Juventud en marcha La película de Michael Haneke retrata los orígenes del nazismo en la Alemania de 1913. En una entrevista para la revista Film Comment, otorgada al crítico austríaco Alexander Horwath, Haneke sostenía: “Siempre pienso que en los lugares ‘pequeños’ se ensayan y se desarrollan los grandes acontecimientos, en términos de su clima moral y espiritual”. Tal declaración funciona como un contrapunto semántico de las primeras palabras del narrador omnisciente de Una cinta blanca, un maestro de escuela que habla desde un futuro impreciso: “Creo que debo contar los extraños sucesos que acontecieron en nuestra aldea... Quizás podrán esclarecer cosas que ocurrieron en el país”. Es 1913, al norte de Alemania; los años venideros, entre guerra y guerra, no serán otra cosa que la mácula de un siglo. Todo empieza con un accidente: un cable casi invisible intercepta a un jinete y su caballo. De allí en adelante, los accidentes serán una constante. La serenidad pastoral y el sobreviviente orden feudal de un pueblo pequeño protestante se resquebrajan. El barón conocerá el descontento de sus súbditos, el médico de la comunidad será capaz tanto de curar a los pobladores como de humillar a quien supuestamente ama, el implacable pastor no podrá rectificar el Mal que merodea entre sus fieles. La cinta blanca sobre el brazo de sus vástagos podrá remitir a un ideal de pureza a conquistar a través de la disciplina y el dogma, pero detrás del discurso virtuoso y teológico se agita una violencia enmudecida. El látigo y la oración son complementarios, como la castidad y la compulsión libidinosa. La ganadora de Cannes 2009 pone en escena la tesis del psicólogo Wilhelm Reich: el fascismo es un fenómeno ligado a la insatisfacción sexual de las masas. Que a un adolescente le aten las manos para dormir es el reverso del pasaje en el que un adulto se siente con el derecho de gozar de su descendencia durante la misma etapa de crecimiento. Estos jóvenes caucásicos, futuros miembros de la juventud hitleriana, antes de levantar su mano ante la presencia de un demente aprendieron un evangelio en el que Eros poseía el semblante de una deidad demoníaca.
Tierra de las máquinas vivientes En un tiempo impreciso, los homo sapiens ya no pueblan la biósfera, aunque no hay signos de vida biológica alguna. El alma humana esta diseminada en unos muñecos (de trapo) mecánicos y robóticos cuyos nombres son números. 9 es el protagonista y, tras “despertar a la vida”, irá conociendo a sus congéneres y a sus enemigos. Número 9 es una batalla y una persecución dispersas entre dos especies de máquinas, aunque la radicalidad humanoide de una de éstas influenciará respecto de la identificación del espectador. La misión es conocida: salvar el mundo, después de haberlo destituido de sus maravillas. Los nueve misioneros son criaturas de apariencias similares pero diferenciados por su psicología. 9 es valiente y curioso, y hace muchas preguntas, como suele desaprobar 1, que oficia de líder y prefiere la seguridad del santuario, un refugio físico y simbólico. Entre ellos hay disidentes, obedientes y hasta un posible lunático, que dibuja símbolos extraños, una clave casi metafísica para descifrar el mítico origen de todo. En el fondo, son criaturas como nosotros: quieren saber de dónde vienen y a dónde van. Un par de flashbacks explicarán parte de esta tragedia cósmica: los hombres inventaron las máquinas y, como sucedía en Matrix, éstas se apoderaron del mundo de los hombres, quienes sucumbieron, previamente, a la seducción del totalitarismo. No es precisamente un escenario desconocido, y mucho menos novedoso. Producida por Tim Burton y dirigida por Shane Acker, la fuerza de Número 9 radica en la profusión visual de una distopía, o cómo luciría un planeta convertido en escombros. En los detalles vive la película, y con sus combinaciones impensables compensa su trama filosóficamente atractiva pero jamás desarrollada con eficacia. Número 9 no es Wall-E: ni es un filme familiar, ni tiene una historia de amor que articule su guión. El rasgo más conmovedor remite al Yepeto de Pinocho, aunque en el desenlace un incoherente toque esotérico y platónico evidencia un objetivo dramático y sentimental: las máquinas tienen espíritu y son libres cuando mueren. Un exceso de humanismo trasnochado, pues el imaginario dominante de Número 9 es apocalíptico y sombrío. La única esperanza concebible es una gota de lluvia.
