El regreso de Mel Gibson a la pantalla grande, después de su deplorable y sádica versión de la pasión del mítico hijo de María y un carpintero llamado José, y después de su mirada, culturalmente inexacta y formalmente interesante, de las culturas precolombinas, no resulta ninguna sorpresa. Gibson vuelve a lo que sabe hacer y ser: un recio que reprime su sensibilidad, capaz de reír cada tanto y listo para quebrar mandíbulas por doquier. Como gran parte del cine norteamericano post 11/9, el tema de Al filo de la oscuridad es la venganza, aquí en su versión eufemística: hacer justicia por mano propia. Es el móvil de Thomas Craven, un policía de los buenos, a quien le han asesinado la hija al lado suyo en la puerta de su casa. El gran villano del filme es una corporación que trabaja en energía nuclear, aunque los republicanos del congreso, Bush y compañía, y la policía de Boston son cómplices. “En Boston, todo es ilegal”, un mantra que se repite durante toda la película y articula una visión del mundo en la que la corrupción es la regla. Los mejores momentos del filme son aquellos en que Gibson se cruza con Ray Winstone, un “teórico” y un asesino británico (e independiente) contratado en este caso por el gobierno, quien se encarga de eliminar todo indicio de ilegalidad en las acciones de estado. Los diálogos entre Gibson y Winstone son lo mejor de la película, y la presencia del inglés no sólo eleva el nivel del filme de manera considerable, sino que contradice la filosofía oficial de Al filo de la oscuridad. “¿Se ve un alma?”, le pregunta a un oftalmólogo, apreciación materialista de la existencia que funciona como un contrapunto de la irrisible escena final que compromete a Gibson y al fantasma de su hija. A pesar de que Al filo de la oscuridad no es una de James Bond, Martin Campbell (Casino Royale) parece más cómodo en las secuencias de persecución automovilística que en la dirección de escenas que requieren mayor precisión dramática". Excepto por Gibson y Winstone, en este drama policial no desprovisto de cierta conciencia política el resto del elenco parecen caricaturas y marionetas.
Susie en el país de las desventuras “Desde mi cielo”, el nuevo filme de Peter Jackson, presenta una historia dramática y da un problemático salto en el mundo de la ilusión. Como sucedía en King Kong, los primeros minutos de Desde mi cielo introducen un mundo, un tiempo y la vida de sus personajes, más allá que la voz en off de una criatura celestial organice el relato desde un trasmundo. Un libro de Hesse y uno de Camus y, posteriormente, un manual sobre crianza infantil, son suficientes para delinear la vida espiritual de los padres de una familia, signada por la desgracia. Cada objeto y detalle remiten a una clase social y década específica. Es 1973, y en ese tiempo todavía no se habían naturalizado los asesinatos de niñas y adolescentes. Susie tiene 14 años. Estudia, ama a sus padres y a sus hermanos y jamás besó a un chico. Su vida en Pensilvania es apacible y feliz, y así como su padre se obsesiona con su hobbie, introducir barcos diminutos en botellas de vidrio, Susie está apasionada por la fotografía. Captar un instante es retener el tiempo inaprensible, cazar lo fugaz en una película, una pasión prematura que tendrá otro sentido cuando, de regreso a casa, un vecino, divorciado y solitario, la invite a conocer una construcción insólita y siniestra bajo tierra en un maizal después de la cosecha. A partir de allí, Susie permanecerá suspendida entre dos mundos: aquel en el que vivimos y aquel que corresponde a la hipotética e imprecisa eternidad que espera por nosotros. Es un espectro aferrado todavía a su pretérita existencia, tanto por amor a su familia como por sus ansias de justicia. Desde mi cielo, basada en el best-seller The Lovely Bones, de Alice Sebold, es una película en tensión: su flanco metafísico kitsch rivaliza con su costado perverso. Aquí, Jackson combina fallidamente esa tendencia ostensible en la iconografía esotérica New Age de El señor de los anillos con el sadismo amoral de Criaturas celestiales, aunque Desde mi cielo es esencialmente un drama familiar y un melodrama adolescente. En ese sentido, todos los pasajes vinculados al asesino y sus obsesiones metodológicas trabajan sobre un registro realista que se contrapone dialécticamente con el limbo paradisíaco digital. Así, todos los primerísimos planos de los dedos de Stanley Tucci (quien interpreta magistralmente al asesino serial en cuestión), o los siniestros planos detalle sobre unas muñecas, momentos previos al asesinato, constituyen los mejores “efectos especiales” del filme, pues allí Jackson demuestra que el cine es también un lenguaje y una forma, y no un sospechoso arte derivado de la literatura, ahora auxiliado por un nuevo estadio digital capaz de plasmar en imágenes cualquier capricho de la imaginación. La secuencia que transcurre en la casa del asesino, entre la hermana mayor de la víctima y el homicida, es un prodigio de suspenso: basta un primer plano y el trabajo inteligente sobre el sonido para provocar físicamente al espectador.
