UN DRAMA DE HORROR SIN EMOCIONES Si ya el esquema narrativo que había mostrado la primera parte de Jack en la caja maldita era un compendio de esquematismos y estereotipos rancios, esta nueva entrega, por más que posee una mayor ambición narrativa y temática, está lejos de alcanzar una mejora sustancial. Por más que Jack en la caja maldita 2: el despertar pretende insertar un telón de fondo dramático para darle mayor consistencia al relato de horror, el nivel de ejecución desde el guión y la puesta en escena nunca se eleva por encima de la mediocridad. El film de Lawrence Fowler se centra en una acaudalada mujer con una enfermedad terminal, a quien su devoto hijo le trae una misteriosa caja sorpresa. Sin embargo, la mujer sabe qué hay dentro de esa caja: un payaso que es en verdad una entidad diabólica con la capacidad. Claro que, a cambio, ese demonio reclama que les provean seis víctimas. Será entonces tarea del hijo encargarse de que distintas personas sean atraídas hasta la mansión donde viven y que nadie pueda escapar, aunque esa misión sea tan dificultosa en su ejecución como tortuosa en sus implicancias éticas y morales. Las intenciones de Fowler pronto quedan claras: delinear un drama materno-filial, con sesgos incluso edípicos, que potencie la historia de horror, que está prácticamente circunscripta a ese único espacio que es la mansión. Y no está mal como objetivo, porque a priori podría haber permitido que los espectadores conecten con protagonistas que son, a su vez, los villanos de la historia; y que a la vez se construyan atmósferas relacionadas con el encierro y lo claustrofóbico. Pero una cosa son las intenciones y otra, muy distinta, los logros concretos: a Fowler se le nota, también muy rápidamente, que no tiene la habilidad para llevar a cabo una puesta en escena que una fluidamente todos los factores previamente mencionados. De ahí que Jack en la caja maldita 2: el despertar no funcione en ninguna de sus vertientes. Por el lado del drama, prácticamente todos los diálogos están repletos de remarcaciones, redundancias en las explicaciones e impostaciones para indicar que ese lazo entre madre e hijo es tan enfermizo como trágico. Por otro, todo lo referido al terror es entre previsible y aburrido, en buena medida porque Fowler ni siquiera sabe sacarle provecho a las pocas ideas buenas que tiene: por caso, el uso del fuera de campo, que podría generar suspenso y angustia, termina restando porque no se lo explota apropiadamente desde la mirada o el sonido. Enésimo ejemplo de cine de terror de bajo presupuesto -y escasez de inventiva- que llega inexplicablemente a los cines argentinos, Jack en la caja maldita 2: el despertar es una pérdida de tiempo, una secuela no solo arbitraria y repetitiva en su estructura narrativa, sino también desde su misma concepción. Y que, casi por decantación, es incapaz de generar emociones de cualquier tipo y queda sometida a la indiferencia.
LA DESILUSIÓN DEL CUARENTÓN Si la apuesta de inicial de Que todo se detenga pareciera ser rupturista y a la vez descriptiva, un retrato íntimo y generacional a la vez, donde lo personal insinúa lo político, su puesta en forma termina siendo demasiado limitada para sus ambiciones. La adaptación de la novela de Gonzalo Unamuno quiere ser un torbellino de furia y sonido, pero su verborragia cansa y hasta convoca al tedio a pesar de que cuenta con algunos elementos interesantes. El film de Juan Baldana se centra en Germán Baraja, un escritor que está tan harto de todo lo que lo rodea como de sí mismo. Tiene un trabajo free lance, escribiendo para una revista francesa, al que desea renunciar, aunque no puede porque es lo que le permite sobrevivir. Reniega de la desilusión que le causó su paso por la militancia política, de su incapacidad para vincularse afectivamente, de su encierro constante, de su adicción a las drogas y el alcohol. Y, para lidiar con esas sensaciones de frustración, no encuentro otro camino que repetir las conductas que lo dejaron en el lugar de anomia en el que está ubicado, en un loop permanente de autodestrucción. En su recorrido, caótico y sin rumbo, el relato lo seguirá en diversos encuentros (con un vecino que le propone tener sexo pago, un antiguo compañero de militancia, una mujer con la que pasa una noche, entre otros) y las remembranzas de