La Caperucita mutante Una semana después del estreno de X-Men: Primera Generación , un filme filosóficamente interesante, llega ahora otra criatura mutante llamada Hanna (S. Ronan). Esta Nikita adolescente, una verdadera máquina asesina, pertenece al linaje feminista (reaccionario) que, desde Kill Bill en adelante, promueve un modelo de mujer capaz tanto de cachetear a Mike Tyson como de balear a Jesse James. En algún páramo perdido de Finlandia, Hanna vive con su padre (E. Bana). La sugestiva secuencia inicial puede transcurrir tanto en el siglo XXI como en el XIII: la caza de un ciervo y un posterior enfrentamiento cuerpo a cuerpo con un hombre demuestran que Hanna es una especie de Rambo del nuevo milenio, con la diferencia de que habla alemán, árabe, francés, español. Su padre la ha preparado muy bien, aunque su naturaleza genética (modificada por la CIA) aporte un plus. Por venganza o arbitrariedad de un guión poco consistente, el padre tocará un botón rojo que dará aviso de su posición. Los muchachos de la CIA no tardarán, comandados por Marissa Wiegler (C. Blanchett), una despiadada agente que conoce muy bien a los exiliados. Él escapará, y su hija, tras ser atrapada, también. Como si fuera un videogame interminable, Hanna no dejará de correr, escapar y sortear obstáculos. Su destino: una casa temática sobre los hermanos Grimm en Berlín. Allí la espera su padre, aunque pasará por Marruecos y España, y en el trayecto conocerá el amor familiar (hippie) y el despertar sexual característico de su edad (en clave lésbica), además de escuchar música por primera vez y deslumbrarse ante la luz eléctrica. Hanna es un filme extraño. Su política opaca es conservadora, su moral ambigua y liberal. Si el tempo musical tecno de los Chemical Brothers le imprime al montaje una lógica de videoclip, Joe Wright ( Orgullo y prejuicio ), a quien le gusta explorar el espacio cinematográfico, también incluye un plano secuencia en donde Bana sale de una estación de tren, se mete a un subte y despacha a cuatro agentes que lo persiguen, todo en un solo plano elegante y virtuoso. Por momentos, Hanna se desmarca del thriller lineal y deviene tímidamente en un circular cuento mítico y onírico. Los últimos 20 minutos Hanna parece canalizar a Caperucita Roja. Literalmente, la heroína se adentrará en la boca de un lobo, aunque la abuelita es aquí una arpía trepadora de la CIA sin escrúpulos. En síntesis: si los personajes mutan es porque los géneros (y el cine en sí) experimentan una mutación. Hoy Caperucita está lista para el combate.
El método de la seducción “Nuestro objetivo: separarlas de su pareja. Nuestra meta: abrir los ojos. Nuestro método: la seducción”. Éste es el eslogan que se repite en dos ocasiones, al comienzo y al final, de la sociedad que Alex (Romain Duris), su hermana y su cuñado llevan adelante. Entre los tres deben conseguir que mujeres infelices dejen de estar con sus maridos o novios. Alex (un Don Juan políglota y camaleónico capaz de enamorar tanto a una japonesa sometida como a una corista evangélica) y sus socios tienen sus principios: jamás aceptan casos por cuestiones raciales y religiosas, y el límite es siempre el mismo: tan sólo seducir, pues basta un beso y algunas palabras clave para convencer al “cliente” de que la persona con la que comparte su vida es un cretino. Quizá porque los costos de producción son elevados (cámaras ocultas, disfraces, viajes), la empresa no está muy lejos de la bancarrota. Además, Alex ha contraído una deuda importante con unos mafiosos y por eso una especie de Shrek serbio lo vigila. Pero la gran oportunidad para el equipo viene de la mano de un hombre, no menos sospechoso en materia moral, que contrata al equipo para que Alex impida el inminente casamiento de su hija con un millonario inglés. Las razones nunca serán reveladas, pero la tarea no es sencilla: Alex tiene 10 días, y en este caso el mayor peligro visible para Juliette (Vanessa Paradis) es que su prometido británico pueda llegar a ser aburrido y sus suegros insoportables. Como puede adivinarse, el seductor habrá de enamorarse, pero los métodos empleados (hacerse pasar por un guardaespaldas y chofer) no serán los mejores para eventualmente iniciar una historia de amor. El paso por la TV y la publicidad de Pascal Chaumeil es tan evidente como la idealización de la cultura popular estadounidense de los ‘80. No es un debut cinematográfico promisorio. Si Rompecorazones puede ser digerible se debe a sus dos intérpretes. Duris, un auténtico galán cinematográfico, no deja de probar distintos registros para su papel. Su esfuerzo es ostensible, como la química con Vanessa Paradis, una mujer cuya belleza heterodoxa desconoce las bondades de la ortodoncia. Ocasionalmente divertida, a veces simpática y no del todo bien construida narrativamente, Rompecorazones , en sus mejores momentos, sugiere las limitaciones de una existencia confinada a la seducción, un principio, acaso una fuerza motriz, que no sólo organiza la dimensión erótica de nuestras vidas sino que atraviesa la mayoría de nuestras prácticas sociales. El predecible final feliz funciona como una impugnación discreta del hastío de posar todo el día en pos de cazar la mirada y el deseo de los otros.
