Thomas (Mathieu Almeric) es un obsesivo director teatral que intenta, desde hace horas, poder encontrar a la actriz que pueda encarnar al personaje principal de una adaptación, bastante particular, de una vieja y olvidada, o al menos eso se cree, novela de Leopold von Sacher-Masoch que quiere llevar a cabo. Mientras avanzan las horas, la desesperación de no encontrar lo que necesita se va confundiendo con el desinterés que tiene de volver a su casa, en donde lo espera su mujer, de hace años, con una rutina que dista mucho de lo que él vive cuando dirige. Fuera del teatro llueve, mucho, y de repente, mientras toma coraje para salir llega ella, Vanda (Emmanuelle Seigner), con toda la inocencia e ignorancia con la que solo a una actriz amateur se le puede ocurrir llegar a esa hora para una audición. Verborrágica, impredecible, auténtica, Vanda comienza a enredar a Thomas con sus palabras, con sus reclamos, con cada comentario aparentemente descolocado, hasta que todo comienza a tomar sentido. Porque en “La Piel de Venus” (Francia, 2013) lo que Roman Polanski logra, es, además de generar una tensión claustrofóbica entre sus protagonistas, es la renovación dela teoría del amo y el esclavo. De cómo la dominación, que silenciosa avanza sobre Thomas, le hace resignificar su vida. Vanda esconde en su divertida personalidad a una autoritaria mujer, que poco a poco, le va demostrando que detrás de su fachada de ingenua mujer hay una déspota capaz de demostrarle sus miserias y de escupirle en la cara aquello que no desea escuchar. “La piel de Venus”, además de ser un ejercicio intenso sobre la interpretación y sobre cómo los actores entran y salen de los papeles arriesgando, muchas veces, sus capacidades intelectuales y hasta su propia piel, es un interesante manifiesto sobre la economía de recursos con la que se puede generar una obra en la que el suspenso cotidiano comienza a avanzar sobre las realidades. Polanski es un maestro sobre este punto, en muchas de las obras que ha adaptado o creado ( “El Bebe de Rosemary”, “Un dios Salvaje”, “Búsqueda Frenética”) y hasta en otras que mantienen muchos puntos en común con ésta, como por ejemplo “Luna de Hiel”, su habilidad radica en exponer en carne viva a sus personajes para luego construir un discurso, lento, cansino, necesario, sobre la personalidad y la identidad de sus personajes. En “La piel de Venus” los actores se baten a duelo, luchan, gritan, todo en un mismo espacio, ubicando al proscenio como el altar sagrado de la actualidad en el que las nuevas deidades exploran y se conflictuan. En la serie de perversiones que Thomas propone (las propias del texto, y las que irán surgiendo a partir de su relación ocasional con Vanda) y en la sucesión de escenas entre llamados telefónicos (reales y ficticios), Polanski se pierde para hablar sobre el amor, las diferentes maneras de concebirlo, el corrimiento de estereotipos y tabúes, como así también la configuración de nuevos mapas identitarios sobre las relaciones. “La piel de Venus” funciona porque en las notables interpretaciones (únicos e irrepetibles Seigner y Almeric), en el desnudarse frente al escenario y mostrar la vulnerabilidad de las identidades frente a la aparición de nuevos e intempestivos vínculos, se habla de la debilidad ante el otro, que no sólo me completa, sino que, como en este caso, me permite conseguir aquello que hasta el momento era inalcanzable para mí.
