Después de nueve años de ausencia, el director australiano de Las aventuras de Priscila vuelve con esta comedia de costumbres basada en una novela de Noel Coward, que tuvo su primera versión cinematográfica en manos de Alfred Hitchcock en 1928, curiosa e inteligente adaptación, pues el maestro inglés la rodó en tiempos de cine mudo siendo una novela articulada en su discurso. Lúdica y liviana, Buenas costumbres organiza su centro narrativo a propósito de la visita del único hijo varón de una familia aristocrática inglesa, quien regresa a casa con su nueva esposa, una norteamericana, no solamente mayor, sino también con una traumática experiencia matrimonial previa. El encuentro entre suegra (Kristin Scott Thomas) y nuera (Jessica Biel, en un papel hecho a su medida) sintetiza una colisión cultural, o más precisamente entre la moral de la época victoriana tardía y otras reglas de conducta, más libertarias y menos tradicionalistas, características de lo que Francis Scott Fitzgerald denominó la “era del jazz”. Buenas costumbres se sostiene en sus diálogos y en la eficiencia dramática de sus intérpretes, aunque por momentos parece convertirse en una obra teatral filmada, algo que Elliott advierte y que intenta conjurar apostando a encuadres menos convencionales y algún que otro plano elegante (la mayoría involucra espejos o, en su defecto, el reflejo de Scott Thomas en una bola de billar). Su humor esquemático y el inverosímil y poco lógico toque edípico de su epílogo, precedido por un ridículo tango argentino, no impiden que Buenas costumbres funcione como un pasatiempo legítimo, sin dejar por esto de ofrecer un bosquejo de la decadencia aristocrática y las consecuencias de la Primera Guerra Mundial en la intimidad de sus personajes.
La joven Victoria: Reina de culebrón La película es fiel a la caricatura de la época victoriana, desprovista de humor y de sexo y materialmente coherente con su grupo protagónico. Hace más de una década, la muerte de la princesa Diana fue comparable a la muerte de la Madre Teresa de Calcuta. Una monarca advenediza, una santa habían muerto. En el 2006, La reina, de Stephen Frears, intentaba dilucidar ese culto a los monarcas, en esta ocasión, en su costado popular y poco aristocrático, aunque en pleno contraste con los modales y sentimientos circunspectos de la Reina Elizabeth II. Misterio sociológico de masas, la fascinación por la realeza británica sigue inspirando películas, y ahora es el turno de Victoria, quizás la primera reina que conoció (tardíamente) la veneración popular de sus súbditos. “¿Qué niña no sueña con ser una princesa?”, dice la joven Victoria, cuya voz en off introduce su drama como heredera de un trono y un imperio que deberá pronto gobernar. Aparentemente, no es fácil ser monarca, más todavía cuando su madre y el amante pretenden apelar a una regla de prudencia, la Ley de Regencia, que impedía que un menor o un discapacitado recibieran el poder. Entre reyes, el amor y el poder van de la mano, y es así que la infancia de su majestad no fue como la de cualquiera. Su gran amigo, un perro; su único anhelo, su libertad y el cumplimiento de su destino, pues Victoria ni siquiera podía dormir sola. ¡Pobre Victoria! “Hasta un palacio puede ser una prisión”. La joven Victoria, como lo indica su título, circunscribe su relato a los primeros años del reinado de la hija del príncipe Eduardo, Duque de Kent, antes y después de su coronación el 28 de junio de 1838, y su nudo narrativo oscila entre el aprendizaje de la joven en ejercer su poder y el vínculo epistolar y amoroso con su futuro esposo, su primo Alberto, príncipe de Sajonia. La película es fiel a la caricatura de la época victoriana: el sexo brilla por su ausencia, y las buenas costumbres y la cultura enmascaran la vileza depredadora de sus criaturas, “elegidos” del destino para gobernar y gozar de la infinita acumulación de riquezas. Ése es el contexto cultural y social que presenta el filme, acaso su máximo logro, cuya aproximación histórica al período que retrata no pasa de ser una nota de Billiken sobre los reyes de Inglaterra. Es que los problemas políticos de Victoria y su moderado progresismo son los ornamentos verosímiles de una historia de amor supuestamente apasionante, capaz de trascender el tiempo pretérito y devenir en un avatar de cualquier romance contemporáneo. En efecto, como sucedía con Shakespeare apasionado, que poco y nada tenía que ver con el autor de Ricardo III, el filme de Jean-Marc Vallée no es otra cosa que una estudiantina en fotogramas: enamorarse es lo que vale, como le pasó a Victoria, una de nosotros. Políticamente perezosa y románticamente insípida, La joven Victoria es ideal para coleccionistas de muebles y decoradores. Los interiores de los palacios de Kensington y Buckingham son magníficos, y todos los muebles lucen estupendos. “El mobiliario –diría un filósofo– está más vivo que la gente”, de tal modo que el mejor plano de la película consiste en un desenfoque móvil sobre las copas de una mesa imperial. Lamentablemente, acto seguido, Vallée abusa de los desenfoques sobre los comensales una vez que la cena está servida, lo que irradia un estilo dubitativo en la puesta en escena, que se constata en casi todas las decisiones de montaje y se patentiza en los ralentís de la escena del atentado, en donde la tensión de un momento dramático se trastoca en una extraña publicidad sin un objeto definido de venta. Desprovista de humor, excepto por una patada formidable al perrito real, La joven Victoria es materialmente coherente con su grupo protagónico: gasta millones de dólares en mostrar la ostentación de un estilo de vida en clave romántica, mientras que los súbditos de ayer y de hoy padecen la indolencia de sus representantes casi celestiales y legitiman sumisa y enigmáticamente un delirio llamado monarquía.