Diario de una sobreviviente En la apertura hay una cita de Ken Keyes: “Todo en el universo es un regalo”. No es precisamente un buen inicio para una película sobre múltiples abusos sexuales (y simbólicos), postergación racial (y de clase), un bebé con síndrome de Down, una madre portadora de VIH y una protagonista afroamericana que supera los 120 kilos y que en su fantasía se percibe rubia y de unos 50 kilos. En esta contradicción estructural, Preciosa despliega sus virtudes y sus horrores. Es un filme tan espantoso como querible, tan adulterado como auténtico. Todo transcurre en Harlem, en 1987. La voz en off de la protagonista nos advierte su padecimiento y sus deseos (fragmentos de algunos pasajes de su diario íntimo). “Quiero ser normal”, nos dice, mientras asiste a una escuela pública. La obesidad no es el problema de Clareece Precious Jones, quien prefiere ser llamada por su segundo nombre. Es su soledad infinita y el maltrato sistemático de quienes la rodean su obstáculo esencial. Su primera hija y la criatura que lleva en su vientre son vástagos de su padre. Su madre no solamente ha sido cómplice y testigo, sino que, además de tener celos de su hija y vivir indirectamente de ella (y del servicio social), es capaz de lanzarle una sartén o tirarle un televisor por la cabeza. Precious sostiene un deseo: aprender a leer y luego estudiar. No quiere ser como su madre, a quien percibe “como una ballena enfrente de su televisor”. Su llegada circunstancial a una escuela alternativa y la ayuda de una profesora serán los elementos de reconstrucción de una vida signada por la desgracia sistemática. Lo mejor del filme es su intento de impugnar una cierta descripción de la pobreza. Así, Preciosa apuesta a la resiliencia y propone un modelo de cooperación mínima entre individuos, a veces con el apoyo de ciertas agencias sociales, aunque su filosofía social es precisa: todo pasa por el individuo. Pero hay muchas más Precious en Harlem sin la misma suerte de la protagonista, que aquí justifica discretamente con su ejemplo la retórica liberal, tan norteamericana y hollywoodense, de la redención individual. El último plano del filme sintetiza un sistema de valores y una ideología específica.
El oscurantismo goza de buena salud en la pantalla grande. Vampiros, magos, fantasmas, monstruos, alienígenas new age circulan por nuestro imaginario y sellan un modo de estar en el mundo. El hombre lobo, basada en un clásico del cine, viene a confirmar la tendencia, pues en vez de explorar la tensión entre instinto y racionalidad apuesta al flanco más banal de la leyenda, y literaliza un mito en pos del mero espectáculo. En tiempos victorianos, pasado más de medio siglo XIX, Lawrence, quien está de gira interpretando a Shakespeare en el extranjero, debe regresar a su pueblo natal, Blackmoor: su hermano ha desaparecido, lee en una carta enviada por la mujer de éste; al llegar, su padre, quien no parece muy afectado por el evento, le informa que está muerto. Una bestia lo ha descuartizado. O quizás sean los paganos del vecindario, es decir, los gitanos, esos forasteros, esos Otros, propensos a la magia negra y la hechicería. La tragedia sobrevuela la vida de los Talbot. Mucho tiempo atrás, la madre de los hermanos también fue asesinada, hecho traumático para Lawrence, que estuvo en un internado. Entre el drama pretérito de la infancia y el actual, su padre le sugiere, mirando con su telescopio nuestro brillante y blancuzco satélite natural: “El pasado es la jungla de los horrores”. Lawrence desobedecerá, y en la resolución del crimen de su hermano habrá de confrontar el de su madre y devenir, en el intento, en hombre lobo. Esencialmente un drama edípico, esta versión de El hombre lobo de Waggoner, como ocurría en 1941, tiene un casting poderoso, pero ni Hopkins ni Del Toro pueden redimir este pastiche de La bella y la bestia, El increíble Hulk y King Kong, pues carece de suspenso dramático, perspicacia filosófica y sentido del humor, aunque la ridiculez de ciertos pasajes podrá arrancar alguna sonrisa. Así, la posible intriga narrativa parece un crucigrama para infantes. A los diez minutos de metraje ya se puede adivinar los asesinos y los móviles, y el risible giro romántico de la trama. Si bien El hombre lobo podría haber servido como una meditación pop sobre cómo la cultura sublima nuestra condición animal (“las reglas, sin ellas nos devoraríamos unos a los otros”, dice un personaje), el grotesco visual y la pereza intelectual vencen, los efectos especiales son esquemáticos, y algunos aforismos pretenden sintetizar la desgracia humana: “¿Cuál es la diferencia entre matar a un hombre y a una bestia?”