AMORES PATOLÓGICOS Una película menor, de un director a veces sobrevalorado Al comienzo una mujer se tira por una ventana. Otra mujer, una prostituta, no puede hacer nada para detener la caída, pero sí decide llevarse un dinero que pertenece a la mafia. Policía y mafiosos intentarán resolver el caso y recuperar el dinero, e indirectamente ese episodio atravesará la crisis matrimonial de Juhani y Tuula, un terapeuta familiar y una consultora empresarial, que viven en una hermosa casa frente a un lago. Empezar una comedia con un suicidio (confuso) no es una decisión ortodoxa, y aunque la puesta en escena le reste dramatismo a la secuencia es posible que Divorcio a la finlandesa sugiera concebir el matrimonio como un suicidio diferido. No es su propósito desprestigiar la institución, pero la trama simplemente dejará en claro que la vida amorosa (y familiar) es propensa a la patología. Los cónyuges no sólo padecen un matrimonio inerte, sino que además los dos han sido abandonados por sus padres, incluso la madre de Tuula hasta pueda ser capaz de secuestrarla. Sí, la vida es dura, pero la risa puede exorcizar desencantos y decepciones. Es así que por mucho tiempo Juhani y Tuula no han tenido sexo, tampoco hijos. Una vez divorciados vivirán en la misma casa y llevarán a sus respectivos amantes. Él se “enamorará” de una prostituta facilitada por su hermanastro; ella pretenderá tener una relación con un hombre más joven, que viaja en su avión hasta su casa para satisfacer los placeres de la carne. La estrategia ni siquiera es inconsciente. Los celos, justificados o no, son siempre patológicos, y aquí funcionan como un método para recuperar el matrimonio. Mientras el matrimonio se hace y se deshace, la búsqueda del dinero robado prosigue. El hampa acecha, la policía investiga y, sin saberlo, Juhani y Tuula quedarán asociados al delito. A diferencia de su hermano menor, el gran director finlandés Aki Kaurismäki (El hombre sin pasado), cuyos dramas no exentos de humor carecen de dramatismo y apuestan en su minimalismo formal y narrativo a destilar lo esencial de las emociones que constituyen la vida anímica de los hombres, Mika, que vive hace tiempo en Brasil, parece militar en el exceso: todos se encaman con todos, todo se dice y se explica, la comedia de enredo matrimonial deviene en comedia negra con algún que otro elemento edípico. A pesar de las notables diferencias cinematográficas entre los hermanos, su cosmovisión es la misma. En un pasaje menor un personaje secundario cita la famosa frase de Macbeth: “La vida es una historia contada por un idiota, llena de estruendo y furia, que nada significa”. Los Kaurismäki creen, justificadamente, que el humor es el mejor modo de conjurar la indiferencia del cosmos.
