Empecemos por las pequeñas injurias que se le han adjudicado a La noche y que no son otra cosa que signos de perplejidad de quienes miran moralmente una experiencia que no entienden. El personaje que interpreta Edgardo Castro vive de noche y se acuesta con cualquier persona que esté dispuesta a hacerlo. En su mayoría son hombres, aunque también pueden sumarse travestis y mujeres. Al personaje se lo ha calificado de vicioso, a sus prácticas sexuales de asquerosas. La incontinencia verbal del moralista habla más de sí que del film. De más está decir que al guardián de las buenas costumbres le conviene esperar los estrenos navideños; el film de Castro fatigará su tolerancia. El personaje no es ni un vicioso ni un degenerado; no sabemos prácticamente nada de él y la dócil psicología no nos ayuda para poder descifrar su conducta; ningún relato antecede a las salidas nocturnas; de principio a fin el pasado está vedado. La falta de signos familiares incomoda, como también el hecho de no saber de qué vive ese hombre. Tiene un departamento discreto, puede pagar sus tragos, un hotel, un taxi y sus líneas de cocaína, pero no luce como un burgués sumido en la decadencia. La falta de un nombre y una historia no impide ver quién es o cómo es. En principio él es su cuerpo y este no miente. ¿Qué le pide su cuerpo? Una experiencia signada por la intensidad que solamente experimenta en presencia de otro cuerpo, de la que surge la poderosa evidencia de estar vivo. Castro sabía que solamente él podía interpretar ese papel. Estaba preparado porque conocía la experiencia de primera mano e intuía qué se necesitaba y qué había que poner en juego para que la ficción expresara una verdad. El relato de La noche no se define por su linealidad sino por momentos autónomos de gran intensidad. En este sentido la escena culminante está hacia el final: en un hotel Castro y otro hombre se toman su tiempo para ver si tienen sexo. Es una escena límite y también una prueba, lo que sucede ahí puede espantar, pero también sorprender. Tal vez sea demasiado decir que se trata de un bautismo, pero es indiscutible que la experiencia entre ellos tiene algo del religare propio del discurso religioso. El prejuicio impedirá desvíos interpretativos como el enunciado. Tal vez sea menos radical señalar la ostensible ternura del primer encuentro sexual del film. Las luces de neón ensombrecen las marcas en la piel del amante, pero Castro las nombra y las besa, un poco antes de practicarle sexo oral. Esa escena inscribe modestamente la ética del film. Entre esos dos hombres, que recién se conocen, existe una misteriosa fraternidad anímica, acaso una incandescencia espiritual que detiene fugazmente la desesperación. Entre los misteriosos encuentros con desconocidos, hay uno entre el protagonista y una travesti que evoluciona en un poderoso vínculo; a veces comparten experiencias sexuales, pero la indefinida sintonía entre él y ella es de otra naturaleza. Salen a hacer compras, se juntan a tomar una cerveza. La ternura de la celebrada escena final donde ellos dos se encuentran en un bar, y donde notamos un cambio en el registro, ya se anuncia en un pasaje precedente y menos elaborado de la primera escena sexual. Pero aquí la fraternidad anímica es diferente, pues ahora se perpetúa en el tiempo. Ellos saben que en la soledad de sus vidas están juntos. Ese plano general no resignifica, como se ha dicho en reiteradas ocasiones, lo que hemos visto hasta ahí; más bien confirma el punto de vista laborioso y no explícito que este director arriesgado y libre elige para filmar a los que viven (en) la noche. Es que La noche es una de las grandes películas jamás filmadas sobre el funcionamiento concreto de eso que los psicoanalista llaman el instinto de muerte. Paradójicamente, La noche es un film vital; al no revestir de supersticiones su confrontación con lo que opaca el deseo y la voluntad de vivir la verdad de un sujeto resplandece y cada fotograma transmite una partícula de un cuerpo vivo.
