La nueva versión del clásico La Bella y la Bestia pone el énfasis en la literalidad y la digitalización de la imaginación. Vuelve un clásico. De seis hermanos (tres varoncitos y tres mujeres) Bella, la más bella y despierta de todos, deberá salvar a su padre. Él ha tomado una rosa de un bosque encantado, fue maldecido y deberá entregar su libertad a un príncipe que alguna vez amó profundamente a una mujer y le dio fatalmente su muerte. Esa desgracia será explicada con lujo de detalles. El príncipe se ha convertido en una fiera, al menos su semblante. Es una bestia que piensa y habla, y se esconde en sus dominios. La maldición del monarca solamente se disipará si una mujer se enamora de él. Este es un cuento para niños, y como tal la verosimilitud no es un objetivo, aunque detrás del disparate de esos relatos ilógicos, como ha enseñado Bruno Bettelheim, subyace una lógica inconsciente y la estructuración de un conjunto de fantasías que son constitutivas del psiquismo. Pero esta versión de La bella y la bestia no es estrictamente para niños, aun cuando en su arranque veamos a dos criaturas modélicamente caucásicas alucinadas por la lectura del cuento en la voz de su madre. ¿En dónde reside el problema de este mamotreto digitalizado? En su literalidad. Desde que la digitalización del cine ha liberado la imaginación, un cineasta puede materializar cualquier cosa que se le ocurra. En La bella y la bestia se ven seres fantásticos y paisajes propios de un universo alternativo que presume ingenio y busca el asombro. Al cuento original se le inyecta una virtualidad que transforma el espacio literario y la sugerencia en una pornografía del detalle. En este filme, ni siquiera la luz del sol recuerda al astro omnipresente que ha sido siempre decisivo para los fotógrafos del cine. Atolondrada voluntad de impactar a golpe de bits, la invención de estos mundos está en consonancia con los rostros de nuestro tiempo, hinchados y lozanos como esas flores de plástico que desconocen la descomposición. Resulta forzoso pensar entonces en la versión de Disney de la década de 1990, todavía dibujada a mano, y compararla con este filme de Christophe Gans, pero si se trata de cómo llevar al cine literatura de esta naturaleza, la versión de Jean Cocteau del mismo libro, o Le Monde Vivant, de Eugène Green, son las obras imprescindibles por conocer. De esta versión anabólica cercana al videojuego solamente se salva la dignidad del dúctil Vincent Cassel (interpreta a Bestia), la hermosa Léa Seadyoux (Bella) y el grandioso André Dussollier (el padre), los únicos que dan batalla frente a la prepotencia del mero artificio digital.
El condenado Leviatán, el filme de director ruso Andrey Zvyagintsev, fue nominada al Oscar a Mejor Película en Lengua Extranjera. El título es un aviso; las primeras panorámicas del pueblo situado en el norte de Rusia, en el mar de Barents, con las cuerdas sinfónicas de Philip Glass de fondo, una confirmación: la cuarta película de Andrey Zvyagintsev (El regreso) dista de ser un filme discreto y circunspecto. La ambición de Leviatán está presente desde el primer plano hasta el último que cierra. Hay aquí una declaración sobre el estado del mundo, o de Rusia, que a veces puede ser lo mismo, y con un doble sentido inequívoco: político y teológico. Un soldado retirado y ahora mecánico vive con su hijo y su segunda esposa, bastante más joven, en una hermosa casa situada en un paisaje tan desolador como cautivante. Desde los ventanales del living la vastedad del paisaje funciona como un decorado natural extraordinario, y cuando el adolescente del hogar sale a caminar por los alrededores hasta puede encontrarse con el esqueleto de una ballena, que bien podría exhibirse en un museo ciencias naturales. Es lógico entonces que el alcalde de la región entienda que la propiedad y la tierra de Kolya tengan un valor económico importante, de lo que se predicará uno de los conflictos narrativos del filme: el corrupto representante del gobierno querrá apropiarse de todo y expulsar al legítimo dueño de su casa. El poder de la fuerza es aquí la fuerza de la ley. Persuasión, manipulación y golpes, una representación micropolítica de la Madre Rusia contemporánea en la que Putin es el rostro perceptible de la maldad y decadencia de turno. Hay una escena clave en la que Putin aparece en un cuadro que está colgado en el despacho del alcalde y no se trata