LA FUENTE DEL TERROR Puede que la última película de Carpenter no esté entre sus mejores títulos, pero una mirada atenta podrá descubrir la consistencia formal y temática del film, coherente con la totalidad de su obra. “En Francia, soy un autor. En Alemania, soy un realizador. En el Reino Unido, soy un director de cine de terror. Y en EE.UU., soy un vagabundo”. Con esta cita comienza “Movie American Classic”, un ensayo de Kent Jones sobre el cine de John Carpenter en su libro La evidencia física. Es difícil saber quién es Carpenter en Argentina. Para los cinéfilos, uno de los grandes directores del cine norteamericano; para los aficionados, el director de Halloween, Vampiros, Están vivos. Lo cierto es que el espectador ocasional de Atrapada, filme que marca el regreso de Carpenter después de una década, puede pensar que se trata de una de las tantas películas de terror que se manufacturan en el país de las hamburguesas. ¿Otra maldita película para adolescentes iletrados? Pero ya los créditos iniciales indican una propuesta inteligente: a través de dibujos y fotografías partidos como si se tratara de fragmentos de un vidrio destrozado, una suerte de historia breve del nacimiento de la locura y sus tratamientos históricos pasa ante nuestros ojos. Esto no es El juego del miedo, es decir, una lobotomía por otros medios. Kristen (Amber Heard) está confinada en un hospital psiquiátrico. Es 1966. Su semblante no comunica demencia, y su comportamiento jamás será equivalente al de una psicótica perdida en un mundo en el que la razón ha perdido su eficiencia. El único dato inicial (y final) es que la heroína ha incendiado una casa. Que Kristen no deje de ver a un fantasma femenino, quizás una paciente, capaz de asesinar no sólo a ella sino a todas sus compañeras de encierro es precisamente lo que el psiquiatra y sus colaboradores no ven. Carpenter sacará provecho de esa distancia perceptiva, e indirectamente, desde ese hiato infranqueable para los supuestos sanadores y sujetos de saber, construirá su relato y el punto de vista de la película. Entre el terror y el misterio de la psiquis, Atrapada crece paulatinamente en dos frentes: el espectro de Alice, alguna vez una interna del manicomio, va tomando protagonismo hasta una lucha cuerpo a cuerpo con Kristen, cuyos intentos de escape siempre se ven malogrados; a su vez, los métodos reduccionistas del Doctor Freud de la clínica son esclarecidos: pastillas y electroshock; escuchar al paciente es para terapeutas débiles. La elegancia de Carpenter es ostensible: los travellings hacia adelante y hacia atrás anticipan una perspectiva, los encuadres en contrapicado del edificio levantan sospechas sobre la institución, la anamorfosis de algunos planos simula la distorsión perceptiva de Kristen bajo el efecto de los sedantes, las elipsis están ajustadas a una revelación final. Los temas de Carpenter están presentes: una minoría se enfrenta a una institución, y luchan contra un mal difuso pero presente. El viejo maestro responsable de La cosa y 1997: Rescate en Nueva York, que aquí ni escribió el guión ni compuso la banda de sonido, vuelve con un filme menor, pero no por ello renuncia a sus convicciones. Aquí se postula que el terror no es un fenómeno exterior: nace en las sinapsis indescifrables de nuestro órgano pensante. Y está ese fugaz plano final, que, discretamente, funciona como una impugnación necesaria del saber médico.
