que El lobo de Wall Street no es una película “segura”. No es accesible para el público (que en Estados Unidos, por ejemplo, se ha mostrado bastante disconforme), con toda su carga de violencia sexual, lingüística y hasta física, del mismo modo que tampoco lo eran Casino y Buenos muchachos. Pero tampoco lo es para Scorsese, como se podría pensar desde un comienzo, porque esa vuelta atrás a sus marcas autorales de origen implica también dirigirse a un nuevo público con las armas de antaño, recurriendo a la vez a nuevas generaciones actorales: ya no están Robert De Niro y Joe Pesci, y son Leonardo DiCaprio y Jonah Hill los que toman la posta. Para los mismos intérpretes es un riesgo, porque los personajes que les tocan llegan a extremos de patetismo (ver sino las diversas escenas que muestran los efectos de pastillas alucinógenas), poniendo en crisis sus estaturas de estrellas. Lo es incluso para el guionista Terence Winter, creador de Boardwalk Empire, quien debe hilvanar un ritmo narrativo muy diferente al de esa notable serie. Y había un riesgo extra, del cual el film se hace cargo con una cita, que es la existencia de un film como Wall Street, que ha funcionado como retrato de esa época de especulación, de castillos de naipes construidos de la noche a la mañana y luego derrumbados. Pero mientras la mirada del film de Oliver Stone era contemporánea, retratando ese ahora que eran los ochenta, la película de Scorsese es un vistazo en retrospectiva, donde la bajada de línea moral pasa por señalar cómo los mismos comportamientos de los ochenta se reproducen en la actualidad: nada cambió, las mentiras, los espejitos de colores, las tramoyas, las vanas ilusiones siguen siendo las mismas. Esto, podría señalarse con absoluta certeza, ya algo sabido e innegable, no se necesita ser muy inteligente para verlo. La diferencia radica en cómo ese diagnóstico se da desde adentro, desde las mismas entrañas y la mente del protagonista, algo que siempre enriqueció al cine de Scorsese y que acá llega al extremo, con el Jordan Belfort de DiCaprio mirándonos directamente a la cara, diciéndonos que hay cosas que nunca vamos a entender, que hay procedimientos financieros que se nos escapan, de los que nunca vamos a tener ni idea, que somos ignorantes y cautivos de una suerte decidida por fuerzas mucho más poderosas y despiadadas, que no hay remedio, que estamos fritos. Y si él, luego de ascender meteóricamente en base a la violación de todas las reglas financieras posibles, termina cayendo hasta lo más bajo, no es por quebrar las normas en un universo donde nadie las respeta, sino por pertenecer a otra clase social: por provenir de la clase trabajadora, la que quiere pertenecer, la que está dispuesta a todo por alcanzar el sueño americano que le vienen prometiendo desde siempre, pero que irremediablemente se va a quedar afuera. Se queda afuera, parece decirnos Belfort (y Scorsese mismo) porque hay todo un entramado, un sistema (amparado incluso por hombres honestos, como el agente del FBI encarnado con estupenda sobriedad por Kyle Chandler) dispuesto a echarlos cuando empiezan a molestar, pero también por su propia torpeza, por su falta de límites, por su propia voluntad autodestructiva. Y el film puede mostrar esos procesos, emitir un juicio sin paradójicamente juzgar, porque no deja de querer, de encariñarse con esos personajes imposibles, de entenderlos en su retorcida humanidad. El lobo de Wall Street es, por suerte, no una película que repite, sino que dialoga. Como en un juego de espejos, funciona como perfecto reflejo de lo que significa el cine de Scorsese en la actualidad, hablando con los públicos del ayer y del hoy; contándonos cómo los buenos muchachos no sólo están en las calles de Nueva Jersey sino también en el mundo bursátil; que el hombre sigue contemplando a la mujer como un objeto; que la sociedad norteamericana (y la sociedad global con ella) está destinada a repetir los mismos errores de siempre; que cambian los peinados, los trajes y la música, pero todos continúan bailando de la misma forma; que el capitalismo sigue vivito y coleando porque nosotros no podemos, no sabemos vivir sin él. Lo hace a un ritmo infernal, despiadado, crudo, enérgico, con ese montaje de Telma Schoonmaker que es pura escritura cinematográfica a hachazos, con una cámara en permanente movimiento, con tres horas que se pasan volando hasta un agotamiento que es puro goce, de la mano de los descomunales DiCaprio y Hill (el primero en su mejor performance desde Atrápame si puedes, el segundo invocando con pasión el espíritu de Pesci). Scorsese demuestra que es el mismo de hace dos o tres décadas, que su discurso no cambió, pero porque continúa joven y no perdió la coherencia. El lobo de Wall Street es una película de Martin Scorsese, y no hay mejor elogio que ese.