justamente de una mera casualidad. Tampoco lo es cuando entrevé en una televisión una protesta vinculada con el grupo Pussy Riot. Pesimismo Pero el pesimismo del director Andrey Zvyagintsev no es político sino metafísico. El problema de fondo no reside en la Historia sino en algo mayor. Es que Kolya viene aquí a retomar las pruebas de fe ya vividas por el mítico Job. Progresivamente, el relato hundirá a su protagonista. Su desposesión será total, un determinismo irrecusable: perderá a su esposa, a un gran amigo, su casa, incluso su libertad. Por supuesto, no faltarán los subrayados para que todo se interprete como se debe. Un representante del Altísimo le recitará a nuestro Job secular un pasaje bíblico para que entienda lo que le ocurre (y nosotros también). Nada de sutilezas. La Historia es una ilustración de una alegoría, y el nihilismo ruso del siglo 21 es independiente de una revolución traicionada, o en todo caso el costado visible de un hundimiento que responde a otras causas. Como corresponde, a esta pesadez simbólica hay que denotarla con una forma cinematográfica ampulosa: véanse los planos contundentes del paisaje, los travellings exhibicionistas frente al rostro de una jueza o un clérigo, o ese recurso “perspicaz” para sugerir con la imperceptible aparición del mayor mamífero de los océanos una desgracia cercana. El cine académico regresa con gloria y a nadie parece importarle. Puro estilo, presunta calidad cinematográfica o cómo el conformismo revestido de arte nos hechiza congelándonos.
Ave Fénix, de Christian Petzold, es una lección de cine clásico. Cada tanto se escucha la cantilena de que tal autor u otro es el último representante del cine clásico. Pues bien, Christian Petzold no será el último clásico, pero sus últimas películas y la extraordinaria Ave Fénix, en particular, honran y reavivan una tradición cinematográfica olvidada. Ningún efecto especial, ninguna pirueta formal, basta con aplicarse a contar una historia sin exponer excesivamente la forma elegida, invisibilizada con elegancia, porque el cineasta clásico no deja nunca de escribir con imágenes. Desfigurada y habiendo sobrevivido a un campo de concentración, Nelly (la gran Nina Hoss, actriz fetiche del director) regresa con su fiel amiga Lena a Berlín, o a lo que queda de esa ciudad. El objetivo es recrear su rostro (y no reconstruirlo), una distinción semántica que no es menor y que desde la apertura resulta evidente. El paso de las dos mujeres por un puesto de control militar explicita sin mostrar que la cara de Nelly ha sido despojada de su dignidad. La cirugía estética funcionará, pero Nelly, del mismo modo que Alemania, deberá reinventarse. No es fácil. El nazismo no es todavía una desgracia histórica superada; aún determina las relaciones, es un trauma demasiado presente. En efecto, emigrar a Israel, por ejemplo, representa un posible futuro, y en cierto sentido se trata de otra forma de cirugía, como aquí se sugiere. Todos creen que Nelly ha muerto, incluido su marido, cuya situación frente al pasado acontecido no es del todo clara. Y he aquí el nudo melodramático del filme: Nelly buscará a su esposo y al encontrarlo éste no la reconocerá aunque sí descubrirá cierta similitud respecto de su mujer, a la que cree muerta. Sucede que si Nelly estuviera viva recibiría una herencia suntuosa, y lo que pretenderá entonces el marido es que esta mujer desconocida aprenda los modales y la historia de su difunta esposa para cobrar juntos el dinero. Lógicamente, el suspenso pasará por saber si el marido se dará cuenta de la situación o si Nelly revelará quién es. La resolución del dilema será tan magistral como delicada, ostensiblemente genial y de una potencia filosófica incómoda: no es finalmente el rostro la marca de la identidad, sino ese extraño sonido que parece habitarnos y que no parece del todo nuestro, la voz. ¡Qué maravilla poder ver todavía una película como Ave Fénix! El filme debería resistir en cartelera por meses para recordarnos una poética de cine evanescente, caligrafía visual en extinción. El prehistórico concepto de lo armonioso para denotar lo bello recobra vida en cada secuencia: las elipsis, las sombras y luces elegidas para visualizar una Alemania destruida y decadente después de la Segunda Guerra, la interacción de los personajes, los momentos en los que suena la música. Ave Fénix es una clase de cine. No se la pierda.
