La ópera prima del mandamás de los estudios Laika tiene un magnífico poder de seducción visual que mitiga parcialmente sus zonas frágiles y cuestionables Los niños están siempre en una edad de adquisición de creencias. El escepticismo les es impropio, pues el mundo es literalmente para ellos una agrupación de signos indescifrables que empieza a tener sentido de a poco. Un día la palabra ‘árbol’ es un árbol, y así sucesivamente hasta que los cuentos y los mitos ponen en juego el sentido de las palabras y no todo tiene un significado inamovible. Para incitar a la curiosidad conviene la pregunta y la sugerencia. La historia aquí se circunscribe a un niño al que le preocupa la tristeza de su madre y extraña a su padre, un viejo samurái que ha muerto; las tías y el abuelo son almas malignas que provienen de otro reino. En cierto momento, las tías vendrán por el niño, que puede poner en riesgo el poder y desdén con el que parte de su familia sobrenatural mira el mundo de los hombres. Acompañado de un simio femenino y un escarabajo samurái, el niño enfrentará a sus oscuros parientes en una tierra alternativa. Pero no todo es como parece. Como sucede en cierta lógica cultural y narrativa del Lejano Oriente el enmascaramiento de la personalidad es una forma de estar en el mundo. A un niño le llamará la atención el instrumento de tres cuerdas del niño Kubo, a quien su abuelo le arrancó un ojo; el shamisen es misterioso, pero todavía más se recordará la mejor idea de puesta en escena del film: el singular arte de plegar papeles para darle forma de criaturas adquiere aquí su adaptación cinematográfica. Cada vez que el origami se pone en movimiento, la película conquista lo que busca y no encuentra a menudo. En efecto, si el film hubiera sido una animación sostenida en figuras propias del origami habría sido magistral, lo que no quiere decir que la textura del dibujo sea deleznable. Hay pasajes hermosos e ingeniosos, como la secuencia de los ojos submarinos que en algún momento ponen en riesgo la vida del protagonista, y se podría abundar en algunos ejemplos (no) menos vistosos, aunque fugaces: la primera visita de Kubo al pueblo que está cerca del refugio en la montaña en el que vive con su madre. El gran problema de Kubo y la búsqueda samurái reside en que todo lo que se cuenta tiene el peso de una revelación. El difuso universo simbólico del sintoísmo, contexto del relato, matizado con supersticiones que ya son invenciones de las propias películas de animación, no es una visión del mundo sino el mundo mismo. La contundente belleza de las imágenes tiende a disminuir la distancia crítica o cualquier atisbo de duda. La combinación de colores, las vestimentas, la reproducción de la aldea medieval, algunos ritos para los difuntos y ciertas criaturas marinas tienen un poder hipnótico. La realidad no puede ser de otro modo. El problema aludido no está en la forma sino en el fondo: el film no es lo suficientemente japonés y por lo tanto su universalidad es paradójicamente falsa. Que se haya estrenado (casi) exclusivamente doblada al español es un reprochable defiencia que duplica una deficiencia en su naturaleza poética: el film en sí es ya un doblaje. Eso se constata en la interacción de los personajes; el tono neutro para representar la vida afectiva es propio de una estéril traducción de los sentimientos al lenguaje universal. Poco tiene que ver con un film de Miyazaki, en los que se acentúan lo singular de una cultura sin hacer concesiones hermenéuticas para sus potenciales espectadores; Kubo y la búsqueda samurái es más bien un remedo de cualquier film del maestro japonés; confundirlos expone una incapacidad de atender a las diferencias. Hay películas grandiosas como Kiriku y la hechicera y El viaje de Chihiro, en las que el espectador (infantil), sin ser adoctrinado a un sistema de creencias, puede atravesar, conocer y hasta intuir una experiencia alternativa de todo lo que lo rodea. Travis Knight tiene las mejores intenciones, pero Japón está demasiado lejos de Portland, ciudad donde Knight y sus camaradas vienen produciendo buen cine para niños. En este sentido, el camuflado y dogmático cierre del film, con las garzas doradas volando en el firmamento mientras un personaje suelta las máximas de una dudosa filosofía según la cual el final de la existencia es el inicio de otra, desnuda el film como lo que es: una ecléctica fantasía metafísica, pletórica de signos primitivos del Japón mezclados con algunos otros menos evidentes pero más cercanos a la tradición occidental, que incluye los desarraigados valores proliferantes en el cine globalizado para niños. La película de Knight vacila entre entregarse al juego imaginario del cine y la voluntad de ilustrar bellamente una lección de vida.
