De Adiós al lenguaje, la última película del legendario Jean-Luc Godard, segunda en 3D, se venía hablando desde hace más de un año, incluso antes del cortometraje Tres desastres, su primer film en cine estereoscópico digital, también visto por primera vez en Cannes, un año atrás. Esa vez ya se había especulado que el director de Hélas pour moi y El soldadito iba a estar presente con Adiós al lenguaje, un título como mínimo sugestivo, aunque para algunos, los enemigos perennes del director (y de la modernidad cinematográfica), resultaba estúpido o pretencioso. En su primera incursión en el cine en 3D, Godard lanzaba su tesis envenenada hacia el futuro desde un presente todavía demasiado candoroso en la materia. Decía: “El digital se convertirá en una dictadura”. Si la declaración más poderosa de ese cortometraje, muy cercano a la estética de otro corto notable como De l’origine du XXIe siècle, tenía el peso de una profecía aciaga, era previsible que Godard profundizara esa hipótesis en una película que no podría ser otra cosa que un testamento final tan oscuro como definitivo. Pero Godard hizo una suerte de comedia poética y filosófica en la que, a pesar de no abandonar su pesimismo, dictado por la observación de nuestras prácticas, prefiere insistir en cierta hermosura del mundo físico. Sus detractores dirán que está gagá y que su tendencia al desconcierto semántico, al caos estructural y a la cacofonía caprichosa alcanzan aquí su mayor grado de ridiculez. Deberían aceptar que Adiós al lenguaje es por lo menos materialmente hermosa. No debe haber película más gloriosa para ver el movimiento y la prestancia de las hojas de los árboles en otoño o la sensualidad pluralista del brillo y los colores de las flores. Este film de Godard funciona como un inventario de todo lo hermoso que albergaba el mundo en el que ha vivido. Adiós al lenguaje no es una comedia en un sentido ortodoxo, pero el humor es constante. Ya en el comienzo, después de decir que “Los que no tienen imaginación se refugian en la realidad, si es que el no pensamiento opaca al pensamiento”, lo que sigue es un chiste: aprovechando la obviedad conceptual del 3D respecto de la percepción de la profundidad de campo, se lee “2D” al fondo del plano y “3D” al frente. El chiste pasa por repetir en signos lo que es ostensible a la mirada, como si se estuviera señalando que hasta ahora la percepción ligada al cine estereoscópico parece concebida por un par de burócratas perezosos del lenguaje cinematográfico. Se dice que el primer espectador de Adiós al lenguaje fue el gran cineasta Jean-Marie Straub, que visitó a Godard en su casa en Suiza. Es probable que la primera película en 3D que haya visto Straub sea la de Godard, pero su veredicto fue: “Nadie ha hecho algo así”. ¿Qué hizo realmente? En Tres desastres, Godard trabajaba el 3D usando la técnica del fundido encadenado. En el momento que un plano venía a relevar a otro, Godard detenía el procedimiento e imponía una subdivisión del plano; el efecto perceptivo pasaba por radicalizar el frente respecto del fondo, como si viéramos tras una cortina lo que estaba sucediendo “atrás” del plano. La novedad perceptiva de esa película consistía en ese efecto peculiar. En Adiós al lenguaje se podía esperar una repetición y un perfeccionamiento de este procedimiento, pero aquí la búsqueda es otra. Godard prepara su primer truco visual de a poco. Cuando todo permanece más o menos igual, de pronto el plano se desdobla. Una de las actrices, al desplazarse hacia la izquierda, parece llevarse una parte del plano con ella. El efecto es rarísimo, como si la imagen nos obligara a devenir viscos. Si uno cierra el ojo izquierdo, todo lo que está a la derecha del plano se vuelve intelegible y visible; si cierra el derecho, sucede exactamente lo contrario. Parece un juego y hay cierta voluntad lúdica, pero esa secuencia (habrá otras similares) muestra con lucidez que el cine afecta la percepción y precipita asociaciones en los circuitos del cerebro. Godard parece haber descubierto el cine en 2.5D, una zona intermedia entre el 2D y el 3D. Straub tenía razón. ¿De qué habla Godard? En principio, habría que preguntarse desde dónde habla. Su voz proviene de otro siglo y desde ahí interroga al actual. Al comienzo hay un pasaje simbólicamente