Película de vínculos que no logran establecerse, de relaciones conflictivas que estallan ante el mínimo desacuerdo, Julian Giulianelli aprovecha la naturaleza para enmarcar una historia filial inesperada. Protagonizada por Guillermo Pfening, en uno de sus roles más logrados, la película pierde fuerza cuando subtramas dispersan la mirada sobre el encuentro de dos extraños, que en el fondo, esconden algo más que extrañamiento.
Una vez más Christian Petzold expone la peor cara del hombre. Aquella que cree que en la oportunidad y el engaño se puede solventar una vida diferente. Un juego que nos muestra la cara más siniestra de un personaje que termina burlado por el destino, y que en el “transito” del título original hay un pasaje de un estado a otro, también del espectador.
Durante muchos años la complicidad civil relacionada al golpe del ’74 que dio pie al proceso más sangriento de Argentina se esbozaba en algunos comentarios, insinuaciones, y más tarde, en investigaciones asociadas a dichos, y no dichos. Benjamín Naishtat pone en imágenes ese período, como nunca antes se lo ha hecho, desnudando la cotidianeidad y el silencio, la complicidad y la barbarie. Jugando con el policial, pero también con el melodrama y el film noir, “Rojo” es un ejercicio sublime de cine, de manifiesto político y de utilización del aparato cinematográfico en su totalidad. La película nacional de 2018, y también de la década.
Dinero, más dinero y amor El exotismo atrapa, sino basta ver qué pasa en la televisión regional con las telenovelas de origen turco, que arrasan en todos los horarios con historias que, principalmente, revisitan la épica del melodrama focalizando en el extrañamiento de sus paisajes y costumbres con el conflicto de pareja imposible de compatibilizar como punto de partida. Locamente millonarios (Crazy Rich Asians, 2018), de Jon M. Chu, es el gran sleeper (éxito inesperado) del año, que los estudios Warner han producido a partir de la novela best seller de Kevin Kwan, y en cuya trama se trabajan tópicos, estereotipos y arquetipos de las más conocidas propuestas románticas de los últimos tiempos, mixandolas con el placer culposo de observar, cual repaso de la revista Caras, mansiones gigantescas, lujos y excentricidades. Emparentada con Dinastía y Dallas, pero también con la exitosa Avenida Brasil, en donde nuevos ricos expulsaban dinero por el solo hecho de querer pertenecer a algo que recientemente accedieron, Locamente millonarios trabaja con el lujo y la ostentación, tan Donald Trump, tan ochentoso -pero corriéndolo hacia China, y más precisamente a Singapur-, cuando el joven heredero de una multinacional constructora comienza una relación con una joven que ha peleado, desde siempre, su posición y lugar en la sociedad. Rachel (Constance Wu) debe superar la noticia del origen casi noble de su novio Nick (Henry Golding), y segundo, lidiar con la aceptación de su familia. Allí es donde Locamente millonarios tal vez caiga en obviedades que restan dinamismo en la descripción del lujo de las familias en Singapur (inserts, movimientos y aceleramientos de cámara, edición vertiginosa), y es allí donde también se emparenta con las novelas turcas que lideran los índices de rating. Mientras Rachel descubre China, sus laberintos, sus excentricidades, y, principalmente, desanda la romántica historia, la película mantiene el clima necesario para poder explorar los caminos de la comedia melodramática sin traicionar su origen. La frescura de ciertos personajes secundarios que funcionan como el comic relief necesario para contrarrestar el conflictivo romance que se urde, habilita el necesario humor de la historia, con infinidad de gags y situaciones símil sketch que refuerzan la diversión. Entre esa dualidad que va entre respetar al género y buscar nuevas alternativas, Locamente millonarios trasciende fronteras reivindicando las historias de amor como potenciales creadoras de sentido en un momento en donde las pantallas se multiplican con superhéroes, descubriendo allí el secreto de su éxito. La simple historia de una joven que debe conocer y conocerse, tantas veces vista en otros formatos, atrapa y entretiene, sumando reflexión en una sociedad en donde pese a multiplicar desde el dinero su mirada irónica sobre el consumo, no reniega del mismo como inherente a la clase social que refleja. Curiosamente, además, esa mirada sobre el excesivo consumo apunta al continente asiático para evitar la ostentación en una América de Trump con millones de excluidos, de gente que llega a pie para luchar por sus expectativas y que aún sueñan con salir adelante, pero que el presidente de cabello amarillo ha pisoteado de todas las manera posibles sus anhelos y esperanzas.