Animales estéticos Es un buen año. Hay muy buenas películas. Las dos secciones que tengo a mi cargo, Vitrina y Argentina Deluxe, están teniendo muy buena acogida. Tengo buena respuesta del público. El problema, como suele ocurrir en muchos festivales, es advertir en dónde están las grandes películas, casi siempre ocultas, ignorada por la prensa de Hamburgo, distraída como siempre en las estrellas de cine, el glamour, la estupidez insípida de las alfombras rojas. Todo pasa, al menos por aquí, por sacarle una foto al Sr. Akin y a la bella Franka Potente, quien hoy firmaba autógrafos sin interrupciones, con cierto gesto entre dulce y automático. Estoy convencido: unas de las grandes películas del año es La vida útil, la segunda película de Federico Veiroj, el director de Acné. Se trata de un salto cualitativo en su carrera. Después de su primera y correcta opera prima, llega esta película insólita que no se parece a nada. Es un film libre, cinéfilo, feliz, triste, bohemio, fino, inclasificable. No tiene ni un plano de más, y su relato fluye como pocos. Podrá ser tildado de film menor, pero se trata de una breve y secreta obra maestra, una película que destila un amor infinito por el cine, hasta el punto de confundir el cine con la vida. (Aquí sí se logra aquello que torpemente retrato Woody Allen en La rosa púrpura del Cairo). Y no es un film concesivo y liviano, pues no deja de mostrar el carácter contingente y deleznable de la sala de cine. Todo empieza con una advertencia sobre el carácter ficcional del film, incluyendo el retrato de de uno de sus personajes centrales: Cinemateca. Es bellísimo observar cómo todos los personajes jamás utilizan un artículo para mencionarla. No es la cinemateca de Montevideo. Solamente dicen Cinemateca, como si tratara de una deidad antiquísima. Con esa advertencia y tras una lista enorme de agradecimientos, empieza a sonar una de las cuatro obras del compositor uruguayo Eduardo Fabini, fragmentos musicales de un esplendor ostensible que acompañarán en distintos momentos del relato. Una decisión perfecta, porque la música de Fabini también parece salida de un universo paralelo, en el que rige la hermosura y el encantamiento. Se leen todos los títulos y arranca la película. Los primeros 30 minutos están dedicados exclusivamente a Cinemateca. Se ve el edificio, la sala, las puertas de acceso, la boletería, el depósito, el baño, los videos, las oficinas, los empleados. En un principio, Jorge (interpretado por el crítico cinematográfico Jorge Jelinek, la gran revelación del año), una suerte de programador todo terreno, y el director de Cinemateca, Martínez (interpretado por el mismísimo Martínez, director de la institución), se reparten unas películas llegadas en DVD desde Islandia. Pero no todo es trabajo. Desde el inicio se intuye un quejido, un animal agoniza. El parte de guerra, o el diagnóstico es contundente: la institución debe muchos meses de alquiler, y el embargo y el cierre son destinos previsibles. Más que una institución se trata de un organismo viviente en peligro, y quienes son las células vivas de Cinemateca intentan aún mantener la respiración de ese animal colector de imágenes. Los pedidos de auxilio son frecuentes: una letanía reiterada suena en el programa de radio, la misma invocación que se oye antes de que empiecen las proyecciones. No es casual que en Cinemateca estén ofreciendo un ciclo del nuevo cine uruguayo y una retrospectiva dedicada a Manoel De Oliveira. Quizás el cine de la Banda Oriental experimenta un renacimiento lento, y a su vez, el hogar cinéfilo en donde muchos de esos cineastas se han formado esté en peligro. Que el otro elegido sea el cineasta más viejo en actividad insinúa algo más que una preferencia estética y un canon cinematográfico definido: una práctica del cine, una modalidad de cinefilia comunal está en vías de extinción. En efecto, la cinemateca del futuro no estará en ninguna parte y estará en todos lados al mismo tiempo. Su vida después de la muerte reside en Internet. Una reunión con una fundación que sostiene económicamente a Cinemateca decreta su muerte. Es el final, o es también el inicio de otra vida para el propio Jorge. Hay un instante sublime, pero no del todo expuesto. Lo que importa no se debe mostrar del todo. Confirmado el inminente deceso de Cinemateca, Jorge va al baño. Por un pequeño respiradero rectangular luminoso del baño se alcanza