clave, en una venta callejera de libros. Godard elige un plano medio y focaliza el centro del cuadro en las manos de los personajes. Los libros son de Dostovieski, Levinas y tantos otros escritores que Godard cita sin indicación de autor. Pero el tema no pasa por las citas, ni por la discusión sobre el subtítulo de una obra de Aleksandr Solzhenitsyn, sino por la yuxtaposición de libros e IPhones, vehículos de signos que determinan formas de viaje y consumo del lenguaje. Adieu au langage, Jean-Luc Godard, Suiza, 2014 De ahí en adelante la película, tímidamente, tendrá una estructura recurrente que va del diálogo que sostienen un hombre y una mujer, muchas veces desnudos, sobre una cantidad de ejes temáticos y filosóficos que le interesan a Godard (la otredad, el lenguaje, la violencia del estado, el nazismo) a un conjunto de planos de la naturaleza que combinan imágenes de flores, expresiones y movimientos de un perro (Roxy, la perra de Godard, pieza fundamental de la película) y algunas secuencias de un buque de pasajeros que llega o parte de un puerto que suele ser el mismo. Un gag antipático y provocador se repite cada vez que la pareja mantiene sus diálogos filosóficos. Él le recuerda a su mujer la famosa escultura de Rodin y sugiere que ese pensador esculpido en piedra hoy debería estar defecando en un baño, situación en la que a menudo se lo ve al hombre cuando discuten conceptos filosóficos. “Es la mierda lo que nos iguala a todos”, dice. El humor irreverente está presente a lo largo del film y la secuencia final es un chiste delirante que involucra el llanto de un bebé y los quejidos de un perro. Pero Godard dice que hay algo que le importa demasiado, una nueva preocupación vital: el otro mundo. Si, como pensaba Wittgenstein, el límite del lenguaje es el límite de mi mundo, despedir al lenguaje es despedirse también del mundo. El siglo XX ha sido espantoso, pero Godard insiste en recordar y registrar la belleza del mundo. Insolencia final, gesto de recogimiento de último momento. De lo que se trata aquí es de coleccionar en una película de 70 minutos todo aquello que sirvió para conjurar la crueldad sistemática que signó el siglo en el que nació el mayor cineasta de la modernidad.
La segunda película de John Michael McDonagh (El guardia) puede convencer a una gran mayoría debido a las virtudes dramáticas de Brendan Glesson, pero esta comedia teológica afectada por su compulsión a conmover con algunos aciertos ocasionales, ciertos encuadres enrarecidos y un punto de vista difuso devela finalmente su confusión ideológica cuando en su desenlace bressoniano el rostro elegido para denotar la gracia recae en el que puede perdonar y no en quien ha sido condenado, que, en última instancia, es una víctima de la institución eclesiástica antes que un asesino. Tras unos precisos siete planos en el inicio, en los que el cura interpretado por Glesson es interpelado (y también amenazado) en el confesionario por un adulto que fue sistemáticamente abusado por un cura en su infancia, al clérigo le quedará una semana para ponerse al día con sus propias deudas, en especial con su hija (a quien tuvo antes de convertirse en cura), quien acaba de intentar quitarse la vida. Así descripta, Calvario puede sugerir un drama irrespirable y pletórico de situaciones extremas, pero McDonagh apuesta por poblar su relato con personajes conceptuales tan cómicos como patéticos que ilustran todos los vicios de un mundo incrédulo, al cual el héroe vertical vestido de negro jamás juzga, sino que más bien intenta contrarrestarlo, habilitando así varios pasajes humorísticos (la mejor línea pasa por la presunta imposibilidad de los budistas para ejercer la violencia). El problema de Calvario reside en la inadecuación entre sus elementos diversos y antitéticos, como si la propia crisis de fe generalizada de ese pueblo marítimo de Irlanda alcanzara a la película misma, incapaz de asumir la confrontación entre la razón cínica que organiza la función dramática de la mayoría de sus personajes y la abnegación humanista del cura que cree sabiendo que cree en lo que cree. La conveniente referencia a Diario de un cura rural por parte de McDonagh puede llegar a seducir y surtir efectos laudatorios, pero del cine de Bresson han quedado aquí virtudes mínimas.
