Narrando una realidad dura y descarnada, el realizador palestino Hany Abu-Assad logra en su filme “Omar” (Palestina, 2013) un fresco actual y dinámico sobre la vida del joven que da el nombre al film para, además, desnudar la cotidianeidad y cercanía con el peligro de la gente que habita la zona. Omar (Adam Bakri) quiere progresar, alcanzar sus metas, cumplir objetivos, pero su entorno, hostil, y principalmente su involucramiento en la política y la movilización lo llevarán a un lugar inimaginado para la realidad que él buscaba. El guión de “Omar” posee varios giros, pero principalmente se enfoca en cómo el personaje central va transformándose a partir de las situaciones y obstáculos que le toca vivir. Enamorado de Nadia (Leem Lubany), que vive del otro lado del muro que divide la ciudad, para verla tiene que saltar y trepar varios metros y luego acercarse a la escuela de la joven para sorprenderla. A diferencia de Omar, quien posee un carácter estoico y rígido, Nadia es mucho más flexible, y demuestra su pasión y devoción por él en cada una de las cartas que escribe con pasión y que se las intercambia con las que él escribe. “No sabía que el amor podía doler tanto” le dice en un momento a Omar, luego que éste la increpara sobre la verdadera razón por la cual están juntos y, en la clandestinidad, planean un casamiento y poder vivir juntos, y ser felices y todo lo demás que todos los cuentos les dijeron. Pero claro está, que esta historia enmarcada en el duro contexto de la Palestina actual, en el que los vínculos se ven resentidos por el odio que hace años habita la zona, terminará por girar el rumbo hacia un drama en el que el amor no posee espacio. “Omar” habla del abuso del poder y del excesivo control con el que se intenta desactivar aquellos intentos por evitar atentados a las instituciones que rigen el orden, o, que al menos, intentan imponerlo para conseguir libertad. El joven deberá decidir entre varias opciones, no las ideales para él, sino las más justas, las que cree que podrían acercarlo a aquellos proyectos primeros en los que quería participar y estar. Cuando se involucra en un atentado al ejército con sus amigos, será apresado y obligado luego a tomar partido por su libertad, y la de sus seres queridos, pero también se le negará la posibilidad de poder continuar con su relación con Nadia, porque ésta, hará escucha de todos los comentarios negativos sobre Omar y su accionar y decidirá abandonarlo. “Omar” posee algunas escenas en las que la poesía con la que Abu-Assad registra los escapes del protagonista, a esta altura la vida lo consagró como un as del parkour involuntario, como también en los momentos de ingenuidad de su romance con Nadia, contrastan, para bien, con el sangriento relato de tortura y muerte que se va acumulando. “Omar” logra capturar a su personaje y las consecuentes transformaciones que sufre a medida que la narración avanza, y se detiene en él, más que en nadie, porque sabe que la empatía que logra con la historia de un joven atravesado por la miseria en torno a las decisiones políticas ajenas a su entorno pueden trascender la pantalla y reivindicar cualquier intento de libertad aunque sea a fuerza de engaños. Intensa.