Hay novelas malas que dan buenas películas y los ejemplos en el cine son conocidos. Lo opuesto también sucede y ha dejado como resultado una gran cantidad de películas académicas, dispuestas a la ilustración obediente de un argumento inobjetable y de aparente importancia. Hay también casos más enrevesados y curiosos, donde la propia sustancia de una novela parece intraducible al lenguaje de las imágenes con sonidos. La literatura infilmable existe, y puede, bajo ciertas circunstancias, inspirar películas notables. El limonero real, de Gustavo Fontán, es una de ellas. Cuando llegaron las primeras noticias de que un director de cine iba a filmar el venerado libro de Juan José Saer, los seguidores fieles del escritor santafecino se mostraron escépticos. Los guardianes de la obra de Saer deben haber pensado con razón que, si bien la materia narrativa de El limonero real es afable, las peripecias descriptivas que constituyen la estructura del texto deberían amedrentar a cualquier cineasta. La dilatada acción dramática del libro, su escasa apelación a la psicología, como asimismo su analítica obsesiva por la descripción autónoma de cada minúsculo suceso, inducen a desestimar una versión cinematográfica, en la medida que se busquen tanto en el cine como en la novela una exposición evolutiva de un relato con picos dramáticos y resoluciones finales susceptibles de edificación. Fontán había demostrado en La orilla que se abisma una admirable capacidad para hallar una vía de traducción de los versos de Juan L. Ortiz en imágenes. Prácticamente sin citar al poeta entrerriano el cineasta se situaba en el ecosistema que inspiró al poeta y conseguía disponer imágenes y sonidos que dispensaban el efecto sensible de esa palabra poética. La existencia tocada de gracia por el mero estar entregado a la vitalidad sensual de la naturaleza no se divisaba en el filme como un retrato fidedigno. No hay allí ningún plano de una flor o de los camalotes del río fotografiados bellamente para conseguir mayor nitidez y descansar entonces en una mimesis fílmica de lo real que repitiera lo que el ojo sí podría ver si el observador estuviera atento. Fontán transformaba el encuentro con lo real (de J. L. Ortiz) en una experiencia perceptiva ligada al trance poético. Este arduo procedimiento estético es el que también se pone en práctica en El limonero real. Si la dilación descriptiva del libro retiene al relato o más bien lo confina a un misterioso seguimiento de los actos mínimos desprovistos de importancia, Fontán encontrará cómo filmar ese sortilegio de la prosa de Saer que tiende a la poesía en una laboriosa operación en donde el sonido sugiere en su indeterminación el lugar de lo poético y la imagen retiene la lógica necesaria de un relato. Ver y oír en El limonero real adquieren otra valencia. El placer puede ser inmenso, pues se trata de una forma de habitar el mundo según la cual la experiencia sensorial reinventa la sucesión ordinaria de eventos desprovistos de un aparente sentido. Hay varias escenas que evocan ese éxtasis en lo cotidiano. La cena familiar con la que cierra el filme es una de tantas escenas magníficas: una simple reunión se transforma en un acontecimiento que mitiga la insignificancia. A esta altura, el lector se preguntará de qué trata El limonero real. El relato transcurre durante un solo día. Wenceslao se despierta, va al baño, prepara el mate, habla con su mujer, visita a su hermano, almuerza con toda su familia, se baña en el río, duerme una siesta bajo un árbol y en la noche asiste a los festejos típicos que reúnen anualmente a los grupos familiares. Todo eso sucede bajo una difusa cualidad espiritual que tiñe secretamente el ánimo del filme. La mujer de Wenceslao está de luto y su tristeza es infinita. Todos los familiares conviven con esa tristeza y el deseo de que ella deje de penar. Quizás El limonero real no sea otra cosa que una forma peculiar de filmar el deseo de conjurar un duelo. En esa noche en la que se celebra un nuevo ciclo de vida, los comensales bailan y parecen felices.