Pero ese regreso no sólo será motivo de “trabajo” porque justamente en ese volver habrá algunos reproches y también algunos histeriqueos entre los protagonistas que resucitarán algunos temores y miedos en unos, pero también una pasión irrefrenable ene otros. Un libro, una postal, un museo en el que el jugar a la escondida del “tercero” en cuestión, habilita algún roce basado en mentiras, que van conformando el microuniverso de “La princesa de Francia” y sin dar respiro al espectador. En la escena inicial, en la que música clásica acompaña a un grupo de jóvenes jugando al fútbol, Piñeiro establece el campo de acción. ¿A quién corren? ¿Por qué lo corren? ¿A dónde van? Los jóvenes deambulan por la noche y por los lugares en los que tienen sus rutinas expectantes por el devenir de sus pares. Dialogan, muy verborrágicamente, porque si hay algo que les gusta hacer justamente es eso, hablar, rápido y mucho. Este punto es uno de los claros rasgos identificatorios de la obra del director, sean diálogos originales o la lectura y preparación de alguna escena clásica del teatro de Shakespeare, la palabra como generadora de sentido y margen de la puesta en escena. Y mientras hablan, la cámara se reposa en detalles, en cuerpos, en rostros, en objetos sin siquiera pensar en cuáles, como cuando dos mujeres dialogan mientras una intenta recuperar el estado de un viejo sueter con una máquina de afeitar. Tan solo en ese gesto que recupera impone su estilo. Piñeiro cuenta anécdotas, e hilvana situaciones para conformar sus historias, y para esto convoca a un elenco de actores, muchos de ellos desconocidos para la mayoría del público general, pero que en el ambiente son sumamente conocidos y agregan un gran interés para aquellos que vienen siguiendo la filmografía del director. En esta oportunidad el trabajo de Julián Larquier Tellarini es de un nivel notable que termina opacando al resto del grupo, casi la situación similar que en su anterior filme sucedía con María Villar, pero que sin el apoyo del resto, y la notable dirección de Piñeiro, quizás no lo podrían conseguir por sí solos. “La princesa de Francia” no es la mejor película del director, pero logra con dinamismo y lo concreto de su historia (breve, por cierto) generar empatía, una vez más, con un grupo que busca algo y que seguramente nunca llegarán a encontrarlo.
Por el sólo hecho de proponer una estructura narrativa compleja y diferente es que “Mariposa” (Argentina, 2014) de Marco Berger merece ser tenida en cuenta y analizada. Con muchos puntos en común con aquellos clásicos relatos en los que una caja contiene a otra, y ésta a otra, y así sucesivamente, el guión explota su costado más literario desde este lugar para construir su hilo temático. Hábil constructor de historias plagadas de tensión sexual no resuelta, en esta oportunidad el director decide inmiscuirse en un drama bifaz en el que una simétrica estructura de espejos, tan simétrica como los rostros de sus protagonistas, es tan solo el puntapié de múltiples interpretaciones ante las decisiones que cada uno de sus protagonistas debe tomar. Dos hermanos (Ailin Salas y Javier De Pietro) ven como sus deseos tienen que ser censurados ante la mirada atónita de los otros que los rodean. Por otro lado dos amigos (Ailin Salas y Javier De Pietro) se “histeriquean” mientras los personajes que los acompañan en el camino deciden si la continuidad de sus relaciones favorecerán o no sus destinos. Entre ambos mundos, imperfectos, escurridizos, débiles, es que los jóvenes deambularán entre la apatía y la indiferencia, el enojo y el hastío, hasta que los cuerpos, en estado de ebullición, determinen hacia dónde avanzar, o quedarse en un lugar determinante y caer ante el deseo y la prohibición. Berger se regodea con las suposiciones, porque entiende que en la labilidad de las escenas, con un logrado trabajo actoral por parte del dúo protagónico, pero también del resto de los actores, muchos de ellos recurrentes en su cine, y en la espontaneidad de algunos diálogos (guionados y ensayados milimétricamente) es en donde se fundará el verosímil que estuvo buscando potenciar. “Mariposa” esboza respuestas sobre situaciones cotidianas que se nos plantean ante la pregunta de “qué hubiese pasado sí”, y redobla la apuesta al evitar discernir entre lo que propone para evitar, de esta manera, tomar partido por una u otra historia. ¿O es que lo hace tan sutilmente que no nos damos cuenta? La luminosidad del relato de los amigos, con música, diálogos espontáneos y tomas menos compuestas, se contrapone al lúgubre y sombrío escenario en el que los hermanos se celan, se odian, se gritan y se pelean, ocultando un deseo que crece día a día muy a pesar suyo y por el cual terminan aceptando situaciones imprevistas. Entre ambos lugares es en donde “Mariposa” buscará el equilibrio, casi necesario entre los antagonistas, como el negro que necesita al blanco, el deseo que busca su satisfacción en la propia negación, el roce que dispara una mirada diferente, el cuerpo que busca el contacto más primitivo con el otro para satisfacerse. La estrategia de Berger, más allá del juego de cámaras y de entradas y salidas constantes de los actantes, es también la que se deriva del cambio físico y de aspecto de los protagonistas, quienes aceptaron modificarse para que la narración también pueda fluir sin dudas más que las que se generan sobre los giros del guión. La tragedia clásica, el drama originado con la prohibición del deseo más íntimo de los cuerpos, que saben lo que quieren pero que aún resisten la mirada acusadora de una sociedad que avanza en muchos aspectos, pero que también retrocede en otros, es el motor de la historia de “Mariposa”, un filme que requiere mucha atención por parte del espectador, pero que también, una vez inmersos en su estructura lúdica de reflejos, genera mucho disfrute y goce.