Tomando la historia original como referente, pero buscando un nuevo rumbo desde donde se la dejó en la primera entrega, en “Sinister 2” (USA, 2015) asistiremos a la extraña manifestación de aquellos niños fantasmas que intentan controlar a los hermanos Dylan y Zachary para forzarlos a realizar una matanza, y quienes, además, deberán sortear sus propios miedos, relacionados a los cambios que significaron alejarse de su padre y mantenerse en la clandestinidad para evitar que éste los encuentre. Mientras su madre hace esfuerzos denodados para evitar ser siquiera detectada (porque además sabe que su ex marido posee tal grado de poder y control en los demás que rápidamente podrá descubrirla) se topara con un ex agente, especializado en fenómenos paranormales, en el acercamiento podrán en conjunto trabajar para poder así enfrentarse a las fuerzas naturales que los acechan. Porque justamente “Sinister 2” no intentará buscar respuestas sobre la primera entrega de la saga, todo lo contrario, ya todos sabemos cómo Bughuul maneja los destinos del grupo de niños que, bajo sus órdenes, decidieron terminar con los vínculos familiares de la peor manera. Tanto la madre, quien se encuentra atribulada y un tanto retraída por la situación de tener que haber escapado para poder preservar a sus hijos (a Dylan, principalmente), como el ex agente, entablarán un vínculo que irá mucho más allá de la mera cooperación para comprender realmente cuál es la situación en la que se encuentran. Porque la mejor idea que tuvo la mujer, es de alejarse tanto pero tanto de la civilización, que terminó por encontrar albergue en una estancia abandonada, que oh casualidad, es la misma en la que el demonio Bughuul, acompañado por su séquito de niños endiablados, asesinó hace tiempo a dos familias. Dylan sabe de esto pero no se anima a hablarlo, porque, justamente, sabe que deben permanecer allí para evitar ser alcanzados una vez más por otro tipo de violencia, la física, que ejercía en él su padre. Ciarian Foy va desarrollando con holgura la puesta en escena del guión escrito por C.Robert Cargill y Scott Derrickson, que prefieren profundizar en las pesadillas del niño y las escenas en las que los “fantasmas” de los pequeños se acercan para atormentarlo y también para exigirle, al igual que a ellos les pasó, que sacrifique a su familia y lo deje registrado en celuloide. Pero el joven se asusta, está cansado de correr de un lado para el otro y de ocultar sus reales temores, razón por la cual un giro hacia el final terminará por torcer la decisión de los espectros para investir a otro protagonista con la sangrienta decisión de matar a sangre fría. “Sinister 2” genera logrados climas para mantener el suspenso, pero en la reiteración del recurso de las cintas que se muestran, como así también en la no superación de algunos tópicos y lugares comunes, se resiente una narración que supera al promedio de este tipo de filmes. Foy busca mezclar las texturas, y se apoya en algunos momentos en la evocación y el flashback para reforzar lo que cuenta, generando un filme que si bien no asusta tanto como su predecesora, encuentra un tono y un ritmo que la favorece.
Es muy interesante cuando uno se acerca a una película sin mucha información previa y con el prejuicio de creer que se asistirá a una nueva puesta al día de las comedias más nerviosas y verborrágicas de Woody Allen, y toda la serie de imitadores que supieron surgir. Más grato aun cuando una película como “Terapia en Broadway” (Estados Unidos, 2015), del maestro Peter Bogdanovich, termina por sorprender con la historia de una joven llamada Izzy (Imogen Poots), que de un día para otro ve como su suerte cambia al toparse con un productor y escritor teatral llamado Arnold (Owen Wilson), quien tiene una manera muy particular de relacionarse con el sexo opuesto y luego darles “oportunidades” para cambiar su vida, sin ser ella la excepción. Izzi (Poots) es una joven que quiere triunfar como actriz. Oriunda de lo más bajo de Nueva York, en su humilde hogar, aún comparte los días con sus padres (Cybill Shepherd y Richard Lewis) y para poder pagarse sus estudios e insumos busca la salida de “escoltar” hombres que llaman a su “madama” (una increíble y exagerada en el punto justo Debi Mazar) y así obtener dinero rápido y fácil. Pero ella es torpe, se confunde las direcciones a donde tiene que ir, y claro está, como joven enamoradiza que es, terminará por enredarse con el primero que le preste algunos minutos para escuchar su historia de joven que sueña con triunfar en Broadway. Y ahí estará Arnold, para cumplirle su sueño de Cenicienta, pero que, en realidad y sin saberlo, terminará siendo un castigo para él cuando Izzy realice un cast para su nueva obra y conociendo a su mujer, su entorno y, claro está, al resto de mujeres a las que este “benefactor” ha intentado hacer salir de la prostitución, quede como protagonista. La película se maneja con la “confusión” como vector narrativo, pero además explora el slapstick, y el gag, emulando a las viejas comedias hollywoodenses en las que el cierre de puertas, el esconderse del otro, y hasta el escenario principal, servían para narrar grandes historias, que en el fondo, eran de amor y superación. Pero para redoblar esta vuelta al mejor cine, además, Bogdanovich reúne un elenco de personajes secundarios que irán sumándose de a poco y a los que a cada uno los dotará de un complejo entramado psicológico que, al menos, intentarán explicar el porqué de sus acciones y fortalecerán la historia. Así, Izzy se transformará en el objeto de deseo de varios personajes y éstos a su vez traerán a la escena a sus respectivas parejas, las que, como el caso del personaje interpretado por Jennifer Aniston, una neurótica psicóloga que no puede separar su profesión de sus emociones, dotará de cada vez más conflictos a la ya compleja trama de historias adyacentes a los protagonistas principales. “Terapia en Broadway” bucea en la comedia y se reposa en una clásica estructura narrativa, pero también en la novedad de contar su “cuento” a partir del relato en primera persona desde una entrevista de Izzy recordando en flashbacks su llegada a la cima. Porque si bien se intenta hacerla trastabillar con cada escena y cada personaje que se suma para potenciar la comedia, también se busca resolver positivamente su cuento, con un final feliz que sirve, además, para demostrar que la casualidad y la causalidad pueden determinar una serie de eventos para hacer llegar a buen puerto a cualquier navío. Divertida y dinámica.