Después de muchos años en los que de la tierra de Glauber Rocha solamente se podían esperar buenos documentales, hay algunos indicios para pensar que el cine brasileño de ficción está empezando a resurgir de las cenizas. Sonidos vecinos, Avanti popolo, A Vizinhança do Tigre, Ventos de Agosto son títulos poderosos, un cúmulo de evidencias para creer que, en el futuro, el cine de Brasil dará que hablar. Branco sai, Preto fica, el segundo largometraje de Adirley Queirós, es quizás la prueba más contundente de ese porvenir. Técnicamente, los festivales suelen presentar la extraordinaria película de Queirós como si se tratara de un documental. Por cierto: ¿desde cuándo es posible filmar viajes en el tiempo? Al menos aquí, uno de los personajes parece venir desde el futuro con una misión precisa: conjurar el daño del Estado brasileño contra parte de la población de los suburbios de Brasilia, en este caso Antiga Ceilândia, del Distrito Federal. A este personaje misterioso se lo ve transportarse en una cabina vacía estacionada en una suerte de tierra baldía en las inmediaciones de un edificio gigante deshabitado. Va de un lado al otro y a veces espía a dos amigos suyos que recibieron una paliza por parte de la policía ocurrida en una discoteca el 5 de marzo de 1986, bajo el pretexto de una pesquisa vinculada a la drogas; el móvil de ese brutal desempeño, en realidad, fue el odio racial. No se trató de una golpiza sin consecuencias: Marquim quedó paralítico; Sartana perdió una pierna. Branco sai, Preto fica, Adirley Queirós, Brasil, 2014 Lo que en principio podría haber sido solamente un documental de testimonios se transforma en una especie de “documental observacional” acerca de una fantasía compartida. Lo que se escenifica no es otra cosa que el pedido de los protagonistas de sortear la reconstrucción verbal de los acontecimientos sustituyéndolos por un retrato de sus vidas que incluya una suerte de conjura de sus traumas a través de la ficción. La violencia sublimada y poetizada llega en el final en forma de historieta, cuando algunos edificios estatales parecen sufrir un atentado, un ejercicio lúdico que en el contexto de estas vidas resulta comprensible. En verdad, ver a Marquim trasladarse en su silla de ruedas por su casa rapeando en su programa de radio, o a Sartana vendiendo prótesis para gente que padece los mismos inconvenientes físicos que él, constituye un contrapunto amoroso a ese desenlace no exento de rabia. Que el film de Queirós deba ser entendido como un documental, es algo que únicamente puede justificarse como tal si se lo concibe como una película dedicada a registrar el espacio urbano de las periferias de las grandes capitales. Los planos abiertos denotan un horizonte infinito pero sin referencias precisas y devuelven una arquitectura en la que los escombros y los desechos configuran un paisaje desprovisto de naturaleza. Las tareas cotidianas de Sartana y Marquim, que en cierta medida coinciden con la desolación material de ese territorio, demuestran una fuerza espiritual admirable por parte de los dos protagonistas, quienes suministran la información necesaria para entender que tanto la amputación de una pierna, en un caso, como la inmovilidad forzosa, en el otro, se remontan a una acción del Estado sobre los cuerpos dóciles de ciertos ciudadanos, aquellos que están para servir a los que viven en el centro y que deben regresar a descansar a esas geografías circundantes. La insolencia creativa de Queirós recuerda bastante a la irreverencia de Rocha. Su segunda película no se parece absolutamente a nada. Es cine nacido del deseo y la necesidad, un puño transformado en cámara capaz de doblegar plano tras plano la hipocresía y tibieza que asfixia a gran parte del cine contemporáneo.
El instinto de ficción Un western patagónico, otra película de Lisandro Alonso sobre la soledad masculina, una fantasía metafísica o simplemente una película fantástica, Jauja, desde su primera exhibición en Cannes, es un objeto cinematográfico susceptible de interpretaciones disímiles. Situado en el siglo XIX, en alguna región austral de Argentina y en plena Campaña del Desierto, el relato empieza con una peculiar conversación entre el capitán danés Gunnar Dinesen y su hija adolescente Ingeborg. El tratamiento formal sorprenderá: al ingeniero militar que interpreta Viggo Mortensen se lo verá de espaldas y el registro se mantendrá así durante toda la conversación. El encuadre es heterodoxo, no menos que la luz antinaturalista de la escena, la cual deja narrativamente en claro el vínculo filial y la intensificación de este en un contexto extranjero. En los primeros minutos, Alonso presenta a (casi) todos sus personajes y los contextualiza en un paisaje histórico tan reconocible como difuso. Están los soldados, los criollos, los terratenientes, los extranjeros y los indios; ellos habitan el desierto, mientras se intuye la lenta construcción de una nación. Con esta descripción, se podría esperar una evolución narrativa en torno a las tensiones sociales de la época, retomando una lógica política antagónica representada por el choque entre lo civilizatorio y lo bárbaro, lógica que ha signado la representación de este período. Si bien habrá algún que otro enfrentamiento entre los actores de aquel tiempo y un par de muertos, el interés de Alonso es el de siempre: un hombre se abismará en su soledad hasta perderse, aquí llevado por la búsqueda de su hija que, sin avisar, se escapó con un criollo. Pero no todo es lo que parece. Cuando ya todo esté perdido, al escalar una montaña el capitán danés se cruzará con un misterioso perro. La profundidad de campo elegida para la escena acentúa la distancia y la sorpresa del encuentro: el animal y el hombre se miran, y el primero conducirá al segundo a una jurisdicción recóndita, de donde tal vez surgen todos los relatos posibles. Lo que viene después trastocará la representación y enviará la película al universo de lo fantástico. Si bien un diálogo desafortunado de Jauja habilita una lectura metafísica de sus giros narrativos, la película también legitima otra vía más fecunda, a propósito de un personaje que tendrá una aparición inesperada, el cual formulará una pregunta que articula la totalidad de los planos: "¿Qué es aquello que hace que la vida continúe, que siga adelante?" El filme es en sí la respuesta directa, pues la triple puesta en abismo que se pone en juego en Jauja apunta a mirar respetuosamente cara a cara el instinto de ficción. Justamente, cuando el mundo mineral parece tragarse al capitán y condenarlo al silencio perpetuo, en el momento en que la piedra vence a la palabra, se invoca la ficción, esa acción simbólica que conjura el hastío y mueve a nuestra especie hacia delante.