su época feliz, cuando estaba con su pareja, con la que intenta volver, obviamente sin éxito. Hay un factor interesante en la historia -sustentado en una referencia explícita al proceso kirchnerista-, que es el hecho de que Baraja puede ser visto como un exponente de un sector de cuarentones que hace un par de décadas estaban ilusionados con un proceso político que eventualmente arribó a un presente de desencanto. Pero a la película le sucede algo parecido a su protagonista: queda entrampado en sus propios modos, sometido a recurrir una y otra vez al pesimismo irrevocable, en una descripción casi nihilista tanto a nivel particular como general. Si Germán ve al mundo que habita como un lugar de mierda y sin esperanza concreta posible, la mirada del film repite ese posicionamiento y redobla la apuesta con su personaje principal. Que todo se detenga ni siquiera se permite empatizar mínimamente con Germán y hasta parece regodearse un poco en sus repetidos fracasos. De ahí que termine dependiendo de sus momentos de furia o asomos de rebeldía -contra sí mismo y sus circunstancias- para no generar distanciamiento y hasta aburrimiento. El resumen de esta aproximación fallida a lo que se cuenta es el monólogo final, una descripción furiosa de Germán de todo lo que ve y siente, pero que, lejos de impactar, da la sensación de ser un compendio de lugares comunes y esquemáticos vertidos por un tipo que posiblemente envejeció antes de tiempo. Que todo se detenga quiere ser una película generacional y hasta un retrato de un presente decadente del país, pero en el fondo tiene poco para decir.
FRAGMENTOS DE VEJEZ Y MELANCOLÍA Si la tentación inmediata para Marquetalia era adoptar posiciones tajantes –celebratorias o condenatorias, da igual-, lo cierto es que elige no un camino alternativo, pero sí por lo menos un desvío que la aleja de las calificaciones fáciles. Hay indudablemente una simpatía subyacente por la protagonista en el documental de Laura Linares, pero también una mirada que transmite melancolía y hasta la consciencia de un final que se aproxima. El film hace foco en Elida Baldomir, emblema de los tupamaros (una de las agrupaciones armadas más importantes de Uruguay, de la que formó parte el ex presidente José Mujica), ya que fue la mujer que alcanzó mayor responsabilidad militar. Pero lo que vemos no se trata tanto de una crónica del pasado, sino de una mirada al presente de esa mujer, ya anciana y residiendo en un pequeño departamento en Montevideo. Esa actualidad es, por cierto, indudablemente gris y monótona: a Elida solo la acompañan los recuerdos de su época de guerrillera, una gata que oficia de fiel mascota y sus problemas de salud -producto en buena medida de las secuelas de la tortura y los años de cárcel-, que ya son bastante severos. La épica está prácticamente ausente en Marquetalia y lo que se impone son los ecos de las ausencias de los compañeros que ya no están, además de la soledad inapelable de la protagonista. A lo sumo aparece el orgullo identitario por las acciones del pasado y las persecuciones sufridas, pero siempre en la voz de Elida, y no tanto desde la puesta en escena, que le da plena libertad para hablar, aunque hace mayor hincapié en los silencios y vacíos. De ahí que prevalezca un tono pausado, incluso cansino, que por momentos convierte a la película en una experiencia un tanto agobiante desde el tedio que propone. Ese agobio conspira en algunos tramos contra el abordaje narrativo y hasta temático que se propone la realizadora, ya que los tiempos muertos generan un distanciamiento en el espectador. Pero hay un gesto inteligente desde la economía de recursos, que es el de apelar a la síntesis y limitar el metraje a apenas una hora. Surge ahí una apuesta más clara: Marquetalia es más un relato sobre un fragmento de la vejez de una persona, un vistazo a un mundo empequeñecido, antes que un documental dramático e histórico. Ese ligero desvío lleva a una mayor empatía con una figura repleta de matices y contradicciones, incluso en sus contradicciones asumidas, como cuando afirma que se convirtió en una “vieja burguesa con una gata mimosa”, mientras se aferra a los restos de la épica de su vida previa. Por algo la última línea que se le escucha es “yo sigo siendo la comandante”, aunque su cuerpo envejecido diga lo contrario.
