Máquinas inteligentes. En el prólogo firmado por Douglas Hofstadter para Alan Turing: el enigma, la biografía, escrita por Andrew Hodges, del deslumbrante matemático británico que inspiró El código enigma, se puede leer: “La vida de Turing merece un estudio profundo, pues no sólo fue una gran figura de la ciencia del siglo XX, sino que su conducta interpersonal poco convencional le ocasionó una gran tristeza. Incluso hoy, la sociedad como un todo no ha aprendido a entenderse con ese estilo de inconformismo”. El código enigma consigue transmitir en sus propios términos esa descripción, y el primer valor ostensible del filme estriba en espolear a los espectadores a leer sobre Turing. No es poca cosa en tiempos de magos y pseudociencias. En principio, que se estrene un filme sobre un hombre de ciencia es, valga la paradoja, un milagro. El conocimiento como aventura de la especie no suele ser asociado al cine de entretenimiento. Ver a Turing intentando descifrar un código junto a un equipo de científicos para poder así debilitar la estrategia comunicacional castrense de los nazis y, por ende, vencer a las huestes de Hitler, depara un placer inusual. El centro narrativo del filme pasa por las presiones de los servicios de inteligencia británicos en el momento en que Turing tenía a su cargo la sección Naval Enigma de Bretchley Park (mansión que funcionaba como centro de desciframiento de códigos), en plena Segunda Guerra Mundial. Mientras tanto, los alemanes dominaban Europa, destruían capitales y aniquilaban vidas inocentes. El filme dejará en claro la importancia de la “Máquina de Turing” para adelantar el fin de la guerra y salvar gran cantidad de vidas. Pero hay en El código enigma una segunda línea narrativa más cerca del ámbito de la moral que del de la inteligencia. La genealogía de la homosexualidad de Turing se cuenta aquí a través de unos flashbacks pertinentes de su adolescencia, cuando se enamoró por primera vez de un compañero de estudios. El filme también le dedica cierto tiempo a seguir las instancias de un robo en la casa de Turing, a principios de la década de 1950, que concluyó con una inesperada sentencia penal contra su homosexualidad. Uno de los momentos más poderosos, aunque fugaz, es aquel en el que a Turing se lo ve exhausto y destruido debido a un tratamiento químico perpetrado para corregir sus preferencias sexuales. El rostro de Benedict Cumberbatch, cuyo trabajo es notable, denota una tristeza infinita. La imbecilidad moralista de su tiempo se impuso a su dignidad. Didáctica como un buen número de la revista Billiken, y de una poética dócil frente a las convenciones de una biopic, El código enigma es, sin embargo, un intenso filme de espionaje que gira en torno a la inteligencia como concepto general y a la estrechez del imaginario moral de una sociedad conservadora. Frente a esto último, no cabe duda, las máquinas son inteligentes, pero los hombres sólo de vez en cuando.
Un abecé de Bill Murray. Bill Murray: todo depende aquí de la estima que se le tenga. No es estrictamente un actor del Método, sino de esos que hacen de sí mismos y, según el contexto de cada película, juegan con variaciones de su personalidad cinematográfica. Puede ser él en clave existencialista viajando a la India en búsqueda de la verdad en Al filo de la navaja, también sintonizar con un psicópata light en ¿Qué tal, Bob? o transformarse en un excéntrico investigador del mar en La vida acuática. En verdad, Murray es capaz de cualquier cosa: puede pasearse en elefante (Larger than Life), ser un gay exquisito (Ed Wood) o devenir en un político desalmado capaz de asesinar en secreto (Los límites del control). En esta ocasión, Murray es un babysitter. El papel que compone en St. Vincent no está muy lejos de otros que tiene en su haber: hay algo del reportero cínico de El día de la marmota (obra maestra absoluta) y algunos elementos del millonario de Tres es multitud, pero en verdad se trata de un remedo de aquellas criaturas inolvidables. Murray es aquí un veterano de guerra y un jugador empedernido que hace lo que puede para administrar su bancarrota, mientras secretamente visita a su esposa, internada