La cineasta detrás de cámara es Mercedes Gaviria; el padre, o el protagonista, Víctor Gaviria, uno de los cineastas clave del cine moderno en Colombia, un auténtico patriarca de las imágenes en su país. Aquí, la hija es convocada por su padre a trabajar como asistente de dirección. Gaviria padre no filma desde el 2002 y está por rodar La mujer del animal, film que se estrenó finalmente en el 2016 y cuya aproximación a la violencia de género es como mínimo problemática. La historia elegida por Gaviria es la de una mujer que abandona una institución religiosa y termina viviendo con un hombre violento asociado al delito, quien abusa de ella y la convierte perversamente en madre.
Las acrobacias de cámara rara vez tienen algo que ver con necesidades del relato, tour de force que remite a tantos otros equilibristas del prestigio que están detrás de las presuntas películas artísticas que cosechan premios y estatuillas.
Entre los tantos misterios sociológicos y políticos que todavía no han sido resueltos, la vigencia de las monarquías europeas resulta un enigma y un indicio de delirio o puro atavismo. ¿Por qué reyes y reinas gozan todavía de legitimidad? ¿Cómo puede siquiera ser de interés la vida de un grupo selecto familiar cuyos privilegios insólitos, que deberían indignar, y sus ritos diarios, que no pueden sino aburrir, pasan por amenos y curiosos?
El cineasta de Entre Ríos sigue en plan de documentar a través de la ficción una forma de vida ligada a la pretérita inmigración europea en un relato fantástico sobre un duelo.
La última película de Mouret prueba que se puede indagar sobre los circuitos inestables del afecto y el deseo sin apelar a la crueldad y menos todavía al cinismo.
Existe una hermosa tradición en el cine en la que una película puede invocar a otras películas. La cita es un motivo de alegría, una invocación a algo o alguien que representa un acuerdo compartido, acaso una glosa amorosa de un saber o un parecer.
La cita del Mahabhárata cierra el prólogo y sigue de inmediato el primer capítulo, cuyo título “Calle de un solo sentido” proviene de un libro de Walter Benjamin, seguido por dos más y un epílogo con tres finales alternativos. Jude no solo desconoce el temor por probar narrativamente lo que se le dé la gana, sino que puede combinar desvergonzadamente citas cultas con sátira, archivos de internet con planos que denotan una composición geométrica admirable, filosofía con pornografía. El arte combinatorio de su poética funciona a la perfección, porque el objetivo estético y político de esta película (y de todas las suyas) es muy preciso: filmar lo que molesta, horadar la protección simbólica de una sociedad como la rumana, proclive a la hipocresía. El cine de Jude es combativo y divertido, una feliz paradoja.
La nostalgia de lo real tiene acá su cifra amorosa. Todo el film pasa por el reencuentro en lo real entre Neo y Trinity, personajes míticos para los miembros de nuestra especie que han sobrevivido y conseguido burlar el poder de las máquinas construyendo una especie de ciudad secreta. En esa comunidad futura algunas máquinas han conquistado el azaroso entrelazamiento que define al Homo sapiens: sentir y pensar. En la ciega trama la materia adquirió consciencia en los seres humanos. Las máquinas en este universo de ficción también, y algunas, además, ya son seres sintientes. La secuencia en la que personas y máquinas trabajan en un laboratorio es un pasaje visualmente hermoso y discretamente utópico.
Lo que viene después se despliega con la gracia y la sutileza que ostentan los grandes cineastas. En efecto, Sebastián no podrá seguir en el trabajo y pasará por varios otros, se mudará varias veces, conocerá el amor y sus frutos, la pérdida de un ser querido y las circunstancias se apilarán orgánicamente en un relato que condensa el paso del tiempo con el increíble recurso elocuente y eficaz de señalarlo con los cambios de corte de pelo en el protagonista (y dos secuencias de animación). La fluidez narrativa y la sorpresa dominan la escena desde el primer plano al último. A Katz, por su parte, después de esta película habría que condecorarla como la reina de las elipsis.
Adiós a la memoria revela todavía algo más y lo expone sin explicitarlo: la memoria es una operación de montaje. Esto no significa que la reconstrucción de la memoria sea antojadiza o esté deslindada de la verdad. He aquí una de las razones por la cual el cineasta no habla en primera persona en el off y prefiere el empleo de la tercera persona; es un matiz gramatical que también modifica la gravitación de la enunciación en el film sin por eso desconocer la responsabilidad subjetiva del propio montaje frente a los hechos del mundo. Es el principio poético elegido por el cineasta, del que se predica una posición política. De ese modo los materiales filmados por Héctor, las películas caseras, las citas bibliográficas o cinematográficas u otros materiales de archivos son subsumidos en una reconstrucción por la cual la Historia argentina deviene el espejo deformante donde se refleja la historia de los Prividera.