La era de Acuario El mítico concierto de rock conocido como Woodstock, del 15 al 17 de agosto de 1969, fue mucho más que un evento musical y multitudinario. Las 500 mil personas que fueron a Bethel, Nueva York, no sólo esperaban ver a Hendrix, Santana, Joan Baez y varias bandas más, sino que deseaban dejar constancia de una cultura alternativa al militarismo de la Casa Blanca y su expedición “democrática” y sangrienta en Vietnam. El viejo eslogan “paz y amor”, antes de convertirse en un clisé desangelado, tenía una aplicación específica, y sintetizaba candorosamente una discreta y supuesta revolución cultural en ciernes. Ang Lee intenta reconstruir los días previos al gran acontecimiento, entender su genealogía y divisar los protagonistas invisibles que llevaron adelante el concierto. Quienes esperen ver rock durante las dos horas de metraje podrán, a lo sumo, escucharlo, pues el gran concierto casi permanece en fuera de campo. ¿Sexo y drogas? Casi nada. ¿Política? Un par de discusiones entre vecinos respetables preocupados por la mugre y las costumbres hippies, algún que otro comentario sobre Vietnam (y el viaje a la Luna), una cita sobre la situación en Medio Oriente, y una secuencia en donde un policía predispuesto en un primer momento a darle una paliza a cualquier melenudo apestoso, quizás indirectamente colocado por los humos circundantes, se siente finalmente un miembro más de ese cuerpo místico y festivo conformado por miles de almas jóvenes. Basándose en el libro autobiográfico de uno de los protagonistas, Elliot Tiber, Lee concentra su relato en la vida de este joven atribulado y de origen judío (en realidad, el verdadero Elliot tenía entonces 34 años), ligeramente amanerado y angustiado por su familia, que intentando salvar el hotel de sus padres vio la posibilidad de hacer Woodstock en un su propio pueblo y en las tierras de un vecino, Max Yasgur. Se asoció con Michael Lang y su gente, y el concierto dejó de ser un sueño, aunque Lee parece más preocupado por los efectos liberadores del concierto sobre la subjetividad del joven Elliot, como si a través de él se reflejara la conquista cultural de toda una generación. Lee cita desde el inicio a Woodstock, el documental de Michael Wadleigh, fragmentando sus imágenes y reproduciendo cierta iconografía de aquel filme (y también a Hair y secretamente a El graduado), pero su película está a años luz de aquella obra maestra. Los cuerpos desnudos y una pista de patinaje sobre barro no alcanzan para aprehender la vivencia de una epopeya mucho menos pacífica. No obstante, las fantasías de la Era de Acuario y el orientalismo de los ‘60 se divisan en el mejor pasaje del filme, que lo redime de su total insignificancia. Un plano lisérgico reproduce la conciencia del protagonista: la humanidad baila, es un flujo cósmico en movimiento.