IR AL HUESO, EN TODO SENTIDO Hay una especie de segunda línea del cine de aventuras norteamericano donde el foco argumental y temático es el enfrentamiento entre el hombre y la naturaleza, o más bien, de un representante de la naturaleza. Esta ha dado algunos exponentes ciertamente sólidos y potentes, como Infierno en la tormenta, Miedo profundo y El líder, films donde las voluntades de ambas partes eran puestas al límite y que, en el fondo, no dejaban de ser dramas íntimos y morales. Bestia se suma a esta pequeña lista, a partir de un relato donde lo corporal expresa más que los diálogos. El film de Baltasar Kormákur va delineando con paciencia y a la vez fluidez su conflicto central y sus protagonistas: un hombre (Idris Elba) retorna con sus dos hijas adolescentes a Sudáfrica, la tierra de origen de su esposa, de quien acaba de enviudar, para visitar una zona de caza controlada donde lo espera un amigo (Sharlto Copley), que es especialista en vida salvaje. Lo que ya era un viaje cargado de complicaciones, a partir de un vínculo paterno-filial repleto de tensiones por ausencias y cosas no dichas, se transforma en una experiencia aterradora cuando irrumpe un león que ha escapado de cazadores clandestinos y que se encuentra en una especie de raid asesino, cazando a cuanto humano se cruza. La narración se permite darles un tiempo a los personajes para que expliciten sus dilemas existenciales, pero en cuanto cumple con ese objetivo inicial, pasa a transformarse en un thriller donde se combina lo vertiginoso con un suspenso electrizante, en los que incluso los momentos de quietud son puro nervio, sin por ello resignar el drama. El instrumento esencial al que recurre la puesta en escena de Kormákur es el plano secuencia, que no solo sirve como impacto audiovisual, sino también como una herramienta narrativa y hasta como una forma de encarar las conflictividades que anidan en los personajes. Por ejemplo, en una escena donde se ven las consecuencias de una sangrienta masacre, que sirven para reflejar el miedo y la incertidumbre al padre que encarna Elba, además de cómo su autoridad está dañada en el vínculo que mantiene con sus hijas. O la del primer enfrentamiento con el león, que utiliza la mirada para indicar lo que no se ve, trabajar la tensión con el movimiento y finalmente revelar lo que no estaba viendo, aunque podía intuirse. No hay un regodeo estético, sino una decisión de construir los espacios y la incidencia de los cuerpos moviéndose a través del desplazamiento de la cámara, sin darle tregua a los protagonistas, pero tampoco al espectador. De esta forma, Bestia se define rápidamente como una película que va -metafórica y literalmente- al hueso: cuenta sin muchas vueltas su duelo de voluntades central, pero también su drama familiar, que avanza con la acción, aprovechando sus noventa minutos al máximo. Del mismo modo, recurre a una violencia impactante, pero también matizada, que no se regodea en lo sanguinario porque entiende que con la tensión y el temor acumulados le basta y le sobra. Y ensambla de forma muy ajustada el fuera de campo, la noción de expectativa -por lo que se ve o se intuye, tanto por parte de los protagonistas como del público- y el desgaste corporal como reflejo de la mentalidad puesta al borde del agotamiento. Así, se constituye en parte de esa segunda línea hollywoodense que nos brinda alegrías de vez en cuando. Y, por todo esto, en tiempos de dominancia de películas pensadas para el entretenimiento hogareño, nos muestra que la aventura cinematográfica, tan brutal como atrapante, todavía es posible.