DE MITOS Y MILAGROS Sirenas, transplantes, delincuentes de Europa del este confluyen en este drama familiar tan explícitamente edulcorado como propenso a la crueldad. Las panorámicas aéreas que dan inicio a Amor sin límites son cautivantes. El mar, de por sí, es una entidad cinematográfica, y en esta ocasión el reconocido director Neil Jordan, a través del ojo exquisito del fotógrafo Christopher Doyle, le confiere, evitando la excesiva luminosidad del sol, un semblante verdoso y azul oscuro, colores que, por otra parte, se impondrán en todo el relato, lo que constituye una propuesta cromática sensible. Acompaña una melodía atmosférica salida de la guitarra de Pat Metheny, hasta que en semicírculos la cámara aterriza en un modesto barco pesquero. Es un buen comienzo y un buen escenario: la costa irlandesa de Cork es ostensiblemente hermosa. Allí, solitario y triste, lleva el timón Syracuse (Colin Farrell), un ex alcohólico al que sus coetáneos le dicen payaso y cuya única razón para vivir está centrada en su pequeña hija, Annie, curiosa y precoz, pero también muy enferma. La espera por un riñón para un trasplante no resulta sencilla. Ni el pescador, ni la madre de la niña, que vive con otro hombre, tienen vidas fáciles, aunque la fortaleza de la niña es sorprendente. Prodigio de las ciencias médicas, un trasplante es lo más parecido a un milagro. La vida de Syracuse cambiará completamente cuando en una de sus redes, en vez de encontrar salmones y langostas (con el tiempo llegarán a raudales), recoja a una bellísima mujer. Quizás sea un milagro concreto, pues la doncella marítima todavía respira, excepto que se trate de una sirena o, en este contexto, una selkie, una criatura (mítica) que en el mar adopta la existencia física de una foca mientras que en la tierra es simplemente una mujer. Ondine, dice llamarse, temerosa y misteriosa, será la protegida del pescador, también su amor y una esperanza mitológica para una niña que no desconoce su precario destino. Como suele suceder en las películas de Jordan, no todo es lo que parece, y no solamente porque en sus filmes lo real y la fantasía se entremezclan. El cuento de hadas puede devenir en un breve thriller policíaco, y aquí también se develará un secreto, aunque no será como el famoso giro final de El juego de las lágrimas. En un pasaje inicial Syracuse le pide a su hija que le cuente algo extraño o maravilloso. Quien intenta hacerlo por 111 minutos es el propio Jordan. Su voluntad excesiva de conmover edulcora hasta el cansancio un relato no desprovisto de la dosis de crueldad característica de su cine. El montaje pretende desorientar, el exceso de música emocionar, mientras que desde el guión se controla todo. Es por eso que Amor sin límites respira algo de vida en escenas de transición, casi insignificantes, como las que transcurren en un mercado de pescadores, y acaso humorísticas, como las del confesionario. A veces, la moderación puede ser extraordinaria.
Este filme clase B, inspirado en un evento real, y que remite un poco a El abismo, una vieja película de James Cameron (que aquí oficia de productor ejecutivo, y de argumento de marketing), consigue lo imposible: convertir un filme de aventuras en unas cuevas subterráneas de Nueva Guinea (que parecen de la peor utilería), entre buzos y exploradores de otros mundos, en un insignificante drama filial en donde un padre dedicado a expediciones varias y su hijo, enojado con su progenitor por sus ausencias y distancias, intentarán sobrevivir junto a otros miembros del equipo de investigación, después de que un temporal los deje atrapados a miles de metros bajo tierra mientras paulatinamente el río inunda el lugar. “Confía en la cueva, sigue el río” es el mantra paterno, lo que cifra la esperanza de encontrar en ese laberinto acuático una salida al mar. Psicología berreta y poesía utilitaria, pues ni siquiera la repetición de algunos versos de “Kubla Khan” de Coleridge alcanza para remediar la fealdad de las cuevas, el poco ingenio para filmar en espacios reducidos y utilizar a favor los pocos planos abiertos, la grotesca profundidad psicológica de los personajes y los conflictos ilógicos que surgen a medida que el peligro difuso acecha, ya que en este ecosistema los animales, las plantas, e incluso los extraterrestres brillan por su ausencia.