Gran película de Ferrara, extraordinario trabajo de Depardieu Bienvenidos a Nueva York tiene a un monstruo absoluto del cine como protagonista: Gérard Depardieu. En unos de los mejores papeles de su carrera, el gran actor francés, ahora también ciudadano ruso, interpreta a un verdadero monstruo, pero no del cine sino de la Realpolitik: Dominique Strauss-Kahn, el famoso presidente del FMI y presunto candidato a presidente de Francia. En mayo de 2011, Strauss-Kahn fue detenido en el aeropuerto JKF de Nueva York por abuso sexual a una mucama del lujoso hotel en el que se hospedaba, y esto es lo que cuenta el film de Ferrara. La película arranca con un toque de genialidad: Depardieu, más o menos interpretándose a sí mismo, explica, en una suerte de entrevista sobre su papel en la película, el desprecio que siente por todos los políticos: “Los odio”, y asocia ese sentimiento a una declaración de principios: “Soy un individualista, un anarquista”. Elegir a un actor que odia a quien debe interpretar, y que en cierto sentido tendrá que dignificar, es una excelente estrategia dialéctica: lo odioso se transforma aquí en una fuerza de descubrimiento y reconocimiento. De ese modo, el hedonismo hiperbólico del actor francés impregna su composición del funcionario: su gordura, sus excesos y su cansancio ontológico que se expresa bufando cada dos por tres son algo más de Depardieu que de Strauss-Kahn, aquí rebautizado como Georges Devereaux. Bienvenidos a Nueva York reconstruye el escándalo (Devereaux masturbándose sobre el rostro de una mujer negra del servicio de limpieza del hotel), la detención, el juicio y la absolución, pero el valor agregado pasa por el contexto y las situaciones secundarias: las fiestas sexuales de los altos funcionarios del poder económico, la relación de Devereaux con su hija y su esposa millonaria humanizan al monstruo sin por ello justificarlo. Ferrara mantiene una mirada distante del personaje y jamás desestima el lugar de la víctima del caso. El descontrol en Ferrara no está nunca al margen de cierta redención. Hay una escena precedida por un diálogo entre un terapeuta y Devereaux, en el que un monólogo interior shakespereano revela el “ADN” del monstruo y su pretérito sentido de justicia por un mundo arrasado por lo que él entiende como un tsunami simbólico y económico. Para Ferrara ese fenómeno impío tiene un nombre preciso: el capitalismo, y es por eso que ese parlamento se verbaliza en contraste con unos planos nocturnos en contrapicado de los rascacielos de Nueva York. Extraordinaria película de Ferrara, inolvidable composición de Depardieu.