ALTA VELOCIDAD EN LA DIRECCIÓN CORRECTA En sus redes sociales, Mex Faliero comentaba acertadamente que Tren bala es un poco como esas películas de finales de los noventa que se subieron a la euforia tarantinesca mal entendida, y de la que el cine de Guy Ritchie fue su representante más notorio. Todo está, efectivamente allí: la mezcla de comedia y policial con trucos de guión a cada minuto; la acumulación de estrellas (grandes y pequeñas) armando shows propios que interactúan entre sí; la violencia caricaturesca y hasta banal; y un ensamblado estético y narrativo donde el tono canchero es la regla dominante. Pero lo que hace que el espectáculo no sea un desfile de egolatría insoportable es la ligereza aportada por Brad Pitt en el protagónico, que sirve para enfocarse mejor en lo que pide el relato. Y eso que la presencia de David Leitch -un digno heredero, para bien y para mal, de Ritchie- prometía un exceso de autoconsciencia y meta-lenguaje, donde el riesgo de convertir a los personajes en meras superficies era alto. Sin embargo, Tren bala es, esencialmente, una película de Pitt que entendió que ya no necesita buscar prestigio -al fin y al cabo, ya se llevó todos los galardones, incluido el Oscar, por la actuación correcta, que fue en Había una vez en…Hollywood– y que es el momento de divertirse. Pero también que esa diversión no tiene que ser solo para él y sus amigotes -como en la trilogía de La gran estafa, dirigida por otro realizador que privilegia el gesto astuto, como Steven Soderbergh-, sino que debe incorporar al público y hacerlo partícipe de la fiesta. En este caso, interpretando a un criminal a sueldo (a veces ladrón, a veces asesino) que está tratando de recobrar la armonía con el universo y al que le toca un trabajo en apariencia sencillo: entrar a un tren bala que va de Tokio a Morioka, sustraer un maletín y bajarse en la próxima estación. Obviamente, todo se complicará, porque allí hay varios asesinos, cada uno con diferentes propósitos, aunque con historias en común, que irán colisionando en cada vagón. Si el planteo inicial pareciera limitar todo a una serie de confrontaciones en el tren, la estructura narrativa irá dejando en claro que todo es bastante más complejo, con varios flashbacks que irán trazando un universo donde interactúan diversas organizaciones mafiosas, más algunas historias tan trágicas como disparatadas. Todo esto convive con el dilema de fondo: quién y para qué puso a toda esa gente dentro de ese tren que se convierte en un viaje infernal, a toda velocidad. La clave para que se sostenga ese entramado -que, si se lo piensa mínimamente, es arbitrario y hasta inverosímil- es precisamente la velocidad: no solo la del tren, sino también la de los personajes (que no paran de moverse y/o hablar rápidamente, incluso cuando están sentados), la trama (que suma elementos a cada minuto) y la de la puesta en escena, que se apoya en un montaje frenético. Eso y un humor ligero, porque es notorio que Pitt no se toma en serio a sí mismo y eso contagia a todo lo que rodea: Tren bala no pretende ser otra cosa que dos horas de diversión y no se embarca en una competencia para demostrar que es más inteligente que el espectador. Esa liviandad constante es la que permite que el film nunca caiga en la pedantería o la canchereada vacía, como ocurre a menudo con las películas de Ritchie, Soderbergh o incluso el mismo Tarantino. Tren bala construye a cada minuto un mundo superficial, artificioso, definitivamente efímero, pero indudablemente entretenido y alejado de cualquier tipo de didactismo artístico. Pitt nos propone pasarla bien durante un rato y todos los que lo rodean, por suerte, entienden ese juego. Desde ahí, Tren bala recupera una voluntad lúdica que ha quedado un poco marginada en el Hollywood actual. Eso la convierte en una película de otro tiempo y lugar, pero en un sentido ciertamente virtuoso.