De su profundo dolor por la pérdida de su madre, Nani Moretti decidió narrar en “Mia Madre” (Italia 2015) el camino desandado por una realizadora cinematográfica (Margherita Buy), que en medio de un complicado rodaje, ve como su madre (Giulia Lazzarini) se va apagando y alejando físicamente de ella. Enferma, internada, con un diagnóstico complicado, Ada (Lazzarini) se mantiene ajena a los cuidados diarios de sus hijos, Margherita (Buy) y Giovanni (Moretti), quienes se desviven por tratar de encontrar la mejor terapia para sus últimos días. Enfocada en Margherita, “Mia Madre” bucea en los fantasmas y alucinaciones de una mujer que supo en algún momento dirigir toda su energía productiva hacia lugares luminosos, pero que, enfermedad de la madre y crisis personal mediante, en la actualidad no sabe cómo canalizar sus dudas, cuestionamientos y rutinas. Para colmo de males, y para sumarle mucho más stress a la ya para nada fácil tarea de cuidar a un familiar enfermo, la incorporación al filme en el que está trabajando de un actor norteamericano descendiente de italianos (John Turturro) le complicará su realidad hasta niveles insospechados. Moretti trabaja los dos mundos, el del cine, en donde Margherita es una líder democrática hasta la llegada de Barry (Turturro), y el de la familia, en donde cede frente a algunas decisiones tomadas por su hermano o por su hija (una adolescente con ganas de llegar a los objetivos de la manera más rápida y fácil) para hablar de su propia realidad. El punto de vista elegido, el de la directora, lo acerca a cuando él mismo realizaba “Habemus Papa” y se enfrentó con la muerte de su madre, pero también con la desolación de encontrarse huérfano en un mundo en el que los afectos determinan la identidad. “Mia Madre” juega con lo onírico, y allí le permite a Margherita la transposición de los restos diurnos felices, en algunos casos, con los que Moretti fantasea en poder reencontrarse con su madre y su familia. Porque más allá de la temporalidad escogida para narrar, también el director busca con algunos de estos sueños o con algunas escenas de flashbacks, construir la relación entre la directora y su madre, quizás emulando algunas que él mismo vivió con su progenitora. Ada día a día se deteriora, y va dejando este mundo no sin antes legar en sus hijos el amor con el que en su pasado educó a varias generaciones en el idioma latín. Curioso es que justamente en sus últimos días, su erudición tan sólo puede ser transmitida a través de su mirada, que cristalina va apagándose y no le permite ni siquiera dialogar. Moretti entiende la difícil situación de una familia que se va despidiendo en vida de un ser esencial, la madre, y lo plasma con maestría en un relato desgarrador, honesto, doloroso, en el que la sola extensión de sus anécdotas termina configurando un microuniverso verosímil para entender la realidad suya, la de Margherita y la de miles de personas que a diario ven como sus seres queridos se van físicamente de ellos.