Cualquier aproximación artística sobre lo real, sea lo que fuere lo que este último vocablo signifique, conlleva una perspectiva de clase y generacional, una mirada pletórica de (pre)jucios inevitables y concepciones diversas, que se expresan en un lenguaje, en una indumentaria, en una relación con la música, el cuerpo, el ocio y el trabajo, como también en la construcción vincular, y revelan además cómo se posiciona un artista (aquí un cineasta) respecto del tiempo histórico en el que vive y elige, eventualmente, representar. El prodigio de Excursiones, la tercera película de Ezequiel Acuña, es precisamente ofrecer un acabado retrato de clase y generacional, sin por esto excluir a quienes pueden no verse reflejados en la vida de los personajes del filme. La amistad y el paso del tiempo, por otra parte, son dos tópicos universales, y Excursiones, más allá de que se circunscribe a una “especie” (la clase media porteña casi treintañera asociada a las artes), posee la sensibilidad e inteligencia necesarias para sortear los peligros del ombliguismo y los intereses específicos de un grupo. Retomando la vida de dos viejos personajes del corto Rocío (1999), Acuña sigue las instancias de un reencuentro, el de Martín y Marcos. El primero trabaja en una fábrica de golosinas, pero desea retomar un unipersonal teatral, algo que le entusiasma mucho más que vender dulces; el segundo es un reconocido guionista que además disfruta de hacer magia, y no tiene un proyecto en ciernes. La propuesta de Martín consiste en que su amigo lo ayude con la letra y puesta de su obra. “Está bueno”, dicen ambos, tanto por la obra como por volver a estar juntos. Volver a verse y reinventar la amistad es para ambos personajes también medir y revisar lo que ya se ha sido respecto de aquello en lo que se han convertido, o constatar cómo el pasado constituye secretamente parte de su presente. La escena en donde “reviven” a un viejo amigo (a propósito de una discusión que se mantiene en un bosque después de la visita a un pedante y desequilibrado director de teatro) es ejemplar al respecto, y un pasaje en el que se puede apreciar la destreza formal del realizador (que elige destituir imperceptiblemente con un virtuoso plano circular la lógica del campo-contracampo con la que empieza el registro de la confrontación). Que Excursiones esté rodada en blanco y negro le imprime al relato cierto tono de nostalgia, y es una elección a contramano de la convención dominante según la cual el pasado se representa sin colores y el presente se colorea, es lo que cuenta, es lo que prevalece: el emotivo plano final convalida la desobediencia. Otro acierto de Acuña pasa por cómo entiende la inserción de la música en su película, a cargo de la banda uruguaya La Foca, cuya función es dar sonoridad a cierto estado de ánimo general a través de pasajes que no tienen carácter dramático y ligan las escenas entre sí. En un sentido heterodoxo, es música de ambiente, y predispone a escuchar una manera de estar en el mundo. Y no se puede omitir la calidad dramática de todo el elenco. Con Excursiones, Acuña abandona el fin de la adolescencia, tema central de sus dos primeras películas, y rastrea las primeras impresiones de la vida adulta, aunque subordinando su mirada a un grupo social reconocible. Su descripción de la subjetividad colectiva es sorprendente y precisa: el léxico devela una actitud; las acciones y decisiones de los personajes, una escala de valores. Son criaturas volátiles y ahistóricas, distanciadas ligeramente de la realidad que los rodea. Signos vivientes de un tiempo histórico en el que el arte es una cuestión de expresión personal.
No es tan complicado Como los shoppings, cuyas variaciones arquitectónicas no alcanzan para disimular que todos son iguales (marcas, tiendas, patio de comidas, etc.), muchas de las películas que se estrenan semana tras semana son más o menos iguales. Enamorándome de mi ex es un facsímil de muchas comedias románticas (de gente con mucho dinero) que después de los ’40, ’50 y ’60 no se resignan a volver a empezar en materia sentimental. Ilegítima y autoproclamada heredera de una tradición lúcida del Hollywood de los ’30 y los ’40, Nancy Meyers (Lo que ellas quieren) podrá creer estar canalizando el espíritu de Lubitsch, Hawks, McCarey, Cukor, y rehabilitar así las pretéritas comedias de enredos matrimoniales (screwball comedies), pero una línea como “Ya le has hecho feng shui a tu vida” denota un empobrecimiento intelectual incompatible con la riqueza discursiva de grandes obras maestras del género como Ayuno de amor y Una pícara puritana, sin mencionar la inoperancia formal de Meyers y su equipo para encuadrar e iluminar. Meryl Streep es Jane, una próspera chef entrenada en Francia que posee un restaurante de alta calidad, divorciada de Jake (Alec Baldwin), un abogado exitoso con quien tiene tres hijos. A propósito de la graduación de unos de ellos, Jake y Jane tienen una inesperada aventura, lo que precipita una revisión del pasado y quizás un posible futuro. Pero el problema es el presente: Jake está casado con una mujer más joven, y un arquitecto (Steve Martin), que esta rediseñando la casa de Jane, está a punto de cortejarla. Si Enamorándome de mi ex se puede ver es por la entrega de sus tres protagonistas y algunos pasajes, en especial el que transcurre en una fiesta, un momento legítimo de hilaridad auxiliado por una sustancia prohibida que se fuma y que induce a la incoherencia y a la jovialidad. En efecto, los aciertos de Meyers pasan por su cauteloso hedonismo y lo que consigue de su elenco: la panza peluda de Baldwin, las arrugas de Streep y el rostro envejecido de Martin son pruebas físicas de su honestidad como intérpretes, alivianan los 118 minutos de metraje. Del título original, “Es muy complicado”, se predica una mirada sobre los vínculos amorosos y familiares. La vida sentimental no es fácil, dice Meyers, aunque con dólares, hierba y un guión caprichoso todo es posible y no tan complicado.