SIN INVENTIVA Y SIN TENSIÓN Quizás ya no se recuerde tanto, pero a principios del nuevo milenio hubo un pequeño boom con cine de terror asiático, especialmente a través de su variante japonesa, conocida como J-Horror. Las sagas de La llamada (o, para ser más correctos, El aro) y El grito -que tuvieron sus correspondientes remakes norteamericanas) fueron quizás los éxitos más emblemáticos, aunque también se pueden sumar films como A tale of two sisters, Una llamada perdida y Dark water. En casi todos ellos, lo fantasmal asociado al resentimiento y los eventos traumáticos eran los hilos conductores para relatos que solían trabajar muy bien las atmósferas inquietantes. Sin embargo, en los últimos años, la cartelera argentina -cada vez más empobrecida y uniforme- les ha dado poco lugar a las producciones del género provenientes del territorio asiático. En este contexto es que llega La habitación del horror, película surcoreana no aporta nada realmente nuevo, apelando a temas y formas quizás ya demasiadas vistas. El relato se centra en un hombre viudo que arriba con su pequeña hija (con quien tiene una relación entre distante y tirante) a una nueva casa, donde rápidamente comienzan a pasar cosas raras y atemorizantes. Pero no solo eso: también la niña exhibe conductas demasiado extrañas y erráticas, hasta que desaparece misteriosamente, sin dejar rastros. Desesperado, el padre iniciará una trabajosa investigación y, con la ayuda de un particular exorcista, terminará dándose cuenta de que la respuesta está dentro de la misma casa, o más precisamente, en el closet del título. La primera media hora de La habitación del horror es muy floja y hace temer lo peor: diálogos remarcados, una banda sonora altisonante que se impone a las imágenes de la peor forma posible, actuaciones acartonadas y situaciones completamente trilladas, que configuran un combo casi indigerible. Pareciera que el realizador, Kim Kwang-bin, no supiera qué hacer con lo que tiene para contar, como si fuera demasiado consciente de que la narración está plagada de lugares que ya son comunes hace un rato largo y no encontrara formas de hacerla fluir de forma mínimamente distintiva. Recién ya entrada la segunda mitad del largometraje es que pareciera encontrar un cierto equilibrio para que la puesta en escena sea más consistente y, a partir de ahí, lograr instancias de verdadero suspenso, por más que no dejen de ser hallazgos aislados. Por eso es que, probablemente, la mejor secuencia sea una donde el protagonista debe ir a ciegas y confiando en sus instintos, mientras el peligro lo rodea: allí el realizador consigue apropiarse del relato y darle al espacio, así como al contacto corporal, un carácter verdaderamente terrorífico. Sin embargo, por más que en ese y otros tramos el film amaga con poder configurar un mundo propio que capture la atención del espectador, lo cierto es que no pasa de meras insinuaciones. Cuando debe resolver sus conflictos, La habitación del horror entra en una vertiente dramática que apela al horror por vía de las relaciones paterno-filiales con algunos apuntes interesantes, aunque cede al trazo grueso y, en consecuencia, pierde el potencial impacto que buscaba. De ahí que termine siendo una oportunidad desperdiciada, una película que no estimula a adentrarse en lo que aporta el continente asiático al género.
UN CUENTO PEQUEÑO Y NO MUCHO MÁS Por más de cuarenta años, la canción llamada La gallina Turuleca -popularizada y hasta inmortalizada por Gaby, Fofó y Miliki en la década del setenta- ha atravesado y conectado con varias generaciones, a través de una letra pegadiza y que al mismo tiempo insinuaba una historia más grande. Sin embargo, la expansión del universo musical a partir de un vehículo cinematográfico no dejaba de ser desafiante y lo cierto es que esta película animada, coproducción hispano-argentina, solo cumple sus objetivos a medias. El film dirigido por Eduardo Gondell y Víctor Sevilla, hay que admitirlo, se da cuenta que, si solo sigue lo que pauta la canción, va a encontrarse con límites narrativos y estéticos rápidamente. En cierto modo, pareciera tomar en consideración las lecciones dejadas por ese bodrio absoluto que fue Manuelita. Por eso el guión, escrito por Pablo Bossi y Juan Pablo Buscarini, trata de explorar otras vertientes y construir un relato que sacuda, aunque sea mínimamente, las expectativas. De ahí que presenta a Turuleca como una gallina singular, con un aspecto flacucho e imposibilitada de poner huevos, que la convierte en el hazmerreír del gallinero donde nació. Ese destino de intrascendencia es interrumpido cuando Isabel, una ex profesora de música, la lleva a vivir a su granja, donde terminará descubriendo un talento oculto: no solo es capaz de hablar, sino también de cantar como ninguna otra gallina. Ese don inesperado la llevará a formar parte del Circo Daedalus, en un recorrido no exento de dificultades. Otra cuestión de la que se hace cargo el film -y con adecuado orgullo, sin culpa alguna- es que su diseño apunta al público más infantil. Esa consciencia le sirve para impulsar su narración sin timidez, confiando incluso en unos cuantos pasajes en lo que insinúan los cuerpos y las acciones, dejando de lado los diálogos redundantes. Por eso quizás la primera mitad es la más sólida, a partir de cómo va delineando un proceso de amistad, aprendizaje y autodescubrimiento bastante honesto y alejado de lo aleccionador. Aún así, hay varios momentos que pretenden incorporar lo bailable y lo musical que lucen forzados, casi de compromiso para conectar con una audiencia actual. Ya en la segunda mitad, a partir de la irrupción de un villano llamado Armando Tramas, que amenaza al circo y busca apropiarse de Turuleca, es donde la película empieza a caer en el territorio tan temido de las lecciones de vida, además de la acumulación de estereotipos un tanto gastados. Eso lleva a un agotamiento de la propuesta, que aún así se las arregla para desplegar algunos elementos conceptuales interesantes. De ahí que La gallina Turuleca sea una película correcta pero mínima, con una construcción narrativa noble, aunque limitada en el armado de sus conflictos.