La canción es la misma Las majestuosas panorámicas en la apertura de Loco corazón remiten a un western, género estadounidense por antonomasia. Quizás exista un secreto hilo conductor, un sonido en común entre los pretéritos pistoleros y los músicos del género country. No empuñan rifles sino guitarras, pero se visten parecido y en sus giras musicales van de cantina en cantina. Loco corazón parece un cover cinematográfico. La canción la conocemos de memoria, y lo que vale son las interpretaciones y algunas variaciones del tema. Ya lo sabemos: Hollywood ama los relatos de fracasos y redenciones. En efecto, el héroe americano es antes que nada aquel que conquista sus zonas erróneas y se supera. Bad Blake es el caso en cuestión. Una leyenda del country sumido en la decadencia, la soledad, el alcohol. Hace tiempo que no compone melodías nuevas. Sus presentaciones en bares de mala muerte contrastan con la carrera de un protegido suyo, Tommy Sweet, y este contraste parece ser el símbolo de dos épocas de la música, antes de devenir todo en puro negocio. Lo que cambiará la vida de Bad será el encuentro con una periodista, uno que excede cuestiones laborales y que precipita paulatinamente un deseo de vivir. Bad, en sus peores momentos, jamás se transforma en una bestia caucásica: ni golpea a sus mujeres, ni maltrata a quien esté cerca. Su máximo pecado es no haber conocido a su único hijo. Autodestruirse es su especialidad. Basada en una novela de Thomas Cobb, Loco corazón no sólo reivindica a su personaje, sino que oblicuamente también reivindica a su intérprete, Jeff Bridges. La ópera prima de Scott Cooper, actor devenido en director, se sostiene en sus intérpretes, aunque la película destila un sorprendente sentido del timing en todas sus escenas y una búsqueda discreta de un estilo cinematográfico. La virtud de Loco corazón reside en su reserva dramática y en su elección de no enfatizar catarsis de todo tipo. Cada vez que el filme puede adoptar un tono trágico, elige la parsimonia, extraña elección cuando se trata de borrachos y estrellas caídas. La canción es la misma, pero el modo de interpretarla es su mayor diferencia, su imperceptible victoria.
Historias populares Aquel querido mes de agosto, ganador del Bafici 2009, es una película inclasificable. ¿Una ficción de naturaleza documental? ¿Un documental camuflado en términos de ficción? Esta epifanía de la vida misma en fotogramas parece ser en su primera hora una recolección de relatos y fiestas populares, a veces interrumpidos por una escena recurrente: un productor discute con un director el diario de filmación de una película. Así, un encuentro de motoqueros, conciertos nocturnos que bien pueden remitir al cuarteto cordobés, procesiones religiosas, la proyección de un filme de terror interpretado por habitantes de la región, y personajes que cuentan historias extraordinarias del lugar constituyen, una región del centro de Portugal. Miguel Gomes parece traducir en imágenes la historia oral de un pueblo. Más tarde, la supuesta historia del filme empezará a ocupar el relato. El productor deviene en personaje y será el padre de una adolescente virgen. Ella vivirá un romance con su primo mientras éste y su familia pasan sus vacaciones en Arganil. Un melodrama edípico e incestuoso repiquetea en el relato. En una confrontación musical, los versos de los copleros explicitarán la tensión edípica, aunque nada habrá de perverso aquí: es el dolor de un hombre adulto aferrado a su hija como sostén emocional. Hay varios pasajes memorables. El misterioso plano inicial en donde un zorro intenta capturar unas gallinas es quizás una metáfora del cine como un arte de cazar lo real en su indetenible transitoriedad, plano que será complementado por una discusión cómica y filosófica entre Gomes y su sonidista sobre las posibilidades del cine de capturar (objetivamente) lo real. En la senda de Renoir y Tati, Gomes quizás no haya conseguido del todo realizar una “especie de musical de Minelli”, en clave popular y no ciudadana, pues la película excede ese género clásico de Hollywood en el que la felicidad y la fantasía son la regla. No obstante, Gomes ha canalizado la música cósmica de una región del universo. Su película vibra en los sonidos de Arganil y nos brinda una imagen de nosotros mismos, animales narrativos, que en nuestro deseo de ficción intentamos conjurar la insignificancia del universo.