Una extraña película filosófica sin silogismos ni discursos, a veces sobreestimada y en algunas ocasiones odiada. En sus inicios, cuando la filosofía todavía no era rigurosa ni pretendía ser una ciencia estricta, ni menos aún la policía del resto de los conocimientos, la anécdota y el relato constituían una didáctica. Jenófanes, refiriéndose a Pitágoras, cuenta que en una ocasión el famoso filósofo de los números, al ver cómo castigaban a un perro, dijo: “cesad de castigarlo, porque es el alma de un amigo mío, que he reconocido al llorar”. Este cuento filosófico sintetiza la segunda película de Michelangelo Frammartino, Le quattro volte, que tuvo su estreno hace un año y medio en el festival de Cannes y resultó ser una de las gratas novedades en aquella edición. Una película sin diálogos, en donde los minerales, los animales, las plantas y los hombres cumplen roles protagónicos, es de por sí una curiosidad y una excentricidad que se explica mejor cuando el propio director explicita su afán de visualizar con su cámara la pretérita filosofía de Pitágoras, que hace 2500 años pasó por Calabria, escenario en el que transcurre la película. ¿Una película con pretensiones filosóficas que renuncia a las palabras no es acaso una contradicción? Está dividida en cuatro movimientos. Frammartino arranca siguiendo los últimos días de un viejo pastor: cabras, rutinas, paseos y algunas visitas a la iglesia en busca de un polvo sanador constituyen su cotidianidad. El viejo tose a menudo, y algún día sus cabras serán testigo de su paso al otro mundo, del cual no tenemos noticias excepto especulaciones y fantasías diversas. Dado que para los pitagóricos el alma es un principio de movimiento, y transmigra de un animal a otro, un plano en el interior de la tumba del pastor se funde en negro y tras unos segundos nace una cabra (escena que ha sido tachada injustamente de canalla; si se debe buscar la secuencia execrable de la película es aquella en la que al mismo viejo se lo mostrará defecando en dos planos). ¿Es el anciano devenido en chivo? Posiblemente, pues la metempsicosis no parecía en aquel entonces las divagaciones de un psicótico. Luego veremos los primeros días en la vida de una cabra, hasta que un buen día se perderá en el bosque y descansará al lado de un árbol. Una panorámica sobre el árbol y la cabra en otoño será reemplazada por otro hermoso plano del solitario árbol cubierto de nieve. La estoica conífera será serruchada, y otro fundido en negro anticipa la transformación de ese pino en poste (para servir como elemento de un juego popular) y posteriormente devenir en carbón. El alma viaja y la materia se transforma, una cierta armonía subyace entre los elementos de la naturaleza. El pasado profesional de Frammartino, que viene de la arquitectura, se percibe en los encuadres. La cámara funciona como si se tratara de un agrimensor: mide las distancias, demuestra la relación de lo pequeño con lo inmenso, y explicita la relación, en este caso armoniosa, entre paisaje y edificación. Las panorámicas son majestuosas y revelan un ecosistema y el paso del tiempo histórico en piedra convertida en viviendas. Además, el trabajo sonoro es formidable, y la palabra hablada resulta un lujo innecesario. Las imágenes hablan, los sonidos muestran. Vitalista y luminosa, no desprovista de humor y casi siempre inquieta en sus modos de contemplar el mundo y los seres vivos, Le quattro volte alcanza su perfección en un plano secuencia de 9 minutos en donde un perro travieso, algunos romanos y fieles “cristianos” de una procesión religiosa, un camión, un corral y sus cabras participan de una escena admirable que remite a un gag típico del cine de Jacques Tati. Es una coreografía vitalista en la que se percibe un dominio absoluto respecto de las coordenadas básicas del cine: el espacio y el tiempo. En esta comedia y ensayo pitagórico las especies viven en una democracia cósmica y armoniosa, lejos de la civilización dominante donde tanto los hombres como los animales y las plantas son tan sólo mercancías.