desde hace años en una institución médica, aunque ella ya no lo reconoce. A su vez, una vez por semana, tiene una visita higiénica. Una prostituta rusa (y embarazada) cumple con los requerimientos de su oficio, pero está claro que entre ellos no todo pasa por una relación de cliente y proveedor. La vida de Vincent cambiará completamente con la llegada de sus vecinos, cuando comience a cuidar (y educar) al único hijo de una madre divorciada que asiste a un colegio religioso. La descripción precedente indicaría que se trata de un drama, pero el segundo largometraje de Theodore Melfi pretende ser una comedia, y el primer gag antes de que concluyan los créditos iniciales es buenísimo. Humor físico, veloz, eficiente. Habrá otras secuencias logradas, más o menos disparatadas, que cumplirán con el cometido de hacer reír. Pero hay aquí una búsqueda deliberada de emocionar y de incitar a las lágrimas, que se apodera paulatinamente del filme y neutraliza su potencial humorístico en aras de afirmar la benevolencia de la naturaleza humana. En el clímax de este cometido, mientras se ven algunas fotos reales de varias épocas de la vida de Murray, es notable seguir la lógica de la escena que persigue la docilidad sentimental de la audiencia. La austeridad dramática con la que el actor encara ese momento, tensionando ese instante a través de un gesto adusto no exento de ternura, neutraliza la puesta en escena. He aquí el rasgo redimible de esta película sobre santos pecadores. El actor y algunos de sus acompañantes se imponen cada tanto a la fe de un guión que reclama la aquiescencia de la platea acerca de un mundo en el que el bien y el mal son entera y fácilmente identificables.
Una película que combina el humor y la religión El filme croata Con pecado concebido transcurre en una isla donde la tasa de natalidad está en baja y un sacerdote decide cambiar la situación. ¿Una comedia religiosa? Tal posibilidad sugiere un oxímoron, más allá del buen humor de algún representante reciente del Altísimo. Es que el humor y la religión parecen esencialmente incompatibles. El punto de partida de Con pecado concebido, éxito absoluto del cine croata, se propone combinar la paradoja recién enunciada: la risa puede nacer de la genuflexión, o en este caso, para ser más preciso, lo cómico puede surgir de la confesión. En una isla no identificada en el Adriático, un joven sacerdote, tras entender que la tasa de natalidad está en desventaja respecto a la de mortandad, inspirado por una confesión, llevará adelante un plan secreto para garantizar la llegada de nuevas vidas en su comunidad. En la isla la vida erótica no es menor, pero el erotismo no significa necesariamente reproducción. Por lo tanto, él y uno de sus feligreses llevarán adelante un estrategia casi infalible: pincharán todos los condones que se venden en el pueblo. El método necesitará ser perfeccionado, pues no solamente los hombres se cuidan en la ciudad. Un farmacéutico se sumará a la causa y reemplazará las pastillas anticonceptivas por vitaminas. De ahí en adelante, no habrá mujer que no quede embarazada en ese paraíso croata. Pero las consecuencias serán inauditas y no del todo santas, y Vinko Bresan, el director, sin abandonar el costado humorístico de su ocurrencia, incluirá factores menos cómicos, no exentos de moralismo y a veces articulado en una imprecisa ideología crítica respecto de la institución religiosa, y ciertos temas controversiales, como pueden ser la xenofobia, la pedofilia y el nacionalismo rancio, asuntos caros a la religión y a la región. Con pecado concebido tiene algún que otro intento de originalidad visual, más propia del video que del cine, más allá del simpático travelling inicial con el que empieza la película que puede despertar la fe del cinéfilo a la espera de algo genial. Ese movimiento de cámara es probablemente el único signo que tendrá el espectador exigente como recuerdo. Para el crédulo, tal vez, la propuesta general será suficiente, sobre todo si cree que la eficacia de una comedia pasa solamente por olvidar una hora y media todo aquello que condiciona la vida cotidiana y que las religiones ofrecen significar y trascender.