Pánico y consumo en California: excelente debut de "Vicio propio" en los cines El nuevo filme de Paul Thomas Anderson, confirma el genio brillante del director. Comentario y tráiler, acá. Era esta la mejor película estadounidense del año pasado y es por eso que no obtuvo ningún Oscar. En efecto, la séptima película de Paul Thomas Anderson confirma su genio: aventurado narrador y singular formalista, aquí vuelve sobre la estructura delirante y perversa de la cultura estadounidense, su especialidad. El período elegido, el crepúsculo del hippismo libertario, forma de hedonismo deleznable. En síntesis: después de la presunta liberación de los placeres corporales y psíquicos, la represión discreta se impone y el consumo es la única forma de vida. En la década de 1970 cambiaron las coordenadas simbólicas. He aquí una prueba. La línea argumental no sigue una trayectoria rectilínea. La figura geométrica del relato es indefinible, pues los saltos de continuidad en el tiempo y las elipsis son sistemáticos. Técnicamente, hay una puesta en abismo que se corresponde con un plano secuencia en el que el protagonista y su pretérita novia pasean bajo la lluvia. Hermosa secuencia. Pero la lógica narrativa parece en sí una puesta en abismo permanente. Aún así, la historia que cuenta Vicio propio se reduce a la búsqueda desesperada por parte de un investigador privado heterodoxo llamado Larry Doc Sportello de su exnovia. Ella ha desaparecido casi al mismo tiempo que un poderoso hombre de negocios, acaso su amante. A su vez, el detective Bigfoot investiga el caso y en principio sospecha de Doc. Hay más situaciones y personajes: hay soplones, amantes, una organización mafiosa llamada The Golden Fang e incluso un miembro de las Panteras Negras. La proliferación de personajes y situaciones es constitutiva del filme. Si en Pánico y locura en Las Vegas Terry Gilliam intentaba materializar grotescamente las percepciones lisérgicas provenientes de la literatura gonzo de Hunter. S. Thompson, Anderson se apropia de la novela homónima de Thomas Pychon a través de una operación mimética con el estado de asociación derivativo propio del origen literario. Es un procedimiento ideal para Anderson, cuya poética narrativa tiende siempre a la indeterminación. La modernidad del filme estriba en hacer sentir rítmicamente la suspensión y experiencia cognitiva de un cerebro embriagado de cannabis, y en la forma de relato que de ahí surge. Hay aquí escenas memorables que pasan volando pero dejan una huella. Es que los planos de Anderson sobreviven a la proyección. Pocos cineastas, como Orson Welles y David Lynch en el cine estadounidense, conocen el secreto del cine después del cine. Anderson pertenece a ese linaje. El cine es aquí una intensa actividad cerebral por otros medios.
Por siempre Julianne Moore Siempre Alice, el filme que le dio un Oscar a Julianne Moore por interpretar a una mujer que sufre Alzheimer, es uno de los más deslumbrantes trabajos de la actriz. Las palabras. De ellas depende nuestro mundo, inevitablemente lingüístico, y también el endeble edificio del yo, a pesar de que siempre existe esa tara y obstinación en creer que las cosas importantes están más allá de las palabras. Paradoja maldita: una lingüista exitosa tendrá que confrontarse con un prematuro tipo de Alzheimer. Primero olvidará algunas palabras, luego se debilitará su sentido de orientación, más tarde dejará de reconocer a sus seres queridos y un día será un yo sin yo o una criatura sin anclaje en su identidad. La trama no es otra que el triunfo de una enfermedad que desorganiza exteriormente el lenguaje y destituye interiormente la memoria de quien la padece. Siempre Alice es esencialmente un combate contra la erosión involuntaria de la consciencia. Película extraña Siempre Alice, basada en la novela de la neuróloga Lisa Genova de título homónimo y dirigida por el recientemente fallecido Richard Glatzer y Wash Westmoreland. Por un lado, el filme se entrega dócilmente al requerimiento del drama prefabricado: lo que sucede con la relación con los hijos es tan predecible como esquemático, incluso cuando los tres estén sometidos a un posible deterioro neuronal en el futuro por una cuestión de herencia. Esa variación dramática no suma ningún sobresalto. La hija rebelde de Alice (Kristen Stewart), que