El cine y la vida Pocas películas transmiten tanto amor por el cine como las de Tetsuo Lumière, un joven cineasta misterioso cuyo nombre real se desconoce, pues su vida parece identificarse con sus películas. Es evidente que la pasión desmedida del personaje, capaz de todo con tal de hacer su gran película sobre platillos voladores, ahora titulada Invasores del centro de la Tierra, es una transposición poética e hiperbólica del entusiasmo que el verdadero Lumière manifiesta por su cine. Como sucedía en TL-1, Lumière hace un falso documental sobre la propia historia del director de su ficción. Diversas novias y amantes, productores y el desopilante camarógrafo de sus filmes cuentan anécdotas de la vida del realizador, que se representan y que se entrecruzan con fragmentos de supuestos cortometrajes de su propia autoría, entre ellos, uno que tiene como protagonista a su psicóloga de la infancia, Vivian Chantal. El pasaje en el que la analista y Tetsuo fuman canabis mientras un gato los acompaña justifica la película. Que TL-2: la felicidad es una leyenda urbana sea un filme clase B no significa que no sea una gran película. Este Ed Wood de las pampas, que parece conocer la gramática y la comicidad del cine mudo a la perfección, no deja de sugerir el enorme costo que tiene para cualquier artista seguir su propio camino. Los sueños y los delirios de Lumière constituyen una sana resistencia.
Los reptiles de Herzog ¿Es una comedia? ¿Es una parodia (o quizás una purga psicoterapéutica) de Nicolas Cage interpretándose a sí mismo? ¿Es una lectura lúcida y una crítica humorística del cine estadounidense en manos de un maestro de la década del 70? Lo que seguro no es Un maldito policía en Nueva Orleans, precisamente, es una remake de un clásico de los ’90, Maldito policía, del gran Abel Ferrara: Nueva Orleans no es Nueva York, Cage no es Harvey Keitel y, si bien ambas películas transitan el infierno terrenal, la densidad teológica de Ferrara es aquí sustituida por la inteligente comicidad darwiniana del legendario Werner Herzog. Los planos de apertura son una clave hermenéutica: una serpiente acuática se desliza por el agua y unos títulos nos advierten que estamos presenciando las consecuencias del huracán Katrina. Es un territorio hundido y de sobrevivientes. Una pareja de policías, en medio de la catástrofe, se encuentra con un preso bajo el agua. Terence McDonagh (Cage) saltará y salvará al prisionero. Su hazaña le afectará la espalda por el resto de su vida. Seis meses más tarde, McDonagh tendrá que resolver un caso de drogas: una familia senegalesa ha sido brutalmente asesinada. Hay un testigo y sospechosos. El teniente, que no sólo toma analgésicos para calmar su dolor de espalda, sino que vive aspirando y fumando lo que le pase por el frente, dirigirá el caso. No habrá límites para este jugador empedernido y adicto sin cura, hijo de un padre alcohólico (y también policía), que tiene deudas astronómicas y una enamorada cuya profesión es la más vieja del mundo. La heterodoxia es su estilo, la transgresión de las leyes un método de trabajo. La resolución narrativa y las subtramas del filme poco importan, aunque las habrá y son todas sin excepción una gran carcajada respecto del universo moral y los reduccionismos filosóficos de los policiales hollywoodenses de la actualidad. Pero lo que interesa aquí es la atmósfera y el uso histriónico de clisés como elementos de indagación de tipos culturales. En la exacerbación de las conductas de todos los personajes, lo grotesco y lo hiperbólico figuran un embrutecimiento cultural (y un desarrollo evolutivo). En efecto, Herzog ve EE.UU. como una nación de reptiles (más o menos civilizados). No solamente Cage ve y escucha iguanas que cantan, o se topa con cocodrilos que cruzan las autopistas (y eventualmente espían desde la banquina), o ve entrar en escena un reptil cuando se sorprende ante el alma danzante de un mafioso recién acribillado, sino que sugiere, además, que, tras el Katrina, el caos y la supervivencia precipitan un tipo de conducta en la que el componente reptílico de nuestro cerebro domina las