. Todo se explica y se subraya, como si el espectador fuera infradotado, y aquellos elementos interesantes, como la posible confrontación entre paganismo y cristianismo, o ciencia y mito, que diversos pasajes proponen (el grupo religioso en contra de los paganos; la clase de medicina psiquiátrica en donde se intenta dilucidar la licantropía), se dispersan en la insignificancia de obedecer acríticamente a un superstición folclórica, aquí ligada al hinduismo primitivo. Es incomprensible que un director como Joe Jonhston, responsable de un filme como Cielo de octubre, una pieza clásica y admirable en donde el hijo de un minero, fascinado por la astronomía, inventa un cohete especial, lo que requiere estudio y una insobornable pasión por el conocimiento, sea incapaz de conmutar una fábula popular en un relato edificante. Un aceptable plano en profundidad de campo en el que Lawrence y Gwen se encuentran por primera vez en un refugio natural de la infancia es el único plano cinematográfico digno, de un extenso videoclip profuso en flashbacks espantosos y secuencias oníricas ideales para MTV, coronado por un combate entre dos bestias aulladoras que parece un símil de un videojuego berreta. El hombre lobo remite al lado oscuro del siglo XIX, un siglo en donde el espíritu de la ciencia habría de imponerse sobre los últimos retazos de una cosmovisión en la que la magia y la superstición aún perduraban. En ese sentido, comparar el positivismo festivo (y gay) de Sherlock Holmes, del sobrevaluado Guy Ritchie, con el oscurantismo pop de El hombre lobo permite entender una confrontación que parecía superada, pero que inesperadamente regresa en pleno siglo XXI.
No es fácil posicionarse respecto de películas que tienen buenas intenciones y que aportan algún que otro giro interesante sobre un tema aciago y todavía, oblicuamente, presente: la última dictadura militar en Argentina. En esta ocasión, el debutante Bustamante reelabora una experiencia personal pretérita, aunque distinta de la ficción que construye, en la que un niño de ocho años tiene que lidiar con la accidental (o no) muerte de su madre, una enfermera que tras descomponerse frente a una víctima torturada que llega a su hospital pierde la vida al ser atropellada por un auto. En esa conjunción de un drama privado y un trauma histórico, el filme despliega y sella sobre las conductas de sus criaturas un lema de la época: “no te metás”, un mandato “prudencial” que en esta familia además implica un pacto de silencio y una negación sistemática de la realidad circundante, que incluye un centro clandestino de detención. Como sucedía con Potestad, la mirada aquí no está puesta ni en los amigos militantes de la madre que ocasionalmente frecuentaban su casa, incluyendo un amante, ni en las víctimas que van llegando al depósito ilegal enfrente de la casa de la abuela (Norma Aleandro), sino en toda la familia de Andrés, cómplice en su indiferencia forzada, tal vez por temor o por discrepancias ideológicas, que se contrapone con la curiosidad del niño, que no “quiere dormir la siesta”. Interpretaciones desparejas (el trabajo del niño, Conrado Valenzuela, es sobresaliente), poca fluidez en las escenas, una puesta en escena no siempre acertada y una ostensible falta de precisión para examinar el posicionamiento político de la familia impiden que Andrés no quiere dormir la siesta se convierta en una de las películas más interesantes sobre un tema proclive al lugar común y la simplificación ideológica, amenaza que finalmente el filme de Bustamante no puede conjurar del todo.