s películas de Vietnam hablaban de la decadencia estadounidense, del fin de un prestigio universal que había surgido de luchar contra un enemigo preciso y sin ningún rasgo redimible: el delirio de dominio global de los nazis y la infame racionalidad puesta al servicio del exterminio generalizado no admitía dudas, ni políticas ni morales. Después, la disputa fue otra, los relatos se complejizaron y las guerras venideras ya no gozaron del beneplácito de antaño. Las películas de guerra en Irak y Afganistán ya no consiguen ni siquiera esbozar una decente hipótesis geopolítica. El mito se ve como mito y la racionalidad política se reduce a ciertas aporías inestables, o la voluntad de poder queda directamente en fuera de campo. Es por eso que los tours bélicos a tierras en las que supuestamente nacen terroristas como hongos instigan solamente a filmar retratos de la inestabilidad psíquica del soldado. En este caso, se trata de uno que gatilló 160 veces y se llevó puesto a todo aquel que pudiera comportar un verdadero peligro en el campo de batalla. Si el sospechoso estaba en edad de aprender la tabla del 6 o en convertirse en abuelo, no importaba. Eso no implicaba que a Chris Kyle no le doliera tener en la mira a un niño, y a Eastwood tampoco le da lo mismo: la secuencia inicial en la que Chris tiene que decidir si le dispara o no a un infante es notable por su resolución. Flashback, falso raccord y una genealogía directa de cómo se llega a ser un francotirador en América, seguido por una introducción sucinta a la filosofía social propia de cavernícolas en la que se inscribe el héroe americano: están los perros, los lobos y los pastores de perros, figuras de una tipología sociológica amateur; el héroe es este último, el que defiende a los débiles. Nada de sutilezas en Francotirador. Lejos está Eastwood de la delicadeza de Cartas desde Iwo Jiwa, capaz de pensar seriamente en la otredad, y de La conquista del honor, en donde contrariaba el impúdico heroísmo bélico. Las grandes películas de guerra siempre dicen lo mismo: todos pierden, todos. Quizás hay aquí un sentimiento difuso de la inutilidad de los cuatro viajes de Chris. Su hermosa mujer siente que lo ha perdido y en cada regreso a casa Chris sigue habitando en el país de las tormentas de arena. Aún hay que salvar soldados, aún debe aniquilar al francotirador enemigo (la secuencia completa en la que Chris consigue dispararle es un prodigio cinematográfico). Basada en la propia autobiografía del soldado, Eastwood y su guionista han hecho los recortes necesarios para imprimir la leyenda y eludir las contradicciones y zonas oscuras de su protagonista, una leyenda que aquí tiene sabor a verdad, en especial cuando Eastwood elige concluir su filme con material de archivo del pueblo estadounidense honrando a su héroe caído. Nefasta cultura la de los héroes, reales o imaginarios, pues allí se refrenda siempre un ideal nihilista por el cual la muerte es más grande que la vida.
La vida es un tour Como si se tratara de un paquete turístico de pocos días en el que el cliente debe ver absolutamente todo de un país que apenas conoce (sin entender realmente nada de su historia y su cultura), así está concebida Los imprevistos del amor. He aquí un tour a todos los grandes hitos de la vida: el fracaso, el sufrimiento, la maternidad, la esperanza, el duelo, el amor, el éxito afectivo y económico. ¿Cómo filmar un parque temático de los grandes temas de la vida? Este filme se lo propone y se empeña en convencer de que esto es lo que nos pasa y queremos que nos pase. El punto de partida es una historia de amor (de largo aliento). Rosie y Alex se conocen de niños y se quieren desde entonces. Se entienden a la perfección en casi todo, a tal punto que los bizarros sueños de Alex, en los que él se ve a sí mismo como objeto, resultan poco enigmáticos en los oídos de Rosie. Tras la reconfiguración hormonal de la adolescencia se empezarán a amar en otros términos, pero antes que amantes son amigos. En verdad, el relato arranca en nuestro tiempo, en el preciso momento en el que Rosie está pronunciando unas palabras de buenos augurios en un casamiento. ¿Es el suyo? ¿Quiénes se casan? Habrá que esperar más de una hora y media para que se revele el sentido de esa escena. De esa escena inicial, la película retrocede 12 años, al instante en el que los caminos de Alex y Rosie se diversifican. Él partirá a Boston a estudiar, ella tendrá motivos "genéticos" para quedarse en Inglaterra, en donde su horizonte no será otro que repetir el destino de su padre: ser una dócil empleada de un hotel. Pero en la vida concebida como un tour de maravillas todo es posible y los sueños se pueden concretar. Si bien la simpatía de los personajes de Lily Collins (hija de Phil Collins) y Sam Claflin es innegable, gran parte de su dignidad se construye en oposición al egoísmo y la imbecilidad de los distintos amores que pasan por sus vidas, una psicología maniquea en consonancia con la irresponsable filosofía social que sitúa la vida de estas criaturas volátiles en un limbo categórico de espaldas a la Historia. En este sentido, la panorámica tipo Instagram del palacio-hotel al lado del mar con la que cierra la película es una perfecta coronación del imaginario infantil y publicitario que orquesta la paleta de colores, los movimientos en el espacio, el registro de las ciudades, la explicación de los chistes y las elecciones musicales. La comedia romántica en manos del alemán Christian Ditter es pura memez colorinche, una emboscada y un simulacro, pues este remedo de un género glorioso alcanza aquí su imprevista anorexia y su grado cero de inteligencia. Los imprevistos del amor Comedia romántica Regular (Love, Rosie, Alemania-Reino Unido, 2014). Guion: Juliette Towhidi. Dirección: Christian Ditter. Con Lily Collins, Sam Claflin, Suki Waterhouse. Edición: Tony Cranstoun. Música: Ralf Wengenmayr. Duración: 102 minutos. Para mayores de 13 años. Sexo: moderado. Violencia: nula. Complejidad: nula.
