En una entrevista para la revista Film Comment, el director inglés Paul Greengrass sentencia: “Realmente pienso que mis cuatro películas recientes –las dos últimas de Bourne, Vuelo 93 y La ciudad de las tormentas– son en algún sentido películas sobre la primera década del siglo XXI. Todas giran en torno a la ascendencia de Bush”. Greengrass es el mejor director de secuencias de acción en la actualidad. Su entrenamiento como documentalista para la televisión inglesa le ha otorgado un sentido del timing y una capacidad exquisita para escuchar anticipadamente el azar que, puesto al servicio de coreografiar una escena de acción, es capaz de esculpir sobre el caos movimientos colectivos virtuosos. En efecto, los últimos 30 minutos de La ciudad de las tormentas puede verse tanto como una batalla heterodoxa y una magnífica persecución por las calles de Bagdad como un prodigio formal en donde el espacio deviene en entidad dramática. La película gira en torno a una mentira política: la existencia de armas de destrucción masiva en Irak. Damon es Roy Miller, un militar de rango encargado de buscar el “Grial” que justifique una invasión. Son los primeros meses en la tierra de Hussein. La película confirma otra sospecha: la expedición “demócrata” al Golfo Pérsico tuvo poco que ver con refrendar los valores cívicos de Jefferson y Whitman. Se trataba, más bien, de controlar las reservas de petróleo y consagrar la hegemonía estadounidense a escala planetaria. Miller tendrá dudas: “Vine a encontrar armas y salvar vidas, y no hallé nada, y quiero saber por qué”. Al final de su periplo expondrá el candor del buen americano: “¿Qué sucederá la próxima vez cuando pidamos que confíen en nosotros?”. Patrióticamente, los funcionarios, la prensa y la milicia prefirieron imprimir la leyenda; Greengrass pondrá en boca de un lugareño el derecho de los iraquíes a decidir por ellos mismos su destino político. Pero las buenas intenciones son insuficientes. El semblante de Damon como un Bourne en Bagdad va transfigurándose en un Ryan reencarnado en la tierra de Alá y del petróleo. El agente implacable y trastornado, un síntoma de la época, cambia de piel. Así, el impecable héroe americano regresa, y es precisamente en la salvaguarda de su figura inmaculada en donde se deposita la esperanza de una nación conducida por bandoleros. Una creencia ridícula, tan inverosímil como las armas que sólo existieron en el imaginario perverso de los ideólogos de la Casa Blanca.
El malestar en la familia Los primeros minutos de Por tu culpa son extraordinarios. Una escena doméstica reconocible se convierte en un espacio sonoro entre insoportable y fascinante, secuencia capaz de musicalizar el malestar de una familia de una clase específica: dos niños parecen desconocer todo límite; juegan, ven la televisión, se pelean entre ellos. Mientras tanto, su mamá oscila entre ejercer su función materna y mandarlos a la cama o seguir escribiendo en su computadora. Una conversación telefónica con el padre, los dibujitos en el cable, la respiración de la madre son notas de una pieza de música concreta que condensa un desorden. En este microcosmos sonoro habrá un accidente menor. El niño más chico se dará un golpe en la cabeza y será llevado a una clínica (el viaje hasta allí es un prodigio de suspenso). Es una medida prudente que derivará inesperadamente en un episodio jurídico, pues el médico de guardia no sólo habrá de revisar la cabeza del niño sino que intentará descifrar otras marcas, un “texto” escrito en el cuerpo que excede la categoría de accidente. Luego llegará el padre. Ya en el amanecer, la familia habrá de comenzar un nuevo día. Incómoda Formalmente ambiciosa y conceptualmente incomoda, Por tu culpa explora la violencia familiar de una clase social más que acomodada a la que se la exime de su demostración y expresión física, a pesar de que aquí su ejercicio permanece en un radical fuera de campo. Apenas se ven las consecuencias, pero sí se ven todas las estrategias para negar la existencia de un par de moretones. La obsesión por el registro del cuerpo y la piel en el cine de Berneri no es una novedad, pero aquí tanto los sospechados como las víctimas hablan por sus extremidades y gestos corporales. Si bien el trabajo de Érica Rivas es notable, la interpretación de los dos niños es tan sobresaliente como perturbadora. ¿Están actuando? Lo cierto es que sólo un registro paciente y meticuloso puede ofrecer resultados semejantes. Berneri sostiene el filme en este triángulo genético, tan poderoso que no necesita ni de música, ni de otros subrayados. Por eso, el plano general que cierra el filme es tan preciso como abierto: se visualiza una política familiar. El silencio nunca fue ni será un sinónimo de salud. Es perversión.