UNA HISTORIA DE HERMANDAD Se podría definir a Thor: amor y trueno con apenas una palabra: “recargado”. Pero ese término puede ser engañoso: no es tanto Thor: Ragnarok recargado, sino Taika Waititi -y un poco Chris Hemsworth- recargados, lo cual no es exactamente lo mismo. Especialmente el realizador, y en buena medida el protagonista, son figuras que no parecen conformarse con apelar a las herramientas que suelen dominar con mayor facilidad (como la comedia absurda y disparatada), sino que también procuran explorar nuevas superficies narrativas y estéticas. Es lo que hacen aquí, con resultados estimulantes, aunque ciertamente desparejos. A medida que pasan los minutos, va quedando claro que Thor es posiblemente el único personaje relevante de Marvel que sigue haciendo la suya, apartado de la trama principal en la que está ocupado el Universo Cinemático de Marvel, es decir, el Multiverso. Thor está en su propio universo, casi literalmente, aunque más que nada psicológicamente: para lidiar con sus tragedias (personales, afectivas, incluso morales), se construye una realidad paralela donde él es un héroe alocado y egocéntrico, aunque también sensible, y casi inverosímil. Esta nueva entrega lo encuentra teniendo que enfrentarse con Gorr (Christian Bale), un villano que, a partir de la muerte de su hija, busca vengarse de todos los dioses y ha emprendido una misión para aniquilarlos a todos. Frente a ese enemigo, contará con una aliada inesperada: Jane Foster (Natalie Portman), convertida en Mighty Thor y en la nueva portadora de su martillo roto, ahora reconstruido. Lo llamativo de Thor: amor y trueno es cómo, por un lado, es una continuidad de las tonalidades pop de Thor: Ragnarok, introduciendo elementos que la vinculan con referentes de la aventura ochentosa como Conan el bárbaro y Flash Gordon, pero a la vez utiliza esa base conceptual para ir hacia otro lugar. Un lugar que está lejos de ser el relato feminista que podía esperarse: no se trata de mostrar que las mujeres también pueden pelear o de delinear una bajada de línea woke (por más que haya referencias puntuales a la sexualidad de varios personajes), simplemente porque el film no lo considera necesario y a lo sumo deja, inteligentemente, que sean las acciones las que expresen un discurso ideológico. En cambio, progresivamente, va construyendo un drama romántico, casi trágico incluso, que se complementa y retroalimenta con el pasado trágico de Thor. Y que, a su vez, dialoga con las motivaciones de Gorr, un antagonista que, más que un ser maligno, es uno desgraciado, alguien que, frente a la ingratitud e indiferencia de los dioses, con su fe quebrada, solo encuentra en la venganza un sentido existencial. Al fin y al cabo, en Thor: amor y trueno, está sobrevolando permanentemente el miedo a la pérdida y el dolor, que encuentran en la aventura desenfrenada una mascarada que les permite seguir adelante a sus protagonistas. Y decimos protagonistas porque ese temor aqueja a Thor, pero también a Jane Foster, la Reina Valkyria (Tessa Thompson) y hasta a Korg (Waititi). Para sostener ese ensamblaje narrativo y temático, la película no elige volcarse a un género en particular, sino ensamblarlos un poco a todos, la cual es una elección arriesgada y que no termina de tener toda la solidez necesaria. A eso se suma que la trama posee una estructura algo repetitiva, de sucesivos enfrentamientos que desgastan algo la narración. Asimismo, se nota de manera cabal que Portman -cuyo personaje es una parte fundamental de la historia, desde sus dilemas internos y cómo conecta con los de Thor- no está cómoda en la comedia, lo cual le resta credibilidad al espíritu aventurero que pretende preservar el film. Pero, a cambio, Thor: amor y trueno ofrece una honestidad apabullante en su propuesta, además de una sumatoria de ideas -el Zeus lascivo de Russell Crowe, el improvisado ejército de niños en la batalla final- tan desquiciadas como atractivas. A la vez, si bien podemos dudar sobre qué más tiene para contar y dar el Dios del Trueno, también deja una puerta abierta que ratifica que está, al menos por ahora, en un lugar distinto al resto de los Vengadores. Lo mismo se puede decir de Waititi y Hemsworth como co-creadores de la saga. Y todo eso, en contexto tan estructurado y planificado como el de Marvel, no deja de ser muy saludable.