¿Qué tanto hubiese favorecido a “Los 33” (USA/Chile/Colombia, 2015) la interpretación de los actores en el propio idioma de los mineros? ¿Por qué siempre que una productora internacional decide tomar un hecho real y filmarlo para globalizar el producto se cuestiona su “habla” y su identidad? Cuando hace años Alan Parker estuvo en Argentina filmando la adaptación del musical Evita, con Madonna y Antonio Banderas, este punto luego fue discutido, también, luego del estreno. Y tampoco se llegó a una conclusión correcta ante la disparidad del producto final. En “Los 33” la realizadora Patricia Riggen desarrolla el guión apoyándose en el libro de uno de los sobrevivientes a una de las tragedias más impactantes de los últimos tiempos del país vecino, y que marcó un punto de inflexión dentro de la presidencia de Sebastián Piñera, quien veía con lejanía el hecho sucedido en la población de Copiapó. Allí, 33 mineros, vieron como su realidad se cambiaba de un momento al otro al quedar atrapados bajo tierra por el desplazamiento del centro de la montaña en la que estaban trabajando hace añares y pese a algunas denuncias previas sobre el estado de las cosas en el lugar de trabajo. “Los 33” toma el hecho como disparador, leve, de algunas historias personales, las de cada uno de los personajes que por más de dos meses estuvieron aguardando la posibilidad de una vía de escape a su presente de encierro, hambre y hacinamiento. La decisión de formar un cast internacional, encabezado por Antonio Banderas (Mario), Juliette Binoche (María, hermana de uno de los mineros), Kate Del Castillo (Katy, mujer de Mario), Mario Casas (Alex), Lou Diamond Phillips (Luis), etc., también habla del producto que desde la primera escena se intenta presentar, un híbrido en el que Binoche vende “empanadas”, Banderas habla en inglés con un tono castizo más pregnante que nunca y el resto de los actores hace lo que puede con la estigmatización de cada uno de los personajes de un guión que mantiene el suspenso como puede ante un hecho tan conocido y viralizado. Porque en “Los 33” el timing, el tono, el ritmo, la puesta, la dirección, es correcta, a la altura de la propuesta y con una tensión increscendo hacia la resolución bien sabida por todos, con el resultado favorable, pero hay algo relacionado al relato de la pobreza del lugar, de cómo se necesita la ayuda de otros países para lograr alcanzar el destino, y , principalmente, sobre la exageración del “folklore” (entendiéndolo en su sentido más amplio y abarcativo, que toma a la cultura de una región o zona y la expone) que termina resintiendo su narración. Hay otros puntos que terminan también golpeando la acción, como la falta de resolución de algunos conflictos centrales (la relación entre María y su hermano Darío, María y su acercamiento al Ministro de Minería, etc.) y la potenciación del surgimiento del líder natural del grupo, Mario, sin siquiera profundizar en las disputas y el infierno que muchas veces han manifestado los 33 que vivieron bajo tierra. “Los 33” es efectista, cae en lugares comunes, desaprovecha la oportunidad que se presenta, y en la negación de la realidad del otro que está contando, pasada por el tamiz norteamericano, es en donde más flaquea, por eso es que luego de su visionado el espectador se preguntará, ¿qué hubiese pasado si este film estuviese protagonizado por estrellas chilenas o más regionales, y hablada en el propio idioma de los mineros? ¿Sería diferente el resultado? El cuento ya está narrado, con sus reglas y en un idioma universalizador.