Los primeros diez minutos de Sex and the City 2, una película ideal para toda mujer que jugó desde niña a las barbies (y sus padres pudieron pagarlas), constituyen el único rasgo redimible de este mamotreto neocolonialista que pretende ser una celebración de la amistad femenina y una exposición libertaria del segundo sexo. Una boda gay y un coro de ángeles queer tiene mucho más vitalidad que el disparate obsceno y ridículo que se transformará en una tortura moralista de casi dos horas. Son diez minutos de cine, al menos hasta que aparezca Liza Minelli sustituyendo al rabino de ceremonia y haga una demostración ontológica: a su edad todavía puede bailar y cantar. En efecto, "El tiempo es una cosa extraña", como dice la voz en off de Sarah Jessica Parker, algo indudable después de ver la batalla quirúrgica de Minelli contra la segunda ley de termodinámica aplicada a su piel (una contienda que también Penélope Cruz parece haber iniciado, al menos ése es el semblante que trasluce su breve cameo en el que interpreta a una vicepresidenta –no presidenta– de un banco madrileño). El tiempo y sus efectos es uno de los problemas de los personajes, los otros inconvenientes giran en torno a la vida familiar y la vida matrimonial. Pero las chicas harán su terapia multicultural y exótica en Abu Dabi (en realidad Marruecos), el "nuevo Medio Oriente", y así, en un clima festivo, acaso canalizando el espíritu condescendiente de "We are the world, we are the children", las chicas harán un karaoke que confirma y verifica la universalidad de la cultura estadounidense, un valor absoluto y tan universal como la opulencia del american style, más allá de que Parker deje un vuelto a un sirviente indio y se sorprenda de que un bello par de zapatos, en estas tierras lejanas, cueste 20 dólares. (RK)
Regreso a Brideshead es una de las tantas películas inglesas sobre su aristocracia decimonónica (y crepuscular), todavía presente en la primera mitad del siglo XX. Orgullo y prejuicio, Expiación, Buenas costumbres son títulos recientes de este género impreciso aunque reconocible, casi siempre adaptaciones literarias. A menudo, el conflicto narrativo pasa por la aparición de un intruso: puede ser un burgués culto, o incluso una alteridad más lejana llamada proletario. La Primera y la Segunda Guerra Mundial suelen ser el contexto histórico, algún romance su texto preferencial. Suelen ser filmes en los que el decorado intimida a la percepción, y para el extranjero resulta siempre una clase magistral sobre la musicalidad de la lengua inglesa. Basada en una buena novela de Evelyn Waugh, Regreso a Brideshead se centra en la interacción de un estudiante de historia recién ingresado a Oxford, Charles Ryder, cuya vocación pasa por la pintura, y una familia aristócrata, en la que la madre (superiora) legisla el destino de las almas de sus vástagos. Católica fervorosa, su preocupación esencial pasa por el bienestar trascendental de sus hijos, uno de ellos homosexual y alcohólico, que se enamorará platónicamente de Charles, aunque en cierto momento el joven burgués, un ateo confeso, pretenderá consumar una versión carnal de Eros con la hermana de aquél. En el matriarcado fálico de la familia Flyte se debe acatar un destino. Dios tiene un plan, y su intérprete familiar también, aunque el deseo de sus criaturas no siempre coincide con el orden de los acontecimientos. Charles, por lo pronto, se siente culpable, nos dice desde el futuro, ya como sargento durante la Segunda Guerra Mundial. Teológicamente estéril y sociológicamente pueril, la película de Julian Jarrold podrá seducir al desprevenido por su “bella” fotografía y sus “grandes” interpretaciones, aunque la máxima distinción dramática pasa por convertir una mansión (Brideshead) en personaje y su discreta conquista estética no va más allá de un par de planos en contrapicado de Oxford. El resto es una falsa disputa entre creyentes y escépticos, y un poco de desprecio por el arribismo “característico” de una clase sin muchos privilegios.