Desde Japón sin escalas: cuestión de apellidos. Por motivos que ni la CIA puede llegar a descifrar, Hirokazu Koreeda es el único director japonés que se estrena comercialmente en Argentina. Este presunto heredero del gran maestro Yasujiro Ozu es un especialista en una de las instituciones más sobrevaloradas de la historia: la familia. Un apellido es un destino y también una procedencia. El tema de fondo pasa aquí por una tensión entre lo que se es por naturaleza y aquello que eventualmente se llega a ser determinado por las circunstancias, distinción que en el idioma inglés se establece con mayor precisión a través de los términos "nature" y "nurture". Por una canallada del destino, los Nonomiya y los Saiki recibieron a sus respectivos hijos varones intercambiados en un hospital. A pesar de que algunos familiares o amigos cercanos notaban rasgos singulares que no coincidían con los de sus padres, recién frente a un estudio de sangre de uno de los niños, ya con 6 años de edad, se sabrá la verdad. ¿Qué hacer frente a esa información? El tópico elegido es fascinante, aunque no se tratará de ninguna novedad para quienes sean padres adoptivos. A lo largo de un período de tiempo relativamente extenso, indicado por el nombre de los meses, Koreeda sigue los distintos procedimientos por los que los dos niños, Keita y Ryusei, empezarán a conocer a sus verdaderos padres, en una suerte de intercambio gradual de hogares supervisado por el Estado que restablecerá, respetando la sensibilidad de los menores, la preeminencia genética frente a los lazos afectivos constituidos en el tiempo. La sangre manda, es ley. Entre estas coordenadas afectivas Kooreda introduce otras de orden simbólico y económico, y una nueva oposición conceptual: el falso padre de Keita es miembro del nuevo empresariado japonés. No hay tiempo para el ocio, la dedicación al trabajo es una virtud excluyente. A su vez, el otro padre tiene un pequeño comercio, pero él sí cuenta con tiempo para jugar con sus hijos y practicar actividades improductivas. Confrontación actitudinal y distracción sociológica, en la disputa de modelos entre el amable hedonista y el partisano del sacrificio la diferencia de clase es solamente una anécdota, un matiz de conducta, y no tanto una sobredeterminación del destino de cualquier niño. De tal padre, tal hijo se las ingenia legítimamente para no tomar partido entre los modelos de paternidad que examina en su relato; su fuerza principal estriba en la gestualidad de los niños y los ajustes indecibles que ellos van poniendo en marcha frente al mundo emocional que deben asimilar. Es una pena que Koreeda no se dirija a su audiencia con la misma confianza con la que dirige a sus actores infantiles. Por cada nota de piano que suena, la película traiciona la incomodidad que sugiere. La sobreprotección asfixia siempre. De tal padre, tal hijo Drama Muy buena (Like Father, Like Son / Soshite chichi ni naru, Japón/2013). Guion y dirección: Hirokazu Koreeda. Con Masaharu Fukuyama, Machiko Ono, Yôko Maki y Rirî Furankî, entre otros. Edición: Hirokazu Koreeda. Fotografía: Mikiya Takimoto. Duración: 121 minutos. Calificación: Apta para todo público. Sexo: nulo. Violencia: nula. Complejidad: nula.