Ubicada dentro del género de terror y más precisamente de un nuevo subtipo de filmes que pueden ser llamadas como “retro terror”, que encuentra en el “homenaje” a viejas películas su materia prima para consturir el relato, “El Payaso del Mal” (USA, 2014), de Jon Watts con producción de Eli Roth, se presenta como una buena propuesta para los adeptos a este tipo de historia concreta y sintética. “El Payaso del mal” bien podría ser una adaptación de algún viejo cuento del maestro del horror Stephen King, porque en su atmósfera y narración hay pequeños destellos de muchas otras clásicas historias revisitadas y muchos puntos en común con algunos relatos como “Maleficio” o “Sortilegio”, novelas que, ya han sido llevadas al cine y que desde una pequeña anécdota terminan construyendo una épica sobre el bien y el mal y la decisión de algunos de quedarse en uno u otro bando. Y si bien en éstas dos películas mencionadas la contraposición entre roles y lugares era más notoria, en esta oportunidad, Watts, trabaja con la negación de un lugar claro en el que se debe colocar el espectador, que más que en el de pasivo receptor, hasta que la tragedia que toma por sorpresa a una familia se esparce, debe decidir si acompaña al perverso clown del título en su periplo hacia la oscuridad total. En “El payaso del mal” hay un ascendente ejecutivo inmobiliario llamado Kent (Andy Powers) que por cumplirle a su pequeño hijo la fantasía de tener en su fiesta de cumpleaños a un payaso (el contratado cancela a último momento), decide ponerse un viejo traje de clown encontrado en una vivienda en reparación que comercializa. Sin saberlo, ese mismo traje será el que, luego de dormirse con él y ante la imposibilidad física de quitárselo, irá transformándolo en un terrible villano que, según luego se enterará, forma parte de una vieja leyenda en la que deberá consumir “niños” para poder subsistir y evitar quedar finalmente mutado a la más horrible caracterización, la más grotesca, y la más alejada, de aquellos bufones que otrora supieron entretener a las grandes audiencias. Watts va deformando el mito del payaso para hablar de la necesidad de cumplir con algunos roles en la sociedad y de cómo éstos ante alguna modificación van mutando hacia un lugar mucho más oscuro y complejo. Si bien no es la primera vez que el tema de payasos y maldad ha sido trabajado desde el cine, es justamente en su posibilidad de revisitar el género y de tomar de sus predecesoras aquellos puntos más relevantes en donde “El Payaso del mal” funda su posición de disfrute y placer de género. Watts va dosificando la transformación de Kent y agrega indicios de la posible amenaza que él mismo puede llegar a convertirse para su propia familia. Su pequeño hijo (Christian Distefano) y su mujer (Laura Allen) irán colaborando con él, a pesar de los denodados esfuerzos de un misterioso mercader de objetos mágicos y circenses (Peter Stormare) por aclararles que todo aquello que puedan creer como bien para su padre/marido en realidad será contraproducente. El efectismo en algunas escenas quitan peso a una historia que trabaja con climas y atmósferas logradas, y que principalmente en la clara transmisión de un cuento de hadas a la inversa, en la que todo de un momento para el otro cambia, sin una solución cercana aparente, y en la que un estado de equilibrio inicial, el de una familia ideal, con anhelos y con planes por venir, termina viniéndose abajo cuando la cabeza de familia pierde justamente la cabeza, es en donde la materia prima del relato se regodea con el gore y aprovecha el placer de género para construir una de las historias de género más interesantes de los últimos tiempos.