desea ser actriz aun cuando la desaprobación de su madre es una constante, es la que estará más cerca de su madre en el preciso instante en que la ausencia y el olvido se impongan. Es un vínculo distinto, pero todo queda en un amague. Lo que sucede con el personaje del marido interpretado por Alec Baldwin es también del orden de lo previsible. Sufre estoicamente, acompaña fielmente y no dejará de hacer su vida. Acciones de guion tan legítimas como prescindibles. La familia, por otra parte, es de clase alta, lo que permite constatar que frente a una desgracia de esta naturaleza la posición económica puede contrarrestar la desesperación inmediata. La agonía se matiza: una hermosa casa en la playa apacigua, no menos que un ejército de computadoras y teléfonos con el logo de la manzanita. ¿Un aviso subliminal? Una de las intuiciones del filme estriba en cómo la evolución digital puede jugar a favor de luchar minuto a minuto contra el Alzheimer. A propósito de esto, hay una escena genial que lleva hasta el límite los usos de la tecnología. Es una lástima que no todos puedan comprar las creaciones de Steve Jobs. Pero si Siempre Alice no se hunde en su determinismo hollywoodense, el cual exige conmover por todos los medios, se debe a que Julianne Moore es demasiado buena como para justificar la apoteosis de la lástima como sentimiento profundo. Todo su cuerpo parece empeñarse en vencer las fórmulas del drama, todos sus gestos conjuran la grandilocuencia del sufrimiento. Hasta sus pecas se rebelan frente a la convención. El plano medio fijo y sostenido de la primera visita al médico (sin el canónico contraplano para observar al especialista, una decisión de puesta en escena ajena al resto del filme) con el que se la ve recibir la noticia de que algo no está bien en su conducta es antológico. Moore recibe el diagnóstico como si nunca hubiera leído el guion y desconociera que le espera el infierno. El Alzheimer podrá con Alice, pero Moore es invencible.
La prisión permanente En la película Hamdan, el cineasta Martín Sola explora en la vida de pueblos que viven en sus propias tierras pero sin soberanía. La trilogía comienza por Palestina. Una voz en off en un fundido en negro. Primero oír, después ver. Disyunción inicial, estrategia general. La voz que se oye será la voz del pasado. Lo que se verá de aquí en adelante, excepto por una madre que recuerda la desgracia de ir a visitar a sus hijos a la cárcel, será el presente. En ocasiones, solamente silencio, y la confrontación con un rostro en primerísimo plano, que restituye la dimensión política del rostro y transmite acaso el vago concepto humanista de dignidad. Es que un palestino sin rostro puede ser una abstracción, pero un hombre que mira a cámara sin decir una palabra es primero un hombre, y como tal, en él y a través de su mirada, la historia de un pueblo habla. En esta primera trilogía sobre pueblos que viven en sus propias tierras sin gozar de soberanía, el caso elegido es Palestina (más adelante será el turno de Chechenia y Tíbet). El director argentino Martín Solá entiende que el cine político, antes que denunciar, debe concebir una manera de enunciar. El relato que cuenta Alí Mahmoud Hamdan Sefan, miembro de Al-Fatah y profesor de literatura inglesa, detenido el 26 de marzo de 1973 por las autoridades israelíes por transportar material explosivo y promover que un joven se incorpore a la resistencia, tiene una potencia ostensible debido a la forma elegida para trabajar sobre el testimonio: filmar el territorio ocupado, las cárceles, las celdas, una ciudad a lo lejos, las rutas desiertas en contrapunto con el relato de Hamdam provocan un cortocircuito entre la voz y el espacio visible. El espectador deberá entonces imaginar y asociar imagen y sonido. Esa operación lleva a identificar lo siniestro, el horror que un hombre puede ocasionarle a otro. Se trata aquí de un país hundido en "la idea" de otra nación. Hamdan hablará así de una doble prisión: aquella en la que estuvo él literalmente por 15 años y la prisión en la que vive ahora, un país diezmado llamado Palestina, que es también una prisión al aire libre. Esto se enuncia mientras un travelling lateral permite ver la tierra y sus pobladores. Es el movimiento moral y político de una cámara a la altura de las circunstancias.