Amistades más que peligrosas Amigos son los amigos, o en este caso amigas o amigues. Dos polos opuestos que Un pequeño favor (A simple favor, 2018) de Paul Feig intenta conciliar, mixando de manera precisa Valle de muñecas con Big Little Lies, en tiempos de empoderamiento y girl power. Narrando la reciente amistad entre Stephanie (Anna Kendrick) y Emily (Blake Lively), dos mujeres ubicadas en las antípodas, Un pequeño favor transita los caminos de la comedia negra y el policial con su atractiva historia de mujeres que deciden tomar el toro por las astas para reinventar sus destinos. Con solvencia y humor, el guion comienza a transitar los encuentros entre ambas, desde una primera etapa de sorpresa y diversión, a desandar cuestiones más oscuras y sórdidas que a partir de la desaparición de una de ellas acechan en los recovecos del relato. No importa cuál de las dos es la que desaparece, sólo necesitamos saber que detrás de eso hay un mecanismo cinematográfico que aprovecha su costado policial y de género para desandar la búsqueda de datos tras la ausencia. Para complicar aún más las cosas, en la sospecha que una de ellas ha podido tener algo que ver con la pérdida, Un pequeño favor comienza a desarrollar un interesante ejercicio de film noir estilizado buscando su propia identidad como película de género. Paul Feig maneja con solvencia, como ya lo ha demostrado en la comedia, su capacidad para reinventar los géneros e ir más allá de los límites logrando un híbrido que muchas veces no pueden clasificarse. Así y todo, y gracias al picante e impecable duelo actoral entre Kendrick y Lively, Un pequeño favor demuestra que cuando las ideas son claras y las interpretaciones logradas, no hay propuesta que naufrague en los intentos de presentarse de una manera y querer ser otra cosa. La pelíucula funciona y entretiene, porque utiliza la frasde “pueblo chico, infierno grande” con el rumor como vehículo de sentido, la complicidad de algunos, para potenciar las premisas que, en manos de otro equipo y director, podrían haber quedado sólo en pretensiones.
Salir adelante En oportunidades el cine acerca propuestas que desnudan situaciones llevadas a la pantalla con anterioridad y que, inevitablemente, pueden ser evocadas al momento de pararse frente a ellas. El caso de Apóyate en mí (Lean on Pete, 2017), película motivacional, cuadra en este planteo desandando los pormenores de Charlie (Charlie Plummer) y su caballo Pete, que buscan salir adelante pese a todos los obstáculos que se les presentan. El best seller de Willy Vlautin, llevado al cine por Andrew Haigh (Fin de semana, 45 años), transcurre en la América profunda, alejada de los neones y el éxito, y en donde el rodeo, el trabajo en el campo y los tiempos muertos (como así también la falta de dinero), expulsan hacia los márgenes a los individuos y sus sueños. Recientemente, y con otro conflicto, Sin nada que perder (Hell or High Water, 2016) también reflexionaba sobre ese grupo de personas que la industria cinematográfica jamás toma como punto de partida para sus historias. Gente de márgenes que en la cotidianeidad de sus días, con un tiempo que nunca avanza, la posibilidad de progreso es negada y la ilegalidad o la delincuencia se vislumbran como única salida. A diferencia de esa propuesta, en Apóyate en mí Charlie es uno de los afectados, pero busca salir adelante pese a que la realidad le diga lo contrario y lo impulse a bajar los brazos. Viviendo con su padre (Travis Fimmel), un hombre conflictivo y que sólo atiende a su hijo si se trata de la escuela o su alimentación, Charlie intenta cumplir con sus obligaciones y siempre busca algo más. La dirección de Andrew Haigh refuerza esta decisión de avanzar con bellos planos que recuerdan muchas de las puestas de sus películas anteriores. Cuando conoce al dueño de una serie de caballos de carrera (Steve Buscemi) comenzará una relación con Pete, un equino al que debe cuidar para mantenerlo (y mantenerse) y con quien se encariña desde un primer momento, y ante la posible separación de éste, decide emprender un viaje iniciático en donde juntos se enfrentarán a la adversidad del destino. El guion hábilmente construye a Charlie como un héroe, algo necesario para seguir con un relato que está plagado de golpes bajos y situaciones límites que radicalizan las acciones que se presentan. La historia avanza por laberintos insospechados en donde la ilegalidad son aún peores que la realidad en la que vive, dividiendo en dos los actos: en el primero se presentan los personajes con detalle para luego, en el segundo con formato de “road movie”, se profundiza la tenacidad y fuerza interior del joven pese a todo. Con algunas obviedades y la constante búsqueda de emocionar a fuerza de música incidental, Apóyate en mí funciona porque se apasiona por sus personajes, los muestra bellos en medio de la miseria que atraviesan. En particular Charlie, quien se descubre en la vulnerabilidad para luego fortalecerse cada vez que las amenazas lo acechan. Charlie Plummer logra una sólida actuación como ese joven que a pesar de todo decide avanzar mirando hacia el futuro, buscando las posibilidades desconocidas que aún tiene, transmitiendo su carga interna y dolor, pero también su alegría y sus ganas de seguir adelante.