Los otros Siempre se habla de los otros, a menudo se usa una mayúscula, el Otro, lo que denota una existencia radicalmente diferente respecto de quien habla en nombre de un grupo distinto. ¿Cómo filmar la otredad? ¿Cómo filmarla cuando, además, es equivalente a los desposeídos? La compasión es tan asimétrica como la desconfianza y el desprecio. Iván Fund y Santiago Loza parecen tener el secreto. Por un lado, la concepción de Fund según la cual la cámara es la extensión de su brazo implica un constante impulso por "tocar" la otredad: la mano y el rostro; o dicho de otro modo: tres médicas y una población al norte de Santa Fe donde las bondades del progreso ni siquiera son una promesa. Por otro lado, Loza, cuya obra se ha caracterizado por una inquietud sensible por el encuentro entre los hombres, ha insistido sobre la carencia como una condición universal del espíritu: todos necesitan de otro. Los labios es una película de ficción de naturaleza documental. Las tres actrices (la gran actriz cordobesa Eva Bianco, Victoria Raposo y Adela Sánchez, quienes ganaron en Cannes 2010 el premio a la mejor interpretación) son tres médicas. Sus pacientes son los auténticos miembros de una comunidad santafesina. Ellos se interpretan a sí mismos. Sus relatos, sus padecimientos, sus esperanzas no son una ficción, pero nunca lo sabremos del todo. Poco se dirá sobre el pasado de las tres médicas, pero en la interacción cotidiana se podrá intuir algo de sus personalidades. La psicología se revela en la conducta, aunque Fund y Loza parecen más interesados en la solidaridad e intimidad femeninas, un subtema del que predica el título del filme. Los labios habla una lengua extraña para el cine argentino. No es una película demagógica, ni de denuncia, y menos aún un relato narcisista de clase. Sus planos evidencian que la Argentina periférica es una suerte de escombro. La demolición y la escasez son la regla. Pero Los labios es misteriosamente luminosa. Su pertinente perspectiva política se puede verificar en una escena extraordinaria en donde una de las médicas, después de una fiesta, se despertará en la cama de un hombre que (cantándole) la llevó a su casa. El sexo quedará en fuera de campo, pero la toma de conciencia de la médica al mirar alrededor y entender en un instante las condiciones de vida de su amante fugaz condensa la lucidez de la película. Y después llegará el bellísimo plano final en donde los niños de la zona y las médicas juegan en el barro a la orilla de un río. Lo inconmensurable y la distancia con la vida de los otros quedarán estéticamente suspendidos por unos minutos. Es una esperanza razonable, incluso hermosa.