a colar el sonido de un avión. Es una escena aparentemente de transición, mera naturaleza muerta que nada suma al relato. Y sin embargo, precisamente allí, es que estamos frente a un génesis, o quizás también cara a cara ante un fenómeno casi espiritista: el alma de la Cinemateca se transfigura al cuerpo de Jorge. Dejará de ser quien habla de cine, quien programa e introduce películas para convertirse él mismo en una materia viviente de celuloide. Es un devenir imperceptible, que se anuncia luego con una canción completa de Leo Masliah, cuya letra anuncia tanto un agotamiento como una derrota digna, aunque Jorge también tomará una llave escondida de una caja de VHS (Vivir, de Kurosawa) que denota una decisión legítima. Así, subirá a un colectivo, paulatinamente enfocará su visión y empezará otra película, otra vida. El día de Jorge acabará en la universidad de Derecho. Dará un extraño monólogo sobre la mentira haciéndose pasar por un profesor suplente ante unos alumnos perplejos mientras espera a su enamorada. La invitará al cine. Antes ya se había cortado el pelo, arrojado una moneda en una fuente en el que nadaba un pez enorme y bailado en la escalera de la facultad como si su vida estuviera sincronizado con un musical de Minelli. En un pasaje inicial, Martínez explica la pertinencia de la forma cinematográfica a la hora de mirar cine. No se trata meramente de contar historias; la composición de un plano ya implica una disposición de los objetos y sujetos en el espacio, una duración y un sonido de éstos. Martínez toma como ejemplo La batalla en el hielo, de Alexander Nevsky, y luego sigue con Eisenstein. Intenta señalar la relación simétrica entre los movimientos de los planos y los movimientos musicales del film, y subraya, con autoridad y solemnidad (en contrapunto con el tono cómico de la escena), cómo la forma cinematográfica configura la percepción del espectador. Justamente aquí está el secreto de La vida útil. Es que su forma revela una relación entre el cine y la percepción. Veiroj filma, por ejemplo, el lavado del cabello del protagonista como si se tratara de un acto extraordinario. ¿Qué lo que debemos ver? Los primeros planos del cuero cabelludo de Jelinek adquieren inexplicablemente una figura estética. Su papada extendida sobre la pileta transmite simultáneamente ternura y ridiculez. Los detalles y el modo de registros de éstos son profusos. Con paciencia y respeto, la cámara descubre un mundo. En ese sentido, una larga caminata de Jorge por Montevideo se transfigura en una sala de cine al aire libre. El modo de caminar es cinematográfico. Suenan bandas sonoras reconocibles en su andar, como si Jorge fuera una antena cinéfila capaz de canalizar la historia del cine que flota y viaja por el espacio. Esa secuencia está concatenada a la del baño. Habría otros ejemplos. La vida útil es un film discretamente extraordinario. Es una elegía cinéfila sin amargura y resentimiento. No se puede saber aún cuan larga es la vida útil del cine. Que sea un film feliz no significa que dócilmente se celebre la privatización digital del cine. La vida útil nunca deja de ser política, ya que de su mirada sobre Cinemateca se predica la fragilidad de todo proyecto cultural, la total desprotección del cine, su desamparo. Y en ello hasta quizás sea más efectiva e ilustrativa que dos obras muy diferentes, como Goodbye Dragon Inn y Fantasma, que también anuncian el crepúsculo de una edad del cine.
LOS PADRES La religión es invencible. Más allá del espiritualismo light propagado por Hollywood año tras año, cada tanto el cine vuelve sobre un tema que no le es ajeno: lo religioso. El catolicismo, por otra parte, al menos en Occidente, parece estar en consonancia con el cine. Desde Bazin a Bresson, pasando por Tarkovski y Pialat, la sensibilidad religiosa parece ser connatural o contigua al refinamiento estético. Planos y plegarias, luz natural y luz sobrenatural: el cine comparte con la religión una secreta esperanza por lo inmortal. Basada en un caso real acontecido en Argelia en 1996 (siete monjes trapenses fueron secuestrados y asesinados en medio de una escalada de violencia política en esta región del norte de África), De dioses y hombres, de Xavier Beauvois (El pequeño soldado), es un ensayo teológico y político admirable y por momentos conmovedor. El film sugiere una razón política y estratégica: la vida de los monjes por la