Amor inesperado Hay combinaciones que son exquisitas, la música y el cine es una y cuando se encuentran con un maridaje preciso en un relato sobre el amor y la pasión, el resultado es más que satisfactorio. Nick Hornby es un hábil conocedor de estos mundos, su pasado como periodista y crítico musical le han permitido crear narraciones que profundizan sobre vínculos sin necesidad de subestimar al lector (Un gran chico, Alta fidelidad). En la nueva adaptación de una de sus obras, Amor de vinilo (Juliet, Naked, 2018), y gracias a la dirección de Jesse Peretz (GLOW) todo fluye de una manera perfecta relatando la transformación de sus protagonistas y cómo, sin muchos preámbulos, la vida puede reorientar los destinos hacia otros lugares. En Amor de vinilo conocemos a Duncan (Chris O’Dowd), un excéntrico profesor que está obsesionado con una leyenda de la canción, Tucker Crowe (Ethan Hawke), quien no ha compuesto ni aparecido en público por más de 20 años. Esa pasión que tiene por el músico lo ha llevado a crear un sitio de internet en el que despliega las más locas y tontas teorías, como también la publicación de imágenes “exclusivas” que va encontrando o que los otros fanáticos le envían. Duncan vive con Annie (Rose Byrne), una empleada de un museo en decadencia, que reparte sus horas entre diálogos y paseos con su hermana y tener que soportar a su novio y su obsesión, sin siquiera preguntarse qué está haciendo con su vida. Cuando un día un sobre llega a la casa de ambos, con una grabación inédita de Tucker, todo cambiará, construyendo desde ese momento un relato sobre el amor, las crisis, la amistad, la profesión y sobre lo inesperado de la vida, y también sobre cómo se puede transformar una casualidad en una causalidad sin siquiera imaginarlo. Amor de vinilo posee una sólida descripción de sus protagonistas, algo característico de las novelas de Nick Hornby, pero que gracias a la producción de Judd Apatow, la historia de amor se muestra desde otro plano: No existe aquí un atisbo de melodrama, pero sí de romance y pasión, desde un lugar en el que los personajes, con sus imperfecciones, miserias y dolores, se interrelacionan con el otro por el sólo hecho de haberse cruzado de alguna manera, virtual o físicamente. En donde las películas de género comienzan, con ese encuentro clave, Amor de vinilo promedia, y cuando la conexión entre los protagonistas se afianza, diálogos sobre la nada misma refuerzan la base con la que se había descripto a los personajes y su fortuito romance. Tomando a su propia novela Alta fidelidad, y sumando reminiscencias a clásicos del romance como Algo para Recordar (An affair to remember, 1957) y Sintonía de amor (Sleepless in Seattle, 1993), Amor de vinilo nos recuerda que el amor puede surgir de la manera más inesperada, y a pesar de poseer obstáculos, la sinceridad en la relación y la honestidad con uno mismo dispara más posibilidades que la pose y la mentira. La película funciona como comedia romántica porque desnuda sus personajes en una primera etapa en la que la vulnerabilidad los hace verosímiles, y conforme el guion comienza a intercalar narración sobre cada uno de ellos, hasta encontrarlos en un punto irreversible, la vivida descripción suma una faceta psicológica y emocional que los humaniza y los vuelve entrañables.
El flashback como recurso narrativo ha generado grandes relatos y la posibilidad de reconstruir apasionantes propuestas a medida que se las veía. En este caso se pierde la posibilidad de reforzar elementos que son presentados arbitrariamente en una ambiciosa película que solo queda en premisas y que nunca encuentra el tono para avanzar en la progresión dramática.
Ya en tiempos lejanos, “La vida es sueño” proponía esto de imaginar una realidad paralela, onírica a la “verdadera”. Pero ¿qué es lo real? Al protagonista de esta propuesta la respuesta nunca le queda clara, y padeciendo un trastorno de sueño no hace otra cosa que “replicar” su vida en dos planos. Lograda propuesta en la que el espectador deberá estar atento a aquellos cambios y tonos narrativos para comprender la totalidad de las ideas, este debut en la ficción del realizador es otorga aire fresco en el panorama del cine cordobés actual.