Una buena idea, una película sin ideas, la paradoja que define el film que representa la cuota semanal de terror infaltable en la cartelera Lo mejor está en el inicio. El archivista tiene que dar una clase introductoria a una platea escolar cuyo interés por el cine silente es nulo. Al decirles que lo que están por ver son fantasmas, porque todos esos hombres ya están muertos, el director y el personaje presentan el cine como un arte de aprehensión de espectros. Al registrar una unidad viviente en el tiempo, se la detiene filmándola y luego se la reproduce por siempre. El sabio André Bazin decía que la prehistoria del cine había que situarla en el primitivo arte de la momificación. La premisa inicial promete y se redobla cuando el archivista revisa unas películas policíacas de 1902 y descubre que en la casa que acaba de alquilar un hombre asesinó a su mujer por una infidelidad. De allí en más, todo está dado para que el protagonista repita la experiencia de aquel hombre, más todavía cuando su mujer, con la que ya tienen un niño adorable, parece estar interesada en otro hombre. De ahí en más lo previsible se cumplirá paso a paso. El título elegido para el estreno argentino del quinto filme de Ivan Kavanagh miente. La entidad teológica invocada por él está ausente; El canal del demonio no presupone una perversión dirigida por un ente maligno dispuesto a arruinar la vida de los hombres. No hay duda alguna de que el personaje, un archivista cinematográfico de Dublín, está endemoniado. A veces se insinúa que su paulatino deterioro espiritual se debe a ciertos espectros desconocidos que retienen toda su amargura por un maldecido paso por la Tierra; en otras ocasiones, su falta de compostura psíquica es quizás el modo de procesar un desengaño amoroso. Esa indeterminación es interesante, pero Kavanagh no sabrá nunca qué hacer con ese dilema filosófico y cinematográfico. El film tampoco encuentra su tono formal. Si la cita explícita al maestro Jacques Tourner hubiera sido honrada, Kavanagh habría resistido a sobrecargar el sonido, multiplicar jump-cuts inútiles con fines de alterar la percepción y poblar de imágenes sangrientas secuencias que resueltas con la elegancia que brinda el arte de sugerir funcionarían con mayor rigor y eficacia. Casi llegando al final, eso sí, hay un plano ominoso en el que se trastoca el inmaculado poder de dar vida. Esa sola escena habría alcanzado para intuir la fuerza del terror, que siempre descansa en la insuficiencia del lenguaje para ordenar los fenómenos exteriores.
La desconcertante quinta película de Leo Damario es una auténtica rareza en la que se cita a Anna Karina y Siddhārtha y en donde se intenta explorar el caótico mundo de los sentimientos y el deseo en el universo del cine Después de despedir a su exesposa, Eva camina por una hermosa Buenos Aires nocturna y se encuentra en plena madrugada con una periodista que dio a conocer públicamente el escándalo amoroso que la aqueja. Eva es una famosa directora de cine. Sin explicación alguna, se encuentra con una vieja amante que sale de una noche de reviente: se besan, van a un casino y luego la deja en su casa. De inmediato, Eva visita en su departamento a la productora de sus películas, cuyo marido se fue con la exesposa de Eva, que además está embarazada. A continuación, Eva sale de una pileta con un lucido traje de baño y se une a un grupo de meditación. La guía espiritual la mira y le dice: “El Tao de Buda está adentro”. El principio de arbitrariedad es probablemente el fundamento del neocine. Al comienzo, Resentimental apela a una curiosa cita de autoridad: la neolengua de George Orwell. La simplificación del lenguaje postulada en 1984 se explica así en la película: “Muy sentimental = Resentimental”. Dada la singularísima concepción elíptica y de montaje que tiene Leonardo Damario es posible que Resentimental sea la primera experiencia en neocine. Las peripecias del relato siguen una lógica de simplificación en la que el raccord ya no interesa. La escena descripta más arriba es un buen ejemplo de esta poética. El centro del relato es el desesperado encuentro en un restaurante en el que Eva y su futura exesposa discuten sobre el final de un matrimonio fugaz. Eso da lugar a un sinfín de flashbacks que muestran detalles de ese amor y de la vida de Eva. La puesta en abismo es un recurso cinematográfico legítimo, pero acá el abismo tiene más que ver con un farragoso deseo de contar. Hasta hay, en los títulos finales, un adelanto de un nuevo film que sintetiza su argumento e intención en cinco minutos. Resentimental tiene de todo: chistes groseros, sensiblería, anécdotas cancheras, erotismo de bajísima intensidad, citas cinéfilas, una pizca de incesto, varias frases en inglés y una cantidad de sentencias acerca de la vida. La irrealidad de la trama alcanza su paroxismo en la escena en la que los intérpretes están sentados en padmasana al lado de la pileta. Inofensivo cuento de ricos que quiere ser una invocación a la piedad y está más cerca del ridículo.