acciones. Si Herzog ha leído o no la teoría de los tres cerebros de Paul McLean es lo de menos: los ritos, la agresividad, la territorialidad, las bandas y sus líderes son rasgos y prácticas paradigmáticas de sus criaturas. Cage es puro instinto, y lo primitivo define todo lo que está a su alrededor. Quienes esperen encontrarse con el realizador de Fitzcarraldo y una película semejante, quizás experimenten una gran decepción. Éste es un Herzog camuflado, homeopático, escondido (y protegido) detrás de un género y trabajando en el seno de una industria foránea. Sin embargo, la demencia y el extremismo del personaje de Cage remiten a la especialidad de Herzog y a su famoso alter ego vehiculizado por Klaus Kinski: la locura, la risa, el fanatismo y el desenfreno de Cage (en uno de sus mejores trabajos) representan la afición de Herzog por ir más allá de la razón y confrontar con una experiencia extrema en donde la cultura ya ha perdido su eficacia simbólica y no nos protege de la condición animal. Más documentalista que narrador, Herzog ha sido siempre un gran observador de lo desconocido y un explorador de lo extraño. Los pocos planos generales de New Orleans son devastadores, más todavía cuando en un pasaje elige mostrar el sueño inmobiliario de un traficante en un paraje desolado. La película es indirectamente un retrato de las consecuencias de una calamidad natural (y cultural): el caos es psíquico, formal y narrativo. Herzog juega con algunos planos casi subjetivos en los que asumimos la perspectiva de iguanas y cocodrilos. Es casi un despropósito, aunque una alucinación lúdica. También, a menudo, el típico plano secuencia en movimiento de Herzog persiguiendo a un personaje en medio de una selva, una peregrinación o un volcán se manifiesta aquí en el seguimiento a Cage de espaldas durante algún procedimiento policial. Es un plano reconocible para cualquier admirador de Herzog. Un maldito policía en Nueva Orleans no es una de sus películas más sofisticadas, aunque su cine ha sido siempre más salvaje que delicado. “¿Los peces pueden soñar?”, pregunta el personaje de Cage. No hay respuesta, aunque mientras el teniente cavila sobre un cuestionamiento lógicamente absurdo, delfines, atunes y tiburones se deslizan en una piscina transparente detrás de él. De pronto ríe, como si hubiese comprendido algún misterio, tan impenetrable como el apodo de un rufián, G, que suele causarle mucha gracia. Herzog sugiere que la vida puede ser absurda, pero no deja por esto de ser misteriosa. Somos reptiles, pero podemos hablar, preguntar y soñar.
Un desatino descafeinado Dice Jenny Woolf, autora de El misterio de Lewis Carroll: “Los libros son como un test de Rorschach, una pantalla sobre la que la gente proyecta sus propias ideas”. Los filósofos Martin Gardner y Gilles Deleuze, como varios psicoanalistas y críticos literarios, además de Walt Disney y Jan Svankmajer en el cine, han proyectado, entre otros, sus obsesiones respecto a esos dos textos inclasificables: Alicia en el país de las maravillas (1865) y Alicia a través del espejo (1871). Burton no es una excepción: su pasión por la excentricidad, por todo aquello que se descentra y se desencaja de un orden establecido constituye su soberanía y se puede rastrear en su versión de Alicia. ¿No es el agujero de Alicia y su universo onírico una vía hacia un mundo con otras reglas, una transgresión lúdica en donde Ed Wood, Charlie, Eduardo Manos de Tijera bien podrían ser ciudadanos ilustres? Desde el inicio, la tesis es simple: los que parecen locos son extraordinarios. Eso le dice el padre a una Alicia todavía en su infancia, preocupada por sus recurrentes sueños extraños. Unos años después, ya casi veinteañera, Alicia está a punto de casarse con un aristócrata. Es una ceremonia prenupcial, y todos esperan por el sí de la joven y el cumplimiento de su rol en el mundo: ser una buena esposa. Todo es real, pero se parece a una pesadilla antifeminista. Ante ese panorama, Alicia cree ver al famoso conejo blanco. Lo sigue y se deja caer por la madriguera. La prometida se fuga. La caída libre de Alicia hasta llegar a la pieza