Como todas las películas del Oscar, Enseñanza de vida no es la excepción en materia de sobrevaloración, pero un filme que supone una discreta defensa del derecho de las mujeres al saber (y al placer) y, más importante aún, una película que argumenta a favor del conocimiento y el esfuerzo, merece algún que otro asentimiento. Basada en las memorias de Lynn Barber, y con guión del novelista Nick Hornby, la película de la directora danesa Lone Scherfig, responsable de Italiano para principiantes (Dogma #12), es clásica en su relato y mucho más ambivalente de lo que resulta en una primera mirada. Su principal virtud, sin duda, está en la transformación subjetiva en pantalla de Carey Mulligan, quien interpreta a Jenny, una joven de 16 años de clase trabajadora inglesa que intenta ganarse un lugar en Oxford a principios de la década del ’60, con el riguroso apoyo de sus padres, hasta que una especie de aristócrata de unos treinta y pico aparece en su vida. Lo que podría resultar indebido para los progenitores (no muy lejos en el tiempo y la forma del caso Polanski) es visto como un ascenso social sin escalas, al mismo tiempo que la escuela a la que asiste Jenny desaprueba (y castiga) la nueva compañía con la que se vincula una de sus estudiantes más brillantes. Scherfig jamás juzga las decisiones de su personaje, más bien sigue su aprendizaje moral, estético e intelectual (lo que puede verse en cada gesto facial y corporal de Mulligan), aunque sí contrasta conscientemente la relación y la experiencia de la joven con las obras de arte, la música y la literatura respecto de sus nuevos compañeros de salida, todos ellos pertenecientes, al menos en apariencia, a una clase más acomodada que consume arte, no lo experimenta. El sexo queda en fuera de campo y hay una que otra sorpresa en el devenir del relato, y si bien algunos parlamentos no están a la altura de la inteligencia de Hornby, declaraciones como “Ya no es suficiente que nos eduquen. Nos tienen que decir por qué lo están haciendo” remiten fielmente al autor de Alta fidelidad.
Los hijos del dealer Hay una anécdota pertinente para pensar las películas de guerra, que cuenta el crítico estadounidense Jonathan Rosenbaum en su libro Las guerras del cine: él y el gran cineasta Sam Fuller salen de ver Full Metal Jacket de Stanley Kubrick, y Fuller, un director que había estado en la guerra, sintetiza el filme como "otra maldita película de reclutamiento". Vivir al límite, de Kathryn Bigelow, es tal vez otra película de reclutamiento, aunque su virtud consiste en develar la estructura psíquica del soldado, su vacuidad existencial y su método para conjurarla. Una cita inicial articula la totalidad de los planos: "El ímpetu de la batalla es una potente y muy a menudo letal adicción, para la Guerra es una droga". La sentencia pertenece a La guerra es una fuerza que nos da sentido de Chris Edge; la película de Bigelow parece una traducción crítica de esa oración en imágenes en un contexto todavía problemático: Bagdad, capital de Irak, aunque el relato se sitúa en el 2004. Un experto teledirige un robot para desarmar un explosivo. Los iraquíes observan mientras los miembros de la unidad Bravo intentan desactivar la bomba callejera. En esta ocasión, el perito tendrá que involucrarse con su cuerpo. Vestido como un astronauta se acerca al dispositivo. Sus compañeros miran alrededor. Un celular, una cámara, un taxi, un niño, alguien espiando desde su casa resultan sospechosos. Más tarde, vendrá otro especialista, William James, un extremista que goza estar en escena. Cortar personalmente el cable de una bomba es casi un éxtasis religioso, placer inconmensurable con el que puede recibir en su hogar, con su mujer e hijo. Cuando un superior le pregunta cuántas bombas ha desactivado, su repuesta, 873, es más que un mero número. Es una cifra que descifra un estilo de vida. Así, la primera escena habrá de repetirse con algunas variaciones, aunque por cada repetición Vivir al límite suministra más información sobre el estado mental de sus intérpretes. Bigelow es una cineasta fascinante. Esta artista plástica devenida en cineasta, dirige, a sus 57 años, una película de combate, y al hacerlo destituye el machismo solapado o expuesto de la mayoría de las películas de guerra. La masculinidad es su tema, y, como en Punto límite y K-19, su interés pasa por ver la interacción entre hombres en situaciones límite. Es aquí donde su filiación con el cine de Hawks, Fuller y Peckinpah es pertinente. En esta ocasión, no es el militarismo y compañerismo castrense el fenómeno a explorar, como puede parecer en un principio, sino la embriaguez existencial de