No tan fantásticos Resetear y barajar de nuevo. Sumar talento desde lo actoral para ver si con buenas actuaciones se logra despertar el interés en una historia que no logró aún su trasposición correcta. La industria intenta recomponer algunas sagas de esta manera, y Los 4 fantásticos (Fant4stic, 2015) de Josh Trank, no escapa a una lógica que en vez de fortalecer a un producto lo termina resintiendo y debilitando, con una ambición que no termina de cuajar del todo. Si en las anteriores adaptaciones del comic creado por Stan Lee y Jack Kirby lo desacertado fue el tono, casi irrisorio, en esta ocasión el error principal es dotar de un aura pesada a una de las historias más coloridas, dinámicas y con un timming preciso que el noveno arte supo dar. El guión de Simon Kinberg y Jeremy Slater se ubica en el momento en que el ensamble de héroes aún no se conocía, y excepto Reed (Miles Teller) y Ben (Jamie Bell), los cuatro del título se conocerán cuando el Dr. Storm (Reg E. Cathey) decida que lo mejor que le puede pasar a un proyecto en el que trabaja sobre tele trasportación a un universo alterno es la incorporación de “carne nueva” con ideas nuevas para que puedan sacarlo adelante. Así es como Reed, con toda su impronta de científico enérgico, llegará con sus ideas sobre transportación de materia (en las que viene trabajando desde pequeño) aunando esfuerzos con Victor Doom (Victor Kebbel) y la joven hija de Storm, Sue (Kate Mara). Cuando el mecanismo está listo para ser utilizado, serán los propios jóvenes los que se subirán al sistema que los llevará a un destino incierto. Y justamente en ese viaje al planeta zero, es en donde por una intensa radiación, el grupo verá como sus cuerpos son modificados, y ante los intentos de las fuerzas militares por controlarlos, Reed decidirá escapar y mantenerse clandestinamente en el anonimato, mientras sus compañeros, se prestarán a un entrenamiento que los colocará a la vanguardia de las armas y equipos militares. Entre la linealidad de la historia, y la oscuridad de varias escenas, se relata este periplo espacial y la nueva identidad corporal que asumen los héroes, con una trama vacía que tampoco decide apoyarse en efectos especiales novedosos y contundentes, en una película que termina convirtiéndose en una sucesión de imágenes que no despiertan más que hastío y aburrimiento. El principal error de Los 4 fantásticos es asumirse pretenciosa y bucear nuevamente en los orígenes previos a la conformación del equipo, porque ahí en donde este film se asume épico y termina convirtiéndose en la copia mala de aquellas dos adaptaciones previas que, por irrisorias, tampoco terminaron por convencer a los fanáticos y al público en general. A seguir esperando la trasposición que logre captar el aura y espíritu de unos héroes para nada convencionales y que marcaron a fuego la infancia.
Sin frescura Las chicas crecieron. Y con ese crecimiento también hay que comprender que en Más notas perfectas (Pitch Perfect 2, 2015), de Elizabeth Banks, toda la frescura de la primera entrega y la sorpresa se ha perdido. Si bien el guión de esta entrega, decide incorporar nuevos tópicos para profundizar en algunos personajes, la idea principal, la de competencia, está presente. Pero es en la industrialización del producto, en su reiteración, y principalmente en la comparación con su predecesora es en donde Más notas perfectas sale perdiendo. Ritmo perfecto (Pitch Perfect, 2013) se proponía como un film de relectura de aquellas sagas estudiantiles en donde un grupo de jóvenes se esforzaba, en equipo, por alcanzar un objetivo. El canto a capela como excusa para hablar de muchas otras cosas, fundándose sobre estereotipos que hacían al verosímil del film algo mucho más sólido. En esta oportunidad las “Bellas de Barden” (así es el nombre del conjunto) se encontrarán frente a una disyuntiva, luego de que ante un hecho fortuito sean expulsadas de la gira en la que participaban y por ende de todas las competencias nacionales. Ahora el grupo deberá encontrar una manera de continuar unido y buscar nuevos objetivos comunes. Tomando conocimiento sobre una competencia internacional, las “bellas” deciden una vez más tratar de encontrar la nota perfecta que las lleve a la supremacía del canto a capela, pero en el camino no sólo deberán competir con un ensamble alemán (Das Sound Machine) sino principalmente con ellas mismas, porque las mentiras y los secretos comenzarán a circular entre el equipo, quienes ya vislumbran la finalización de la universidad y las nuevas metas y desafíos personales como algo cercano. Más notas perfectas posee una estructura mucho más convencional que la primera parte, y asume muchas cuestiones narrativas que terminan resintiendo su trama. La música no sorprende, justamente porque en lo elaborado de las puestas el mecanismo de producción casi perfecto anula la espontaneidad del canto a capela. Hay humor corrosivo, escatológico, incorrección política, y música, pero todo huele a fórmula probada que no propone nada nuevo. Más notas perfectas desnuda como el afán de la industria por intentar aprovecharse de un éxito no siempre termina siendo sinónimo de calidad y buen entretenimiento.