¿Qué exige filmar un duelo? Delicadeza. He aquí un retrato sobre la difícil tarea subjetiva de acomodarse a la ausencia irreparable de alguien amado y a la lenta posibilidad de volver a desear. Es lo que Rotter consigue entrever en la conducta de Lucía, cuyo marido y hermano han muerto en un accidente y que debe seguir adelante al cuidado de sus dos mellizas. Un poco después, durante una fiesta, aparecerá un pretendiente. El relato ambientado en la década de 1960 exige un mobiliario y un vestuario, pero también una fidelidad apropiada a ese tiempo en el seguimiento emocional del personaje. Érica Rivas es una elección perfecta: todos sus gestos vienen de otro tiempo, su circunspección espiritual también. El pausado travelling hacia atrás con el que culmina el film es de una elegancia indiscutible, epílogo estético de un film a la altura de todas sus circunstancias.
Woody Allen vuelve a inaugurar el festival con una de sus películas anuales. La última que pasaron aquí como película de apertura era del género turismo cultural y transcurría en Francia. A Café Society no la auspicia ninguna municipalidad o secretaría de turismo, y es por eso que Allen prescinde de la postal y prefiere viajar al pasado (de la industria del cine), una región imaginaria en donde se siente cómodo. Pero antes de hablar de Allen es conveniente desviarse un poco. Hablemos de una actriz hermosa, digamos algo de una presencia cinematográfica clásica que ningún guión puede concebir. Llegó caminando con un vestido discreto a la conferencia de prensa. Si no estuviera ahí, investida por el glamour del cine, ella podría ser una más entre los periodistas que esperan por Allen y el elenco de Café Society. Pero Kristen Stewart tiene en pantalla lo que toda estrella de cine necesita transmitir, eso que por aquí se llama un “je ne sais quoi”. Ese “no sé qué” tiene un nombre en el cine: fotogenia. Cada aparición de Stewart es un plus de hermosura que está por encima del ampuloso diseño de arte del film, que revive la década del ‘30 en Nueva York y Los Ángeles con la eficiencia propia de un presupuesto holgado. La elegancia es evidente en Café Society. Esta historia de amor fallida entre un joven neoyorkino que llega a Hollywood con deseos de progresar al lado de su tío, un famoso productor de cine, y la secretaria (y amante) de este último, pertenece en la obra del director a sus películas ligeras, las menos celebradas y canónicas. Nada del turismo obsceno ni del existencialismo pesimista característico de sus films recientes; la trivialidad amable de la trama apenas alcanza para un par de chistes sobre judíos, el mundo del espectáculo y del hampa, y alguna que otra meditación irrelevante pero sensata sobre los vínculos amorosos. Leer el propio deseo es una tarea casi imposible; obedecer a él, una verdadera proeza del espíritu. En el fondo, de eso se trata Café Society, de cómo se desoye y desobedece la ley del deseo, y el magnífico fundido encadenado en el que los dos amantes se reúnen en el plano, durante el desenlace, es justamente la representación exacta en la que se localiza la traición del deseo. La escena es inequívoca: ambos personajes adquieren una mínima clarividencia emocional que revela a quién y qué quieren, y es obvio, a su vez, que en ese nuevo año que se festeja los dos están amantes están solos, aunque cada uno esté con su respectiva pareja. Hay una diferencia notable entre Café Society y otras películas recientes del director. La pereza formal de sus precedentes films queda eludida desde el plano inicial hasta el último. El travelling lateral con el que empieza el film, algunos encuadres virtuosos para filmar curiosamente un par de asesinatos y el fundido encadenado que antecede al plano de cierre, ya aludido, que empieza en el rostro de Stewart y es sustituido por el de Jessie Eisenberg, están entre lo mejor del último Allen en materia cinematográfica. Es cierto que el travelling sobreactúa un poco en Café Society, a tal punto que un sinnúmero de escenas empiezan con un travelling hacia delante, como si se tratara de un dogma. El movimiento de cámara, una marca obsesiva de la puesta en escena que regula la mayoría de las transiciones entre escenas, viene siempre acompañado de algunos motivos musicales de jazz que dinamizan el relato. La fluidez es programática, como la menudencia de la trama y el decorado y la reconstrucción de época, que compensan la simpática trivialidad de todo lo que sucede. Poco y nada. Allen da vueltas sobre el deseo y no llega a decir mucho, y cuando lo intenta los lugares comunes están acechando. Café Society seduce y así convence, pero no es para tanto. No es otra cosa que una antología de pequeños inconvenientes amorosos, con algunos toques estetizados que abarcan incluso la vileza criminal mafiosa de la época y bien podrían pertenecer a otra película.