Después de P’Tit Quinquin Dumont insiste con la comedia, y si bien en esta ocasión no alcanza el superlativo nivel de su film (y serie) precedente, su impredecible deriva creativa sigue vigente y cada vez luce más extraña Bruno Dumont: el director francés de comedias inclasificables. Tal aseveración, apenas unos 5 años atrás, habría resultado la ironía de un detractor. El director de La vida de Jesús y Fuera Satán tuvo y tendrá siempre enemigos; es un cineasta radical e idiosincrásico, indiferente a las modas y la pleitesía del consenso, cultor de una puesta en escena severa y de una estética austera como pocas. Este díscolo descendiente de Bresson descubrió que su sensibilidad ascética (y en ocasiones cruel) podía combinarse con la comedia. En el 2014 P’Tit Quinquin sorprendió a todos; ahora sucede lo mismo con este aerolito desatado llamado La bahía. ¿Quién puede reunir en un mismo film cuestiones de fe, tensión de clases y diversos tabúes? En esta heterodoxa comedia negra algunos personajes levitan y otros practican el canibalismo, siempre en un registro discretamente humorístico. La bahía es una de esas películas que disloca la clasificación y detiene el juicio. ¿Qué es exactamente? Los estereotipos son inútiles en el cine de Dumont, pero el director se aprovecha de los tipos sociales. Un inspector obeso y su primer ayudante escuálido quieren averiguar por qué vienen desapareciendo personas en esta bahía del norte de Francia cercana a Calais. Es una zona turística, jamás filmada de ese modo, aunque los planos generales del mar y las lagunas cercanas son excepcionales. El entendimiento físico entre la cámara y el ecosistema es admirable. El relato transcurre en 1910, una época en la que se sentía la llegada de un porvenir distinto. En un instante, un personaje le pondrá un nombre específico a ese cambio, como si todos los partícipes de este delirio cómico pertenecieran a un mundo extinto. Los desparecidos están relacionados con las actividades de los Brufort, una familia de pescadores y también boteros que cruzan a los turistas de una costa a otra. Uno de ellos, llamado Ma Loute (título original y acaso revelación indirecta del punto de vista), se enamorará de la hija de una familia aristocrática en decadencia que tiene una mansión egipcia en la que pasan siempre sus vacaciones. Que una hija de los Peteghem esté con un joven de otra clase es el horror. La confrontación entre los “estirados” y los “brutos” articula el tono del relato; el desprecio de clase es una preocupación que está desde el inicio y nunca abandona la naturaleza social de las relaciones del film. Pero Dumont intercepta esa evidencia materialista con un (fallido) cruce amoroso y un plus fantástico asociado al cristianismo primitivo. He aquí un cineasta capaz de filmar un instante de piedad y reconciliación sin comulgar con las creencias de sus criaturas. Cada vez más libre, Dumont sigue el camino menos transitado. La incomprensión seguirá siendo su vía crucis.
El misterioso bloque de cuarzo contiene una gota de agua. Patricio Guzmán inspecciona esa evidencia que detenta 3000 años de antigüedad con la reverencia de un arqueólogo o un geólogo. Son las primeras imágenes de su meditación cósmica y política que empieza con el agua. La veneración frente a ese objeto natural es comprensible. No es un blancuzco cascote impenetrable; más bien, se trata de una huella cósmica que prefigura la historia de la vida de un planeta. La especulación cosmológica revela la contingencia y la suerte: el agua llegó del cielo. Entre el cielo y los océanos están los primeros hombres. En el sur del continente, antes de la invención de Chile, vivían los hombres originarios. Guzmán los introduce primero por el testimonio fotográfico y los denomina poéticamente como los nómades del agua. Un poco después, los pocos sobrevivientes de su estirpe cuentan su pasado. Eran pueblos marítimos que sentían la conexión con el agua y que imaginaban además que, al morir, se transformaban en estrellas. La intuición mítica, aquí, no riñe con la precisión y la curiosidad científica.