UNA HISTORIA DE HERMANDAD No es una regla matemática, pero, por lo general, las grandes historias de terror siempre esconden un drama íntimo, que puede ir de lo existencial a lo familiar, pasando incluso por lo moral. Eso lo tuvo claro siempre Stephen King y, según parece, también Joe Hill, que siguió sus pasos como escritor del género. Y lo mismo cuenta para Scott Derrickson, algo que ya había mostrado en los mejores pasajes de El exorcismo de Emily Rose, Sinister y Líbranos del mal, y que vuelve a evidenciar en El teléfono negro, donde adapta un relato corto de Hill. La película está situada a finales de la década del 70, y no de forma arbitraria: hay un juego con las superficies estéticas y sociales que enlazan a la narración con esa época. La historia se centra en Finney (Mason Thames), cuya vida es la búsqueda de la supervivencia constante: en la escuela, trata siempre de ocultarse o huir de una pandilla que lo busca para usarlo de puching-ball, mientras suspira enamorado por una compañera; en el hogar, debe soportar a un padre (Jeremy Davies) que justifica su alcoholismo y su instinto golpeador en su viudez. Su único respaldo es su hermana pequeña, Gwen (Madeleine McGraw), con quien se cuidan mutuamente y tiene un lazo inquebrantable. En medio de todo eso, rondan las noticias sobre los secuestros de unos niños que se relacionan con un criminal a quien los medios (y también la comunidad) llaman El Arrebatador. Hasta que el propio Finney es secuestrado y se encontrará cara a cara con ese hombre -Ethan Hawke, demostrando una vez más que es un todoterreno-, que porta una máscara que refuerza su carácter siniestro. Sin embargo, contará con una ayuda inesperada: en el sótano a prueba de sonido donde se encuentra encerrado, comienza a recibir llamadas desde un teléfono desconectado que provienen de las víctimas anteriores del asesino. Derrickson se encuentra frente a un objetivo desafiante, que es el de equilibrar el drama interior del protagonista con la estructura de thriller y el universo sobrenatural que se va configurando con el relato. El realizador lo logra a partir de una puesta en escena que privilegia en primer lugar lo dramático y el punto de vista de Finney antes que las idas y vueltas del guión. Pero, además, le da un gran espacio a Gwen, quien funciona como complemento de la trama en todo sentido: desde lo policial hasta lo terrorífico, pero también, incluso, lo humorístico. Lo último es quizás lo más inesperado y estimulante de El teléfono negro: cómo, en pasajes puntuales, se permite adentrarse en la comedia negra, sin ser para nada sutil, pero sí sumamente efectiva. De esa forma, equilibra lo humano con un mecanismo de relojería que a priori podría sonar un tanto forzado, pero que consigue ser creíble. Es cierto que El teléfono negro recurre a algunos chiches visuales un tanto exhibicionistas y que redunda en ciertas explicaciones del universo que construye, lo cual atenta contra la solidez de la narración. Pero Derrickson no pierde de vista la esencia del cuento que tiene entre manos y se las arregla para ir acumulando tensión minuto a minuto, apoyándose en la presencia de un villano entre enigmático e imprevisible, al que Hawke interpreta haciendo el equilibrio justo entre lo errático y amenazante. Y, de la mano de ese creciente suspenso, enmarcado en una época donde la violencia era un factor predominante, logra darles las entidades apropiadas a esos dos hermanos que, juntos, se enfrentan contra todos los horrores de un mundo hostil. Sin ser una maravilla, El teléfono negro nos recuerda la capacidad de con