Un soldado del cine Al cine con amor es un documental biográfico sobre la vida del famoso crítico Roger Ebert. Roger Ebert fue el crítico más popular de los Estados Unidos. ¿Un crítico popular? A juzgar por el inicio de Al cine con amor, cuyo título en inglés, Life Itself, está tomado de la autobiografía que el propio Ebert publicó un poco antes de morir de cáncer, es evidente que la famosa pluma cinematográfica del Chicago Sun-Times tenía miles de admiradores. Polémico y preciso, a veces incisivo y sarcástico, generoso y apasionado cuando un filme coincidía con sus propios gustos y juicios, Ebert era comprensible para cualquier lector y no por esto carecía de estilo. Al cine con amor, de Steve James, es antes que nada un retrato polifónico: a través del testimonio de diversos amigos, profesionales, cineastas y familiares, sumado a diversos materiales de archivo y el propio registro del filme en el momento en que Ebert vivía hospitalizado con la mandíbula ausente de su rostro y asistido por un software para traducir en sonidos lo que su garganta y boca ya no podían proferir, James va delineando la personalidad y las ideas del crítico, y lo acompaña hasta su muerte en abril de 2013. Hijo único, periodista precoz, casado finalmente con una mujer afroamericana bastante más joven, alguna vez alcohólico y ganador del premio Pulitzer en 1975, Ebert fue la voz de la crítica de cine oficial estadounidense por décadas. Su influyente columna en el diario se publicaba en más de 200 ciudades de Estados Unidos, un alcance insólito en un tiempo en el que aún no existía Internet. Si bien Ebert supo inmediatamente explotar la Web, su máxima exposición pública y motivo de su popularidad masiva fue el exitoso programa televisivo que condujo, primero en Chicago y luego en Nueva York, Siskel & Ebert. “Un sitcom sobre dos tipos que viven en el cine”, así describió el crítico Richard Corliss el programa gracias al cual Ebert, junto a Gene Siskel, crítico del Chicago Tribune, se convirtieron en celebridades. La dupla inventó la crítica en la televisión. La extraordinaria capacidad argumentativa y descriptiva de ambos excedía el conocido gesto final de subir los pulgares o bajarlos, y si bien solían dedicarse a analizar las películas hollywoodenses, títulos de Bergman, Kieslowski o Bresson no quedaban afuera de la mira. En efecto, ellos fueron las primeras estrellas de la crítica y, como sucede en estos casos, no resultó ser un vínculo exento de confrontaciones, lo que no impidió que detrás del narcisismo belicoso que los enfrentaba existiese una amistad férrea. Al cine con amor no es una hagiografía, pero sí es un retrato apologético. Scorsese lo reivindica como genio, Herzog como un soldado del cine y los testimonios laudatorios son permanentes, a excepción del gran crítico Jonathan Rosenbaum, que expresa un cierto escepticismo sobre la distancia crítica de Ebert respecto de la industria. Esa distancia, con seguridad, es la que tampoco tiene el filme respecto de su personaje, una película en ocasiones demasiado sentimental y didáctica que no busca una forma creativa de contar una vida signada por el cine.
Licencia para jugar. Paródica y festiva, Kingsman, servicio secreto, la película basada en el comic The Secret Service se destaca por las escenas de acción y la actuación de Colin Firth. En el travelling hacia atrás sobre un estéreo, un poco antes de que un helicóptero irrumpa en el cuadro transformándose en el centro de la escena, registro sostenido por un (falso) plano secuencia en el que se ven todo los procedimientos de un rescate que tiene lugar en el Medio Oriente durante 1997, Kingsman: el servicio secreto expone cierta ambición formal que podrá corroborarse a lo largo de toda la película. Ambición aquí no significa seriedad, pues la liviandad de tono es una regla, incluso cuando vuelen cabezas y un cuchillo pueda finalizar su trayectoria en el ojo de un hombre. En esa misión en Medio Oriente perderá la vida uno de los agentes de este servicio secreto británico conocido como Klingsman, organización secreta nacida en el siglo XIX, como le explica en algún momento el experimentado agente Harry a Eggsy, un joven aspirante que intentará ingresar a la organización de espías. El pasado los reúne, ya que el padre de Eggsy, alguna vez agente, perdió la vida en defensa de Harry, como también queda en claro en la segunda escena del filme, un poco antes de que toda la historia salte a nuestro tiempo, cuya primera secuencia transcurre en Argentina. Ahí aparecerán los malos: Samuel L. Jackson, interpretando