Canción para mi muerte A fines de la década del '90, un filme magistral como El sabor de la cereza, de Abbas Kiarostami, se estrenaba en nuestro país. Estampa utópica, al menos para la cinefilia: un filme de uno de los grandes cineastas de nuestro tiempo, cuyo tema central era el suicidio, colmaba algunas salas del país; la gente hacía cola para ver una película de Kiarostami. La nueva ola iraní se puso de moda por un tiempo. Se estrenaron filmes de Makhmalbaf (padre e hija), de Majid Majidi, de Jafar Panahi, otros de Kiarostami, hasta que un día el descubrimiento de una cinematografía y una cultura compleja y multicultural llegó a su fin. Lo poco que vemos de Irán son postales que insisten sobre su fundamentalismo y su propensión al fanatismo. Un filme como Media luna permite tener imágenes alternativas de una tierra desconocida. El inicio de Media luna es fascinante: una riña de gallos y un discurso en el que se desestima ganar o perder mientras se cita a Kierkegaard para afirmar el carácter existencial de la propia muerte, antes que empiece el combate, son los primeros elementos a la vista. Una llamada telefónica cambiará los planes del maestro de ceremonia. Pronto saldrá de viaje rumbo a la frontera con Irak. La misión: conducir un micro en el que viajará Mamo, un viejo y legendario músico kurdo, y sus hijos, también músicos, quienes tocarán tras 35 años de "ausencia" en algunas zonas del Kurdistán que pertenecen a Irak. El derrocamiento de Saddam Hussein lo permite, aunque el peligro no cesa porque "los americanos tiran sin mirar". Esta road movie política, por momentos mística y feminista, carece de la crueldad característica de la obra de Ghobadi y su propensión a declamar y provocar con imágenes escandalosas. En esta ocasión ningún niño se pasea, como sucedía en Las tortugas no pueden volar, por campos minados mientras el espectador espera lo peor. Si bien la muerte está presente, aquí es en clave espiritual y musical. Un ángel de la muerte es una mujer hermosa, y el tránsito de un mundo a otro, algo que se anuncia desde el inicio, en un extraño plano en el que Mamo reposa en un ataúd, es matizado por varios pasajes musicales y paisajes montañosos. La llegada a una aldea en donde 1334 mujeres exiliadas cantan al unísono podrá ser una secuencia artificiosa pero no deja de ser un instante de placer visual inobjetable. Inspirada en el Réquiem de Mozart y comisionada por el New Crowned Hope del festival de Viena, a propósito del 250 aniversario del nacimiento del músico, Media luna es la mejor película de Ghobadi, y un intento honesto de establecer un entendimiento entre Oriente y Occidente. Aquí, Ghobadi afina bastante bien, a pesar de que cierto realismo mágico aceche y el exotismo no esté del todo conjurado.