Este thriller esencialmente ridículo se predica de una forzada escena pasajera en donde Russell Crowe, antes de devenir en una suerte de detective, ejerciendo como profesor de literatura expone el nudo problemático del Quijote en torno a cómo ciertas circunstancias nos llevan a la irracionalidad, aunque el comportamiento y las decisiones del personaje de Crowe, más que irracionales, son casi sin excepción inverosímiles. ¿Qué tal un profesor de literatura a los tiros con unos dealers en los suburbios de Pittsburgh? El amor lo puede todo, se dirá, aunque la moraleja del film es que en Internet se puede aprender de todo, desde hacer llaves maestras hasta abrir autos con pelotitas de tenis. Tras una secuencia inicial en la que se establece el conflicto (el malestar de la mujer de Crowe, Lara, interpretada por Elizabeth Banks), una dulce escena familiar con el único vástago de la familia tiene lugar. Es un instante de amor puro interrumpido por un allanamiento policial violento anticipado por un piloto con sangre. Lara irá presa, y toda la evidencia confirmará su culpabilidad. Tras varias apelaciones, la decisión de Crowe es liberar a su mujer en sus propios términos, y bien le servirán los sabios consejos de un Houdini penitenciario encarnado por Liam Neeson. El apóstata de la Cientología, también guionista y director, Paul Haggis suele apostar por la tragedia y las situaciones límite para hilvanar sus historias con pretensiones existencialistas. Como en todo drama penitenciario, la simpatía por la fuga de un inocente es atravesada por el suspenso de saber si logrará o no escapar, y es aquí donde la imaginación de Haggis resulta esquemática y acomodaticia. Musicalizada hasta el hartazgo y exorcizada la trama de toda ambigüedad para evitar cualquier gris moral, excepto si se trata de matar drogadictos, el destino final del héroe y su familia ni siquiera admite una lectura irónica o, en su defecto, ser interpretado como chiste político.
En esta estólida e innecesaria secuela de una comedia de medio pelo el cómico Martin Lawrence vuelve como el detective del FBI (y maestro del disfraz) que una vez más deviene en una abuela obesa para resolver un caso que involucra a la mafia extranjera. El relato transcurre en una escuela de arte de mujeres; Big Momma y su “hija”, un rapero narcisista y testigo involuntario de un asesinato, y por necesidad también convertido en mujer, mientras protegen su identidad y buscan un USB con información clave para arrestar al mafioso de turno, se unirán a la institución artística como bedel y alumna respectivamente. Los gags resultan mecánicos, no menos desangelados que su trama ridículamente impune. Una secuencia vergonzosa remite a Fama, aunque la filosofía retrógrada del film se puede constatar en su visión sobre las mujeres y la obesidad, a pesar del intento democrático de concebir la belleza femenina más allá de los kilos de Big Momma, que posa como modelo para una pintura colegial. La simpatía de un guardia de seguridad con más de 170 kilos no alcanza para redimir este producto insólito que ni siquiera puede despertar el interés de Cormillot y los productores de programas de televisión en donde la obesidad goza de buen rating.
Este institucional sobre los marines poco tiene que ver con el cine, incluso con el género catástrofe en su vertiente perversa articulada con encuentros del tercer tipo. En agosto de este año lo que temíamos se hará realidad: extraterrestres militarmente poderosos vendrán por nuestra agua; es una invasión, dice un experto, pues toda colonización comienza con la eliminación de la población. Como siempre en este tipo de producciones millonarias, el inconsciente ideológico está expuesto, pues esta pesadilla intergaláctica parece la elaboración culposa y fallida de las recientes aventuras castrenses norteamericanas en Irak y Afganistán, facticidad histórica que funciona como sombra simbólica de la psicología del sargento interpretado desvergonzadamente por Aaron Eckhart. El marine siempre debe tomar decisiones, y los marines, jóvenes del mundo, es hora de saberlo, nunca se rinden, dos máximas que se repiten como una cifra didáctica y un eslogan seductor para posibles postulantes en la audiencia. El héroe americano alcanza aquí su máxima expresión de pureza (y primitivismo) entre los dirigidos por Eckhart, un héroe capaz de llorar y ejercitar su costado sensible ante la orfandad de un niño (y un soldado a sus órdenes cuyo hermano perdió la vida en Irak bajo su mando). Los planos generales digitalizados de Los Ángeles en llamas poseen la creatividad y sensibilidad propias del ejército norteamericano, y aunque Liebesman se esfuerce en registrar los combates cuerpo a cuerpo como si se tratara de un documental o una transmisión en vivo desde Bagdad, Invasión del mundo jamás propone algo que se parezca a cine. Aquí todo es propaganda, imbecilidad y patriotismo retrógrado.