Es curioso como la necesidad por terminar de cerrar historias inconclusas por parte de la industria pueda generar un producto híbrido entre la TV y el cine que funciona, porque, justamente, entiende ambos lenguajes y produce algo nuevo y diferente “Entourage: La película” (USA, 2015) eleva la propuesta que hace años inundó con glamour y mucho histeriqueo la durante ocho temporadas la pantalla de HBO con su dosis de humor y acidez necesaria para erigirse como la propuesta masculina de la señal en tiempos en donde “Sex & the city” arrasaba con las audiencias y se multiplicaba. “Entourage…” retoma la historia de la mega estrella Vince Chase (Adrian Grenier) y se posa en el momento en el que decide dar un cambio de rumbo a su carrera. Agotado por participar de productos menores, decide junto con Ari Gold (Jeremy Piven), o al menos lo intenta, tomar el control total de su última producción hasta el punto de querer dirigirla. Luego de algunas idas y venidas la producción se inicia y gracias al apoyo de su “séquito”, Johnny (Kevin Dillon), Turtle (Jerry Ferrara) y Eric (Kevin Connolly), Vince podrá cumplir su sueño de conducir una mega producción, con su particular mirada y expertise. Pero cuando el hijo de uno de los productores (Haley Joel Osment), comienza a cuestionar algunas decisiones de Vince en la película, todo se complicará, porque en un mundo en donde los celos y las poses se exponen, se terminarán por boicotear las buenas intenciones con las que el actor intentó girar su camino. “Entourage…” funciona porque los actores logran dotar nuevamente del espíritu coral que marcó a fuego a la serie. Y además porque vuelve a tocar el tema de la farándula desde un lugar diferente, en donde las apariencias son más importantes que la sobriedad y los roles, y en donde queda en evidencia, una vez más, que con dinero se puede comprar todo. La industria se ríe de sí misma con un filme que no intenta ponerse solemne, sino, todo lo contrario, porque “Entourage…” se ríe hasta de la serie que antecedió a esta puesta cinematográfica, y como dato curioso el director es el mismo que el de la serie, Doug Ellin, así que tiene mucho material para contar. Uno de los hallazgos, además de la solidez del guión, es el poder expandir el universo de “Entourage” hasta límites insospechados, sumando cameos de grandes estrellas (Kelsey Gramer, Liam Neeson, Jessica Alba, entre otros.) para generar más verosímil, potenciando además el lujo y el brillo de Hollywood con una puesta en escena soberbia y llena de excesos. Piensen en un yate lleno de modelos exuberantes, bellas, desbordadas y extasiadas por la separación de una mega estrella, en medio de un mar cristalino y bajo el sol, que invita a los placeres y pecados más ocultos de la farándula. Con esa imagen, acompañada de música estridente, arranca la versión cinematográfica de “Entourage”, y ya desde esa primera escena marca su posición frente al devenir que luego se sucederá de la acción. Claramente los fanáticos del envío serán aquellos que podrán disfrutar más de este producto, pero para aquellos completamente ajenos al universo de “Entourage” es “Entourage: La película” un buen acercamiento al universo de Vince y sus amigos, un mundo en el que nada ni nadie tiene asegurado su futuro y destino, tan sólo la posibilidad de aprovechar las oportunidades que la industria les va poniendo y relajarse al lado de una bella mujer.