a un demente típico de estas películas, acompañado por una joven guerrera capaz de partir al medio un cuerpo con sus zapatos-prótesis. El problema de fondo -según el antihéroe en cuestión- es que la humanidad es demasiado numerosa, de lo cual surge un plan de exterminio en el que los hombres se matarán entre sí inducidos por un sistema de manipulación de la conducta. Así, la estructura narrativa en Kigsman: el servicio secreto se desdobla entre el entrenamiento de Eggsy y las pruebas que tiene que pasar para ganarse un lugar entre los agentes y la contienda final entre la agencia de inteligencia y el malvado de turno. Paródica y festiva, esta transposición del cómic The Secret Service a cargo de Matthew Vaughn (Kick-Ass) tiene un par de secuencias notables: la percepción especial y el seguimiento del movimiento de los cuerpos en el pasaje en el que Colin Firth lucha con un paraguas contra varios matones es ejemplar, y en cierto sentido también excepcional, dada la constante torpeza con la que suelen filmarse en la actualidad las peleas cuerpo a cuerpo. Si bien la verosimilitud no está entre los objetivos del filme, como tampoco insinuar un contexto político, las citas constantes a James Bond e incluso Jason Bourne no son meros reconocimientos al paso. La aproximación lúdica no exime cierta lucidez: el héroe del filme no es justamente un prototipo de la aristocracia inglesa y el rol de las mujeres es bastante más ambiguo de lo que parece, aunque aquí se recupera el típico giro machista del 007 por el cual el agente siempre terminaba su misión encamándose con una mujer hermosa. El puritanismo sacrificial del último Bond quedará entonces para el oficialismo del espionaje, al igual que cierta tendencia a un existencialismo grave.
LA ERECCIÓN Con algunos momentos intensos y un buen trabajo de Michael Keaton, la nueva película del ambicioso director mexicano Alejandro González Iñárritu no deja de ser un film endeble protegido por su histeria interpretativa y prodigios formales. En todas las películas hay un instante en el que se exhibe su “inconsciente”, lo que realmente pretenden ser y no enuncian, y que en cierto sentido es el eje organizador de lo que se ve. En Birdman: La inesperada virtud de la ignorancia, la secuencia en cuestión pasa por una erección. En busca de un realismo contundente (una preocupación generalizada dentro y por fuera del film), la estrella de cine que interpreta Edward Norton tiene una escena frente a un teatro repleto de gente en la que su miembro eréctil está a punto de traspasar su calzoncillo. Todos ríen, y quizás el público de la película también. Es un chiste, y como tal es un poco más que eso. La erección principal de este retrato de la redención o el gran regreso de un actor condenado al olvido (y en un doble sentido: Michael Keaton en sí y como personaje que interpreta) es la forma elegida de registro: el (falso) plano secuencia. Todo lo que se ve está sometido a un régimen de continuidad perpetua, es decir, no hay corte en el registro, aunque los cambios de escena que implican el paso del tiempo muestran excesivamente su aceleración. Como se sabe, el genio de Emmanuel Lubezki pudo vencer con la ayuda de un software los problemas de la discontinuidad de la luz. Se trata de planos secuencia adulterados en esta era del cine digital que los hace posibles: esencialmente caprichosos, muy distintos a los tres ejemplos digitales sin fraude de por medio como El arca rusa, Ainda Orangotangos y PVC-1. En otras palabras, el plano secuencia es la erección formal del film, aunque se trata de una elevación asistida. He aquí la invención del plano secuencia “viagra”. ¿De que trata Birdman: La inesperada virtud de la ignorancia? El superhéroe aludido en el título remite a un viejo personaje que catapultó a la fama a Riggan (Keaton). Sumido ligeramente en el olvido, en verdad Riggan quiere ser reconocido por hacer lo que ama, o más bien desmarcarse del mote de celebridad. A punto de estrenar una adaptación de su autoría de un cuento de Raymond Carver, “De qué hablamos cuando hablamos de amor”, la ansiedad domina y las presiones estrangulan, en especial cuando uno de los actores se accidenta. El reemplazo será un aliciente y una esperanza. Un actor del momento tomará ese papel. La taquilla está asegurada. La película se sostiene en los ensayos y lo que sucede entre éstos, hasta llegar al día del estreno, en el que habrá una sorpresa inesperada. El desenlace, por cierto, puede incitar al debate. ¿Qué es lo que verdaderamente ha sucedido? La banalidad de la resolución