LOS ACTOS COTIDIANOS La tercera película de Castro consigue plasmar una búsqueda teórica y práctica del cineasta; una película mucho más importante de lo que se cree, y una actualización de la vieja política de los autores en un nuevo contexto. En Obra reunida, de Mario Bellatin, se puede leer en la solapa: “Soy Mario Bellatin y odio narrar”. Esta declaración del protagonista de Invernadero, tercera película de Gonzalo Castro, ganadora en el BAFICI y Gijón en 2010, es una aseveración paradójica: los escritores de novelas, se supone, desean contar una historia. Muchos dirán lo mismo del cine: quien filma pretende contar algo. En el cine de Castro la voluntad narrativa es homeopática: el relato se destila hasta casi su desaparición, lo que no significa que nada pase. Invernadero muestra la cotidianidad de un escritor. Bellatin se interpreta a sí mismo. Corrige sus textos, pasea con sus perros, decora con hojas su brazo ortopédico, se afeita, dialoga con su acupunturista, escucha a un exégeta de sus escritos y comparte tiempo con su hija (Marcela Castañeda, mujer de Castro y una revelación), que suele coser y también baila. Entre el sugestivo plano inicial en un jardín hasta el bellísimo plano de cierre en donde la hija abraza a su padre, ningún pasaje propone tensión dramática, ni denota un mensaje a descifrar. Se discutirá sobre la obra de Bellatin. Su puntuación, por ejemplo, parece más cercana al entendimiento infantil. El punto indica el fin de la respiración, no la demarcación del sentido en una oración. En una secuencia absolutamente lúdica y lúcida, el escritor y una amiga cercana hablarán del proyecto de Bellatin como una literatura sin palabras. No se trata de transmitir ideas sino de que la literatura exista. Lo mismo se podría decir del cine de Castro. No se trata de ilustrar ideas sino de que la materialidad de las imágenes devele un mundo, un habla, una interacción entre quienes lo habitan. Castro filma relaciones y oraciones. La existencia lingüística es su especialidad indiscutible, de allí su búsqueda de cómo encuadrar la actividad verbal compartida. Jamás un plano-contraplano. El procedimiento de registro consiste en dejar quieta la cámara y eventualmente cambiar de plano, tal vez acercándose un poco al orador en cuestión, lo que implica un entendimiento sonoro de cómo registrar el habla. Doble fascinación y obsesión de encuadre: los sonidos que emite la boca y los gestos del rostro deben ser combinados en un registro orgánico preciso. ¿Cómo filmar la conversación? ¿Cómo mirar lo que define la cualidad singular de nuestra especie? Pero también: ¿cómo encuadrar lo que se retiene, se escapa y eventualmente se olvida o permanece ausente? Bellatin dice no acordarse de su obra, y no se reconoce en lo que alguna vez escribió. Cuando su hija le cuente sobre un extraño diagnóstico de su osteópata sobre un dolor muscular vinculado a un no movimiento, es decir, una dolencia que no responde a la lógica de un desgarro o un tirón típicos de la vida de un bailarín, pues lo que ocasiona malestar es la ausencia de un movimiento corporal, Bellatin mostrará asombro y se reconocerá en esa idea. En efecto, en esas paradojas se inscribe su literatura; y quizás también el formalismo amable de Castro. A menudo, por afán de seguir un método al pie de la letra, los personajes quedan en fuera de campo, ausentes, o quizás a medio camino. Otro director lo corregiría, pero Castro prefiere una inesperada asimetría. Tal vez es así porque el cineasta intuye que una cámara no funciona como un arpón con el que se debe cazar sin piedad lo real en su acontecer. La