Es verosímil que un boxeador en el final de su carrera se rehúse a despedirse del ring; la fugacidad o la temprana finitud de la vida útil de un deportista es una condición insobornable: el vigor del cuerpo, incluso del más entrenado, no desconoce el desgaste. A su vez, el deseo sí puede desobedecer a la presunta conveniencia de la estabilidad. A cualquier edad, un hombre o una mujer puede elegir contravenir lo que se espera de él o ella. La conducta de El Tigre, el boxeador cuarentón que interpreta Leonardo Sbaraglia, se agota en esos dos movimientos del espíritu; la película también. La segunda película de ficción de Hernán Belón cuenta la historia de un campeón continental que no conoció la gloria mundial, lo que no significa que el boxeo no le haya deparado bonanza económica. El pugilista maneja un BMW para ir al viejo gimnasio y nada indica que tras su retiro le faltará el dinero para sostener a sus dos hijos y a su esposa, pero no solamente se pelea por dinero. En la busca de una última pelea por el título que le falta conocerá en su lugar de entrenamiento a una hermosa boxeadora, mucho más joven que él. El romance es inevitable, la catástrofe familiar y profesional también. El atractivo del género pugilístico recae siempre en el contexto de un misterioso deporte que representa a menudo un orden del mundo y una contrapartida en la que el atleta debe trabajar sobre su voluntad. Belón prefiere circunscribirse al ring, cuadrilátero por el que se desliza con su cámara con notable comodidad, y apenas esboza lo que está alrededor de ese universo deportivo. Lo mismo pasará con el drama familiar y erótico. El abrasador sentimiento que une el cuerpo de los amantes es admirable; las nalgas de Sbaraglia y los pechos de Eva De Dominici jamás sobreactúan, pero no hay mucho más allá de la cama, excepto indicaciones mínimas de una psicología folclórica y una previsible disputa familiar centrada en la tenencia de los hijos. Es curioso. Por separado, la mayorías de las escenas son buenas y las resoluciones formales no carecen de elegancia. La subjetiva que anticipa un encuentro sexual en una ducha o la incorporación de una cumbia después de un combate denotan atención al detalle. El problema, paradójicamente, es el todo. Eso no significa que la película se vuelva insignificante y desdeñable; simplemente quiere decir que Belón, el tema elegido y sus intérpretes conformaban un todo para tramitar un golpe cinematográfico de los buenos. El film se mantiene en pie con dignidad; le falta, solamente, el punch que hace la diferencia.