y la variación del punto de vista tienen tanta importancia como las discusiones teológicas acerca del sexo de los ángeles. Resolver el enigma no sumará nada, pues el ingenio del guión está a la altura de un crucigrama. La erección formal, cuyo registro se circunscribe a constantes movimientos ampulosos de cámara, viene un poco a distraer la atención frente al riesgo de que todo esto no sea otra cosa que teatro filmado. De ahí la necesidad de sacar a Keaton a pasearse desnudo por las calles de Broadway, en ese instante en el que Riggan queda por accidente fuera del teatro y puede llegar a perderse su entrada al último acto: un poco de aire y de espacios abiertos ayudan a conjurar el riesgo de la dramaturgia; un poco de humillación se justifica: el fin justifica los medios. ¿Los actores se lucen? Parece que sí, pues tienen sus momentos, performances en las que el actor sabe bien que se juega en un gesto la credibilidad de su método. Véase para eso el primer repaso de texto entre Norton y Keaton. No faltará quien diga que estamos frente a un duelo de colosos. El falso naturalismo del método tiene aquí su apoteosis. Por cada ademán, el alma humana se revela. Pero hay una excepción notable: el primer rodeo amoroso entre el personaje de Emma Stone y Norton; la secuencia tiene lugar en un balcón y es un instante de cierta autenticidad, pero en el mismo lugar se repetirá la cita y restará la honestidad de ese momento distinto. Y si se trata de teatro, a fin de cuentas, será un teatro de la crueldad camuflado de cine. De inicio a fin, a cada uno le llegará su merecido, incluso a la hija de Riggan (Stone), asistente del padre y exadicta. El tema de fondo en Birdman: La inesperada virtud de la ignorancia estriba en mostrar cómo el mundo del espectáculo estimula un desequilibrio psíquico colectivo. Los actores son narcisistas (y vengativos), los críticos resentidos y el público no es más que una multitud chusma que delira con la vida de las estrellas. González Iñárritu intuye aquí que, detrás de todo esto, la psicosis acecha. Por eso Riggan levita, vuela, mueve con su mente objetos diversos y escucha la voz del pajarraco que solía interpretar. Pero sucede que para filmar la psicosis del espectáculo hay que tener una firme lectura de ella, no un esbozo crítico que culmine abrazando un nihilismo chato en el que la muerte se confunde con la liberación.
Identificación de una mujer: gran debut del documental chileno Es una película sobre la identidad sexual y las diferencias de clase. Por siglos, una endeble superchería metafísica circunscribió la identidad sexual a la genitalidad y a las obligaciones reproductivas. Un cúmulo de sustantivos notables venía a mancillar a todo aquel que desobedeciera el imperativo natural. Perversos, sodomitas, invertidos, el refinamiento del epíteto varía según la época, pero la intolerancia es la misma. Es por eso que seguir los avatares de Yérman, una transexual de unos 30 años que desea operarse para definitivamente sentirse mujer, puede ser incómodo para algunos. No todos, lógicamente, incluso muchos de los personajes de esta notable ópera prima se muestran solícitos y serenos. Los tiempos han cambiado. En efecto, observar la cotidianidad de Yérman resulta un indicio de cierto progreso moral impensable décadas atrás en Chile, un país propenso a las genuflexiones frente a los representantes del Altísimo. La estigmatización es casi nula. Ver a Yérman trabajar como tarotista en un call center esotérico o tomar el té con sus amigas mayores es una sorpresa; al menos en La Victoria (y en la película), la intolerancia está en fuera de campo. Quizás el conjunto de procedimientos médicos para conseguir la aprobación quirúrgica suscite sospechas, pero no deja de ser razonable. De todos modos, el mayor problema de Yérman es de otro orden. ¿Cuánto sale cambiarse de sexo? Los dos jóvenes directores realizan un trabajo estupendo. Nada de sordidez y pura sensibilidad. Observar a Yérman rezando en su lengua ancestral en el interior de un tronco gigante, descansando en su casa, respondiendo el test de Rorschach en una entrevista o llevando su diario fílmico constituye un acceso discreto a la vida anímica y a la inteligencia del personaje. La ostensible geometría y el cuidado de los encuadres va en consonancia con el cuidado del personaje, pues existe aquí un visible maridaje entre tema y forma. ¿Por qué el título alude a una famosa modelo inglesa? Es casi una anécdota, pero en verdad se trata de una pista. La identidad sexual no es un problema; sí lo es la pertenencia de clase.