Antoine Fuqua se ha caracterizado en los últimos filmes de su filmografía por lograr, a través de su cámara, capturar la esencia en el relato en imágenes del microuniverso que desea narrar con tan solo reposarse en él y detenerse un instante. “Revancha” (USA, 2015), su última película, no es la excepción a la regla, con una historia, que, enmarcada en el mundo del boxeo, tantas veces trabajado por otros autores, y en la urgencia de los acontecimientos que se van desarrollando (la de los hechos que llevan a la acción de la que habla el título comercial local), en realidad toca el nacimiento, auge y caída de una estrella de una manera cruda, directa y realista, y también de la comercialización del deporte y las personas que reina en él. Porque en el relato del devenir en el mundo del box de Billy Hope (Jake Gyllenhaal), desde que logra a fuerza de una exigente rutina posicionarse como una de las más prometedoras estrellas pugilísticas, hay un paralelo con la clásica historia del Pigmalión que termina conquistando la cima pero que también cae prontamente de ella. Todo lo que sube rápidamente también se desploma tan rápido, y más en el mundo del cine, Billy ve como su imperio, pequeño, de oropel, de ficticios sueños, con su bella y manipuladora mujer (Rachel McAdams) con la que mantiene una relación tan intensa sexualmente como tensa por los reclamos que ésta diariamente le realiza. Y entre ambos está su pequeña hija Alice (Clare Foley), una luchadora de la vida, que lidia a diario con los egos de los padres y que intenta comprender la serie de sucesos que desencadenarán la tragedia en la vida de todos. Cuando en medio de un infortunado accidente la mujer de Billy fallece, el mundo de apariencias que tenía comienza a desmoronarse y debe seguir luchando no ya por su vida y sus triunfos, sino, principalmente para poder obtener la custodia de su hija, que fue llevada a un hogar de tránsito debido a la conducta desbordada de Billy. Fuqua filma con intensidad esos momentos de desamparo y congoja, de angustia y dolor, pero sin caer en el lugar común de la víctima, al contrario, encuentra un tono justo que equilibra su primera vertiginosa media hora de combates en el cuadrilátero con la digresión en la que luego la narración se topa para poder contar cómo, cual ave fénix, Billy volverá a la cima. Buscando el reparo en un viejo entrenador tradicional (Forest Whitaker), aquel que en el salto de soga y los golpes a la bolsa de arena encuentra el mejor training para poder recuperar la forma, Billy comenzará el camino hacia no sólo poder relacionarse con los demás, sino que, principalmente, podrá ver su verdadero destino con otros ojos. Las escenas de pelea, con una cámara dentro y fuera del cuadrilátero, dotan de un verosímil único a cada lucha, generando adrenalina en la butaca e introduciéndonos como nunca antes se lo ha hecho, al mundo del box. La entrega de Gyllenhaal a su personaje es total, y no sólo físicamente, sino que principalmente habla de cómo logra el tono justo para poder transmitir la montaña rusa de emociones que Billy va encontrando con el correr de la narración. Historia efectiva sobre la pérdida y la posibilidad de recuperación, “Revancha” quiere ubicarse en un lugar privilegiado sobre el mundo del boxeo, y lo logra con una relato vívido sobre la aceptación de las circunstancias que la vida va colocando en el camino del protagonista y cómo los va superando para volver a encontrarse con su hija.
Aggiornandose al siglo XXI, la nueva adaptación del clásico de Antoine de Saint-Exupéry “El Principito”, de la mano del animador Mark Osborne (“Kung Fu Panda”), tiene como principal virtud el poder recuperar la esencia del relato apoyándose en una historia vívida y real sobre la pérdida de la inocencia a partir de aceptar, o no, algunas responsabilidades. El cuento sirve como punto nodal entre los personajes protagónicos y la historia en sí, y también funciona como una contraposición entre el deber ser y el querer de la niña (protagonista), quien debe, o debería, cumplir con una estricta rutina de estudios y entrenamiento impuesta por su madre, una abogada poco presente, quien desea para ella lo mejor, o al menos lo intenta. Mientras la niña ante la exigencia responde con más exigencia, al mudarse de casa, para poder ingresar a las Academias Werth (la más exclusiva escuela para niños de la zona) por geografía y no ya por entrevista (porque perdieron la oportunidad), un excéntrico vecino le mostrará, a través de las páginas de un relato narrado en primera persona, las posibilidades de conocer un mundo totalmente opuesto al que ella diariamente vive. Así Osborne va incorporando dentro de la historia de la niña y el anciano la clásica narración de Saint-Exupéry de manera relajada y tranquila, y mientras el relato principal es contado a partir de una cuidada animación en 3D, el “cuento” del pequeño príncipe es relatado con imágenes de stop motion de una belleza y delicadeza únicas, con una cuidada y esmerada producción, que revitalizan la clásica imagen que del pequeño príncipe se tiene presente. “El principito” busca revitalizar la clásica historia tomándola al pie de la letra, y entrelazándola con la historia de la niña que necesita de una vez por todas romper con los cánones y esquemas impuestos en una sociedad que