Una película del futuro En un artículo reciente, el cineasta Nicolás Prividera dice: “El primer día de 2010 se estrenaron en Argentina Avatar y Rosetta, dos filmes que representan dos modelos en pugna, de cuya batalla final en el nuevo siglo resultará que el cine -ese arte del siglo XX- logre perdurar, o bien dejar definitivamente atrás lo que supo ser (un avatar esencial de la modernidad) para volver a sus orígenes como mero espectáculo de feria”. El dictamen de Prividera coincide, retrospectivamente, con el de un colega suyo, el presidente del jurado de la competencia oficial de Cannes 1999, David Cronenberg. El responsable de Una historia violenta afirmaba en el periódico Libération, a propósito de su decisión de otorgarle la palma de oro a Rosetta de los hermanos Dardenne: «Hemos elegido lo que creemos será el futuro del cine, y sabemos que aquello que hoy está en los márgenes como siempre habrá de acabar en el centro… Desde mi punto de vista es pesimista Shakespeare enamorado, pues demuestra no tener fe alguna en el cine. Mientras que Rosetta me permite ser optimista debido a que muestra que el cine puede cambiar el mundo y que posee todavía el deseo y la fe de transformarlo”. El cine de los Dardenne interpela el presente sin condescendencia alguna; sus películas son filmes-relámpagos que iluminan la tristeza y la desesperación del mundo con la pretensión de alterar, por mostrar, el orden simbólico que las produce. Y a veces lo consiguen. Justicia poética y ejemplo del poder político del cine, la ley laboral para adolescentes en Bélgica, instituida el 12 de noviembre del 2000, se llama Plan-Rosetta. Cronenberg, el lúcido, tuvo razón. Rosetta cuenta la historia de una adolescente de 17 años perteneciente a la clase trabajadora que intenta trabajar para mantenerse y para mantener a su madre, una alcohólica compulsiva. El relato se circunscribe a mostrar la cotidianidad de Rosetta (Emilie Dequenne), dividida entre rituales de supervivencia y su rutinaria búsqueda de empleo. Puede ser la experiencia de cualquier púber de Córdoba, aunque el filme transcurre en Seraing, una ciudad de Bélgica que supo ser industrial. Rosetta pertenece a una generación que desconoce la pertenencia al movimiento obrero y sus luchas sociales. Su percepción de sí es solitaria, atómica, desvinculada de una conciencia de clase. Una mónada sin historia, una existencia inmediata. Por eso, la aparición de un otro, un joven llamado Riquet (Fabricio Rongione), a quien conoce en el paso fugaz por un puesto de trabajo, le permite reconsiderar su identidad en otros términos. Debe ser una de las escenas más conmovedoras del cine contemporáneo: Rosetta, antes de dormir, repite su nombre en primera y tercera persona. Es un diálogo, un monólogo. Tiene un amigo, tiene un trabajo. No es más un fantasma ante el gran Otro. Es alguien para otro, ya no está sola, al menos por un tiempo. Diríase que los Dardenne postulan un nuevo universo laboral al que consideran una zona de guerra: conseguir un empleo es participar en un combate. Si en Die Dreigroschenoper Brecht decía que el pan viene antes que la moral (debo esta cita al análisis de Jonathan Rosenbaum respecto de este filme, publicado en Essential Cinema, 2004), aquí la sentencia adquiere una materialidad opresiva. Tal sensación es conquistada por una construcción formal subordinada al relato. La cámara persigue a Rosetta como si ésta fuera un soldado en el frente: planos secuencia, cámara en mano, nada de música extradiegética. El sentido de urgencia se materializa en la respiración del combatiente, acaso el efecto sonoro más contundente del cine de los hermanos Dardenne. La cámara sólo se aquieta cuando Rosetta consigue un empleo y un amigo. Pero en la guerra la quietud es una pausa en la disputa. Lo sabemos: el desempleo disciplina, provoca comportamientos vergonzosos. Véase la escena en la que Rosetta delibera sobre dejar hundir en el río-pantano a su único amigo o salvarlo: ¿supervivencia o solidaridad? Esta escena se repite directamente en el espacio por antonomasia en donde se lucha cuerpo a cuerpo: un puesto. El enfrentamiento entre Rosetta y Riquet, tras una táctica legítima de combate, implica en el orden de la trama una suspensión biológica de la ética, y una decisión filosófica y narrativa por parte de los realizadores para ver hasta dónde puede socavar este nuevo estado de guerra la decencia de quienes combaten, compiten. En este sentido, como lo entendiera Bresson (acaso Rosetta sea una lectura materialista y actualizada de su Mouchette) lo que se puede decir con el sonido y la imagen es suficiente. Aquí el sonido de la motoneta de Riquet deviene, en la escucha de Rosetta, en el repiqueteo musical de un redoblante perteneciente a un ejército imaginario que anuncia la cercanía del enemigo. La puesta en escena de los Dardenne es precisa y austera, pero lo que ocurre entre los planos y con los planos habla de un dominio del medio propio de maestros. ¿O no se transfiere a quien mira el peso de una garrafa, el sabor de un huevo duro, la angustia localizada en la panza, el barro que hunde? La coherencia entre forma y contenido hace que el espectador experimente con su propio cuerpo la materialidad de la película. Los Dardenne carecen de escepticismo. Creen en el cine porque creer en él es volver a creer en el mundo. En efecto, Rosetta apuesta a un tipo de dignidad condensada en el último pasaje de su trama, en donde ambos personajes son testigos, como nosotros, de una metamorfosis. Es el gesto que convierte a un animal moribundo como Rosetta en un agente libre que impugna toda injusticia.