liberación de varios presos políticos. Es un contexto que no será revelado del todo, aunque queda claro que se trata de grupos armados vinculados con el fundamentalismo islámico. Pero Beauvois jamás sataniza al Islam: el abad, interpretado magistralmente por Lambert Wilson, puede citar tanto la Biblia como el Corán; Dios habla muchos idiomas, y un buen religioso no puede dejar de reconocerlo. De dioses y hombres poco tiene que ver con las encíclicas de Benedicto XVI, la decadencia institucional y los miles de denuncias de pederastia. Es antes que nada una reconstrucción preciosa y precisa de un estilo de vida, una invención singular y perversa de la especie humana, admirable y sospechosa, anacrónica y reparadora: la vida monástica. Estos monjes trapenses que rezan, leen, trabajan la tierra, limpian, cocinan y cantan transfiguran sus acciones cotidianas en una contemplación en acción. Cada gesto, acto o palabra está orientado al creador. Para Beauvois, los monjes son, primero que todo, hombres. Sin duda son contemplativos, pero también son hombres de acción. Uno de los hermanos, Luc (otra gran interpretación de Michael Lonsdale), es el médico de la abadía, pero el ejercicio de la medicina no se circunscribe a sus compañeros de fe: es el médico de la zona, con quien se atiende la mayor parte de la población. No están allí para convertir y conquistar fieles, aunque el intendente de la ciudad, que está preocupado por la seguridad de los religiosos, no deja de recordarles que la presencia francesa es en última instancia un resabio de colonialismo. La tensión política crece paulatinamente. La primera irrupción en el monasterio fracasa ante la fuerza del abad y su conocimiento del Islam. Los rebeldes quieren medicamentos, y en alguna ocasión el médico atenderá a un militar herido. No obstante, si de avasallamiento se trata, hay una secuencia que no necesita explicación: un helicóptero sobrevuela la abadía y los monjes perciben el peligro que proviene del cielo. Esto precipitará una batalla sonora entre el sonido de una máquina de guerra y la unión de los monjes entonando cantos gregorianos. Es una tensión dialéctica, resuelta en un montaje paralelo muy pertinente. Finalmente, vencerá el Mal, pero un poco antes Beauvois habrá de filmar una epifanía, un verdadero acontecimiento en la pantalla. Como si se tratara de una fumata prohibida, Luc prenderá una casetera y se empezarán a escuchar algunos movimientos de “El lago de los cisnes”, de Tchaikovsky. Unos bellísimos primeros planos sobre los rostros de los monjes revelan una especie de orgía suprasensible. Sin duda, escuchar música clásica y beber un buen vino no está prescripto en las reglas de San Benito. Pero Beauvois sugiere que quizás sí esté implícito en el espíritu de las reglas, si esto produce comunión y hermandad, lo que no es sólo una metáfora simpática de la vida monacal. Beauvois captura una extraña versión miniaturizada del cuerpo de Cristo: en ese placer sonoro y sensorial los monjes son verdaderamente uno. Después vendrá el secuestro y la muerte, lo primero frente a los ojos, lo segundo en elegante fuera de campo. Unos planos generales del bosque nevado y el monasterio, acompañados por una voz en off y una misiva, que ante todo es una defensa irrestricta de la fe, cerrarán el film. Quizás Dios no exista, pero estos hombres fueron en aquel entonces semblantes reales o imaginarios de una posibilidad humana superior. Misteriosamente, De dioses y hombres funciona como destilación de la mirada. Lleno o libre de dioses, el mundo podría ser un lugar bello.
La vida está en otra parte En una entrevista reciente con Kent Jones, Allen dice: “Tengo un sentimiento recurrente e insistente de que la realidad en la que estamos atrapados es, en verdad, si la diseccionamos, una pesadilla”. Su declaración sintetiza Medianoche en París y una preocupación filosófica que recorre toda su obra: el cosmos es un fenómeno sin sentido, y la existencia de los hombres no constituye una excepción metafísica. ¿Cómo defenderse o vivir con esa clarividencia? Los planos iniciales sobre distintos lugares de la ciudad de París son cinematográficamente elegantes. Quizás Allen recordó una conversación que tuvo con Jean Luc Godard acerca de cómo filmar la arquitectura de una metrópolis sin ceder a la estética televisiva. Suena un tema de Sidney Bechet: el espacio remite al presente, la música al pasado, lo que