abruma con horarios, tareas, fórmulas y rutinas, y que terminan, vaya paradoja, normalizando cuerpos y deseos infantiles. Porque si de algo habla la historia del narrador francés es de poder seguir imaginando y soñando mundos posibles, diferentes a los que se viven y en los que la diferencia puede estar tan sólo en el hecho de anhelar percibir el perfume de una rosa. Osborne redobla la apuesta de su filme y si bien es anunciado desde el arte la construcción de un relato basado en “El principito”, este es tan solo un apéndice del gran relato que el director quiere contar, uno que se apoya en la vida moderna para demostrar que nada puede estar bien cuando a un niño se le quieren imponer los mismos esquemas de exigencias que a un adulto. “El principito” habla de ese pequeño que soñando pudo superar obstáculos y escapar de aquel exagerado amor con el que una flor le quiso cambiar su vida, y justamente desde este hecho construye un entrañable relato en el que una niña y un anciano terminan congeniando y compartiendo momentos de lucidez y revelación sobre el estado actual de las cosas. La rutina como amenaza de la niñez, la perdida de la inocencia desde exigencias y evaluaciones innecesarias, la familia como espacio de construcción de sentido y principalmente la amistad, esa entrañable y pura, que termina siendo el motor y el impulso de la vida, son tan solo algunos de los tópicos de los que habla la película con naturalidad, pero también con grandeza. Ingeniosamente Osborne desdobla su “cuento”, captura temáticas de “El principito” original para actualizarlas y aggiornarlas con el relato del “presente”, un espacio en el que no hay lugar para la imaginación ni la niñez, pero en el que se hace necesario recuperar la capacidad lúdica para, de alguna manera, seguir creyendo en los sueños y en los deseos más profundos de cada uno. Bella y entrañable historia.
Cuando a principios de los ochenta del siglo pasado el caso Puccio explotó en los medios de comunicación, con su serie de secuestros extorsivos y muerte, lo que primero escandalizó al a opinión pública fue la total impunidad con la que se manejaron, y , principalmente, la frialdad con la que calcularon cada uno de sus pasos. Y sobre este último punto es sobre el que Pablo Trapero trabajará en “El Clan” (Argentina, 2015) una producción cuidada de época, en la que lo ominoso de la familia, lo siniestro que fue tiñendo cada una de las relaciones sociales del grupo se deriva de la mente criminal de Arquímedes Puccio (Guillermo Francella). Trapero decide concentrarse en la casa, en el detalle de las estudiadas oraciones que este asesino predicaba antes de cada una de las cenas y almuerzos, porque sabe que justamente es mucho más efectivo que generar un discurso en el que sólo a partir de la narración textual de los hechos se hubiese terminado de generar una narración cronológica básica en la que la interpretación quedaría opacada por la realidad. La casuística descomprimida por la potenciación de los climas. En algunas escenas Trapero parece decir que detrás de las paredes que albergó al clan, con mayor o menor participación de cada uno de los miembros, hubiera una responsabilidad mucho mayor, la de aquellos que aún sabiendo lo oscuro que estaba pasando puertas adentro callaron para poder seguir avanzando en planes personales. O sino cómo se explica que más allá que Arquímedes fuese el ejecutor, en la complicidad con su joven hijo Alex (Peter Lanzani) cada uno de los secuestros pudieron realizarse? Esto es porque en la información y selección exhaustiva de cada una de las víctimas, una mecánica del terror se desplegaba en la que ningún detalle quedó librado al azar, hasta, claro está, el momento en el que Alex empieza a titubear. Trapero decide narrar esta etapa más culposa, por decirlo de alguna manera, del joven, con una elaborada puesta en escena en la que prima los primeros planos hacia Alex para tratar de comprender la pesadilla interior en la que está viviendo, y también decide ir acrecentado la tensión entre éste y su padre con una economía de recursos en las que sólo los gestos, y no las palabras, irán marcando la clara separación entre ambos sobre el devenir de sus actos. “El Clan” escapa al lugar común de la narración sobre hechos reales, generando claustrofóbicas atmósferas en las que se puede sentir la respiración de cada uno de los actores cuando la cámara se reposa en algunas escenas idílicas familiares contraponiéndolas con el horror que pasaban las víctimas de la familia. Hay algún exceso musical, con justamente temas que no pertenecen al período relatado, que dispersan la atención sobre la narración, pero gracias a la solvencia del duelo entre Francella y Lanzani son superada con creces. “El Clan” podría haber elegido un lugar de displicencia narrativa, pero se escapa de él durante todo el metraje, y ese es el punto más interesante de un filme que, a 30 años del primero de los secuestros extorsivos que realizaron los Puccio, viene a traer a la agenda, una vez más, el emergente de una sociedad sometida que permitió algunos de los crímenes más aberrantes, con la complicidad de una institución sucia de sangre y que por alguna cuestión que escapa al raciocinio, también decidió mirar hacia otro lugar para no hacerse cargo del monstruo que ella misma creó.