Una versión tardía del sueño americano. Dos hermanos, dos luchadores. Viven en la América de Reagan. Pelean fuera y dentro del cuadrilátero. Sus cuerpos hinchados y toscos, apoteosis muscular de un desarrollo anatómico propio de una sociedad creyente en el consumo infinito, fisionomías que remiten tanto a una deforme escultura griega de atletas como también a un Hulk descolorido. En efecto, Dave y Mark Schultz dedican su vida a la lucha libre. A principios de la década de 1980, ambos han ganado medallas de oro en las Olimpiadas de Los Ángeles y en el campeonato mundial de Budapest. La economía narrativa con la que arranca Foxcatcher, basada en un hecho real, es admirable. Una introducción sucinta a través de un material de archivo sobre la aristocracia estadounidense, seguida por un retrato de su contraste estructural, el de la secreta decadencia de su población que cada tanto se ve en el cine estadounidense: por 20 dólares, Mark intenta explicar a un conjunto de estudiantes de primaria la importancia moral del deporte. En el momento de cobrar su cheque lo confundirán con su hermano mayor, su mentor y su padre sustituto. De este modo, en menos de 10 minutos, todas las coordenadas simbólicas e históricas de Foxcatcher están sobre la mesa. Lo que viene después es una versión tardía del sueño americano, que nunca es otra cosa que una pesadilla. Mark primero, después Dave y toda su familia, quedarán bajo la protección económica de un magnate de la industria química estadounidense, la cual, lógicamente, está intrínsecamente ligada a las armas. Sucede que John Eleuthère Dupont es un excéntrico millonario obsesionado por la lucha libre. Delirante y circunspecto, Dupont lee en ese deporte una fuente de grandeza que sus compatriotas han traicionado, y es por eso que lidera el equipo Foxcatcher de lucha libre, cuya mayor promesa, entre sus luchadores, será Dave. Como es de suponer, esta empresa no llegará a buen puerto: las diferencias (de clase) son inconmensurables, y los propósitos de uno respecto de los otros, incompatibles. Este auténtico relato salvaje sobre la omnipotencia aristocrática y la precariedad simbólica de los desposeídos no sería lo mismo sin sus intérpretes: el irreconocible Steve Carrell, como Dupont, transforma su cuerpo en un enunciado de enajenación por exceso; la imposibilidad discursiva del personaje de Channing Tatum requiere que el actor transforme su cuerpo en un nicho de inhibiciones y frustraciones; y a Mark Ruffalo, el traje de combatiente experimentado le calza perfecto. Tres fenómenos. Pero la contundencia de las interpretaciones no debería enceguecernos. Bennett Miller (Capote, Moneyball) sabe muy bien qué es lo que está haciendo. ¿La evidencia? Hay varios ejemplos, pero los últimos planos son tan inolvidables como simbólicamente pertinentes. La revelación: el luchador olímpico se ha transformado en un remedo de sí mismo. Ahora es una bestia dispuesta a reventar a su contrincante en ese espectáculo brutal televisado bautizado “Vale Todo”, en el que los hombres devienen en fieras. Foxcatcher Muy buena. Guion: E. Max Frye y Dan Futterman. Dirección: Bennett Miller. Elenco: Steve Carrell, Channing Tatum, Mark Ruffalo, Sienna Miller. Duración: 134 minutos. Apta para mayores de 13 años. Sexo: nulo. Violencia: alta. Complejidad: nula.