anuncia una intersección futura en el relato. Gil Pender (Owen Wilson) es un escritor frustrado que trabaja como guionista en Hollywood. Junto con su prometida viaja a París, lugar que estima ideal para escribir en serio. Es evidente que se quieren, aunque sus agendas inconscientes son ostensiblemente disímiles, algo que la familia de la novia entiende muy bien. Entre paseos y encuentros familiares, después de una cena, Gil se perderá caminando hasta llegar a la calle Montagne St. Geneviève, donde el conductor de un auto antiguo lo invitará a subir. Será un puente mágico al pasado, a la década de los años locos de 1920, un viaje que Gil emprenderá todas las noches. Allí conocerá a Scott Fitzgerald y a Hemingway, inspirará a Buñuel la trama de El ángel exterminador, discutirá con Dalí y Man Ray acerca del surrealismo, y hasta tendrá un affaire con una amante de Picasso. Gertrud Stein, por otra parte, le hará una crítica a su novela. Al igual que en La rosa púrpura de El Cairo, ese circuito temporal y espacial no será explicado. En un pasaje lúcido, un personaje del ’20 y Gil se toparán con Lautrec en el pináculo de la Belle Epoque. Esa escena constituye el centro de gravedad filosófico: la idealización del pasado es una falsa opción, que ni siquiera funciona como consuelo. El pasado mítico es un obstáculo, un impedimento, un deseo negativo. Finalmente, entre sus periplos al pasado, Gil tomará una decisión sobre su futuro. Quizá porque la mayoría de los personajes son especímenes grandiosos de la literatura y la pintura, y todos ellos tratan a Wilson, el álter ego de Allen, como a un igual, la película carece del típico desprecio de Allen por sus criaturas, que siempre son menos inteligentes que su titiritero detrás de cámara y, por obsecuencia y consecuencia, también menos sagaces que su público. Wilson, además, le impone un tono ligeramente naif a su personaje. Es evidente que Allen ha trabajado conscientemente sobre la inocencia del personaje, pero el modo como Wilson interpreta a un imaginario Allen rejuvenecido trastroca la amargura cínica del cineasta en una ligereza que hasta puede confundirse con sabiduría prematura. La mejor película de Allen en años insiste en una sola cosa: las cosas funcionan sólo por deseo.
Un amigo llamado papá Había una vez una época en la que los jóvenes se escondían para fumar sus primeros cigarrillos y se dirigían a sus padres sin el tuteo, que suele denotar familiaridad y cariño; se hablaba con cierta distancia y asimetría, lo que para nosotros hoy resulta entre ridículo y bizarro, y, en última instancia, antidemocrático. Hoy lo sabemos: los padres son camaradas lúdicos en la niñez y posteriormente, en la adolescencia, compinches y amigos. A papá ya no se le dice “señor” sino “chabón”. La segunda película de los hermanos Joshua y Ben Safdie (El placer de ser robado) retrata, más allá de su contexto, una experiencia reconocible. Un padre relativamente joven apenas puede cuidar a sus hijos pequeños durante los 15 días de custodia que le tocan, aunque sí puede jugar y convertirse casi en un niño. Los tres, a veces acompañados por una novia no menos infantil, viven un universo simbólico sin límites: dar rienda suelta al deseo es la única ley. Lenny trabaja como proyectorista de un cine de películas clásicas; es evidente que sabe hacer bien su trabajo, aunque para cumplir un horario y responder a las mínimas exigencias de esta actividad experimenta una tensión completamente devastadora. La inestabilidad laboral, emocional y doméstica es una constante, de lo que se predica un estilo de registro: la cámara en mano comunica en su perceptible vaivén el desequilibrio; y también se transmite la poca sabiduría que Lenny puede legar a sus hijos, que se expresa en una visita al Museo de Ciencias Naturales de Nueva York, en donde él subraya la importancia de mirar los detalles. Hay una escena onírica formidable en la que Lenny lucha con un insecto gigante, un sueño en el que puede ejercitar mucho mejor su función paterna, más todavía cuando en la vida diurna una decisión riesgosa puede llevar a sus hijos a dormir por varios días. En ese sentido, Lenny es perverso, porque ni legisla, ni protege, y en un mundo sin leyes y sin límites su legítimo amor por sus descendientes directos los puede poner en peligro. Una de las consecuencias identificables de cuando los padres dejan de legislar y devienen en compañeros.