en la que la espera una llave diminuta para abrir una puerta y pasar al mundo subterráneo es de lo mejor en materia formal. Es una caída digital y en 3D, y coquetear con la gravedad en esos términos y con estos medios no puede ser insignificante. Así, con el descenso de Alicia, los dos libros de Carroll y todos sus personajes van apareciendo en pantalla: El Sombrerero Loco, el Gato de Cheshire, la Oruga Azul, la Reina Roja, Jabberwocky y unos cuantos más. El nudo narrativo pasa por restaurar un orden perdido, a propósito de una ruptura y un enfrentamiento entre dos reinas (y hermanas) o, como se expresa en la mitología hollywoodense, una lucha entre el Bien y el Mal, aquí en clave feminista. En efecto, el mundo de Alicia es una ginocracia, y de allí que el subtexto del filme no sea otra cosa que la conquista de Alicia de su condición de mujer. No siempre la genialidad visual de Burton se articula con sus relatos. Ed Wood y El gran pez, en ese sentido, son películas satisfactorias, y Sweeney Todd y Charlie y la fábrica de chocolate, por ejemplo, dinamizan y ordenan sus relatos a través de números musicales. En esta ocasión, el trabajo meticuloso sobre todos los detalles visuales y la caracterización de los personajes protegen a la película de su linealidad narrativa, sus escenas esquemáticas y su fatiga conceptual. El libre uso de la imaginación de Burton, secundado por la mejor tecnología digital y guiado en parte por los dibujos de John Tenniel, el ilustrador de los cuentos originales, son estériles a la hora de indagar la riqueza filosófica de los textos de Carroll. En algún pasaje, un personaje le reclama a Alicia su “mucheidad”, su exceso de ser y existencia, un problema extensible a la totalidad de la película: su exuberancia visual es el reverso exacto de su trivialidad intelectual. Es que la Alicia… de Carroll ha sido siempre un viaje del lenguaje con consecuencias pictóricas, un viaje dentro y desde el lenguaje por el cual no sólo se desafía la lógica y el sentido de las palabras sino también cómo el lenguaje estructura una experiencia espacial del mundo y nosotros en él. Ése es el sentido de los cambios morfológicos de Alicia, que puede devenir gigante y diminuta de un instante a otro, lo que remite a un dilema filosófico sobre la identidad. ¿Quién es la verdadera Alicia? Una pregunta que Burton repite en boca de sus personajes sin traducir en imágenes el acertijo. A diferencia de Avatar y la genial Coraline, ver en 3D o no Alicia en el país de las maravillas, nada habrá de cambiar la experiencia perceptiva de quien mira. Aquí, la relación entre el frente y el fondo y su textura carecen de importancia, y salvo en la mencionada escena de la caída y el plano final en el que vemos a la Oruga Azul (y en este caso no tan sabia) devenida en mariposa, la cuestión de las tres dimensiones es estéticamente irrelevante. La inesperada belleza de unas ranas en la corte, la panorámica sobre un tablero de ajedrez transformado en campo de batalla, o los planos subjetivos de Alicia en los que se reproduce su percepción a medida que ella crece o decrece son magníficos tanto en dos como en tres dimensiones. Además, la solidez de Depp como El Sombrerero Loco y la maravillosa composición de Helena Bonham Carter como la castradora y narcisista Reina Roja pueden apreciarse sin el auxilio de esas gafas futuristas que suelen cansar la vista. Más que una aventura filosófica, esta versión de Alicia en el país de las maravillas es un cuentito moral desprovisto de paradojas, complejidades y zonas grises. La misantropía y la fascinación por la oscuridad (gótica) de Burton quizás sean demasiado para un producto familiar. Como un café sin cafeína, es decir, sin la sustancia que lo convierte esencialmente en café, éste es un filme de Burton sin Burton, y, sin duda, se trata de una transposición de un libro de Carroll sin la lucidez epistemológica de Carroll. Quizás como Alicia en el epílogo, que de regreso de ese otro mundo querrá conquistar comercialmente las tierras lejanas de China, este cuento descafeinado no tiene otro objetivo que seducir a la platea global.