El tren esotérico La cantinela se escucha cada tanto: vivimos en una época en la que no se cree en nada. ¿Es así? Lo cierto es que en nuestro presunto mundo secularizado, escéptico y virtual, se cree de todo. ¿No es así como puede explicarse la explotación del terror esotérico en el cine para la población juvenil globalizada? El terror esotérico está de moda y afirma subrepticiamente la existencia de un mundo suprasensible. La hija de un famoso historiador de inclinaciones esotéricas, arqueóloga y especialista en simbología, decide cumplir el sueño de su padre: encontrar la pidra filosofal. Tras una viaje clandestino en Irán, Scarlett consigue rescatar (y luego descifrar con la ayuda de un amigo que lee arameo) un códice inscripto en una roca en donde se pueden hallar las coordenadas de la ubicación de la famosa piedra idolatrada por los alquimistas. El lugar elegido podría haber sido el Uritorco, pero el destino será europeo: las catacumbas de París. Guiados por un parisino que conoce muy bien los laberintos secretos de las cuevas subterráneas, Scarlett, su ex, dos ayudantes y el camarógrafo de un documental que sigue a la heroína en todas sus aventuras se toparán paulatinamente con dementes, fantasmas desconocidos y conocidos, cadáveres de templarios, incluso hasta se cruzarán con un coro de mujeres que ensaya música sacra entre las osamentas. El ultramundo no está tan lejos, y el camino al infierno remite bastante a un paseo por un tren fantasma pero en clave real. John Erick Dowdle, el responsable de la interesante Cuarentena, vuelve aquí a repetir los procedimientos formales de esa buena película, pero además sortea una barrera conceptual que aquella no transgredía: aquí el horror deja de ser solamente físico para devenir metafísico. Es así que el horror físico, propiciado por el ingreso a un cementerio vetusto y asfixiante (relativamente bien transmitido por la cámara semisubjetiva que pretende coincidir con el registro del documental que se está filmando, aunque este punto de vista resulta demasiado caprichoso cuando es el que sostiene la totalidad de la película), es fagocitado por efectos visuales que tienen que dar cuenta de la existencia de espectros y entidades malignas. La premisa argumental es tan infantil que el mero recuerdo de Harry Potter transforma a la saga del pibe de la varita en un pico hollywoodense de lucidez iniciática acerca del esoterismo gnóstico. Lo único rescatable de Así en la tierra, como en el infierno es la ausencia total de música ambiental y un trabajo sonoro más que interesante, al menos en dos pasajes en los que el miedo, más que asociarse a la vista, se experimenta con los tímpanos.
Nadie es profeta en su tierra. Muchos directores nóveles de España encuentran a sus propios detractores en su versión vernácula, y no son éstos, necesariamente, miembros de una generación lejana. Basta que un extranjero insinúe un elogio sobre Jaime Rosales, por ejemplo, para que inmediatamente un coro de indignados exija, a veces amablemente, otras no tanto, una rectificación inmediata. Muchas veces, el argumento arrastra el conocimiento directo; tal director es esto o aquello, y la obra se juzga no tanto por sus condiciones objetivas sino por la personalidad del creador de una película. El año pasado Isaki Lakuesta se llevaba la famosa Concha de Oro por Los pasos dobles, y no sólo incomodaba a todo un sector de la prensa conservadora y servil al cine que llega desde California con sus estrellas fulgurantes, allí en donde España ahora también cuenta con sus astros autóctonos, quienes lucen su estirpe, como la bella Penélope y los machos insignes, como Antonio y Javier. Un año atrás, los críticos más cinéfilos también vacilaban respecto si dar o no su asentimiento al joven galardonado. Lo sabemos, y se trata casi de una deontología para críticos: nada de tibieza, tampoco de timidez; hay que atacar sin miramientos, pues se trata de un mandato del gremio. Es que la intransigencia y la virulencia suponen ser virtudes cinéfilas; se ama o se odia, y en general para siempre. Javier Rebollo divide las aguas desde que debutó con Lo que sé de Lola. Siempre que un cineasta debuta con ciertas ambiciones, la desconfianza se impone; el crédito para un advenedizo, entre mis colegas, suele ser mínimo; es preferible ser riguroso en la resta que en la suma. Como sea, de Rebollo dicen (o decimos) de todo: farsante, pedante, acaso un cineasta de una frialdad execrable. Para muchos se trata de un bressoniano trasnochado, un mero imitador de las formas de un genio. Es cierto que Rebollo no ha ocultado su admiración por el gran maestro francés, y en Lo que sé de Lola se podía rastrear algo de la escritura cinematográfica de aquel genio. Lo mismo podría decirse de La mujer sin piano, una película, a mi juicio, más cercana a otro maestro procedente del mismo terruño: Jacques Tati. Y llega entonces su tercera película, una comedia inverosímil y rara, la que no transcurre ni en Francia, ni en España sino en Argentina. El muerto y ser feliz, título extraño y desprolijo, ya tiene aquí, a tan sólo un día del estreno mundial, sus detractores vernáculos como extranjeros, y pronto los cosechará