la batalla y un pacto de silencio colectivo sobre el sentido de la misión, más allá de su racionalidad de estado y la canalización eficiente y primitiva de un exceso de testosterona. La tensión entre James y Eldrige, otro miembro de la patrulla, es ejemplar al respecto. Se podrá objetar a Bigelow la representación del Otro. Los iraquíes están presentes, casi siempre en planos generales, aunque el primer plano de un niño y un hombre devenidos en bombas no son precisamente el retrato del enemigo. Bigelow adopta una perspectiva, pero no por esto la justifica. En efecto, se trata de la mirada del invasor, y lo que se divisa en sus planos es un pueblo que convive a la distancia con el extranjero. Distancia y altura de cámara transmiten la ignorancia propia del observador, y en cierto momento también infantilismo y un utilitarismo canalla. En este sentido, el pasaje que transcurre en el desierto es central tanto formal como ideológicamente. Un militar interpretado por Ralph Fiennes asesina sin piedad a dos prisioneros para obtener su recompensa monetaria. Minutos después, en un enfrentamiento con francotiradores, el sargento Sanborn dispara contra uno de ellos. El "insurgente" corre y es alcanzado por una bala. En un plano general se ve caer el cuerpo, antes de que se pueda verificar un chorro de sangre a la altura de su cabeza. James concluye: "Buenas noches, gracias por jugar". La puesta en escena revela una reserva moral, el discurso explicita un nivel cultural. Impredecible y visceral, Vivir al límite transmite vértigo traicionando sistemáticamente las expectativas. Nunca se sabe qué se puede esperar. Los actores reconocidos mueren antes de tiempo. Los planos generales y detalle, los zooms, el trabajo sobre el sonido y el acompañamiento musical desorientan. Bigelow induce a experimentar el campo de batalla. Casi en el epílogo hay una escena al pasar (y central) que condensa la crítica política del filme. James está en un supermercado en EE.UU. Es un paraíso de consumo. Las cajas de cereales son infinitas. Él las mira y elige. Bigelow sugiere una secreta conexión entre el exceso de mercancías y la ocupación en Irak, aunque su mayor audacia política consiste en sugerir que EE.UU. funciona como una especie de dealer que en vez de comercializar drogas trafica guerras. Sus soldados son adictos, consumidores incorregibles de una sustancia que sostiene una economía perversa. Son los héroes del sistema.
La injusta ganadora de la última edición de la competencia oficial del festival de Mar del Plata es una comedia negra y bien mejicana en tono, aunque su estilo puntillosamente trabajado, como en la preparación de una mesa al inicio del filme, remite a cierto cine indie norteamericano (y global). La famosa Nora del título decide finalmente matarse y su muerte coincide con ciertas festividades judías que impiden un entierro en tiempo y forma. Su ex marido pronto revivirá décadas pasadas y descubrirá una sorpresa molesta, mientras la llegada de su hijo y su mujer, además de la ama de llaves y un rabino (heterodoxo), llevan adelante (desparejamente) un filme con sus enredos típicos, que pretende ser iconoclasta pero que jamás consigue inquietar al creyente ni a la institución religiosa, a pesar de despertar alguna sonrisa y alguna emoción legítima, no precisamente en los momentos finamente calculados para que así sea.
El gurú de la benevolencia El plano general de apertura de Invictus sintetiza un problema político y es una introducción al nudo narrativo: un grupo de hombres caucásicos juegan al rugby en un terreno cercado. La cámara flota sobre el campo y en un paneo de derecha a izquierda cruza la calle y revela otro partido. Allí están los negros, los que vienen soportando el apartheid desde 1948, y a los que les gusta el fútbol. Es la presentación de una sociedad escindida. Y todo quedará discursivamente explícito, pues por esa calle pasará el recién liberado Nelson Mandela, líder de la CNA, tras 27 años de cárcel. Es una fecha histórica: 11 de febrero de 1990, el comienzo de una política. Cuatro años más tarde, Mandela es el nuevo presidente de Sudáfrica. Es la esperanza de una mayoría empobrecida, y un terrorista devenido en mandatario para los afrikáners, minoría blanca que establece las leyes, domina la economía y administra las fuerzas del orden. “Ganó la elección. ¿Podrá gobernar”, titula un matutino, y ante la molestia del guardaespaldas de Mandela, quien lo acompaña a caminar todas las madrugadas, “Madiba” responde: “Es una pregunta legítima”. Es su primer día de gobierno. ¿Cómo gobernar una nación fragmentada, esencialmente antagónica y signada por un racismo