La película que supuestamente reiventará el cine es simplemente un bosquejo millonario de algunas posibilidades de las tres dimensiones de la imagen y un buen ejercicio secundario en biología de ficción. Después de un “retiro” de 12 años, “el rey del mundo” ha regresado. El hundimiento de un transatlántico, soberbio ícono de la segunda revolución industrial, ha quedado atrás. Si Titanic cerraba el cine del siglo XX, ahora con Avatar James Cameron viene a bautizar un nuevo siglo y un nuevo estadio del cine. Avatar es mucho más que un filme en 3D sobre el apocalipsis de una civilización alienígena, no muy distante de una comunidad neolítica de nuestra especie en el alba de nuestra colonización de la biósfera. Esencialmente un western (en el espacio), aunque situado en el 2154, Avatar arranca como si fuera una versión pop e hiperreal de Metrópolis de Lang y culmina como si se estuviera recreando la invasión a Irak por otros medios. El militarismo yanqui y el corporativismo capitalista son el villano de la película. Los científicos terrícolas son el único orgullo de la Tierra. La misión es sencilla: arrasar con una forma de vida en otro planeta para extraer un misterioso mineral. Nuestro planeta es una tierra baldía, no así Pandora, un mundo poblado por diversas criaturas en donde los Na’Vi, una suerte de aborígenes humanoides turquesas con ojos y rabos felinos, viven en completa armonía con el resto de las especies. La táctica es reconocible: introducir un espía. Es así que Jake Sully, un marine paralítico, reemplaza a su hermano, un científico involucrado en el Programa Avatar, por el cual se ha creado un híbrido entre los hombres y los Na’Vi. Compartiendo material genético, a cada hombre le corresponde su versión extraterrestre, que se llama avatar. En una expedición, Jake se pierde en la selva. Y será rescatado por Neytiri, una bella mujer Na’Vi. Como sucedía con Costner en Danza con lobos, la “salvaje” le enseñará un mundo, y, lógicamente, esto se coronará con una historia de amor, aunque Neytiri desconoce el objetivo militar de Jake y su perversa recompensa: volver a caminar, una operación posible pero económicamente imposible para un soldado. Avatar será abrazada por la clase media New Age planetaria como la película que visualiza el imaginario utópico de una cosmovisión matriarcal espiritualmente elevada. Los Na’Vi creen en la interconexión de todos los seres vivientes. Todos somos hijos de Eywa, una deidad femenina omnipresente, incompatible con nuestra teología dominante, semita y masculina, y el darwinismo desacralizante. Los ritos de los Na’Vi son identificables: cánticos y sentadas grupales a la vieja usanza de un retiro semanal en algún ashram de un gurú de turno, y una versión espiritualizada de una conexión USB, aquí entre seres vivientes y no entre máquinas de almacenamiento de información. Todos somos uno. Esta versión reduccionista de un universo organizado en clave feminista podrá ruborizar al espectador con excesos de testosterona, pero Cameron explota, a propósito de la conversión de Jake en un verdadero miembro de los Na’Vi, el arquetipo del héroe y su viaje de iniciación, un giro narrativo que le hubiera fascinado a Joseph Campbell. Avatar es profundamente estadounidense: los sioux, los hopis, la filosofía de Emerson, Pocahontas, Schwarzenegger, los hippies del 60, los piratas de la Casa Blanca reverberan en todos los planos de Avatar. En este sentido, es pertinente comparar Avatar con La princesa Mononoke (y Laputa) de Miyazaki, filme superior en todos los sentidos con el que Avatar comparte su tema central: la ruptura de un orden cósmico y su equilibrio. El ecologismo trivial de Cameron y su concepción moral maniquea, protegidos por un despliegue técnico colosal y una eficacia constructivista de la belleza, no permiten pensar su propensión a la caricatura y a la simplificación extrema de su relato y de su supuesta crítica política (en ese sentido, Titanic, exponía una división de clases, cuya correlato era la distribución de camarotes, de abajo hacia arriba, en el barco). El lugar común cósmico de Avatar es parte de una cultura que ha despolitizado el dilema ecológico. Los buenos y los malos son estereotipos, el discurso que articula las acciones de sus personajes sentencias de un manual de autoayuda. Renunciar a la complejidad en aras de clarificar un mensaje es cosa de pastores, no de cineastas. Por eso, quien haya visto La princesa Mononoke podrá constatar otra aproximación a la naturaleza. El animismo de Miyazaki remite a otra tradición del mundo biológico y, sin participar de la metafísica hollywoodense, propone una interacción entre las