Con la marca, no el espíritu Es cierto que hay muchos films -independientemente de sus méritos o deméritos posteriores-, como La saga Crepúsculo, la trilogía de Los juegos del hambre o las diversas entregas de Harry Potter, que se proponen como grandes acontecimientos culturales y mercantiles, aprovechándose de un público cautivo y estableciendo toda una operatoria marketinera donde muchas veces lo que menos importa es la obra fílmica. Al mismo tiempo, arman elencos o convocan guionistas y directores para darle mayor legitimidad al emprendimiento, aunque lo que termina imponiéndose la mayoría de las ocasiones es lo primero: la estructura destinada al negocio, a lo extracinematográfico. El cine va siempre detrás en la carrera, y rara vez consigue llegar primero en la meta. Bueno, lo de las audiencias ganadas de antemano, los films convertidos en plataformas de explotación de otras fuentes, los nombres fuertes respaldando los proyectos, también existe dentro del ámbito “independiente”, de “arte”, y la adaptación cinematográfica de En el camino, la novela de Jack Kerouac, es un buen ejemplo. Tenemos un libro de enorme prestigio (y considerado por muchos como inadaptable), prácticamente legendario, de lectura obligatoria para todo aquel que quiera explorar las perspectivas de un conjunto de mentes que alcanzó ribetes emblemáticos como la Generación Beat. Y a un proyecto que tardó mucho tiempo en concretarse, con un realizador de peso que ha sabido triunfar en el Festival de Berlín, como es Walter Salles. Y a unas cuantas estrellas que circulan por la pantalla, dando su correspondiente aval, como Amy Adams, Kirsten Dunst o Viggo Mortensen, que a su vez respaldan a los protagonistas Sam Riley, Garrett Hedlund y Kirsten Stewart. Y lo cierto es que unos cuantos se quejan, y mucho, de las sagas juveniles creadas casi de la nada por el Hollywood más gigante, y despotrican contra el cálculo, la falta de riesgo, la incapacidad de adquirir vida propia por fuera de la referencia literaria. Pero con productos como En el camino ponen carita seria, se re interesan de repente por la Generación Beat; analizan sesudamente las caracterizaciones de Hedlund, Riley, Stewart, Mortensen o Adams; invocan el legado del libro de Kerouac, su descripción de la América profunda y cómo esto se ve reflejado en el film; y piensan esta película en el marco de la filmografía de Salles, quien ha sabido transitar de manera bastante despareja el género de la road movie, con exponentes recordados por el público como son Estación Central y Diarios de motocicleta, que en el segundo caso también tiene a figuras icónicas que quiebran los límites de la pantalla grande. No digo que no hay que darle importancia a En el camino. Digo que se la piensa con una pertinencia, seriedad y criterio que no se da con otros films -a los cuales se suele subestimar- y que se le perdonan demasiadas cosas por razones que no están en la película; que tiene el mismo entramado, la misma construcción de manual y sistémica que los tanques hollywoodenses. Y en base a eso -y sin pretensión de parecer heroico, sólo dejando bien en claro lo que pienso-, afirmo que todas sus partes están pegadas con cola, tratando de copiar la estructura de su fuente literaria pero sin agregarle nada, sin la fluidez cinematográfica necesaria; que es un conjunto de escenas inconexas con buena fotografía y diálogos pomposos y pretenciosos; que jamás puede salir de la pose, porque se queda con los nombres y no con las almas de los personajes; y que lo único que tiene para dar es su prestigio y polémica ganadas de antemano, antes de siquiera existir. No se trata tampoco de tirar bombas, de ponerse en contrera porque sí, para quedar como un gran rebelde frente a lo establecido. Simplemente se trata de decir lo que se piensa y se ve en un film, con el mayor equilibrio posible, sin subestimar o sobreestimar. Que las poses y modismos de segunda mano la aporten otros.