La lucha contra la infamia Existen algunas profesiones que parecen más proclives a ser filmadas. La preferencia de Hollywood por policías y abogados, más que curiosa, resulta sintomática. El presente histórico devela un orden jurídico. La justicia equiparada a la venganza no es prerrogativa de la Casa Blanca; la práctica empieza en el cine y se extiende fuera de la pantalla. Culpable o inocente es uno de los tantos thrillers jurídicos que se producen todos los años. En este caso, se trata de Mickey Haller (Matthew McConaughey), un abogado narcisista que suele trabajar en las zonas grises de su profesión y cuyo despacho es el asiento trasero de un Lincoln. Los motoqueros de Los Ángeles cuentan con sus servicios; es el favorito de prostitutas y adictos, y, si bien no es propenso a ceder ante la corrupción, la manipulación y la negociación no están excluidas de su ejercicio profesional. El gran desafío –sostiene– no es defender a los culpables sino a los hombres y mujeres inocentes: asumir el error ante los inocentes y la culpabilidad concomitante ante un fracaso jurídico es superior respecto de salvar a un sinvergüenza. Un policía lo recomendará para un nuevo caso. El hijo de una ricachona es el presunto culpable de una golpiza a una prostituta. Quizá fue una trampa para sacarle dinero entre el proxeneta y algunos amigos; quizá no es más que un delito menor en la vida del joven cuya madre no ahorra gestos para descubrir por detrás de su sobreprotección algún indicio de insania. Habrá giros, intrigas, amenazas, un poco de justicia y una muerte. Basada en la novela El inocente, de Michael Connelly, parece dirigida en automático. Excepto por algunos planos secuencia de transición (al inicio, por ejemplo, mientras Leguizamo y McConaughey caminan por los pasillos de una comisaría), la concepción estética del filme es esquemática. Lo que importa es sostener un relato dinámico sin dejar de sorprender al espectador. Culpable o inocente apenas llega a delimitar su dilema moral. Los abogados, como los sacerdotes y psicoanalistas, a veces se confrontan con el secreto de sus clientes. Esa intersección delicada entre la confidencia y la defensa de la verdad y la justicia, entre la confesión ajena y el peso de la propia conciencia, que a veces obliga a resguardar la infamia, tan sólo se esboza en la fluidez de un relato sin otra pretensión que ser un pasatiempo.
Las reglas del juego En los tres falsos comienzos del filme, el respetable director Wes Craven y su guionista Kevin Williamson compendian el propósito metacinematográfico y casi académico de la cuarta entrega de Scream . Los tres episodios cortos explícitamente discuten sobre la normalización del género de terror (dirigido al adolescente) y la falta de astucia por parte de los guionistas. ¿Es una crítica oblicua a Hostel , a El juego del miedo , deudores de Craven? Los tres episodios exageran el factor sorpresa, aunque Scream 4 sugerirá algo más inquietante: el género ha evolucionado demasiado, tanto que su espectador pasivo podría verse tentado a filmar y matar. Todo es ficción, el mundo es un escenario y quizás, desde que en Peeping Tom (1960), el fabuloso filme de Michael Powell, por primera vez el público asumía la perspectiva del asesino (como se explicita en Scream 4). Ha pasado mucho tiempo y Sidney (Neve Campbell) acaba de publicar un libro, titulado Salir de la oscuridad , en donde la obsesión femenina de Ghostface (el famoso asesino misógino, sin rostro pero de una voz inconfundible) intenta cambiar su condición de víctima por la de una protagonista que rehace su propia historia. Pero la voz regresa justo en la presentación del libro. Y las películas inspiradas en el libro retornan a la realidad (del filme). Ghostface ha regresado, aunque lógicamente habrá sorpresas y giros inesperados. El resto es conocido: por un lado, bellas mujeres asesinadas, el famoso llamado telefónico y el cuchillo certero a la hora de penetrar la carne firme de las víctimas. Está Sidney, pero también el ahora sheriff Dewey (David Arquette) y su mujer Gale (Courteney Cox), más detective que novelista, los viejos héroes de la saga. Y se suman nuevos personajes: miembros de la familia y jóvenes cinéfilos. Scream 4 se postula como un objeto de estudio más que como un filme de culto y de entretenimiento. Puede resultar demasiado intelectual para su público preferencial, que en el filme es retratado sin piedad alguna: jóvenes consumistas sin signos de actividad inteligente o narcisistas cínicos sin límites a la hora de cumplir sus fantasías. En este universo simbólico, se nos indica, ya no hay amigos, sino fans. Algunas subjetivas elegantes y otras decisiones de puesta en escena evidencian que Craven sabe filmar, a diferencia de muchos de sus imitadores militantes de la lógica clipera. El padre del terror posmoderno es preciso en su clarividencia: el género y sus códigos están en jaque. Es por eso que Scream 4, más que un filme de terror, es la prueba de una tesis sobre la imposibilidad de renovar el género al que pertenece. De ser así, insisten Craven y Williamson, sólo nos quedan los clásicos.