especies que va más allá del “todos somos uno” (la interdependencia de las especies no es sinónimo de un monismo difuso, típico de la New Age). Además, todos los personajes tienen sus razones válidas para actuar como lo hacen. No hay buenos y malos, hay propósitos encontrados, choque de intereses, necesidades incompatibles. Narrativamente esquemática y estéticamente esplendorosa, Avatar es el inicio esperanzador de una interacción entre lo analógico y lo digital, capaz de materializar cualquier universo imaginario. Coraline y Avatar y, a juzgar por el tráiler en 3D, Alicia en el país de las maravillas, de Tim Burton, son las primeras películas que muestran y demuestran cómo el 3D puede reinventar el espacio cinematográfico. La profundidad de campo, ese concepto clave para pensar el cine de Renoir y Welles hace ya casi 70 años, vuelve inesperadamente en este ostensible progreso técnico con implicancias formales. El fondo y el frente del plano se alteran para siempre. Y aquí Cameron deja un precedente: sus logros en la materia están subordinados al relato. Para los amantes del cine, el evangelio de Cameron podrá ser indiferente, pero los placeres sensoriales del mundo que ha imaginado serán inolvidables. La fluorescencia de las noches de Pandora es un prodigio técnico incuestionable. Quizás el mantra de la sabiduría New Age “vender inteligencia y comprar asombro” se justifique en esta ocasión, ante el poder visual de Avatar. Quizás. Roger Alan Koza / Copyleft 2010 Nota aclaratoria: cuando escribí mi crítica sobre Avatar el pasado 1 de enero, la que fue publicada tanto en versión en papel como en su versión web en La voz del interior, califiqué a la película con un Muy buena; era, sin duda, una evaluación excesiva, e intenté contrarrestar mi consciente decisión de ser generoso con el film con una crítica más larga en la web que diera cuenta de mis vacilaciones sobre el film de Cameron. Esa crítica extensa jamás se publicó, probablemente por su extensión. Durante toda la película tenía la impresión de estar viendo un film visualmente sorprendente y conceptualmente nulo. El tiempo ha pasado y creo que me equivoqué rotundamente en la calificación: un buena, un 6 es más que suficiente. Lo que se puede leer a continuación es la crítica completa, tal cual la redactara durante el primer día del año. Sólo agregué algunas oraciones menores.
Política cotidiana La inteligente ópera prima de la actriz y directora Agnès Jaoui, El gusto de los otros, era una comedia romántica sobre la crueldad cotidiana y el desprecio de clase, y su conjura posterior a través del afecto y el aprendizaje de las diferencias entre un hombre y una mujer de gustos y tradiciones disímiles. Después de Como una imagen, la tercera película del matrimonio Jaoui y Bacri (su esposo suele interpretar y escribir los guiones que dirige su mujer), Háblame de la lluvia regresa al territorio de su primer filme: la cotidianidad como difuso escenario político no exento de conflictos, y la función de los vínculos más primarios como refugio afectivo. El epílogo coral es unívoco en su sentido: la lluvia es una metáfora de la intemperie existencial; quienes nos aman, una tierra firme. En esta ocasión, los personajes elegidos representan actores sociales específicos: dos hermanas, una de ellas ama de casa, la otra una política feminista (Jaoui) que viene de visita para arreglar algunas cosas concernientes a su madre ya muerta. La criada de la casa, que debe hacer algunos trabajos extras para sostenerse económicamente, es de origen argelino. Su hijo, cada tanto, cuestiona su docilidad y fidelidad a sus patrones, aunque esto no impide que en sus tiempos libres, cuando no trabaja como conserje de un hotel, elija como protagonista de un documental en el que trabaja como asistente a la política de la familia. En el primer día de filmación le preguntará: “Además del poder, ¿para qué sirve la política?”. El joven de origen argelino está casado, pero, como su mentor, que dirige el documental, tiene agendas románticas secretas. Algunos travellings elegantes, la solidez dramática del elenco, algunas líneas de diálogo y la coreografía visual con la que termina el filme sostienen a Háblame de la lluvia, pero su liviandad tan placentera como cobarde diluye la tensión de clases y su sesgada connotación racista en elementos decorativos y no constitutivos del universo de sus personajes. Jaoui y Bacri prefieren alivianar la vulnerabilidad de sus criaturas con algún toque humorístico y una convicción legítima aunque también cómoda sobre la preeminencia del mundo afectivo por sobre todas las cosas, una resolución que no deja de ser política.