Buscando una señal De puro Guapos es el nombre de una orquesta típica de tango liderada por Martín Mirol, un argentino que desde su adolescencia vive en Brasil. Él mismo cuenta que un día, mientras hacía dedo en la playa, lo levantó una persona que ni bien le notó el acento porteño le hizo escuchar un “casette” de Carlos Gardel. Desde ese momento no hizo otra cosa más que relacionarse con la música rioplatense y el tango, casi obsesivamente, buscando respuestas acerca de la mejor manera de tocarlo. Y justamente A Puro Gesto, Un Ritual de Tango (2011) de Gabriel Reich es el viaje en el que Mirol y el resto del conjunto intentarán buscar en las partituras de la música aquello que les permita reconstruir un sonido particular y cercano al de las grandes orquestas del siglo pasado. Para lograrlo, al no encontrar material oral ni partituras originales en Brasil, deciden viajar hacia Argentina, y ahí estará para acompañarlos Reich, quien posará la cámara en cada uno de los entrevistados que pueden ayudar a los De puro guapos a reconstruir la genealogía de la música que los apasiona. Pero el trayecto no es fácil, entre preguntas y prácticas, desfilarán ante músicos, cantantes, directores y cada persona que supo conocer aquello que hace tan mágico y particular a este tipo de música. Al darse cuenta de las dificultades el grupo decidirá ir absorbiendo cada palabra y transformarla en notas musicales, porque saben que esa es la única manera de poder seguir acercándose al tango desde un lugar creador y superador. Reich contempla las actividades, y fija el lente en aquellos personajes que más pueden brindar ayuda, y justamente en el detalle, en los planos estáticos, en la composición de la escena es donde el film va resignando su fuerza documental hacia un espíritu mucho más introspectivo. El gesto del tango al que alude el título se multiplicará rápidamente en cada entrevistado, efecto transformador de una oralidad que intenta recuperar la esencia de una música que en intérpretes mucho más cosmopolitas ha perdido identidad y se la ha universalizado. A Puro Gesto, Un Ritual de Tango es la respuesta más evidente hacia la moda que hace unos años hace del tango un negocio, pero en este caso el trabajo radica en potenciar la nostalgia del protagonista y del grupo, porque en el viaje hacia Argentina Mirol recupera su patria, al menos durante un tiempo, su espacio y su música. Y es en ese desandar por la propia tierra donde encontrará aquella señal que le permita tocar la música desde otro lugar.