La tercera película de Federico Veiroj confirma el talento y la calidez del director más interesante de cine uruguayo del presente Al personaje de El apóstata, un eterno estudiante de filosofía, le habría gustado conocer estas líneas de Philip Larkin: “Y una vez que has recorrido la extensión de tu mente, lo que / gobiernas es tan claro como un registro de cargas; / no debes pensar que alguna otra cosa existe. / ¿Y cuál es el beneficio? Solo que, con el tiempo, / identificamos a medias las ciegas marcas / que todas nuestras acciones llevan, podemos hacerlas remontar a su origen”. Gonzalo Tamayo ya está grande para estudiar. Ya ha pasado los treinta, probablemente, y si bien tiene un cómodo departamento en Madrid y trabaja dando clases de apoyo a chicos que todavía van al colegio, todo indica que está impedido de tomar las riendas de su propia vida. Como sucede con cualquier mortal, identifica un enemigo simbólico que lo retiene, contrincante que se encarna en una institución pero que tiene ramificaciones en otras. Para Gonzalo apostatar de la fe católica que jamás eligió es también trabajar un necesario distanciamiento y una ruptura aplazada con su propia familia, institución primaria que distribuye los primeros signos con los que toda persona leerá en principio el mundo de los otros y edificará su lugar en él. Es por eso que la tercera película del uruguayo Federico Veiroj no es otra cosa que la solitaria lucha interior de un hombre frente a esos signos que detienen su deseo, o las ciegas marcas que lo constituyen, pero que asimismo intuye que existen posibles desvíos y grietas en ese armazón de signos prestados. Basada parcialmente en la propia experiencia del actor, Álvaro Ogalla, debut promisorio frente a cámara, El apóstata empieza con un requerimiento del protagonista a la Iglesia que puede resultar anacrónico pero que aún hoy sigue sucediendo: el feligrés que quiera apostatar encontrará que borrar los registros que lo unen a la institución que representa su fe caída supone casi una épica de la paciencia. La burocracia no es aquí una prerrogativa del Estado burgués sino también un funcionamiento arraigado en el sistema administrativo de asuntos espirituales de una institución medieval que evoca un poder invencible. El pastor cuida celosamente del rebaño, y persuadir al creyente, cuando este se entrega a la dubitación, es una misión salvífica, como también ridícula. Los encuentros de Gonzalo con el obispo Jorge son excepcionales porque combinan el costado dramático de la situación con su dimensión cómica, incluso onírica; acaso este último término puede entenderse como la vía de acceso a una poética general que establece y organiza el tono flotante y difuso del relato. En efecto, una forma de mirar El apóstata es como un conjunto de fragmentos oníricos que se sustituyen y conforman el argumento general, una duplicación del flujo de conciencia del personaje: un hombre pelea por su libertad de creencia, un hombre ya no quiere pertenecer a nada, pero todo eso se cuenta como en un sueño disimulado. Sin embargo, hay algunas secuencias que son concebidas voluntariamente de ese modo, y una en particular es de una eficacia magnífica, ya que pone de relieve el deseo del protagonista y la presencia castradora de la madre. La secuencia es de una elegancia indesmentible y reúne a varias personas en una convención heterodoxa que se celebra en un edificio cifrado; es también un reconocimiento honesto y amoroso por parte de Veiroj a uno de los grandes cineastas oníricos de todos los tiempos, el gran Darezhan Omirbayev. La escena recién aludida se delata a sí misma en su cierre como un sueño, pero ese mecanismo de juntar situaciones extrañas persiste, pues las formas de asociación que el personaje suele tener bien pueden atribuírseles a las intrincadas relaciones que la actividad onírica pone en juego. La secuencia inicial, por ejemplo, tiene ese misterio: un primer plano sobre una mano en el césped, seguido luego por un plano de Gonzalo sentado en el suelo y de inmediato contrastado con otro en el que se ve a un hombre entre los arbustos de una plaza con un grabador en la mano mientras suena un pasaje de Romance pascual de los peregrinitos, tiene muy poco de naturalista y mucho de paisaje de sueños. En otra escena, a través de una ventana de la iglesia en la que Gonzalo tiene que hacer todos los trámites jurídicos para conseguir su apostasía se verá pasar repentinamente a un penitente azotándose; en una comida familiar, la voz de la prima de Gonzalo adolecerá de una transformación paulatina hasta acabar sonando como en la infancia. La puesta en escena deliberadamente enrarece la propensión de lo cotidiano a prescindir de cualquier elemento disruptivo; lo onírico fagocita lo real. ¿Cómo sucede? A veces cambiando la escala de la percepción, como cuando Gonzalo va a firmar el documento que lo desvincula de la entidad eclesiástica: los planos contrapicados y los picados con los que se transmite la interacción entre Gonzalo y los religiosos, que también materializan