Entre los vivos Pocas películas plasman y examinan la vida adolescente sin subestimarla y banalizarla. Paranoid Park, Adventureland, Glue son algunas excepciones, y Criaturas de la noche, filme supuestamente de vampiros, es uno de los exponentes más refinados de los últimos años. La película de Thomas Alfredson, basada en la novela de John Ajvide Lindqvist (que también escribió el guión), no es otra cosa que una meditación precisa sobre un sentimiento dominante pero silenciado en los púberes: el desamparo existencial. Es 1982. Un suburbio en las afueras de Estocolmo. Oskar vive con su madre; sus padres se han separado y su vida se concentra en evitar que sus compañeros de escuela le peguen sistemáticamente. En sus tiempos libres, colecciona artículos sobre un conjunto de crímenes recientes, infrecuentes en el vecindario, pues, si bien se trata de un barrio de trabajadores, el bienestar material les pertenece a todos. Su obsesión quizás sublima un deseo: desquitarse con la patota que lo martiriza, aunque semejante hazaña física es improductiva para conjurar su soledad infinita. Todo cambiará para Oskar cuando una noche muy fría conozca a Eli, una chica cuyo semblante indica tener la misma edad y que recientemente se ha mudado al lado de su departamento. No es un encuentro cualquiera, y Oskar no tardará en vincular a su nueva amiga, que parece vivir de noche y jamás padecer el frío, con los extraños asesinatos, al menos después de querer sellar su amistad con un pacto de sangre y constatar la transfiguración de quien sin duda es su aliada. En una línea memorable, Eli dice: “Tengo doce años, pero tengo doce años hace mucho tiempo”. Es la confesión inquietante de un vampiro, pero el inicio de una amistad inquebrantable. El resto es cómo convivir (y confiar) con una criatura nocturna que, como cualquier otra especie, mata para sobrevivir. Y de eso se trata tanto para Eli como para Oskar: ¿cómo sobrevivir a la hostilidad física y simbólica del mundo de los vivos? Como en Crepúsculo y Luna nueva, la película de Alfredson yuxtapone el universo mítico de vampiros con la melancolía y desolación adolescente, pero en vez de trivializar la ansiedad por la (in)finitud en pos de un romanticismo trágico, tan ramplón como ridículo, y filmado como un videoclip de larga duración, resuelve poetizar sobre la amistad como un ejercicio amoroso simétrico, a pesar de la diferencia de sexos y de especie. La seriedad de su empresa no carece ni de humor, ni de violencia. Una cofradía de gatos (digitalizados) se lleva las risas; un par de decapitaciones ejemplifican cómo representar la violencia, escena lúcida, lúdica y lucida que transcurre en una pileta y que además solamente es posible de concebir en términos cinematográficos. Formalmente prodigiosa y narrativamente elegante, Criaturas de la noche ostenta una perfección en la composición de los planos y un trabajo minucioso sobre el diseño de sonido. Los movimientos de cámara son parsimoniosos y elegantes. Véase la resolución de la escena en la que un hombre mayor que protege a Eli, quizás el padre o un viejo novio envejecido, fracasa en la recolección de sangre y espera no ser descubierto por algunos amigos de una posible víctima mientras se esconde en un vestuario. Alfredson elige la profundidad de campo para tensionar en el plano lo que se ve en el fondo respecto de lo que está en el frente. A su vez, todos “las cenas” de Eli se muestran a distancia o en fuera de campo. Y como lo que se ve es tan esencial como lo que se escucha, la nieve suena, el frío deviene en sonido y los movimientos del cuerpo son notas que pueden descifrarse. El desenlace de Criaturas de la noche es magistral, no muy lejos de ese giro narrativo ilustre de Sexto sentido. Se podrá pensar que en última instancia estábamos frente a una fantasía imaginaria de un alma solitaria. Se podrá suscribir a la lectura del realizador de que, como en las novelas de Herman Hesse, los personajes centrales constituyen un solo personaje escindido, acaso dos polos de la arquitectura de la vida anímica. Sea como fuere, lo cierto es que la vida entre los vivos no es del todo estimulante, pues la insignificancia es la regla y la crueldad un modus vivendi, excepto cuando la amistad conjura todos los males de este mundo.