en Argentina, cuando la película dé el puntapié inicial en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. En el sur, por cierto, Rebollo también cuenta con sus enemigos, y después de este film sobre argentinos, más allá del sensato humanismo verificable en el relato, es probable que el club de sus admiradores, si los tiene, cierre definitivamente sus filas. Sucede que la mirada sobre Argentina, a pesar de que el centro de gravedad narrativo pasa por otro lado, no es justamente simpática. Se trata de un país en demolición, y no solamente por un paso gracioso por Miramar en la provincia de Córdoba, un pasaje ontológicamente surrealista en el que los dos protagonistas y dos turistas pasan por ese escenario indescifrable, un poco por azar; en efecto, desde Buenos Aires hasta Salta, El muerto y ser feliz devuelve permanentemente una nación oxidada, poco federal, materialmente desecha y bien predispuesta a la coima; si no hay dinero alcanza con un casete de Jorge Corona y una pequeña virgen cristiana para atesorar en el hogar. En el cine de Rebollo, los personajes están en movimiento. El hijo edipizado hasta el infinito de Lo que sé de Lola se ve obligado a viajar siguiendo los pasos de esa mujer que no viene a sustituir a la madre muerta sino a determinar un posible viraje en la economía libidinal de su protagonista; en La mujer sin piano, la protagonista se prepara para un viaje que finalmente no llega a cumplirse del todo, pero su disposición existe y su deseo también. El muerto y ser feliz es directamente una road movie elegíaca y cómica, un viaje tanático y erótico durante los últimos días de un moribundo. Santos (José Sacristán), el asesino que no recuerda a su primera víctima, a quien le pagan por matar y que en este ocasión vuelve a ser contratado para asesinar, pero que misteriosamente no cumple con su objetivo, padece de cáncer. Su cuerpo es una fábrica eficaz de tumores. Cerebro, páncreas y otras ramificaciones, es decir una fiesta de metástasis. Su condición terminal sólo se torna visible cuando se inyecta morfina, pero el punto de vista elegido por Rebollo jamás apela a la compasión. Es una condición material, una evidencia, y en todo caso, un móvil de la psique del protagonista, al que ya nada le importa excepto dimitir de su paso por el mundo sin convertirse en un convaleciente hospitalizado y penoso, incluso si tal decisión implica renunciar a una enfermera cuyo cuidado excede cuestiones médicas. De la panorámica aérea inicial de una plaza de Buenos Aires en el que una voz en off presenta a Santos al plano en el que aparece el título del film, pasarán varios minutos, unos 40 planos, para ser precisos. El formalismo de Rebollo no está vedado, sí atenuado. En esos 40 planos se revelan varias cosas: la obsesión geométrica por los encuadres ya no estará del todo presente como en los títulos precedentes, sólo habrá plano-contraplano en circunstancias excepcionales, la voz en off será un recurso omnipresente pero bajo un patrón irregular en su uso y el sonido del film aportará elementos de extrañamiento respecto de lo visible. (En cuanto a esto, la extraña dedicatoria inicial a la Cinemateca de Montevideo no sólo se objetivaría en la presencia del crítico de cine y actor, Jorge Jelinek, quien parece haber sido transportado de la magistral película de Federico Veiroj, La vida útil, una película de amor por la institución aludida, sino también por el uso de fragmentos musicales puestos en un segundo plano sonoro que parecen llegar desde un fuera de campo ajeno al perímetro imaginario del mismo film de Rebollo) El viaje de Santos no sería el mismo si no estuviera acompañado por Érika (la estupenda Roxana Blanco), quien sube al Ford familiar del asesino a sueldo mientras discute con un hombre más joven que ella. Sobre los intereses de Érika y su vida (familiar) se sabrá algo casi al final, pero lo que importa aquí reside en la empatía casi inmediata entre Santos y ella, y el paulatino entendimiento que se establecerá entre ambos. Si bien Santos y Érika son un poco como los perros desamparados que Rebollo descubre en las estaciones de servicio argentinas, entidades invisibles e inofensivas, su encuentro conjura austeramente la soledad infinita de ambos. El tema por antonomasia en el cine de Rebollo es el absurdo como fuerza secreta que amenaza dispersamente nuestros actos, fuerza que también habilita posible prácticas de libertad. Libertad que Rebollo ejerce respecto de su relato: en este viaje dictado por los caprichos de un moribundo, no hay mapa, sólo territorio (y no sólo porque los cartógrafos argentinos incluyan carreteras que no existen en sus publicaciones o dejen afuera rutas que sí pueden ser recorridas). Después de todo, y a pesar de que el cine suele agitar oblicuamente la existencia democrática de un guión para todo ser vivo y la promesa de un destino, el viaje aquí si bien es lineal carece de dirección y sentido, un periplo sin telos, sin nada que predetermine la voluntad de movimiento. Clarividencia discreta de un film que elige dejar cabos sueltos y perderse un poco; en su indeterminación absurda se pone en vigencia un viejo adagio: “la vida no es un argumento”.