la asimetría del poder, o la irrupción de un elemento absurdo (un religioso masticando un muslo de pollo en un contexto inadecuado) fomentan una cualidad inverosímil que reenvía la representación a un escenario onírico. Veiroj, además, es uno de los directores de su generación que mejor comprende la utilización de música extradiegética en las películas. Los momentos elegidos para que intervengan fragmentos musicales de Prokofiev y Eisler son sorprendentes, ya que no se relacionan con la configuración emocional de los personajes o un apoyo melódico de la naturaleza del relato sino con un tono que remite a la tradición del cine clásico. Veiroj no quiere ser clásico (es imposible), pero para ser moderno hay que reconocer la trama de innumerables relaciones que un filme establece con otros. Veiroj es un cineasta cinéfilo, alguien que no filma como si nada hubiera sucedido antes. Hay dos subtramas en el filme que están en sintonía con el deseo del personaje y el inicio de otro período de su vida. La relación que Gonzalo tiene con su alumno, el hijo de una vecina de unos pisos más abajo de su departamento, es mucho más que un artificio retórico del filme para darle una actividad al personaje. Los intercambios visuales entre el niño y el profesor deparan algunos breves momentos de ternura que a su vez igualan a los dos personajes en una aventura que ambos tienen que abordar: el niño empieza a sentir atracción por sus compañeras; el profesor, tal vez aún un niño cruel, como lo describe su prima en una discusión que tienen un poco después de tener sexo, necesita una nueva vida. En las películas de Veiroj, los personajes siempre atraviesan un período de transición determinante para sus vidas. En Acné, el adolescente descubre el sexo y el estado de enamoramiento; en la magistral La vida útil, el viejo cinéfilo que se ha quedado sin trabajo debido a que la cinemateca en la que trabajó toda su vida ha cerrado debe encarar la aventura de poner en escena los aprendizajes que hizo con el cine para encaminar su nueva etapa de vida; en El apóstata, el estudiante crónico necesita romper con todo su pasado para terminar su carrera y reconducir los dictámenes del deseo a una fase aún desconocida. Todos ellos participan de una tarea subjetiva que no siempre las personas deciden asumir, la de al menos probar escribir por ellos mismos los signos que configuran esa urdimbre de palabras con las que alguien no es ni nadie ni cualquiera ni todos. El apóstata es un noble y breve cuento sobre la autonomía, también una pesadilla liviana acerca de las creencias que no se eligen y que tienden a suprimir cualquier atisbo de desobediencia. Nada más hermoso entonces que ese plano congelado en el final, cuando el héroe y su aprendiz le dan las espaldas a las instituciones que piden humildad y acatamiento.
Una película sobre el narcisismo que no es narcisista: no es frecuente. Una película sobre escritores de Nueva York, uno consagrado, el otro apenas una promesa, que no es necesariamente para intelectuales. La asociación es inevitable: Analizando a Philip parece un filme de Woody Allen (de la década de 1980), pero no del todo: es más amable con sus personajes y les dispensa a todos ellos algún momento de dignidad, más allá de sus reprochables conductas, que tampoco se juzgan. La historia se sitúa en el momento en que el personaje de Jazon Schwartzman tiene que presentar su segundo libro publicado, que empieza a circular por las librerías del país. Nada satisface a Philip: ni el reconocimiento de su obra, ni el cariño de su novia (y de sus exnovias), ni habitar en la ciudad. La excesiva preocupación sobre sí mitiga cualquier circunstancia edificante. Uno de sus editores le contará que a un escritor consagrado, un tal Ike Zimmerman (Jonathan Pryce), quien hace un par de años no publica, le ha gustado la novela. Se conocerán y por un tiempo el joven Philip se irá a pasar un tiempo a una cabaña que tiene el novelista lejos de la ciudad. Abandonará a la novia, y más tarde conocerá a una profesora de literatura de una universidad cercana a su nuevo lugar de residencia en la que dictará un curso por un tiempo. Hay escenas notables en la tercera película de Alex Ross Perry. Lo que sucede con el personaje de Elisabeth Moss, que interpreta a la fotógrafa que vive con Philip, en el momento en el que este la abandona, es una síntesis de la inteligencia sensible del filme; un punto de vista narcisista no repararía en un personaje secundario. Es que los detalles vinculares son aquí la materia del relato y la forma de espiar la compleja psicología de los personajes. Hay otros ejemplos que competen a Ike y su hija, y al propio Philip. La pregunta que sobrevuela el filme consiste en cómo examinar la misteriosa relación de la vida anímica con los signos que devienen en literatura, una transacción que, según Ross Perry, se puede pagar caro cuando el novelista cree sin darse cuenta que resignando la calidez de entregarse a otros es como obtiene la cáustica precisión de una lucidez sustraída al desengaño.