¿Cómo filmar la infancia? ¿Cómo filmar una edad que, con el paso del tiempo, se supone superada para siempre o tal vez involuntariamente olvidada? La infancia, decía J-F. Lyotard, es una edad de la vida que nunca cesa; vive en el adulto entre los intersticios de su discurso, pues se trata de una prehistoria (privada) cuyas huellas legibles son más jeroglíficos que signos descifrables. En clave pop y alucinada, Spike Jonze impregna cada fotograma de ese tiempo sin tiempo llamado infancia. Lo que se calla se ve, lo que se olvida deviene fábula. En efecto, la infancia, en Donde viven los monstruos, fulgura y se materializa como imagen del mundo, un cosmos inestable, poblado de criaturas y paisajes imaginarios, en el que un niño intuye una verdad intolerable: la soledad no es un accidente sino un principio y un destino. Max es un niño de 9 años. Vive con su madre y su hermana mayor. En un memorable pasaje edípico, Max, acostado debajo del escritorio, juega con las medias de su madre mientras ella escribe en la computadora. Se miran, se reconocen: es la postal de una simbiosis física y genética. Ese lazo idílico será puesto en riesgo por dos hombres: un pretendiente podría robarle la exclusividad afectiva, pero es su profesor de ciencias quien, indirectamente, habrá de causar su mayor ansiedad e inquietud: el sol algún día morirá. Es una predicción científica que Max retomará de vuelta a casa mientras su madre maneja, y que volverá a presentarse cuando en un ataque de bronca se escape de su casa y se refugie en un mundo imaginario al que llegará navegando. Allí, Max será el rey, y sus súbditos, unos monstruos amigables, esperarán que conjure el miedo. El resto es aventura y juego. Basada en un breve cuento ilustrado de Maurice Sendak (18 dibujos, 338 palabras), Donde viven los monstruos reproduce la percepción de la niñez y su lenguaje. La altura de cámara casi siempre coincide con la perspectiva de Max; los diálogos parecen escritos por un niño. Si en ¿Quieres ser John Malkovich? Jonze intentaba imaginar cómo se veía el mundo desde el cerebro de un actor reconocido, aquí su intento pasa por vivificar una experiencia alguna vez vivida como niño pero ahora totalmente inconmensurable, al menos, para la conciencia de todo adulto. Una panorámica de Max en su navío diminuto en altamar compendia la conquista de su empresa: Jonze transcribe un estado de ánimo en planos cinematográficos. Mientras que un ogro verde cuya marca registrada son las flatulencias y los provechitos invade las salas (y la imaginación) de la ciudad, los monstruos que importan viven en otra película. Carol, KW, Judith, Ira y Alexander, monstruos inolvidables, no venden sus almas para promocionar hamburguesas y esperan por nosotros.
La comedia de Dios El preámbulo de Un hombre serio es misterioso y simbólicamente preciso: en un plano general en picado, la cámara desciende sobre un pueblo en el que el yiddish es una lengua franca. Es otro siglo. Un viejo hasid, quizás un sabio aunque también pueda tratarse de un espíritu maligno (un dybbuk), visita la morada de unos campesinos. Si es que no está muerto es posible que pronto conozca el otro mundo, al menos es el deseo de la esposa del dueño de casa. Con esta apertura en tono de comedia se postula un universo cultural: el judaísmo. El resto transcurre en un barrio judío de Minnesota, en 1967. Larry Gopnik es un físico que espera un puesto en la universidad. Mientras tanto, un estudiante surcoreano lo chantajea, su hijo espera desapasionadamente por el Bar Mitzva, su hija desea retocarse la nariz, su mujer está a punto de irse con un amigo y su hermano, si no es un psicótico, probablemente sea un depravado. No es todo: quizás Larry esté muy enfermo. ¿Es Larry un Job suburbano? Lo cierto es que los tres rabinos que intentarán significar el absurdo y el (sin)sentido del cosmos serán tan ambiguos como la paradoja cuántica de Schrödinger y su gato en una caja, tópico que Larry suele enseñar. Todo puede tener sentido, y sólo Dios lo sabe, aunque nadie sabe lo que Hashem sabe. Este despropósito se sintetiza en un pasaje en el que un odontólogo judío encuentra un mensaje (¡Ayúdame!) en hebrero en los dientes inferiores de un paciente goy. El sadismo y el desprecio son la marca registrada de los Coen, aunque aquí la misantropía está matizada por una meditación filosófica no exenta de humor que humaniza la fealdad y banalidad. El pop se yuxtapone con la tradición, y es así que las mejores secuencias incluyen una dosis de cannabis: Larry dado vuelta con su vecina, o la ceremonia religiosa en la que el hijo de Larry entonará la Torah en un estado digno de Woodstock. No obstante, el talento de los Coen se puede constatar en tres pasajes oníricos y en el abrupto desenlace: si Dios existe no es precisamente el Dios del amor.