Entre vivos y muertos En un texto fabuloso, Jean-Pierre Rehm, director artístico del festival de cine de Marsella, dice a propósito de la extrañísima obra del tailandés Weerasethakul: “A la crueldad del documental, el crítico francés Serge Daney opuso el sufrimiento, y este pertenecería sólo a la ficción. A la observación impasible, a su mirada fatalista, al sadismo del encierro en la trampa de lo real, la ficción respondería con otro tratamiento del dolor... Si no se puede sanar, por lo menos aliviar: ese es el proyecto de la ficción. Y sin duda condensa la obra de Apichatpong Weerasethakul”. El tío Boonmee está muriendo; su riñón ya no resiste. En medio de una cena familiar, mientras el convaleciente y Jen, su cuñada, charlan con su sobrino, un espectro hará su aparición. Los vivos la reconocen: es la tía, la hermana mayor de Jen, aunque su aspecto remite a su pasado y se ve más joven. El tiempo pasa para los vivos, no para los fantasmas: “Ya no tengo concepto del tiempo”. Esta manifestación repentina quizás esté invocada por el estado de salud de Boonmee. El fantasma de la tía Huay parece conocer la inminencia de su muerte. Es un reencuentro amable, sin sobresaltos ni explicaciones esotéricas, aunque Huay advierte que el cielo está sobrevaluado y que los entes incorpóreos como ella se apegan a los vivos. Unos minutos más tarde habrá otra aparición, aún más extraña. Es otro fantasma o quizás un ser vivo, alguna vez humano, devenido en una suerte de criatura simiesca de la jungla. Sus ojos colorados son enigmáticos. Es el hijo de Boonmee, que desapareció hace mucho tiempo. Fotografiando a los seres de la jungla, una seducción incomprensible lo llevó a adoptar la forma y existencia de estas entidades selváticas. Y la conversación prosigue. El tono suave persiste, y el amor entre los comensales es palpable. Boonmee atribuye su enfermedad a un pasado castrense. “Maté a muchos comunistas”, dice. Hoy se arrepiente, y considera su estado de salud como una consecuencia, su karma. Más tarde, la familia acompañará a Boonmee en su transición de un mundo a otro. La legítima ganadora de Cannes 2010 es una película inclasificable. El sonido de la jungla, la sonoridad del lenguaje tailandés, la lógica narrativa y el montaje elegido por Weerasethakul, además de la interacción entre vivos y muertos, la mitología y la Historia, el Budismo Theravada y el pop constituyen el universo misterioso de este filme capaz de llevar al espectador a un estado de trance. La espiritualidad lúdica de El hombre que podía recordar sus vidas pasadas y su sentido lúcido sobre la finitud de la vida humana funcionan como anticuerpos de cualquier asimilación banal. Se trata, en última instancia, de aliviar los pesares y de conjurar poéticamente el fin del aliento.