Hechizo del tiempo Puesta en marcha la creación, el tiempo resulta irreversible, incluso para Dios. Este es un viejo problema teológico, más lateral que central en la tradición filosófica, un dilema teórico cuya traducción práctica es la reconocible fantasía que cualquier mortal experimenta ante un hecho trágico, no deseado e ineluctable. La ecuación en 8 minutos antes de morir es comprensible, más allá de si uno tiene conocimientos de mecánica cuántica y cálculos parabólicos: un hombre, un soldado involucrado en una operación militar en Afganistán, despierta en un tren. Los detalles que implica la interacción con los pasajeros constituyen una experiencia fenoménica. Una mujer le habla pero no lo llama por su nombre. Inquieto, desesperado, irá al baño y al mirarse en el espejo su semblante será otro. Unos minutos después la detonación de una bomba terminará con todo. Así, el hombre despertará en una cápsula y una bellísima militar se comunicará con él para reprogramar su identidad y seguir con la misión, que implica volver al tren y averiguar quién es el responsable del atentado, primero entre muchos que están por venir. Como si fuera Sísifo (o Bill Murray en Hechizo del tiempo ), volverá una y otra vez al mismo escenario hasta descifrar quién es el asesino, es decir que en la repetición tendrá que hallar una diferencia esencial. ¿Una viaje en el tiempo? ¿Una realidad paralela? El capitán Stevens es un cobayo de un científico militar; quizá ya no esté con nosotros aunque su cerebro aún permanece activo entre sus memorias y la simulación de una realidad experimentada en el cuerpo de otro a través de un software denominado “código de origen”. Pero no todo está programado, y tal vez la realidad sea múltiple y abierta. Más allá de la inconsistencia científica que articula la propia lógica del relato, Duncan Jones, en su segunda película, dispone su material al servicio de una meditación filosófica pop sobre la irreversibilidad del tiempo, la identidad y la soledad (masculina), tópicos que ya estaban en En la luna, una película mucho más consistente. Tal vez las inclinaciones filosóficas de Duncan sean más afines al paisaje lunar que a los suburbios y la ciudad de Chicago en el contexto paranoico militar del tiempo presente estadounidense: de allí la futilidad política del filme, cuyas repetitivas y geométricas panorámicas iniciales sobre la ciudad son en materia formal el acierto visual de una película cuya idea sobrepasa a su puesta en escena. El hijo de Bowie es un cineasta interesante. Su legítima curiosidad está por encima de una industria en la que el pensamiento es una interdicción y el entretenimiento un imperativo categórico. La soledad de sus personajes no es muy distinta de la suya.
Un cuento humanista La ganadora del premio del público en el festival de Locarno 2010 tiene un arranque poderoso: Yulia, inmigrante de algún país ex comunista de Europa del Este (no se especifica, pero es Rumania) y empleada extranjera de una empresa panadera en Jerusalén, muere en un atentado suicida. Un cheque la vincula con la compañía, lo que lleva a un periodista a publicar una historia sobre el maltrato de las empresas con los extranjeros. El director del departamento de Recursos Humanos intentará frenar la arremetida amarillista y terminará involucrado con el destino de los restos de la víctima en un viaje a través de la tierra de la difunta acompañado de su hijo adolescente. Algunas secuencias formalmente interesantes y elementos iniciales de la trama, como cuando el gerente entiende las razones del despido de Yulia, o el registro general de la vida cotidiana de Jerusalén, van desdibujándose a medida que el relato avanza. La transformación de un drama sugestivo en una comedia picaresca, que intenta ser una crítica de la burocracia y una alegoría sobre la condición errante del pueblo judío, todo matizado por el humanismo elemental característico del cine de Riklis, no alcanza para redimir un guión descabellado poblado de lugares comunes y estereotipos.