Una nueva adaptación de la novela decimonónica para el nuevo siglo La frecuente expresión “buen cine” puede ser una insidiosa justificación de un cine superficialmente reluciente pero de naturaleza pusilánime, proclive a un exhibicionismo formal que impresiona al distraído aunque siempre inescrupuloso en la apelación a fórmulas catadas que mendigan tanto por asombro como por aprobación. Eso es Heidi, una película a prueba de riesgo, resignada a ilustrar una novela decimonónica europea como si se tratara de calcar un libro en el lenguaje universal de las imágenes. Unas décadas atrás, este procedimiento tenía un nombre: cine de qualité. Probablemente, esa forma de injuria ya no les interese ni siquiera a los críticos dispuesto a encomiar la fotografía y la sempiterna inocencia de los personajes, pero he aquí un modélico film en el que su presunta calidad proviene de la literatura, a la que el cine debe servir y subordinarse. Paradoja típica del qualité, procedimiento recurrente de maquillaje: insinuar desparpajo formal en momentos triviales y así disimular la voluntad de transcribir fielmente la página en plano. Así, la pereza para trabajar sobre la forma cinematográfica se presiente cada vez que hay un ademán calculado: un primerísimo plano para señalar el placer de andar en patas de la heroína, un plano cenital para mostrar cualquier cosa que aporte perspicacia visual, por ejemplo, un almuerzo en la montaña; los ejemplos son muchos, pero no dejemos de recordar un pasaje ocurrente: la mayor elaboración formal consiste aquí en encontrar una continuidad sonora entre el soplido de una nariz y el sonido de una locomotora a vapor. No es la primera vez que la novela de Johanna Spyri ha conocido su transposición. La simpática Anuk Steffen, la niña que ahora interpreta a la huérfana adoptada por su abuelo huraño que vive en los Alpes suizos, tiene algo de Shirley Temple, la famosa actriz de la primera versión de Allan Dwan, aunque pocos recuerden esa versión “original”. Para la gran mayoría el encuentro inicial de Heidi con el personaje de Pedro, el niño pastor, remitirá de inmediato a la serie de animé japonesa de 1974. Y no faltará quien espere la vieja canción que invoca la sabiduría del abuelo. Por las dudas, en vez de aquel tema musical sonarán cuerdas de todo tipo casi sin interrupción. El silencio es un enemigo de los niños, no menos que la sonoridad de los Alpes. Sucede que Heidi es un cuento demasiado codificado para innovar, y es quizás por eso que Alan Gsponer escenifica la novela como si fuera tanto una postal de los Alpes como de nuestros recuerdos. La señorita Rottenmeier sigue siendo estirada y trivial; Clara, la niña paralítica, triste y solitaria; el padre, el señor Sesemann, un millonario inepto para los sentimientos. Ni las montañas suizas ni Frankfurt se salvan de sus semblantes de maqueta. La novela es una idea platónica, el film tan solo tiene que participar de su fulgor prestando obediencia. Telegráficamente, además, hay que dejar constancia de algunos valores irrenunciables: los lazos de familia son esenciales, alfabetizarse resulta aún un meritorio lujo para algunos (en vías de democratizarse) y la vida en la naturaleza, si bien exige mucho al espíritu, preserva la inocencia y hasta tiene poderes curativos. Es por eso que las apariciones de los inmensos Bruno Ganz y Hannelore Hoger, el primero, el abuelo de Heidi, la segunda, la abuela de Clara, pertenecen a otro film. Ellos son criaturas cinematográficas demasiado libres que “desentonan” con la mera ilustración del aprendizaje de la niña, tanto cuando la abandona su tía como cuando esta la vende a una familia aristocrática y sobrevive al sentimiento de desarraigo emocional. Cuando Ganz y Hoger, símbolos del cine del primer Wenders y Kluge, están presentes, las escenas adquieren una vivacidad que mitiga la falsa virginidad del ecosistema, los estudiados modales, el selecto mobiliario y la esmerada indumentaria.