Es inevitable comparar “Relatos Iraníes” (Irán, 204) de la directora Rakhshan Bani-Etemad, con “Relatos Salvajes”, de quien, además de compartir “relatos” en el título que los distribuidores locales (hábilmente) decidieron colocarle, mantiene la idea de narrar situaciones cotidianas, en este caso del Irán profundo y que permiten construir un mapa sobre la verdadera realidad del país asiático. Igualmente vale aclarar que, a diferencia de “Relatos Salvajes”, las historias que compondrán el filme de Bani-Etemad no serán estancas sin relación con la anterior (más allá de la temática), al contrario, una se irá hilvanando con otra a partir de cada protagonista de la historia anterior. La anécdota de “Relatos Iraníes” arranca con un realizador que llega a Irán a filmar situaciones diarias que se escapan a las que el relato y la agenda de los medios de comunicación imponen. En su búsqueda particular comenzará a relacionarse con los lugareños y el primero de ellos es un taxista. Dialogan, filman, comparten cigarrillos, y así es como la directora introduce su periplo. Al descender del vehículo Bani-Etemad comenzará la narración de los “Relatos…” para ir adentrándose en viviendas, en la calle, en rostros, en sensibilidades que permiten configurar un mapa de situaciones duras sobre el estado de la realidad del país. El hambre, el desarraigo, los reclamos laborales, las costumbres que marcan límites y que innecesariamente también trabajan sobre los cuerpos y los sentimientos. Porque lo que principalmente hará Bani-Etemad será una radiografía, rápida, dinámica, áspera, cruda, la cámara sucia y violenta que apunta sobre los personajes, seres dolorosos que deambulan en pasillos de ministerios, en negocios, en la calle, en las casas. Una carta llega para desarmar una familia, una mujer, desaparecida hace años, sube a un taxi y es reconocida, un hombre mayor reclama el reintegro del pago extra por una intervención cubierta por la obra social, una mujer espera que alguien pueda darle una mano con una carta para poder hacer el reclamo de su pensión, son tan sólo algunos de los relatos de la película. Una se sucede a otra, sin concesión, sin dar tregua ni respiro, sabiendo, claro está, que algunas calarán mucho más profundo que otras, pero que entre todas hacen un conjunto vívido de cómo se está en el Irán actual. Si a la película le sobran algunos minutos, o al menos se tiene esa sensación, es porque quizás no se puede “superar” a la que anteriormente se relató. Como esa en la que un grupo de trabajadores quiere manifestarse, con todo el miedo de la situación, y se los detiene. Y justamente en este relato está el director inicial, el que llega a Irán para mostrar su realidad, quien vertiginosamente nos muestra, más allá del punto de vista de la directora y multiplicando su propuesta. El elenco está a tono con la película, destacándose uno de los protagonistas Peyman Moaadi (“Una separación”, “Melbourne”, premiada en el 28 Festival de Mar Del Plata) y Golan Adineh, como esa mujer que reclama por lo suyo y por su hijo, injustamente detenido. Una buena muestra de qué está pasando en Irán con el cine, más allá de aquella invasión que en los 90 de la mano de Abbas Kiarostami supo inundar nuestras pantallas.
Pobre Suzanne (Pauline Etienne), la protagonista excluyente de “La religiosa” (Francia, 2013), de Gillaume Nicloux, una joven obligada a recluirse en sórdidos conventos con el claro objetivo de apartarla de su familia para, de esta manera, ahorrar en costos. Pero ese ahorro que deciden hacer sus padres desde la reclusión, se convertirá en el calvario de Suzanne, a quien: primero, no le interesa la religión, segundo, desea conocer un hombre con el cual relacionarse y posteriormente casarse, tercero, la música es su única vía de escape cuando logra conectarse nuevamente con ella. Desde un primer momento nunca le aclararon que esa corta estadía en uno de los claustros a modo de “enseñanza” sería, realmente, la condena con la que caminaría día a día a pesar de sus frustrados intentos de rebelión y autopenitencias impuestas. Nicloux maneja con gran soltura la estructura narrativa para lograr hacer empatizar desde inmediato con el personaje de Suzanne. En sus gestos, sus lágrimas, en su cuerpo joven que comienza a deteriorarse y abandonarse por el encierro, es en donde “La Religiosa” comienza a reflexionar sobre la Iglesia y los miembros que llegan a ella por elección y sobre los que no. Dividida en tres claras partes, en donde el tormento de la joven es el vector, la primera se destaca por ser la que introduce el tema sobre la religión y sus derivados y por como erige la imagen fuerte de