Recobrando el impulso Hay una secuencia que es realmente estupenda en El hobbit: la desolación de Smaug: se trata de la huída del hobbit Bilbo y los trece enanos metidos en barriles, a través de unos rápidos, siendo perseguidos en primera instancia por un grupo de elfos liderados por Legolas y Tauriel (Evangeline Lilly), pero luego también por una banda de orcos. Allí Peter Jackson exhibe toda su pericia para brindarle al caos que representa la escena la fluidez justa, haciendo que todo se entienda y construyendo unos minutos de máxima diversión. Lo que se ve es la más pura aventura, la acción más subyugante, entretenimiento en su máxima expresión. Es decir, cine. Esos instantes, aunque suene exagerado decirlo, valen el precio de la entrada. Y algo de ellos se contagian al resto de la película, que aunque conserva unos cuantos vicios de su predecesora, evidencia a la vez un notorio repunte. Es medio raro cómo en apenas cinco años lo que nos gustaba de El señor de los anillos en El hobbit nos molesta. ¿Cómo es que las virtudes de repente se convierten en defectos? Eso quizás tenga que ver con una mezcla de factores bastante interrelacionados: por un lado, El señor de los anillos podía presentarse ante nosotros como una obra monumental, una adaptación de alto riesgo, que no le quedaba otra que ser una trilogía porque en realidad estaba llevando al cine tres libros en uno, que ya venía posicionada como una literatura de grandes ambiciones; mientras que El hobbit es claramente un solo libro, de estilo casi infantil, que podía tener una versión cinematográfica de algo más de dos horas, pero termina siendo una trilogía porque a Jackson se le va la mano con el estiramiento de las acciones y porque hay mucha gente detrás del proyecto con ganas de juntarla con pala, aprovechando al público cautivo. Por otro lado, como ya sabemos que las ambiciones artísticas quedaron de lado, que no hay riesgo real y que lo que se presenta es un relato que podría estar orientado claramente hacia la aventura más pura, termina molestando (y mucho) que se quiera seguir vendiendo el producto como algo súper trascendental. Además, hay que hacerse cargo de algo: habían varios (bastantes, hasta demasiados) momentos donde el aire de autoimportancia que tenía El señor de los anillos ahogaba al espectador, aunque eso se compensaba en gran forma gracias a los momentos de acción descollante que montaba Jackson, junto a un desarrollo más que interesante de las tensiones entre los diversos protagonistas. De ahí que la narración se impusiera a los diálogos y descripciones redundantes. Jackson sigue abriendo varias subtramas en El hobbit: la desolación de Smaug, aunque por suerte eso, que en la entrega anterior sólo entorpecía la narración, acá en algunos casos la potencia. Sí es indudable que la aparición de Beorn, el “cambia-pieles” que puede tomar la forma de oso, es sólo un guiño a los fanáticos y que no aporta nada al relato. Sin embargo (y atención, porque el que escribe esto no es precisamente un fan del personaje), la decisión de introducir a Legolas dentro de la película -a pesar de que no aparecía en el libro- aporta y mucho al dinamismo del film: el personaje interpretado por Orlando Bloom siempre estuvo destinado a la acción pura (de hecho, cuando hablaba, era bastante insoportable) y que en este caso contribuye a darle impulso a la historia. Asimismo, el triángulo amoroso que se establece entre él, Tauriel (personaje especialmente creado para la versión cinematográfica) y el enano Kili está tratado con sorprendente cuidado: realmente se puede creer y sentir empatía con las tensiones románticas establecidas; y al vínculo entre Kili y Tauriel hasta puede vérselo como una reversión de Corazón de León sin la moralina idiota y el clasismo hipócrita. Por otra parte, Martin Freeman confirma el gran actor que es, brindándole la entidad apropiada al hobbit Bilbo: es notorio que el protagónico no le pesa, que se toma el papel hasta un poco en joda, y eso le permite lidiar con los momentos más tensos con gracia y humanidad a la vez. De hecho, el duelo dialéctico (y no físico) que establece con el dragón Smaug es tan gracioso como terrorífico. Esto no quiere decir que El hobbit: la desolación de Smaug sea totalmente redonda, porque de hecho no puede devolverle (u otorgarle) un verdadero sentido a la trilogía a la que pertenece. Pero sí funciona mejor como parte dentro del todo, se sostiene por sí misma y abre cierta expectativa de cómo Jackson vaya a cerrar el asunto en The hobbit: there and back again. Hay elementos fuertes (batallas, decisiones trascendentes, enfrentamientos de fuste) que permiten albergar esperanza, aunque no hay que olvidarse que el realizador mostró serias dificultades a la hora de cerrar las diversas subtramas en El señor de los anillos: el retorno del rey. Será cuestión de ver qué sucede dentro de un año, para hacer la necesaria evaluación global.