La crueldad y misantropía de su anterior film titulado Play, como también sus piruetas formales permanecen aquí fuera del registro y de la aproximación a los personajes en esta comedia en la que un grupo familiar de clase alta pasa sus vacaciones en los Alpes. El conflicto central surge de un fenómeno inusual: tras una avalancha filmada o inventada digitalmente de un modo formidable, el centro turístico situado en el medio de las montañas permanecerá intacto. En ese momento, varios turistas y la familia protagónica están almorzando en la terraza de un restaurant del hotel. Los comensales contemplan maravillados el fenómeno. Es sin duda una explosión majestuosa de la naturaleza, hasta que esa masa de nieve amenaza con acabar con sus vidas. En verdad, no pasará nada, pero la reacción del padre, más preocupado por salvar su I-Phone y sus lentes de sol que por proteger a su mujer y sus dos hijos, precipitará una avalancha de otra naturaleza en el balance emocional de toda su familia, en especial su esposa que no podrá procesar la reacción egoísta de su marido. “Soy un esclavo de mi propio instinto”, dirá el padre en cierto momento de catarsis. El trabajo formal Östlund es de una precisión admirable: la relación que establece entre los turistas y el espacio de ocio, entre una clase social pudiente y el personal de servicio que prácticamente es invisible pero siempre observa, conlleva a una lectura doble: por una lado, se pone a prueba una concepción metafísica del hábitat. Las panorámicas del centro de esquí permiten entender en escala el carácter rudimentario de la construcción en torno al mundo incivilizado de las montañas nevadas, la indefensión de los hombres frente a la naturaleza. A gran escala, el centro es una maqueta inmensa, una esfera de protección falible. Por el otro, la opulencia de una clase y sus placeres efímeros son insuficientes para garantizar un bienestar deseado y pagado. Deslizarse por la nieve y descansar en un lugar privilegiado se ve dislocado permanentemente debido a ese gesto paterno de avaricia ontológica. Película ingeniosa, acaso de tesis, cuya resolución es tan divertida como apabullante.
Encuentros cercanos El segundo largometraje de Gianfranco Quattrini (Chicha tu madre y Bosques, codirigida con José Campusano) gira en torno al duelo inacabado de un hombre que vive todavía la muerte de su hermano menor, acontecida décadas atrás, con un peso existencial intacto que lo convierte a él mismo en un fantasma entre los vivos. Leyendas del rock de la década del ‘70, los hermanos Santoro experimentaron, siempre movidos más por la curiosidad que por el exceso, esa época de liberación sin privarse de nada. Uno de los hitos fue el encuentro con un chamán en la selva peruana. Quattrini arranca su película con un flashback que remite al instante previo a la tragedia, y de ahí mantiene el relato entre el presente, momento en el que el sobreviviente intenta paliar su dolor tomando ayahuasca con el chamán de aquel entonces, y un conjunto de recuerdos tanto de juventud como de infancia. Algunas subtramas vinculadas al pasado exitoso del músico, como también lo que sucede con el amante de una vieja amiga de los hermanos (una Camila Perissé trilingüe e irreconocible) que ahora vive en Perú, introducen un tono cómico y policial que parecen extraños al clima requerido en el filme, que llega finalmente a su punto más alto cuando la película se circunscribe a una exploración genuina del chamanismo amazónico. Lo que sucede entre el viejo chamán y el rockero extenuado conjura las debilidades de esta noble película dedicada a Luis Alberto Spinetta.