Suzanne ante los embates que recibe. En esta primera etapa, más allá de alguna complicidad con las otras novicias, es en la madre superiora en donde la joven intentará canalizar sus miedos, anhelos, sospechas y, claramente, su poco amor hacia Dios. Luego de ser expulsada del convento, es obligada a reingresar y allí será el inicio de la segunda etapa de la película, ya que al morir esa madre superiora con la que tenía cercanía, aparece una mucho más déspota, autoritaria, exigente, de la que Suzanne buscará alejarse. En este tramo el filme se vuelve mucho más oscuro, con una clara denuncia sobre prácticas intimidatorias y coercitivas sobre los cuerpos, y que también intenta profundizar sobre un inmenso aparato que ha determinado por siglos cuestiones morales sin siquiera atender a lo que pasaba dentro de los claustros. Este punto también se avanzará en la tercera y final parte, en la que Suzanne es reubicada en otro convento, luego de eternos enfrentamientos con su anterior madre superiora, un lugar mucho más amable y comprensivo en el que, en un primer momento, le permitirá descontracturar el calvario que hasta ese punto vivió. Pero Suzanne no sabe que detrás de los muros que rige la nueva madre superiora, interpretada por Isabelle Huppert, una situación lasciva la colocará en el lugar de “preferida” con todo lo que ello implica por lo que de una tortura física y moral ahora se verá envuelta en una tortura sexual y en acoso constante por parte de la Sor Mayor. Crudo testimonio sobre una joven que sólo quería seguir los pasos de todos los adolescentes de su época, de disfrutar, de ser feliz, y que por cuestiones ajenas a ella, terminará involucrada en un dogma que hacia afuera buscaba aprobación y compromiso, pero que hacia adentro sólo refregaba las miserias en cada una de las novicias y aspirantes a monjas.
Tomando como punto de partida el inmenso mecanismo soviético de “creación” y “mejoramiento” de atletas “Fair Play” (República Checa, 2014) resulta una película ardua y dolorosa sobre la explotación de los cuerpos en pos de el medallero olímpico. Concentrándose en Anna (Judit Bardos), la realizadora Andrea Sedlackova pone su mirada en el trabajo de la joven para poder alcanzar los niveles óptimos exigidos en las competencias de atletismo a las que desea aspirar y ganar. Apoyada por su madre (Anna Geislerova) una ex competidora que ahora se dedica a la costura, Anna posterga sus sueños reales para poder cumplir el sueño de los demás. Porque su juventud está ahí, latente, debajo de su equipo de gimnasia, al igual que su cuerpo, un cuerpo latente, expectante, que comienza a cambiar cuando el régimen y su entrenador (Roman Luknar) deciden sumar a sus vitaminas esteroides. La madre duda al principio, pero decide apoyar la decisión tomada y con engaños inyecta diariamente a la joven. Pero cuando al tiempo ella comienza a ver cambios notorios físicos y corporales, la duda y la decisión de continuar con la transformación de Anna en una máquina ganadora le empieza a pesar. Justamente “Fair Play” habla de eso, y lo hace a través de hermosas imágenes que intentan contrastar con la dureza del estricto entrenamiento al que día a día se someten las jóvenes para poder llegar a los Juegos Olímpicos de Los Ángeles. En el medio la amenaza del control por espionaje y la posible traición latente hacen que la narración avance entre esos dos frentes, uno sobre la exigencia corporal y otra sobre el pedido moral por encima de cualquier especulación con la salida del régimen. Con una estructura clásica que prefiere detenerse en Anna, aunque también su madre es objeto de la mirada, “Fair Play” busca explicaciones sobre el cómo se llegó en medio de la miseria y la explotación corporal a la excelencia deportiva. Sedlackova busca respuestas en imágenes sobre este punto en el que cualquier explicación desde los participantes, sus familias, y todo el régimen involucrado hicieron posible un sistema que expulsó a los más débiles. Anna lo es, pero el esfuerzo y el ímpetu que le impregna su madre sólo es comparable con el que su padre, un exiliado, también le brinda aunque sea por un instante, a través de una comunicación telefónica. Como película de superación “Fair Play” es correcta, pero no aporta nada nuevo a un panorama en el que ya se han contado muchas de estas historias, de ficción y documentales. La mayor virtud de la película es poder plasmar un instante de una época en la que todos los objetivos y las metas estaban depositados en el deporte, porque se creía que desde ahí también se podía legitimar a un régimen autoritario y negador, algo que en este país hemos conocido sin buscarlo.