extremo? Según Invictus, apostando a uno de los fenómenos paradigmáticos de nuestro tiempo: la identificación primitiva y mítica de una multitud con una gesta deportiva, un procedimiento mágico por el cual quienes están enfrentados conjuran sus diferencias en favor de un objetivo mayor. Aquí, ganar el mundial de rugby de 1995, organizado por Sudáfrica. Una tarea hercúlea, no solamente por el dudoso nivel de los Springbok, el equipo nacional capitaneado por Pienaar, sino por el odio popular a este deporte “de rufianes, jugado por caballeros”. En esta manipulación benevolente y legítima estrategia de poder, Mandela diseña una pedagogía: democratizar el rugby, llevarlo a los suburbios y las aldeas, desligarlo de la supremacía blanca y unir a 42 millones en una pasión colectiva. La utopía depende de un campeonato, e Invictus desarrolla todo su relato en torno a la consagración deportiva como metáfora explícita de un deseo mayor: la reconciliación de una sociedad consigo misma. Una táctica elemental, si se quiere, pero efectiva, no siempre al servicio de la democracia, como en este caso (¿acaso los goles de Kempes y Bertoni no constituía la ilusión de 25 millones de almas unidas por un seleccionado, un modo siniestro de minimizar y anestesiar la dolorosa división de un país aterrorizado?). Políticamente reduccionista y narrativamente clásica, Invictus es una nueva meditación de Eastwood sobre la violencia, aquí bajo el signo de su disolución a través de un cántico supuestamente universal que propone dejar el pasado en el pasado en función de poder diseñar un nuevo futuro, en donde el perdón y la no violencia gandiana constituyen virtudes públicas. Se trata, efectivamente, de una sociología cándida que desconoce o desestima el conflicto social. En ese sentido, Eastwood elige despolitizar para poder catequizar. Aquí, Mandela es un avatar de Gandhi, más un sabio que un estadista, más un gurú en la casa de gobierno que un hombre de lucha, que, si bien abrazó la no violencia, no desestimó, de ser necesario, la lucha armada. Así, las pocas escenas que transmiten malestar y disidencia se resuelven con celeridad y ligereza: la votación contra los Springboks y el color de su camiseta en un mitin de la CNA, el rol de la tercera esposa del mandatario, y el conveniente fuera de campo de un personaje central de este momento histórico: Frederik de Klerk, a quien Mandela relevó y que fue su vicepresidente. El máximo riesgo político pasa por la relación entre guardaespaldas blancos y negros, un vínculo de tensión constante durante todo el metraje, y donde Eastwood, acertadamente, mantiene la sobriedad y la cautela: tras la victoria, no hay abrazo, sino un mero apretón de manos. La reconciliación no es instantánea, necesita tiempo y trabajo, sugieren esos pasajes. Invictus carece de la complejidad y del humanismo refinado del díptico Cartas de Iwo Jiwa y La conquista del honor, y de la poética libertaria de Gran Torino. Es un filme de Eastwood, sin duda, pues cuando Invictus se transforma en un filme deportivo, la masculinidad y el liderazgo surgen como temas secundarios, aunque aquí la novedad consiste en sustituir su propensión a retratar héroes solitarios por una indagación, que no es exhaustiva, del heroísmo colectivo. En última instancia, el héroe de Invictus es un equipo, una nación. Eastwood, como buen cineasta clásico que es, hace invisible su estilo, aunque en esta oportunidad musicaliza más de la cuenta y apuesta al riesgo formal cuando posiciona su cámara dentro del campo de juego como si se tratara de un jugador óptico. Los scrown adquieren una visibilidad inusitada y los cuerpos de los jugadores en movimiento son objetos de escrutinio; así, los ralentís profundizan el suspenso del partido y particularizan las exigencias físicas de los “combatientes”. Que los contrincantes en el partido final sean los All Blacks es una ironía azarosa, como una moraleja; después de todo, la historia de Nueva Zelanda no es precisamente un prodigio de tolerancia racial, y son “todos negros”. Basada en el libro de John Carlin, Playing the Enemy, Invictus es más didáctica como introducción a un deporte que como lección política e histórica. El plano final, en el que los viejos “esclavos” juegan al rugby, un correlato del plano que inaugura la película, es más una expresión de deseo que una postal de Sudáfrica 2010. La injusticia social, el sectarismo, la desigualdad en todos los órdenes y la precariedad material del país de Mandela exceden la ilusión contingente y transitoria de percibir fraternidad cuando todavía la libertad y la igualdad son aspiraciones y posibles conquistas en un horizonte lejano.