imperfección permitida es un resguardo, una concesión y un reconocimiento ante el devenir de los acontecimientos, que no son del todo filmables. Algo queda afuera, siempre. Castro, que filma, edita, ilumina, registra el sonido y escribe su película completamente solo, revivifica y radicaliza la vieja idea de cine de autor. No se trata de un viaje narcisista, sino de una aventura técnica en la que se descubre inesperadamente una estética. Su película es la verificación de una hipótesis de trabajo, después de una larga investigación sobre la naturaleza del sonido directo y la luz natural, en un estadio del cine cuya mutación digital todavía es novedosa, extraña y sospechosa. En primera instancia, Castro sugiere cómo la digitalización del cine implica una nueva concepción del autor. Pero la gran provocación de Castro no consiste solamente en impugnar ciertas supersticiones sobre las condiciones de producción, casi siempre el eco de una fantasía insólita en donde cine e industria son connaturales. Su austeridad ostensible es compatible con resultados visuales y sonoros que pueden despertar cierta envidia entre sus colegas. La provocación de Castro es negarse a una superstición mayor y mayúscula, que excede el orden cinematográfico: que todos los instantes de nuestras vidas siguen un orden secreto y una dirección, es decir, que nuestras vidas funcionan como un relato, un guión inconsciente que seguimos e interpretamos. Trastocar este artículo de fe entre los mortales puede resultar muy caro. De ahí el fastidio que ocasiona entre muchos espectadores, porque narrar es un modo de lidiar con el sinsentido, una conjura del mero paso de la existencia. Cuando un cineasta se convierte en un desertor pone en tela de juicio una metafísica que salvaguarda la cotidianidad. Lo extraño es que Castro, sin embargo, halla belleza y ternura en los actos cotidianos. Son 72 planos en donde la vida crece porque sí, pues el capricho de la materia y sus formas alcanza para escribir, desear y reír.
En donde el humanismo brilla por su ausencia es en Fase 7, la ópera prima de Nicolás Goldbart, una comedia negra con elementos de western y ciencia ficción cuya vocación de entretenimiento queda expuesta desde el comienzo, como también sus principios cinéfilos. Si bien remite a películas recientes ( Rec , La comunidad ) y tiene otras referencias sustanciales ( El Eternauta y las películas de John Carpenter), hay algo intrínsecamente vernáculo en la propuesta. Un supuesto virus impone una cuarentena a los vecinos de un edificio porteño. “Somos 16 personas y una doméstica”, le informa un vecino al equipo paramédico y policial que viene a verificar la gravedad del suceso. Es la línea más política de un filme que parece canalizar oblicuamente la paranoia colectiva sobre la gripe A, su referencia explícita al mundo, junto con una cita un poco forzada de un discurso famoso de Bush sobre el nuevo orden mundial. Un hallazgo del filme es su elenco: Daniel Hendler, Federico Luppi y Yayo, el humorista televisivo, hacen una combinación perfecta e inesperada; los tres se divierten, los tres divierten. El darwinismo filosófico del filme (sálvese quien pueda) funciona como una crítica lúdica a las costumbres. No es precisamente una película sobre el amor al prójimo; el vecino es un potencial enemigo, y quizás un asesino. De lo visto hasta ahora, la gran candidata de la competencia es Martes, después de Navidad , de Radu Muntean, al menos hasta que se estrene el último de Jerzy Skolimowski, Asesinato esencial , o que el cordobés Rosendo Ruiz sorprenda con De caravana . Esto recién empieza.