La piel y el espíritu La quinta película de Bruno Dumont carece de violaciones y de escenas de sexo desublimadas, y no transcurre en ningún pueblo rural de Francia acechado por el nihilismo. Aquí, el escenario es París y sus suburbios, y si bien la violencia, cualidad natural y leitmotiv de sus filmes, está difuminada en todo el relato, Hadewijch es su filme más piadoso, tal vez porque en última instancia su tema es la gracia divina. La hija de un diplomático y aristócrata francés vive una experiencia extrema de abnegación religiosa. El Altísimo es su único varón, y su renuncia militante resulta sospechosa para una congregación de monjas en donde Céline parece sentirse más cómoda que en la mansión familiar. La novicia impenitente será enviada al mundo secular para que encuentre allí, eventualmente, las señales del Señor. No es un destino deseado para quien se identifica con una poetisa y mística del siglo XIII, Hadewijch de Antuérpia. Así conocerá a un joven árabe cuyo hermano mayor se dedica a descifrar en el Corán uno de los misterios de las grandes religiones: la noción de lo invisible. Dios está presente en su ausencia, dice el exegeta (y secreto guerrero), aunque también la justicia está ausente, y es allí que Dios deviene en lanza o dinamita divina. Una explosión inesperada no muy lejos del Arco de Triunfo, precedida de un viaje breve a Oriente, permite pensar que la angelical Céline es capaz de inmolarse, si Dios así lo dispone. Quien cree no cree que cree; su creencia es evidencia y un presupuesto inconsciente que orienta la percepción y la acción. Perversamente ecuménica, Hadewijch no solamente funciona como un estudio del psiquismo religioso y su propensión al delirio, sino que además es un bellísimo retrato del sensualismo metafísico. El cuerpo es un receptáculo del alma y una superficie de deseo. La piel blancuzca de Céline es un objeto de deseo, aunque la máxima expresión de erotismo es fraternal. Un personaje absolutamente secundario confirma con su aparición casi milagrosa en el desenlace que Dumont es un exponente actual de lo que Paul Schrader denominó estilo transcendental. Es una escena inolvidable: dos cuerpos entrelazados y algunos acordes de La pasión según San Mateo de Bach funcionan como un homenaje a Mouchette de Bresson y parecen materializar la tesis de Schrader. Es un plano que trasciende a la película y que permanecerá en la retina por algún tiempo.
Esta película rabiosa y desesperada de Brian De Palma es una de las pocas películas que intentan señalar que la expedición democrática norteamericana a Irak no sólo repite los errores y horrores de Vietnam, sino que perfecciona la crueldad y la ignorancia de sus tropas, aunque también constituye, como en tantas películas del realizador, una meditación sobre el lugar que ocupan las cámaras de filmar en la vida contemporánea. Basándose en un hecho real en el que una joven de 14 años fue violada y asesinada por unos soldados estadounidenses, De Palma, con un presupuesto mínimo, decide rodar en digital, según él, para evitar la protección que suministra la imagen cinematográfica. El objetivo es la inmediatez. Lo que se ve parece haber sido registrado por la cámara digital de un soldado raso, un posible documental. Es un efecto perceptivo, también una provocación. Interpretada por actores ignotos, a menudo se ha insisto en la debilidad dramática, un juicio desacertado, pues los intérpretes, en el egoísmo extremo y la banalidad ostensible de sus actos y gestos, materializan una mentalidad reconocible, y probablemente resultarían inverosímiles si se tratase de estrellas de cine. Las proezas técnicas del director están contenidas, aunque un vistoso plano secuencia habrá de saciar a sus seguidores, pasaje en el que los soldados juegan a los naipes. (RK)
Después de su exitoso paso por el festival de Cannes en el 2009 (gran premio del jurado) y la nominación a mejor película extranjera en la última edición de los Oscars, Un profeta, un drama carcelario y un retrato multicultural de la Francia contemporánea que transcurre en una prisión como si se tratara de un vecindario, ha recibido excesivos elogios y un consenso crítico que, como todos los consensos, resulta sospechoso. Para los francófobos, esos que piensan que el cine galo es pesado e intelectual, Un profeta les resultará liviana y accesible. Jacques Audiard habla en francés, pero filma en inglés (algo similar a lo que ocurre con Campanella). Su película refleja sus predilecciones e influencias. Si en Un profeta no se hablara en francés (y en árabe), bien podría ser un filme de Michael Mann o Martin Scorsese. Su historia es lineal: un joven de 19 años llega a una cárcel. No es todavía un criminal profesional, pero su primera misión en prisión, impuesta por presión de la mafia dirigida por un corso, es asesinar a un árabe cuyo fantasma aparecerá cada tanto. Si bien Malik aprenderá a leer y a escribir, como suele suceder en ese invento perverso llamado penitenciaría, su aprendizaje pasa por perfeccionarse en el delito y comprender el funcionamiento y las mallas del poder que conectan la vida en la celda con el mundo libre. Quienes lleguen por el título podrán creer que se trata de un filme sobre misticismo o religión. Si bien entre muros existen varias tribus, y los musulmanes, una entre éstas, rezan y cantan, una misteriosa premonición de Malik explica el título, una secuencia en la que se puede constatar el límite cinematográfico de Audiard, capaz de combinar un sonido seco y un ralentí para ilustrar una profecía intrascendente. Ver un cuadrúpedo volando por el aire es visualmente atractivo, aunque la puesta en escena de Audiard es siempre esquemática y enfática. Que nuestro héroe en su día “libre” pueda tomarse un avión a Marsella es similar a imaginar a un canario escapando de su jaula como símbolo de libertad. Un profeta se sostiene en su intérprete, Tahar Rahim, pues, como sucede en muchas películas más o menos intranscendentes, constatar la transformación en pantalla de la vida de un personaje no es un logro menor, algo que Audiard y su actor principal alcanzan a plasmar a lo largo de toda la película.