Un debut prometedor; un film sobre trabajadores dóciles bajo condiciones laborales inaceptables Como el término “progresista” está bajo sospecha, no está mal pensar en el significado de su lógica oposición. El vocablo “reaccionario” alude a una visión inmóvil de los hombres y sus tareas en un orden que conviene mantener y con suerte mejorar, aunque sin alterar la misma estructura del edificio social que lo garantiza. La circularidad narrativa de El invierno, la historia que cuenta y la elección de esa estación como nombre del film sugiere un orden del mundo congelado, igual e inalterable. El microcosmos social representado luce perpetuo. Fue, es y será así. Una película sobre lo reaccionario no necesariamente es una película reaccionaria; la meticulosa construcción piramidal de un mundo como el de los esquiladores de la Patagonia, que agrupa al trabajador nómade, al capataz, al encargado general y a los verdaderos dueños del negocio para representar el drama de los hombres atravesados por la soledad y el poder, indica una consciencia firme de quien ha decidido filmar un contexto. El trabajo en el filme de Emiliano Torres se siente físicamente, al igual que la desconfianza (de clase) entre los involucrados y la omnipresencia de un paisaje que en su blancura hegemónica convierte a las figuras humanas en siluetas insignificantes. Las panorámicas no son ecológicamente decorativas; más bien enseñan la relación entre un ecosistema y un sistema económico. La Patagonia dista de ser una tierra para visitantes y exploradores; es el confín del confín y también la extensión interminable de un territorio con sus añejos propietarios, herederos incuestionables y dispuestos ahora a ceder sus tierras al capital extranjero. Hay una historia, la de un hombre llegado del norte del país llamado Jara que viene a trabajar a una estancia del sur y que por su carácter y concentración sustituirá al viejo capataz; la rivalidad entre ellos será inevitable, pero Torres le encontrará la vuelta para que esos hombres entiendan que ellos son marionetas de sus superiores. Sobre esa historia hay desvíos pertinentes: apuntes sobre la familia de los hombres que trabajan y observaciones sociológicas sobre la lógica laboral de la región. Los personajes tienen una vida, no son conceptos de una tesis por ilustrar. El debut tardío de Torres es bienvenido, pues El invierno es un film que permite creer en un cineasta con una visión. La película transmite una laboriosa atención a los detalles. En efecto, el trabajo de los personajes duplica el trabajo del director y su equipo. ¿No es la pequeña madera que talla Jara para darle a su hijo un juguete una cierta duplicación de la forma en la que el director pacientemente constituye este mundo? Pero El invierno no es juego, ni las criaturas que lo habitan conocen el juego; los hombres apenas conocen una pausa o descanso frente a esa repetición indefinida que configura sus vidas. La vida en la Patagonia puede ser una esfera irrespirable y sin fisuras. Eterno retorno de lo mismo, nada puede cambiar en esos parajes.
La nueva película del realizador de Accidentes gloriosos es una amable extravagancia y un viaje con sorpresas a una cultura milenaria Película extraña e inclasificable Una novia de Shanghái. La total ausencia de pretensiones que detenta y también su irresistible poder para sintonizar con el placer de mirar un mundo desconocido puede derivar en un error de apreciación: ninguna experiencia pasajera parecida al turismo es la que escenifica la película, pues la mirada del director soslaya el cómodo patetismo del consumidor de lugares y se entrega, como sus personajes, a lo impredecible. En verdad, la última película de Mauro Andrizzi puede ser vista como una comedia romántica de fantasmas, un etéreo apunte sociológico sobre la convivencia de creencias incompatibles en el seno de una sociedad, un documental clandestino sobre una metrópolis que responde más al imaginario capitalista del siglo XXI que a la evolución urbanista de una nación comunista, e incluso un drama social en el que dos vagabundos intentan conjurar como pueden la falta de dinero. La ligereza no es trivialidad. El inicio de film es formidable: un paseo público al lado del río Huangpu magnifica la hipermodernidad de la ciudad y el movimiento constante de gente en las calles. Una gran mayoría de los transeúntes son novios que llegan hasta ese lugar para sacarse una foto antes de casarse. Mientras suena un tema musical de Moreno Veloso, Andrizzi y su montajista Francisco Vázquez Murillo eligen varios planos dinámicos que introducen un mundo profuso en colores y de una vitalidad manifiesta. Pero la forma de mirar ese espacio no es del todo inocente; a veces remite a una modalidad de observación propia de la vigilancia. No mucho después, ese cambio de registro tendrá una explicación: el paseo es una zona elegida por carteristas, y los dos personajes principales “trabajan” ahí. Los dos amables ladrones suelen dormir bajo los puentes. Si se adueñan de algún anillo o de objetos similares