La aventura de existir La presentación es una declaración estilística y narrativa. La pantalla se divide en tres y se pueden ver grandes masas de gente. Algunas imágenes corresponden a corridas de toros, otras son de la bolsa, pero la figura que se repite es precisa, y simbólicamente relevante: la multitud. Inmediatamente, a continuación, conoceremos al héroe, Aron Ralston (en un lucido trabajo de James Franco), listo para partir a una nueva aventura en el Blue John Canyon, y sin avisarle a nadie de su paradero. Un trecho será en cuatro ruedas, y después en bicicleta. Otra vez la pantalla se divide en tres. La multitud ahora es sustituida por un hombre solo en un territorio inmenso y despoblado. Es una introducción veloz y eficaz, no muy lejos del clip, una cierta tendencia en el cine de Danny Boyle. 127 horas, basada en el libro del propio Ralston, se predica del hilo invisible que se establece entre la multitud (lo Otro) y la singularidad de un yo, aquí un hombre atrapado en una cueva y sin poder moverse, porque una roca aprisiona su mano derecha. El yo depende de los otros, será la moraleja, y el suspenso, naturalmente, se construirá a partir de cómo escapar. ¿Telequinesis? ¿Intervención divina? ¿Proeza fisicoculturista? Ni metafísica, ni teología, ni musculatura anabólica, la salvación reside aquí en la materia y en el ingenio quirúrgico. Sí, este es el filme en el que varios espectadores se desmayan. Después de Slumdog Millionaire, un abyecto cuento moral neocolonialista en la India, 127 horas es una película más sólida. La supervivencia implica casi un grado cero ideológico y una supremacía de la psicología. Quizás preocupado por la inmovilidad de su único protagonista, Boyle hace que la velocidad en el montaje sea ostensible desde el inicio, y no siempre la música resulta coherente con las imágenes. Así, tras el paso de los días, ya sin comida y sin agua, los sueños, los recuerdos y las alucinaciones son el contrapunto lógico y narrativo de un hombre cuyo máximo placer será estirar una pierna para sentir el calor del sol por 15 minutos, aunque, ante la inminencia de la muerte, el onanismo es también una opción legítima pero peligrosa. Como en Náufrago, en donde Tom Hanks, abandonado en una isla, inventa a Wilson, su confidente, una pelota de voley humanizada, aquí una cámara de video será su Wilson, su interlocutor, y servirá como testamento y como un gran Otro imaginario. En un pasaje magnífico, Ralston se filma como si estuviera siendo entrevistado en un programa de televisión con público presente. Mientras Franco demuestra su calidad como intérprete, el filme 127 horas sintetiza una idea filosófica: somos siempre en función de otros y en contraste con otros. El yo es una contingencia que otros ayudan a olvidar.
El secreto de esta comedia romántica sobre la transferencia amorosa, sin por esto desestimar la legítima posibilidad de que un hombre y una mujer (u otras combinaciones posibles) puedan disfrutar de tener sexo sin constituir una pareja, consiste en una excelente combinación entre un guión sólido y una puesta en escena inteligente. Aquí, los personajes parecen personas, las locaciones de Los Ángeles lugares reales, a pesar del artificio edilicio de esa ciudad espectáculo. Desde adolescentes, Adam (Ashton Kutcher, quien parece ser un Kevin Costner de su generación, es decir, un actor clásico que los supuestos grandes intérpretes salidos de la fábrica gestual del Actors Studio), un escritor que trabaja como asistente de dirección en una serie televisiva, y Emma (Natalie Portman, en otro papel sufrido pero con matices e instantes de placer, es decir, más una neurótica que una psicótica en tutú como en El cisne negro), una médica exigente, se gustan, pero pasarán muchos años hasta que finalmente empiecen primero a acostarse y después a enamorarse. Ivan Reitman y Elizabeth Meriwheter asumen las premisas del género en clave contemporánea, y si bien los clisés característicos están presentes (la consagración del romance, una boda, un funeral, amigos compinches, y la familia como una institución omnipresente), el director y la guionista le imponen al relato una madurez poco frecuente en la construcción de los sentimientos y el vínculo entre los personajes, sin apelar al conservadurismo típico en donde el sexo se ordena en función del amor; esencialmente, Amigos con derechos es una película libertaria, y el retrato de la psicología femenina es más complejo de lo que parece. El excelente gag sobre un remixado de temas musicales que directa e indirectamente sugieren el período menstrual es un brebaje sonoro ideal para conjurar la truculenta oda de Arjona al sangrado mensual del supuesto sexo débil