Las alas del deseo En un momento insólito, Ricky, un bebé con alas de pollo, vuela en un supermercado. Un miembro de seguridad dice: "Un objeto volador no identificado". La antepenúltima película de François Ozon es indudablemente un ovni cinematográfico: ¿Realismo mágico primermundista? ¿Una parodia metafísica? ¿Un elogio críptico y perverso del cristianismo? ¿Un retrato sobre la clase trabajadora parisina? Todo es posible, pues Ricky puede remitir tanto a una metamorfosis de un filme de Cronenberg como a un drama de Ken Loach, o a un encomio New Age (afrancesado) sobre la maternidad. El plano inicial es fundamental: una madre le explica a una asistente social, que permanecerá en fuera de campo durante la secuencia, que una vez más su "marido" la ha abandonado. Tiene dos hijos, y quiere dejar a uno de ellos en una institución. Debe tres meses de alquiler. Es una escena que puede olvidarse, pero que resulta truculenta si uno vuelve a pensar sobre toda la trama. De allí, un salto atrás: algunos meses antes, Katie (A. Lamy) trabaja en una fábrica y tiene una hija de unos 10 años (por lejos, lo mejor del filme, es la interpretación de M. Mayance). Viven solas. Un día, un inmigrante español (S. López) empieza a trabajar en el mismo lugar. Un poco de sexo, quizás amor, ha nacido una nueva familia, y un nuevo hijo llegará al hogar. La vida familiar no será fácil, y unos "golpes" en la espalda del nuevo miembro de la familia precipitarán la partida del hombre de la casa. Pero no todo es lo que parece, pues Ricky no es un bebé cualquiera. ¿Ha nacido un querubín? ¿Una deriva evolutiva? Ricky será objeto de amor y explotación, fenómeno de curiosidad científica y noticia del día. Para un director que ha llevado a la pantalla una obra teatral de Fassbinder, una película como Ricky es una excentricidad indescifrable. Sin embargo, hay una línea temática que atraviesa las películas de Ozon: el deseo (femenino). Su mejor película, Bajo la arena, no es otra cosa que un examen sobre el deseo después de una pérdida inesperada. La piscina y 8 mujeres también discurrían sobre el misterio del deseo. Ricky no es una excepción: aquí, el deseo se predica de la oposición de dos modalidades incompatibles: desear a un hombre o desear ser madre. Es precisamente en esta dualidad entre erotismo y maternidad en donde Ricky no consigue ajustar el drama social de su inicio con el tono fantástico y religioso de la segunda parte. Son dos películas en una, y sus vuelos respectivos siempre se mantienen a ras del piso.