Las casualidades existen: el año pasado se estrenaron tres películas notables sobre la experiencia de la sordera: Ver y escuchar, Escuela de sordos y The Tribe. En los primeros días de 2015 llegan La familia Bélier y Sordo, películas que organizan su puesta en escena incorporando la percepción de aquellos que por algún impedimento físico viven ajenos al mundo sonoro. La pregunta es inmediata: ¿cómo filmar un mundo sin sonidos? La acción fundamental en La familia Bélier es el canto. La forma más elemental de hacer música, que consiste en educar el natural instrumento de comunicación y convertirlo en instrumento musical, es sin duda una doble falta para aquellos que no oyen. Pero el que no oye sabe mirar, o en todo caso aprende a mirar de otra forma. En un momento clave del filme, Eric Lartigau aprovechará muy bien ese registro perceptivo intensificado por la ausencia de sonidos. La disyunción del sonido respecto de lo visual tendrá entonces un sentido trascendente y una contundencia dramática. Lo dicho hasta aquí podría dar la impresión de que se trata de un filme difícil, doloroso incluso, una descripción que no podría ser más desacertada. La voluntad de encantar a su audiencia está presente desde el plano grúa de apertura sobre el pueblo en el que tiene lugar la trama hasta el ralentí final en el que la protagonista se despide de su familia. Todos los lugares comunes de la comedia familiar están presentes. He aquí un filme francés, lejos del estereotipo negativo que le suele ser adjudicada a esa cinematografía. ¿Cómo suena acaso el descubrimiento de una vocación artística y el imperativo de responder a ella por parte de una joven campesina, cuyo destino no parece ser otro que dedicarse a vender quesos junto a sus padres sordos y hacer de vínculo lingüístico y comercial permanente entre su familia y el mundo? Habría que decir que Lartigau es amable con todos sus personajes: el padre, la madre y el hermano de la protagonista, pasando por la gran amiga de la futura cantante, un posible novio, el profesor de música que la incita a cantar e incluso una profesora de español y un intendente bastante chanta; todos los personajes son queridos por este demiurgo que aquí pone en escena las peripecias emocionales de una heroína que deberá elegir entre su deseo o el deber de asistir a sus padres. La familia Bélier es cine legítimamente popular, en sintonía con una época como la nuestra en la que los concursos y el hallazgo de talentos propugnan una metafísica discreta en la que el destino todavía escoge a sus preferidos. La familia Bélier Comedia Buena (La famille Bélier, Francia/2014). Guion: Stanislas Carré de Malberg, sobre una idea de Victoria Bedos. Dirección: Eric Lartigau. Con Karin Viard, François Damiens, Éric Elmosnino, Louane Emera, Roxane Duran, Ilian Bergala, Luca Galberg, entre otros. Fotografía: Romain Winding. Música: Evgueni Galperine y Sacha Galperine. Edición: Jennifer Auge. Duración: 100 minutos. Apta para todo público. Sexo: moderado. Violencia: nula. Complejidad: nula.
El amor en tiempos de coca Un surfista canadiense se enamora de la sobrina de un narcotraficante todopoderoso. Estas son las coordenadas narrativas de un disparate que bien podría haber sido una comedia negra y reaccionaria, un culebrón sociológico, un thriller descabellado clase B, un drama romántico signado por la tragedia e, incluso, hasta un cómic, al menos si uno recuerda que el malvado de la película se llama Pablo Escobar, quien antes de convertirse en el Señor de la Coca intercambiaba revistas del género en la escuela secundaria. Como sea, Escobar: paraíso perdido es antes que nada un esbozo de tantas cosas que no puede conjurar su caída libre en el ridículo. Todo empieza en junio de 1991, antes de que Escobar se entregue, después de estar en “guerra” contra el Estado colombiano por un tiempo, a las autoridades de ese gobierno. Es un arreglo entre partes, acaso una derrota política, pero de lo que se trata aquí es de resguardar el poder económico. Es por eso que los hombres de confianza de Escobar serán convocados para esconder sus tesoros, entre ellos el novio de María, sobrina del fundador del cartel de Medellín y, según sus palabras, casi un “hijo”. Tendrá una misión difícil y a Pablo no se le puede fallar, porque todo lo ve (incluso al Altísimo lo vigila cada tanto con un telescopio). Así arranca Escobar en los primeros minutos y allí regresará en los últimos 30. En el medio, se trata del desarrollo de una historia de amor a primera vista entre matones. Nick ama a María y viceversa, y el dilema dramático pasa por saber si en este contexto particular sobrevivirán. La verdad es que en Escobar... no importan mucho