Un niño de 1930, otro de 1977 y alguno de 2016 comparten algunas cosas y en otras son criaturas sin temas en común. Lo que sin duda se mantiene en todos es la obligación y necesidad de aprender. La plasticidad para relacionarse con diversas creencias es constitutiva de la infancia. En cierta forma, Mi amigo el dragón escenifica la experiencia misma de creer; es lo que sucede con el “pequeño salvaje” Pete y también lo que vindica el personaje que interpreta Robert Redford. El que cree no cree que cree, simplemente cree. Todo empieza con una escena idealizada atravesada inesperadamente por una desgracia. Pete está aprendiendo a leer y va de viaje con sus padres. La lección del día consiste en incorporar el término “aventura”, pero el niño adquirirá también otro concepto en su vocabulario, el de “pérdida”. Perdido en el bosque, el huérfano precoz será adoptado por un dragón. El encuentro inicial es magnífico. “¿Soy tu alimento?” le pregunta el niño a la gigantesca entidad verde y alada, probablemente el dragón más querible en años. Seis años después, el niño y el dragón tienen una amistad extraña y entrañable. Viven juntos en el bosque, juegan, se acompañan y se protegen. Hay algo que remite a la misteriosa relación que se establece con los perros cuando ese vínculo no se circunscribe al lugar común de percibir al animal como una mera mascota. Pero ese mundo autosuficiente y sin riesgos se pondrá en juego cuando Pete y Elliot se vean forzados a interactuar con el mundo de los hombres. Es que tarde o temprano Pete tendrá que volver con los suyos, y todo lo que sucederá en el film es justamente la elaboración de ese pasaje cualitativo en la vida del niño, transformación que viene acompañada de aventuras, aunque un poco diferentes a la que sus padres tenían en mente cuando le enseñaban el sentido de la palabra. La nobleza del film de David Lowery es la misma que tenía la versión original de 1977. El universo simbólico del film es el ET de Steven Spielberg, el cual revive un cierto clasicismo para niños que suele estar en extinción en las animaciones saturadas de colores y ruidos, no exentas de crueldad, destinadas a los niños cautivos de la era digital de Pixar.
La tercera película de Matteo Rovere empieza con una cita que puede ser leída literal o simbólicamente: “Si todo está bajo control, no vas lo suficientemente rápido”. Ningún misterio hermenéutico: no se trata de un aforismo zen, tampoco de una célebre sentencia filosófica, solamente sintetiza la experiencia de un piloto consagrado, Mario Andretti, que sirve de introducción para la vida de otro, apenas retratado en este filme: el prometedor y malogrado piloto de rally Carlo Capone. ¿Es entonces un biopic? El protagonista no se llama Capone, sino Loris De Martino, distancia suficiente para despegar al personaje del piloto. En el filme, es adicto y sobrevive en un tráiler en el que vive con su novia. Alguna vez fue una gloria automovilística, y un breve sueño sugiere la razón de su decadencia. Su hermana Giulia, mucho más joven y a la que no ve desde hace diez años, también es piloto. La muerte del padre los reúne y, debido a una hipoteca de la casa en la que viven Giulia y otro hermano más pequeño, ella debe ganar el campeonato de la temporada para solventar la deuda. Loris entrenará entonces a su hermana. Los datos iniciales pueden remitir a Rush, la extraordinaria película de Ron Howard sobre la relación entre James Hunt y Niki Lauda; Veloz como el viento comparte la pasión por las carreras y el cariño por sus personajes, pero es un remedo de aquella. Los lazos afectivos y las situaciones dramáticas no despegan nunca del estereotipo; se evita la caricatura pero nunca se arriba a lo singular de sus criaturas, incluso cuando el diligente Stefano Accorsi trata de hallar un balance sincero entre la atonía del adicto y la pasión del sepultado deportista que alguna vez fue. La velocidad es en verdad el protagonista detectable del filme. Los intentos de Rovere para filmar la relación del espacio con la aceleración de un automóvil no superan en general los registros viscerales de las transmisiones televisivas en la era digital. Sin embargo, la película cuenta con una persecución en las calles en la que Rovere va lo suficientemente rápido para simular descontrol y así dejar un par de secuencias propias de una posible promesa del cine de acción.