Desear y jugar La opera prima de Smirnoff es un estudio meticuloso sobre el deseo, y en este caso particular en clave femenina. Una mujer de 50 años, ama de casa, quien vive con su marido (dueño de un negocio del rubro automotor) y sus dos hijos ya adolescentes en el barrio de Temperley, descubre una pasión inesperada, a propósito de un regalo azaroso recibido en el día de su cumpleaños: un rompecabezas. Es naturalmente el disparador de una aptitud y un gusto sobre las simetrías y las formas ya desarrollados en sus quehaceres domésticos, pero ahora aplicados a una actividad no circunscripta al pragmatismo hogareño. Descifrar rompecabezas no sólo habrá de alterar la interacción y los juegos de poder dentro del microcosmos patriarcal en el que servir parece ser su lugar y rol en el mundo, sino también será una práctica de libertad y un método de esclarecimiento de su deseo. La clarividencia de Smirnoff le permite no circunscribir la recuperación del deseo de su personaje a una figura narrativa repetida, más masculina que femenina, en donde la heroína vuelve a vivir en la medida que aparece otro hombre. Aquí no hay sustitución de un marido por un amante, cuyo posible lugar podría ser ocupado en el relato por un aristócrata fanático de los rompecabezas, un virtuoso del tema, quien María (María Onetto)conocerá por un aviso vinculado a su nuevo interés y se convertirá no sólo en su compañero de juego sino en su facilitador simbólico: lecturas recomendadas, turismo cultural, educación dietética. Ni adulterio, ni drama familiar, Rompecabezas es puro erotismo, si por ello entendemos cómo, en este caso, una mujer, una persona “desanimada” y abandonada recompone su legítimo derecho a desear. Ver la paulatina transformación del personaje de Onetto es el discreto milagro material de Rompecabezas, aunque tanto Gabriel Goity como el marido y Arturo Goetz (uno de los grandes actores del cine vernáculo) como el partenaire de juegos, son dos compañeros dramáticos que facilitan el lucimiento de la actriz. Smirnoff, quien fue asistente de dirección de Lucrecia Martel, bien se la podría confundir como una fiel discípula: Rompecabezas, en efecto, ofrece lúcidos apuntes de clases, así como sus diálogos ostentan musicalidad y riqueza semántica. Como sucede con Martel, Smirnoff aborda un ethos, más no se focaliza en una parcela de la aristocracia decadente sino que presta atención a una clase media trabajadora y sus costumbres. Las diferencias se verifican en su concepción de puesta en escena: se privilegia (en demasía) los primeros planos; la música extradiegética suele duplicar los estados de ánimos de la protagonista; nada queda indeterminado, y menos aún, la elipsis es un eje de la narración. Lo esencial es visible a los ojos. Por último, el distinguido plano final con el que cierra el film mientras empiezan a correr los créditos posee un tenue tono afirmativo, algo que el cine de Martel suele carecer. Es que Smirnoff no es un epígono de la salteña, sino otra talentosa directora que (junto a otras realizadoras como Murga, Solomonoff, Poliak, Chen), como su personaje, destituye amablemente la falocracia cinematográfica, una tradición tan nacional como foránea.
MI VIDA EN FOTOGRAMAS Una de las grandes películas del año no ha sido lo suficientemente valorada por las nuevas generaciones de cinéfilo y críticos, a pesar de ser un film sólido y libre “¿Qué es el cine?”, se pregunta Agnès Varda, el único miembro femenino de la Nouvelle Vague, cuando su película-autorretrato está a punto de culminar. Su respuesta es una cita oblicua al padre de la crítica cinematográfica, André Bazin: “La luz que viene de algún lado capturada por imágenes, algo oscuras y coloridas”. Y agrega, en una casa improvisada cuyas paredes están formadas por películas descartables de 35 mm: “Aquí, me siento como si hubiera vivido en el cine, que el cine es mi hogar. Pienso que siempre viví en él”. Para los hijos del cinematógrafo del siglo XX es inevitable yuxtaponer sus historias personales con la Historia del cine (y del siglo), pues acaso el cine ha sido desde un principio un suplemento de la memoria (individual y colectiva). Tras dos homenajes recientes en el festival de Guadalajara y en el último festival de Cannes, la octogenaria realizadora, una auténtica espigadora con una cámara, selecciona materiales diversos (recuerdos de su infancia, escenas de sus películas, fotografías propias, pinturas, instalaciones, material de archivo) e intenta hilar una narración sobre su propia vida. Sus playas, el paisaje que se encontraría si se pudiera ver en su interior, son los recuerdos que, como queda establecido en la primera escena, son espejos sostenidos por otros para poder reconocerse. Aquí, la metáfora del cine como un espejo de conocimiento alcanza su apoteosis. La vida de Varda está atravesada por el siglo XX, y sus amistades e intereses son un buen ejemplo: la constitución del cine moderno, la Segunda Guerra Mundial, Vietnam, la Revolución Cubana, los movimientos libertarios de la década del ’60, Jim Morrison, Chris Marker, Godard, (al que se lo ve sin anteojos), Jane Birkin y tantos otros constituyen la materia de sus memorias. Un buen segmento de la película gira en torno a su marido, el cineasta Jacques Demy, a quien Varda sigue amando, a pesar de su muerte temprana, de lo que se predican algunos interrogantes sobre el modelo matrimonial de la pareja. Este biopic documental es indirectamente un ensayo sobre cómo constituir una existencia singular en obra de arte. El barroco lúdico de la puesta en escena y el narcisismo inocuo de la artista no deberían distraernos del espíritu libertario del filme. Las playas de Agnès no es otra cosa que la película de una persona libre.