El riff de la resistencia ¿Qué sabe usted de Guatemala? ¿Tienen cine en "el lugar de muchos árboles"? Es posible que si uno cultiva la curiosidad por el continente latinoamericano, su historia y su política, el pasado y el presente de Guatemala no resulten lejanos. De ser así, tal ve sepa que desde los comienzos del cine Guatemala fue un país fértil para el séptimo arte, aunque su devenir histórico en el siglo XX interrumpió ese perfil y esa esperanza. Las marimbas del infierno arranca como si fuera un documental. Alfonso Tunche habla a cámara y cuenta sobre su (mala) suerte. Lo chantajean, lo persiguen, y él, solamente, pretende quedarse con su marimba, instrumento esencial en la cultura guatemalteca. Unos títulos suministran mayor información. En el 2007, este músico iba a formar parte del primer filme de Hernández Cordón, pero el temor del protagonista "obligó" a dejar afuera su parte. De ese inicio es difícil intuir que Las marimbas del infierno es una comedia; lo que será evidente siempre es que la vida en Guatemala no es sencilla. Dedicada a todos aquellos que se involucran en proyectos imposibles, la película de Hernández Cordón desarrolla una historia tan verosímil como delirante. El músico encontrará asilo en la casa de un ahijado, Chiquilín, que le presentará a Blako, médico, religioso y metalero, con el que habrán de conformar una banda de heavy metal cuyo nombre es homónimo al de la película. La distorsión de una guitarra se combinará con los golpes suaves de la marimba, aunque este emblemático personaje, alguna vez entusiasta de Satán, es ahora, paradójicamente, una suerte de rabino heterodoxo que recita en un hebreo fonético ante su comunidad de creyentes. Insólita fusión: un símil de Pappo entona pasajes del Antiguo Testamento; no siempre los que visten de negro pertenecen a las huestes satánicas. Poco importa si el grupo musical conocerá el éxito. Bastarán un par de ensayos y algunas situaciones para que Hernández Cordón desarrolle un retrato discreto pero férreo de una sociedad específica y un discurso preciso sobre el lugar del arte en esta sociedad. Como sucedía en Gasolina, la premiada ópera prima del director, un filme formalmente ampuloso y menos simpático que éste, la violencia social es el tema excluyente de Hernández Cordón (Polvo, su próximo filme, se ocupará directamente de los efectos sociales de la guerra civil, que empezó en 1960 y terminó en 1996). En esta oportunidad, el malestar es evidente, pero la violencia explícita permanece en fuera de campo y el humor neutraliza las calamidades y sintoniza con un espíritu noble de resistencia. En una pared se lee: "Cuando el mundo está en venta revelarse es natural". Reír y hacer música son pequeños actos de rebeldía. Escribir esa palabra con b larga o con v corta, en este contexto, no modifica el significado político de no ceder al conformismo.
Nuestro comentraio de "Priest, el vengador". Regular. La religión cristiana es invencible, y en el cine pasa por un momento de esplendor. Hay para todos los gustos. Para cristianos compasivos está la extraordinaria Dioses y hombres , para los heterodoxos El árbol de la ?vida , para los contemplativos El gran silencio y para los conservadores Encontrarás dragones . Si uno tiene gustos góticos y el paganismo trash característico de la cultura metálica le sienta bien, Priest. El vengador es la película que puede elegir. En un tiempo impreciso, ?la humanidad vive protegida por un clero cristiano genérico: pastores y policías del alma. En esta teocracia apocalíptica que funciona en una metrópolis sin nombre, el mantra callejero y omnipresente es preciso: quien desobedece a Dios lo ofende. La cara de Dios se asemeja a la de un monseñor (Christopher Plummer), y para confesarse con ?este Gran Hermano celestial hay un confesionario electrónico: uno chatea con su confesor, que parece más un contestador automático que un alma virtuosa dispuesta a aliviar las tribulaciones de un mortal sumido en las tinieblas. En una introducción animada, Scott Charles Stewart, un director proclive a la ciencia ficción apocalíptica y religiosa ( Legión ), explica un ?enfrentamiento mítico entre vampiros y hombres. Hubo una guerra, y en esta batalla entre especies surgieron unos curas con poderes extraordinarios, capaces de vencer a los compatriotas de Drácula. Después de la victoria humana, los curas perdieron su investidura y fueron olvidados. La paz reinó desde entonces. Pero un cura (Paul Bettany) cree que los vampiros han regresado, lo que contradice la historia oficial y el control del clero, pues su sobrina, aparentemente, ha sido secuestrada por los míticos enemigos, liderados por un nuevo tipo de vampiro. Naturalmente, el cura será un disidente e irá en búsqueda de la hija de su hermano. Habrá sorpresas. Desprovista de humor, y estoica y unidimensional como su protagonista, Priest. El vengador es un pastiche mecánico en donde Más amor que odio se cruza con 1984 , Ciudad en tinieblas y varios otros títulos que protegen a este filme de su condena eterna. La presencia de Brad Dourif en un papel secundario y algunos pasajes en un desierto de sal contrarrestan ligeramente este despropósito destinado a un supuesto público adolescente. La fe es infinita y mueve montañas.