Comedia de la decadencia La cuarta película de Diego Rafecas, Cruzadas, es un verdadero Ovni. ¿Qué es exactamente esta película? Por lo pronto, su universo televisivo y esotérico, matizado por un misterioso estilo retro, elude un análisis veloz. ¿Quién es su espectador? ¿Qué predica en esta oportunidad su director? La historia es casi un ?sketch: el dueño de un mega holding mediático (E. Pinti), supuestamente de más de noventa años, tiene dos hijas (mayores), una reconocida (M. Casán), la otra no (N. Guevara). Una pertenece al directorio y tiene un hijo en silla de ruedas obsesionado por la televisión; la otra administra una bailanta y también tiene una hija, que desea acríticamente la fama. La muerte del magnate llevará a que las dos hijas se conozcan y disputen la herencia. Habrá matones, peleas y una previsible reconciliación. Cada tanto se pronunciará una máxima con mensaje ?(por ejemplo, sobre la mani-pulación de las masas a través de los medios), y se citarán miembros extraordinarios de la especie: Krishnamurti, la Madre Teresa, Gandhi y Brian Greene. Cruzadas es involuntariamente experimental y bizarra: los flashbacks y los flashforwards van y vienen, los tiempos de las escenas son irregulares y la concepción cromática del filme alcanza lo sublime ridículo en un número musical imaginado por Pinti en donde su escribana, su amante y todo el directorio bailan al compás de la cumbia villera un tema cuyo estribillo reza: “Un cortadito y un porrito”. El humor televisivo, siempre sexual y guarango, se sintetiza en estas encantadoras líneas: “Tengo dos perritos y uno es gay”, dice Pinti. Responde su asistente: “¿Qué marca?”. Remate del cómico: “Marca porongo”. El gag más sofisticado, dividido en dos escenas, involucra un consolador sonoro. Del esoterismo light de Un buda , pasando por el reviente de Rodney y el miserabilismo de Paco , hay una constante en el cine de Rafecas: la decadencia y una espiritualidad difusa destinada a conjurarla. Decadencia social, política, religiosa y estética, y su contracara perversa y necesaria en la que se sucumbe a una esperanza en un impreciso trasmundo (desde donde nos habla Pinti) incompatible con la vida y la materia.
SUSPENSO EMOCIONAL La tercera película de Ana Katz confirma su talento como directora, así como también el de muchos de sus intérpretes; una película cuyas virtudes mayores tienden a escabullirse de una mirada temprana, pues se trata de un film importante en el contexto del cine nacional. Los planos iniciales de Los Marziano expresan un juego estético y un sentido del suspenso. En cuatro planos, su directora, Ana Katz, sitúa simbólicamente a Luis (Arturo Puig), uno de los Marziano, que es médico, buen mozo, rico, casado, con dos hijos mellizos jóvenes y una mujer que lo ama. Vive en un country cerrado y le gusta jugar al golf. Los planos generales delimitan un territorio y un concepto sociológico. Inmediatamente, los planos subsiguientes introducen al otro hermano, Juan (Guillermo Francella): vive en Misiones, conduce un ciclomotor, busca trabajo, tiene una hija en Buenos Aires; en este pasaje se lo ve con una mujer más joven y una niña, vínculo que no se explicita. En algún momento, Luis caerá en un pozo. En otro pasaje, Juan no podrá leer una señal de una ruta. En el lucido y lúcido montaje paralelo que abre la película ya están implícitas las coordenadas simbólicas de la totalidad del film. Son vidas paralelas, dos universos definidos por la pertenencia de clase (lo que remite al pretérito concepto de movilidad de clases), cada uno con un conflicto personal a resolver: por un lado, los misteriosos pozos de la cancha de golf en donde caen los vecinos (que viven en un encierro deseado en búsqueda de una vida segura y tranquila) constituyen la obsesión peculiar de Luis. Por el otro, Juan necesita saber qué sucede con su visión, aunque quizás le preocupe más digitalizar los casetes de un programa de radio en el que trabajó durante 15 años. ¿Necesita anteojos? ¿Es Alzheimer? ¿Un problema neurológico desconocido? Lo cierto es que no puede leer. Si bien en geometría las paralelas nunca se juntan, en algún momento, Luis y Juan, hermanos de sangre desde hace tiempo distanciados (nunca se sabrá la razón), tendrán que encontrarse. Ana Katz