con un valor agregado, entonces pueden darse algunos gustos: pagarse una buena comida, ir al cine y costearse una noche en un hotel para dormir cómodos. Justamente en la habitación de un hotel el espíritu de un hombre que vivió un gran amor (prohibido) se manifestará en la noche y les pedirá un favor a cambio de una suma de dinero. No es una petición menor: el gordo y el flaco tienen que ir por el cadáver de la novia para que los enamorados puedan reunirse durante toda la eternidad. Los casamientos fantasmas remiten a una tradición china del siglo XVII, una creencia consoladora para el hombre y la mujer del siglo XXI que no pudieron pasar del adulterio. A las peripecias de los protagonistas se sumarán una joven exaltada y una masajista que pretende ser ciega en un salón especializado de masajistas no videntes. Juntos irán por la recompensa. Las películas de Andrizzi son singularidades. La precedente se llamaba Accidentes gloriosos; en esa ocasión, unía un conjunto de relatos que le daban al azar un lugar privilegiado en la constitución gramática del destino de los hombres. Entre aquel film y este no hay mucho en común excepto algunas elecciones formales que ya caracterizan la discreta elegancia del director, como su predilección por los fundidos y sobreimpresiones, y un gusto por contar historias poco convencionales que desestiman el curso ordinario de la cotidianidad. Los diálogos que tienen los dos amigos en la visita al cementerio en torno a la vida en el más allá o la discrepancia entre el materialismo (filosófico) que han aprendido desde niños y las pretéritas creencias de una cultura milenaria develan gran parte de las inquietudes de Andrizzi, cuyo cine está signado por la curiosidad y la desobediencia a los dogmatismos del cine (independiente) contemporáneo. No todos los días un cineasta argentino viaja a China a filmar una película. Andrizzi lo hizo sin prometer un tratado teratológico de la nación que practica un paradójico comunismo de mercado. Sin embargo, la humorística y trágica historia del gordo y el flaco sucede en un espacio que no deja de contar otro relato complejo e inabordable, que se divisa físicamente en las mutaciones edilicias y en una geografía transformada en vidriera de mercancías, y que en cierto momento, el más hermoso de la película, un viejo desconocido en una cantina compendia con la justa perplejidad que requiere esa otra Historia.
El nuevo film de Virzi es una comedia inestable, a veces convencional y conservadora, en ocasiones amorosa y alocada La inestabilidad mental no es un tema entre otros. No es fácil hacer películas en manicomios, menos todavía eludir ese brutal lugar común por el cual la locura parece ser una vía conveniente para señalar las mentiras compartidas en sociedad. Hacer del loco un desinhibido heraldo de verdades incómodas suele ser la trampa más frecuente en el cine. Los que están encerrados por algún desorden psíquico sufren. En Loca alegría, Paolo Virzi es honesto sobre ese contexto: en un psiquiátrico se padece. Pero Loca alegría, si bien no es un drama y nunca elude ese tono del espíritu, es también una peculiar comedia. Las dos protagonistas se escaparán del psiquiátrico en el que residen y sus andanzas serán descabelladas, en parte porque el personaje que interpreta Valeria Bruni Tedeschi es una mitómana de una gran inventiva, capaz de hacerse pasar por psicóloga y aristócrata sin titubeos e improvisar ante la adversidad. Esta propensión a la mentira viene acompañada de una energía desbordante, lo que neutraliza la tristeza del personaje de Micaella Ramazzotti. La depresión define su espíritu, y la causa de la misma se irá develando lentamente desde su primera aparición, cuando apenas se la ve en un puente frente al mar a través de las ventanillas de un tren que pasa a gran velocidad. Si en cierto momento se explicita el reconocimiento a Thelma & Louise, tal autoconsciencia puede ser sincera pero resulta un poco excesiva, pues la película vacila entre entregarse al delirio o la sensiblería. El desenfreno tiene aquí un límite, y la mirada sobre las instituciones médicas es también demasiado condescendiente. Lo que es indudable es que el filme depende enteramente de las virtudes interpretativas de Bruni Tedeschi y Ramazzotti, dos actrices que responden muy bien a una propuesta que invoca los sufrimientos del alma e intenta mitigarlos con situaciones cómicas e inesperadas. A veces en el desborde de las dos mujeres se intuye un mundo circundante que ha perdido sus goznes y está infectado por una trivialidad galopante. Al respecto, la escena en la que el personaje de Bruni Tedeschi visita a su exmarido es clave. El retrato que se divisa de Il Cavaliere poco tiene de azaroso. Película extraña la de Virzi: su cine luce apolillado, pero estrena en la Quincena de los Realizadores en Cannes; su noción de puesta en escena es bastante perimida (ya que nada hay aquí de clasicismo o de comedia clásica italiana), pero sus personajes están vivos y son muy queribles. En esa paradoja existe Loca alegría.