Seth MacFarlane tiene muy claro qué quiere hacer en Hollywood. Por eso es que “Ted 2” (USA, 2015), secuela del irreverente y corrosivo bromance entre el pequeño oso y su amigo (Mark Whalberg), decide superar la clásica narración sobre algunas de las consecuencias de los personajes en el marco de un contexto en el que viven lleno de drogas, prostitutas y alcohol, y ponerse un poco más serio (dentro de lo que se puede) para terminar generando un relato judicial sobre la búsqueda de identidad del oso. Es que Ted, junto a su reciente mujer, deciden que para poder recomponer el matrimonio lo ideal es poder tener un hijo, y ante la clara imposibilidad de realizarlo por los métodos tradicionales (biológico, científico), deciden adoptar un bebé. Pero cuando esta necesidad de avanza, la justicia cree que Ted no es una “persona”, tan solo una “propiedad”, por lo que avanzarán, luego que una joven abogada inexperta (Amanda Seyfried), decida aceptar el caso para revocar así la justificación de no entidad del oso. Lo que continúa en la película es una serie infinita de gags, chistes, humor negro, bromas, que no dan respiro y que otorgan el campo necesario para que MacFarlane pueda criticar el sistema judicial norteamericano, la clara desatención de las verdaderas necesidades de la sociedad, el consumo, la cultura, etc. Si en “Ted” el chiste sobre la amistad entre un hombre adulto y el oso de la infancia que ha cobrado vida y que decide hacerse adicto a las drogas funcionaba, en esta oportunidad se potencia, con una trama que además suma villanos interesados en descubrir el “secreto” del oso para producir cientos de Ted’s inteligentes que llenen las jugueterías. Una comic con será el epicentro de la segunda etapa del filme, que, con algunos momentos de más, y una narración menos dinámica y mucho más episódica, termina resintiendo la idea de incorrección política, porque justamente lo que termina produciendo es un discurso mucho más convencional. A pesar de esto, la habilidad del director en ir dejando algunas “perlitas” a lo largo de la trama, principalmente aquellas relacionadas a la cultura popular, y en dotar de cierta cohesión temática a la película (búsqueda de identidad, búsqueda de lugar de pertenencia, etc.), permiten que el disfrute del filme avance sin pedirle, claramente, una justificación política a cada una de las escenas que se suceden. “Ted 2” intenta separarse de su primera entrega, y justamente es eso lo que no termina de cerrar de una idea tan revolucionaria como la de mezclar acción real con la animación del oso, porque es en la continuidad en donde tendría que haber puesto su foco y no tanto en el de buscar otro tipo de estructura discursiva para generar algo diferente. Más allá de esto se disfruta, aún sin las sorpresas de la primera parte. En la comparación “Ted 2” pierde, pero aislada de su predecesora puede disfrutarse plenamente, con algunos momentos para la antología, como esa escena inicial homenajeando a los clásicos filmes musicales de la época dorada de Hollywood, una etapa que MacFarlane añora y apela constantemente (principalmente en sus productos televisivos) para construir sentido en el sinsentido del mundo cinematográfico.