CUANDO LO ESPACIAL TAMBIÉN ES TEMPORAL Es fácil analizar a Lightyear desde la premisa de que es un film menor dentro de la potente filmografía de Pixar. Lo es también porque algo de cierto hay en esa afirmación. Sin embargo, la película de Angus MacLane posee unas cuantas capas de sentido que van bastante más allá de su carácter de spinoff de Toy Story y su reenfoque sobre ese personaje genial que es Buzz Lightyear. El arranque de Lightyear es con un pequeño texto explicativo donde se asevera que estamos por ver la película favorita de Andy, el dueño de Woody y Buzz. Eso, que puede parecer anecdótico, es también una toma de posición, donde la gente de Pixar deja en claro que no solo apelan a la nostalgia, sino que también están apuntando a un público infantil al que no subestiman. No lo subestiman porque asumen que pueden aceptar, disfrutar y apropiarse de un relato que, con todos sus componentes de aventura y diversión, no deja tener elementos que sobrevuelan relacionados con nociones sobre el paso del tiempo, la muerte y la pérdida. En Lightyear, la misión que se le presenta al protagonista no es una más, y no solo porque es especialmente difícil, sino también porque lo interpela sobre el cómo, por qué y para qué de su propia existencia. Ese interrogante personal y subjetivo empieza a configurarse cuando, luego de un accidente en una exploración aparentemente rutinaria, Buzz (voz de Chris Evans) y la numerosa tripulación que lo acompaña en un viaje de investigación quedan varados en un planeta hostil. Entonces, con la ayuda de su compañera, Alisha Hawthorne (voz de Uzo Aduba), deberá hacer múltiples viajes para lograr que una tecnología de hipervelocidad sea efectiva y les permita a todos salir de ahí. Claro que esa aventura estará repleta de obstáculos y consecuencias temporales que lo pondrán a Buzz en una especie de senda paralela a la de su gente. Su percepción del tiempo será diferente a la de los demás y eso lo colocará en un no-lugar, tanto espacial como temporal, que terminará incidiendo en su auto-percepción, afectada además por los constantes fallos, que van contra una personalidad que no suele admitir el error como parte del plan. La película resume buena parte de estos conflictos exteriores e interiores que afectan al protagonista -que incluye el extremo que es el conocimiento y la asimilación de la muerte, más el proceso de duelo- con una secuencia de montaje tan estupenda como desoladora. Es un tramo que acerca a Lightyear a esa obra maestra que es Up, y que nos recuerda que el paso del tiempo es un tema muy habitual en Pixar, el cual sus integrantes están revisitando cada tanto. Acá, el estudio hace esa operación discursiva releyendo -al igual que ya hizo antes con otros géneros y subgéneros- la aventura espacial, para allí transformar lo abismal del espacio exterior y las implicancias de los avances tecnológicos en sinónimos de soledad, que se acrecientan en un héroe marcado por la acumulación de fracasos en pos de una posibilidad difusa de éxito. Por todo eso, es que, a pesar del dinamismo en el que se inscribe su aventura primero individual y luego grupal, el de Lightyear es finalmente un relato marcado por la amargura que puede incluir el aprendizaje sobre lo que se pierde y gana con cada decisión que se toma. En eso es clave el surgimiento de su antagonista inesperado, que interpela a Buzz sobre las implicancias de sus decisiones y cómo no afecta solo a él, sino también a quienes lo rodean. Se puede argumentar que el film no tiene el esplendor visual o la solidez narrativa de otras creaciones de Pixar. Pero, al mismo tiempo, es innegable la capacidad que despliega la película para construir personajes atractivos -el gato SOX (voz de Peter Sohn) se lleva todas las palmas- y hasta ideas visuales que son casi declaraciones de principios. El cuento que nos presenta Lightyear no es sumamente original, pero aún así se siente nuevo y estimulante. No sorprende entonces que queramos ir, nuevamente, al infinito y más allá.