Más que una película sobre matemática, la segunda película de Matt Brown es un típico exponente del género inspiracional, el más propenso a reunir lugares comunes y desestimar el espíritu científico Nada más estimulante que una película que intente narrar la aventura del conocimiento. En un período bastante oscurantista y disociado del esfuerzo que requiere entender una ciencia, películas como El Código Enigma, La teoría del todo y en esta ocasión El hombre que conocía el infinito a veces prodigan algunos pasajes en los que resplandece el trabajo de la inteligencia para comprender el funcionamiento del mundo. Ni la relevancia del tema ni la proeza conjetural de un genio garantizan una buena película, pero sí una introducción amateur a una zona del saber. A quien no esté inmerso en el poco popular universo de las matemáticas, Srinivasa Ramanujan le resultará un desconocido con nombre de gurú indio. Este matemático autodidacta nacido en el país de Tagore, quien creía que sus intuiciones se las dictaba una diosa del hinduismo, fue un crack entre los suyos. No escribió Principia Mathematica, pero sus contribuciones a la teoría de los números y en especial en lo concerniente a las fracciones continuas lo sitúa en el panteón de las ciencias exactas a pocos metros de Isaac Newton. El film de Matt Brown ilustra la historia del joven indio: arranca con su casamiento en Madrás en 1909; sigue su ulterior partida a Europa sin su familia, un poco antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, para instalarse en Cambridge y trabajar junto a G. H. Hardy en el Trinity College, en una comunidad académica bastante hostil a extranjeros provenientes de una colonia; el biopic culmina con su temprana muerte a los 32 años, debido a una (dudosa) tuberculosis. Vida intensa y sufrida la de Ramanujan, filmada como si fuera una telefilm didáctico con el objetivo de impartir valores trascendentes sobre la amistad, la tolerancia, la abnegación y la fe, en el que la pasión matemática es apenas un esbozo o una cuestión de fórmulas inaprensibles que se recitan como mantras que solamente una secta de aristocráticos puede sopesar. También adolece de cualquier atisbo de trabajo sobre sus materiales cinematográficos. La omnisciente musicalización, los desmañados movimientos de cámara y el énfasis dramático con el que se empeña en explotar la enfermedad y la “desgarradora” situación amorosa de Ramanujan son pruebas de una ostensible condescendencia en la forma de imaginar la vida de un hombre e intentar filmarla. El científico puede afirmar que “Una ecuación para mí no tiene sentido, a menos que represente un pensamiento de Dios”, pero el cineasta se queda con eso, como si el pronunciamiento explicara exhaustivamente la psicología del genio y se resolviera ahí la tensión entre la religión y la ciencia. A El hombre que conocía el infinito le falta todo: la capacidad para formular preguntas, el espíritu científico para indagar la apasionante relación entre la imaginación y los conceptos y la sensibilidad cinematográfica para hacer justicia a la vida de un hombre notable.