Un film paradójico: es un bodrio, pero tiene tres o cuatro secuencias muy buenas y una es memorable. Al igual que en la tardía secuencia en la que una nave espacial tiene que acoplarse a la estación espacial Endurance en una galaxia lejana y no lo logra (un estéril pasaje de suspenso), Interestelar, fantasía científica filtrada por una reivindicación clásica de la institución familiar, tampoco consigue acoplar coherentemente su curiosidad por la astrofísica con el amor filial, fallida conexión a veces matizada sin gran eficacia por la poesía de Dylan Thomas. Si, como se dice aquí, en ciertas circunstancias la especie importa más que el individuo, las grandes ideas también parecen tener aquí prioridad respecto del cine. Un travelling lateral de izquierda a derecha sobre una biblioteca. Ese es el plano inicial, del que nadie podrá inferir la importancia cósmica de esos estantes. Lo mismo sucederá con el significado (metafórico) de la palabra “fantasma”, que obsesiona a Murph, la inquieta hija preadolescente del ingeniero y astronauta Cooper, devenido en granjero, que idolatra aún el conocimiento científico en una época posapocalíptica del mundo. En estas coordenadas históricas y materiales, la agricultura se impone por la fuerza: producir alimento es infinitamente más necesario que explorar el espacio. Aparentemente, la tierra está exhausta, y sobrevivir es un imperativo. En verdad, los sobrevivientes de una catástrofe que permanece en fuera de campo no lo saben: a la biosfera le quedan pocos años. Ya sea un fantasma o una entidad inteligente de otro mundo, no hay duda de que Murph recibe mensajes, y cuando Cooper descifre uno de ellos terminará liderando una misión a otra galaxia para salvar a la humanidad. Es un viaje en el espacio, pero también un viaje en el tiempo. Durante la misión, sus dos hijos en la Tierra envejecerán mientras él y tres miembros más de la NASA viajen por las estrellas en búsqueda de un planeta habitable. Por cierto: el pasaje en el que Cooper deja su casa y, elipsis mediante, aparece sentado en la nave despegando rumbo al infinito es uno de los buenos momentos del film. Habrá algunos más, en especial aquel en el que Cooper visitará el interior de un agujero negro, instante glorioso en el que se puede verificar el poder del cine posfotográfico de nuestro tiempo. Con un buen software, cualquier evento especulativo es susceptible de representarse. En efecto, Cooper moviéndose a través de la misteriosa estructura geométrica de un hoyo negro resulta una poesía visual abstracta difícil de olvidar. ¡Esa secuencia es la película! La percepción y su distorsión es el tema común a casi todas las películas de Christopher Nolan: el problema de la memoria en Memento, la modificación perceptiva incitada por el clima en el protagonista de Noches blancas, la perspectiva paranoica y psicotizante, respectivamente, de las dos primeras películas sobre Batman, el arte de la ilusión óptica en El truco final y el dilema epistemológico en El origen, en donde establecer un criterio de demarcación entre la conciencia onírica y la conciencia de vigilia es (cartesianamente) imposible. Interestelar no es la excepción, pues aquí directamente se trata de la adaptación a una mutación visual del espacio-tiempo. La normalización de otro sistema de organización del espacio se insinúa al final. Como en El origen, ya no como producto de un sueño sino como una forma concreta de la percepción, aquí el espacio se vuelve a plegar y curvar hacia arriba, una inquietud topológica reiterada en Nolan. En la poética de Nolan, el montaje cruzado es una marca autoral, lo que no significa que estemos frente a un discípulo aplicado de Griffith. Aquí, como en otros de sus films, el ida y vuelta se vuelve esquemático. Cooper batallando en el cielo mientras su hija (ya de grande) intenta descifrar un acertijo cósmico en la habitación de su casa paterna en la Tierra es indirectamente una demostración física de que cada película suya son varias películas diseminadas, reunidas, a menudo, sin la menor elegancia. El paralelismo que establece entre las explosiones cósmicas y el incendio en la Tierra no solamente es forzoso (y en la estructura narrativa, asimétrico), sino que prepara paulatinamente (y por un mandato del guión) tanto la intersección entre dos universos distanciados por una escala de espacio-tiempo inconmensurable (que articula filosóficamente la trama) como la reunión afectiva de sus dos personajes más importantes, en la que la película ordena su fuerza melodramática. Lo mejor de Interestelar reside en el placer de jugar narrativamente con la astrofísica gravitacional relativista de Kip Thorne: toda la especulación sobre la posibilidad de viajar en el tiempo, como también la incorporación en ciertos diálogos de conceptos como “agujero de gusanos”, “singularidad desnuda” y la afirmación de que “es imposible viajar hacia atrás en el tiempo” remiten al notable físico estadounidense, tópicos que pueden aburrir soberanamente a algunos sin predisposición a los misterios físicos del cosmos. Para alivianar esa exigencia teorética, como es de esperar, se apelará a la sensiblería hollywoodense. El amor (paterno) es aquí una fuerza mayor que la gravedad y no faltarán las protocolares escenas familiares, siempre acompañadas por los acordes musicales de Hans Zimmer, para recordarnos que la institución familiar es tan universal como la bandera de Estados Unidos flameando en una galaxia desconocida.