los muertos civiles, la connivencia entre un Estado y un cartel de drogas, y menos aún el rol del comprador fundamental de la producción colombiana de cocaína (Estados Unidos como entidad implicada en la compra brilla por su ausencia). Es un poco como en Titanic: las muertes de los pasajeros es una anécdota, lo que importa es que un iceberg interfiera con la felicidad de los amantes. La traducción a este contexto es simple: la caída de un narcotraficante apenas es relevante en la medida en que se trate de un obstáculo causal y lógico de esta historia de amor. “Corre, Nick, corre” dice María en el desenlace que tiene lugar en una iglesia. Si estuviéramos en otro tiempo, un travelling hacia atrás para estetizar una secuencia con tres cuerpos colgando de un árbol –como el que se permite el debutante Andrea Di Stéfano– hubiera sido un escándalo, si es que uno conoce la controversia sobre el famoso “travelling de Kapò” alguna vez planteado por Jacques Rivette. Pero la estetización de la violencia hace tiempo que es nuestra lingua franca. Y este señalamiento tan sólo advierte una cuestión ética de la estética, pues los subrayados formales se multiplican de inicio a fin, como si el filme fuera un adicto full time a todos los lugares comunes con los que se concibe hoy toda puesta en escena en el cine impersonal de la globalización. Más que un filme sobre Escobar y su tiempo, lo que importa aquí es el “paraíso perdido”, un tópico tan inapropiado en el contexto como el diálogo que sostienen un cura y Escobar, diálogo que pretende poner de manifiesto la megalomanía del narcotraficante. Escobar perderá su “Xanadú” tropical, en donde vivió con los suyos rodeado de animales exóticos y dinosaurios falsos, al igual que Nick y su hermano, el placer de deslizarse en las olas. Todos pierden. Todos.
Los hombres también lloran Quienes concebían el cine de José Campusano como una expresión visceral de una sensibilidad (de clase) que suele ser ajena, capaz de traducirse en puesta en escena, ven en El Perro Molina una normalización de su estilo. Es cierto que aquí los travellings laterales, algunos planos cenitales y ciertos planos subjetivos pueden confundirse con una profesionalización del buen salvaje. Al promediar unos 45 minutos de película, se puede ver una escena en la que Molina describe lo que significa matar a un hombre. La composición del plano general elegido es formidable, aunque el diálogo que sostienen los dos personajes es todavía más admirable. No faltará mucho para que se empiece a hablar del manierismo de Campusano. Por ahora, se le reprochará que dirija mejor a sus actores, todos ellos no profesionales. Los que "saben" aprueban y exigen al intuitivo. En verdad, Campusano ha sabido siempre qué busca y cómo filmar lo que encuentra. Como ya sucedía en Fantasmas de la ruta, Campusano vuelve a salir de su territorio inicial. Ya no es el conurbano bonaerense el espacio elegido, sino la provincia de Buenos Aires, y tampoco hay aquí metaleros ni motoqueros. Los personajes son policías, míticos delicuentes, cafishos y prostitutas. Los temas son los de siempre: la lealtad entre pares, una sociedad que ha abolido el límite de las leyes y un retrato colectivo que sintetiza una experiencia social. La presentación de sus criaturas es excepcional: Molina, un viejo matón con códigos, acude al llamado de una vieja amiga para hacer justicia ante la muerte de sus hijos. Natalia, la esposa de un comisario del pueblo, se mandará a mudar de su casa, cansada de comprobar que su marido vive acostándose con prostitutas y, eventualmente, se convertirá en una de ellas. Natalia terminará trabajando en un prostíbulo regenteado por el Calavera. Una circunstancia azarosa llevará a Molina a reecontrarse con el comisario, a quien le debe algunos favores, y como forma de pago el uniformado le pedirá que elimine al proxeneta. Pero habrá sorpresas, y de distintos órdenes. El clasicismo de Campuso alcanza aquí su mayor depuración. El relato fluye casi musicalmente mientras sus criaturas, sin saberlo, se dirigen a su predestinación trágica. Y habrá lágrimas, la de los hombres, porque si hay algo genial en El Perro Molina es el descubrimiento de la vulnerabilidad de los machos, una sensibilidad insospechada en un universo signado por las armas de fuego y el pragmatismo de la supervivencia. El Perro Molina Drama Muy buena (Argentina/2014). Guion y dirección: José Celestino Campusano. Con Daniel Quaranta, Florencia Bobadilla, Carlos Vuletich, Damián Ávila, entre otros. Fotografía: Eric Elizondo. Edición: Martín Basterretche. Música: Claudio Miño. Duración: 88 minutos. Apta para mayores de 13 años. Sexo: medio. Violencia: alta. Complejidad: nula.