La sustitución de J.J. Abrams por Justin Lin no parece ser un acierto, lo que no significa que esta nueva exploración en el espacio resulte desdeñable. En menos de diez minutos Justin Lin demuestra entender el espíritu de la vieja serie Star Trek. El capitán Kirk le lleva una ofrenda de paz a un pueblo de los tantos que habitan el infinito espacio de las galaxias. En las antípodas de la solemnidad, el intercambio precipita una humorística trifulca entre unos seres con rasgos simiescos y felinos y el líder de la Enterprise. Una vez terminado el acto circense, Kirk apunta en su cuaderno de bitácora sus pareceres. La descripción de la cotidianidad destila cariño por todos los miembros de la flota; nadie duda de la exploración del espacio infinito como una aventura, aunque la incesante búsqueda de otras formas de vida tiene sus bemoles. Comicidad, solidaridad y conocimiento: a los pilares simbólicos de aquella notable serie que inició su propio viaje a mediados de la década de 1960 Lin los honra sin esfuerzo, y también lo hará, con discreción y justeza, con el gran Leonard Nimoy, el legendario Mr. Spock (y con el joven actor de origen ruso recientemente fallecido, Anton Yelchin, el Chekov del film). Los feligreses de la saga sentirán que el director tailandés es un buen exégeta; su fidelidad será agradecida. El relato se circunscribe a un objeto peculiar que tiene efectos destructivos masivos. Antes de la constitución de la Federación, quienes sabían de ese poder deletéreo quisieron neutralizarlo dividiéndolo en dos. En una nueva misión, la Enterprise caerá en una emboscada. Un tal Krall sabe de ese misterioso objeto y tiene la certeza de que una de las mitades está en la nave de Kirk. Hay una subtrama, apenas anunciada, vinculada a Spock, y un giro inesperado en la historia, no muy sagaz, pero suficiente para tensar los elementales resortes narrativos que sostienen el film dos horas. Start Trek: Sin límites carece de escenas dramáticas que alteren su equilibrio dinámico y de los recreos filosóficos característicos de la serie y algunas películas. La eficiencia contiene a la curiosidad. Desde luego, se insta a la unidad frente a la conveniencia individual, pero el anhelo epistemológico es aquí una fórmula, acaso ineludible, porque está en el ADN de Star Trek. Tampoco se traiciona el admirable despliegue y representación de una cosmología agnóstica en la que el Dios de los hombres brilló siempre por su ausencia. El espacio nunca fue en Start Trek una distancia vertical en la que anida un Dios; la audacia filosófica inicial se mantuvo invariable: todo es inmanencia y el espacio no divide al cosmos en un jerárquico arriba y abajo. Lin y sus guionistas han sido fieles a esos principios filosóficos, bastante alejados de una industria y una cultura proclives al sermón y a las certezas teológicas. Las habituales fantasías teratológicas distan de sorprender. Los simpáticos simios felinos del comienzo constituyen el mayor hallazgo, demasiado poco para películas que pueden liberar la imaginación como nunca, propulsadas por softwares que han emancipado a los creadores de los límites propios de la física y el registro fílmico. Pero, aparentemente, concebir un mundo no es tan fácil. La ciudad espacial bautizada con el nombre de Yorktown luce fascinante, pero parece un remedo de algunas ciudades intergalácticas de varias películas recientes. Esos minutos geniales de la primera Start Trek que dirigió J.J. Abrams en los que se materializaba paradójicamente la antimateria faltan en este tercer intento de poner en órbita la franquicia. Apenas se puede admirar una panorámica de la Enterprise viajando a la velocidad de la luz seguida por un plano en el interior de la nave en el que se percibe el borroso cosmos mientras Kirk y McCoy toman un whisky. Sin duda, el mejor plano visual es otro: la Enterprise está por zarpar y se registra su fuselaje, un plano fijo que se pone inesperadamente en movimiento. El efecto es ópticamente sorprendente, tanto por su intrínseca falsedad técnica como por su eficiencia estética. Desde el principio, lo más hermoso de Start Trek fue su legítima defensa de una política de la amistad por encima de las instituciones. La dignidad y afabilidad de Kirk, Spock, Scotty y los otros tripulantes de la Enterprise siguen vigentes y todavía se apasionan juntos por ir hasta los límites de lo conocido.