EL MÍSTICO DE LA TRANSGRESIÓN Una de las grandes películas argentinas del año y uno de los personajes más hermoso de los últimos años. Después de un plano general de un departamento, en donde vive Peter Punk, uno de los directores del filme, vemos unos primerísimos planos de unos muñequitos de superhéroes, un cuadro, una bolsa de maquillajes y al propio realizador delineándose los ojos. Luego, dos testimonios: a Alejandro Urdapilleta hablando de un querido compañero de trabajo y a Humberto Tortonese explicando la fascinación del público por la transgresión. Es una introducción precisa: Walter Batato Barea, clown, travesti, literato, fue un héroe para Punk y un personaje central del underground porteño, tras la recuperación democrática a mediados de la década del ’80. Personaje irrepetible, sujeto de una época discretamente luminosa, no hay psicología que lo explique, ni sociología que descifre sus decisiones y acciones. Batato Barea fue demasiado evanescente y singular para definirlo. De ahí se comprende el método elegido por Punk y Goyo Anchou: multiplicar las voces de la memoria de sus testigos y componer una descripción polifónica para capturar una existencia interrumpida en 1991 por esa enfermedad (rosa) de la que ya casi no se escucha. Hablarán sus amigos, sus defensores y admiradores, sus secretos enemigos, sus padres: Divina Gloria, Gasalla, Ronnie Arias, Cristina Moreira, Katja Alemann, Carlos Belloso, Verónica Llinás, Tino Tinto, Hebe de Bonafini darán su versión de Batato. Alguien dirá: “Un ser casi místico”. Por un trabajo de tesis, Punk registró al propio Batato tanto en su vida privada como en sus performances y presentaciones. Ese material invalorable se entrecruza con entrevistas actuales. Después de 20 años, las cosas han cambiado: la transgresión es parte del sistema, casi un imperativo. Pero Batato pertenecía a otra liga, y el filme lo demostrará: su vida artística rivalizaba con la banalidad del espectáculo. “Priorizó su manera de ser”, dice Gasalla. Anchou y Punk no fuerzan el contraste entre un tiempo y otro; se limitan a yuxtaponer los registros, incluso los fundidos recurrentes, que definen en gran medida la puesta en escena, permiten visualizar (y oír) la transformación en el tiempo de quienes hoy reconstruyen una época. Los discursos, por momentos, desbordan las intenciones de quienes los enuncian y, si bien los realizadores lejos están de buscar rencillas, un fondo conflictivo asoma cada tanto. Batato, como su amada Pizarnik, u otras criaturas incompatibles con la pestilencia del conformismo, como Caicedo y Perlongher (que también tienen sus películas: Noche sin fortuna y Rosa Patria, respectivamente), hacían una experiencia de la transgresión que poco tiene que ver con el escándalo y la provocación adolescente de burlar los límites. Batato buscaba lo ilimitado, esa imprecisa zona donde las palabras y las cosas no coinciden del todo, un territorio en el que ninguna lengua señorea todavía. La transgresión de Batato era de la estirpe de quienes, hundidos en la contingencia de los signos, inventan algo que se piensa más allá del límite. Transgredir sin mirar la ley como horizonte; transgredir como éxtasis, salto, creación. Ver a Batato recitando con un sombrero en un escenario es ver una existencia caída de otro mundo, una expresión artística que carece de escuela y tradición. Como su hermano Ariel, que murió muy joven, Batato irá contra la naturaleza. No se matará, a pesar de que el suicidio jamás le resultó un tema ajeno, pero sí morirá antes de tiempo. Días antes de morir, sabiendo que la vida lo abandonaba, escribió: “Mi cuerpo es la herencia que me llevo con la muerte”. A nosotros nos quedan estas imágenes. El fantasma material de Batato ríe, baila, habla. La inmortalidad discreta que el cine nos ofrece nos permite verlo de cuerpo entero, incluso hasta podemos ver sus tetas.