no está muy lejos en su tercera película del universo de Lucrecia Martel. La interacción de clases, la familia, la decadencia atraviesan Los Marziano (y también el Juego de la silla, la ópera prima de Katz). Pero existen diferencias: no hay perversión, ni tampoco una sociología que mueva los hilos de las criaturas en función de demostrar una tesis filosófica sobre la conducta de una clase, lo que no significa que Katz no entienda muy bien las diferencias de clase, sus modismos lingüísticos, sus temores y anhelos. El costumbrismo, un género proclive a la imposición de un imaginario de clase para hablar sobre otra, es trastocado en su costado reaccionario y así deviene en su opuesto. Katz apuesta a una interacción casi utópica, y llega incluso a sugerirlo con un detalle casi irreconocible: tanto un médico que atiende ocasionalmente a Juan como el propio Luis leen un periódico progresista. Las elecciones formales son admirables. Las elipsis, los parsimoniosos travellings hacia adelante, las panorámicas y todas las interpretaciones construyen plano tras plano una película sin fisuras. Desde un plano en picado de transición sobre un pescado en un plato hasta el travelling y el plano general cuando se muestra cómo un personaje atraviesa un vidrio, Katz elige el tiempo justo de cada escena. Y quizás no sea necesario decirlo: el modo en el que propone el encuentro entre los hermanos y el tiempo que se toma para que ese evento tenga lugar implican una comprensión cabal del relato cinematográfico y del costo irreversible que conlleva sostener un enojo. En este misterioso género inventado por la joven Katz, que podría llamarse suspenso emocional, se sugiere que cualquier relación comienza (o se retoma) cuando la razón termina.
UNA CIERTA MIRADA Un tema mayor, una película menor, aunque válida en última instancia debido a su tema y el intento de retratar una matanza con sobriedad y humanidad. El lenguaje cinematográfico casi siempre incita a la experiencia. Un primerísimo plano de un ojo, una cámara inquieta que corre junto a sus personajes, un zoom repentino sobre un objeto llevan al espectador más o menos consciente a mirar el mundo, los sujetos y los objetos de un modo específico. En El hombre que vendrá la elección predominante de registro es la panorámica, y suele corresponder, además, a la mirada de su protagonista excluyente, Martina, una niña de 8 años que ha enmudecido tras la muerte temprana de su hermano. Que su presencia omnipresente esté privada de la palabra intensifica la mirada. Su discurso es su perspectiva. Martina ve y piensa el despertar sexual de sus hermanas, el amor de sus padres, los ritos y las costumbres religiosas de sus coetáneos, la indignación de algunos campesinos ante la crueldad sistemática de los nazis. Es septiembre de 1944, y después del 29, por unos 7 días, en Marzabotto habrá una masacre: 770 civiles serán asesinados. Un plano secuencia abre y cierra el filme en un mismo escenario: la casa familiar. La diferencia radica en que en la primera secuencia habitan los vivos mientras que en la segunda sólo quedan fantasmas. La masacre de Marzabotto no tuvo límites. Fusilar a niños de 2 a 10 años, mujeres y ancianos fue casi un trámite y un juego, todo por simpatizar directa o indirectamente con la resistencia italiana; la impiedad nazi orquestada por el SS Walter Reder, perversa y eficiente, llevada a cabo sin ningún indicio de culpa, excede la vileza y abyección de ese régimen, aunque sí es el paradigma perfecto del fascismo como perversión. Giorgio Diritti, que ha hecho un par de documentales, suele privilegiar el registro paulatino de la matanza con un criterio distante, casi documental, que se conjuga dialécticamente con la mirada de la niña. Quizás por ello haya elegido rodar en Marzabotto, y por la misma razón, tal vez, haya puesto cuidado en la musicalidad del lenguaje oral de sus personajes, que remite al que se habla en Bolonia. Un elegante plano subjetivo de unos paracaidistas es uno de los aciertos visuales, no siempre bien acompañado por las decisiones musicales que subrayan inútilmente lo que es evidente y conmovedor. El hombre que vendrá consolida su humanismo en un solo y justificado recurso: ver a través de una niña las grietas de un orden simbólico.