Hay un subgénero de películas románticas, y que tuvo su máximo exponente en “Como Agua para Chocolate”, que en la utilización de la cocina y la elección de ingredientes que se utilizan en ella, pueden armar una historia de amor que trasciende su esencia. Si bien en “Amor a la Carta” (India, 2013), de Ritesh Batra, con Irrfan Khan y Nimrat Kaur no habrá un idilio inicial entre los protagonistas, la comida permitirá introducirnos en su universo particular y en la excentricidad de una cultura tan ajena a la nuestra como la hindú. Ila (Kaur) es una dedicada ama de casa que intenta todos los días sorprender con la vianda a su marido. Siguiendo los consejos de su tía, Ila volcará sus anhelos y deseos más profundos con el objetivo de, a través de la comida, recuperar al menos algo de la pasión que en algún momento la unió a su pareja. ¿O no es verdad eso que al amor se lo conquista a través del estómago? En esa vianda diaria, que viajará por caminos y lugares inesperados hasta llegar a las manos de su destinatario, Ila intentará reforzar su decisión de casarse, y buscará, de alguna manera intentar al menos llamar la atención de su marido. Pero por error un día la comida caerá en manos equivocadas, o mejor dicho, en boca equivocada, la de Saajan (Khan), un contador a punto de jubilarse que se maravillará con los manjares que Ila preparó. Más allá de la sorpresa inicial, ambos serán conscientes del error y equivocación y aprovecharán la posibilidad de iniciar un intercambio epistolar a través de la lunchera en la que va la comida poniendo en cada palabra una posibilidad de ser algo que hace tiempo dejaron de ser y de ser tenidos en cuenta. Las exóticas imágenes de India, que más allá del hacinamiento y la polución, construirán el espacio ideal para que la comida sea el pequeño reparo de las particularidades de los protagonistas (el que la hace y el que la recibe) y así empatizar con los espectadores. La vorágine diaria de la rutina laboral y de los quehaceres domésticos será reemplazada por una sensación de esperanza, la misma que el director Batra logra transmitir a través de las logradas actuaciones de Khan y Kaur. Hay un desinterés en focalizar miserias, aunque estén visibles y latentes, y eso hace que “Amor a la Carta” pueda superar la rapidez con la que bien podría haber hecho desvanecer el planteo, simple e inicial, sobre la equivocación del envío de la comida. Porque además Batra suma una serie de personajes secundarios, como el aprendiz interpretado por Nawazuddin Siddiqui, que además de molestar durante toda la película a Saajan en su avidez por conocer las tareas que deberá hacer cuando éste se jubile, reflejará una historia muy común en India relacionada a la diferencia de las clases sociales. También hay otro personaje, este sí, no visible, y es el de la tía de Ila, vecina de edificio, una suerte de voz de la conciencia de la protagonista y que lucha diariamente con la enfermedad de su marido, pero que pese a esto impulsará a Ila a seguir intercambiando la vianda con el desconocido y animarse a más. Colorida y exótica historia entre gente sola de las grandes urbes, “Amor a la carta” resulta una interesante propuesta, pese a que su duración potencie algunas falencias de guión y realización. Para ir al cine después de cenar.
La metáfora del juego y la actividad lúdica como manera de existencia. El esforzarse por sobresalir y comprender que en el intento, uno puede plasmar mucho más que una idea. Estos son tan sólo algunos de los conceptos con los que trabaja Juan Pablo Buscarini en “El inventor de Juegos” (Argentina, Canadá, Italia, 2014). Basada en la exitosa novela de Pablo de Santis y protagonizada por actores de diferentes nacionalidades, el filme logra imponer una estética y una narrativa clásica en un género tan difícil como lo es el de aventuras para niños. “El inventor…” cuenta como un joven llamado Ivan Drago (David Mazouz) comienza a relacionarse con el mundo de una manera diferente. El punto de inflexión será cuando desatienda una máxima de su hogar: “nada de juegos de mesa en la casa”. En este caso no es que decidirá jugar con algún tablero que lo transporte a lugares inimaginados, sino que comenzará a diseñar estrategias para juegos propios y así ganar el premio al mejor inventor de juegos de una antigua empresa. Luego de miles de intentos y de comenzar a superar etapas de selección, un día su madre le lleva el sobre a su cuarto con la noticia que ha sido el escogido entre miles de participantes. El premio, un tatuaje temporario. Indignado con él, Iván no comprende cómo luego de tanto esfuerzo, un mero tatuaje sea considerado como la recompensa ideal para alguien que ha puesto tanta dedicación y esmero por sobresalir en la industria del entretenimiento. Mientras aún procesa esa información, sus padres inexplicablemente desaparecen de la faz de la tierra arriba de un globo aerostático por lo que Iván es confinado como pupilo a una escuela en la que el orden y el respeto jerárquico sólo irrumpen como amenaza a la cotidianeidad infantil. En el colegio conocerá a Anunciación (Megan Charpentier), una niña con la capacidad de disfrazarse y desaparecer a demanda, que será su aliada para que Iván pueda adaptarse a un ambiente hostil en el que intentarán excluirlo por aquel tatuaje famoso que le otorgaron. Pero todo se volverá más extraño cuando luego de hundirse en medio de un pantano, el colegio desaparece e Iván escapa, para tratar de conseguir respuestas en la misteriosa fábrica de juegos Morodian. Al tratarse de una trampa, gestada por el malvado Morodian (Joseph Fiennes), que sólo hizo que Iván caiga en sus redes a través de simples señuelos que fue regando en todo el proceso de “cooptación” del niño a la empresa, el niño verá como sus sueños se truncan. Pero mientras intenta escapar de allí, recibirá una revelación, en ese esfuerzo con el que inventó tantos juegos, que lo llevaron a la final del concurso no hay más que la continuación de una estirpe de inventores que surgen con su abuelo (el increíble Ed Asner) y que a pesar que una profecía daba por muerto el linaje, continúan en él. Allí la película virará hacia el intento del niño y su abuelo por desenmascarar al cruel Morodian para poder así liberar a todo el mundo de la opresión y el control que a través de los juegos ejerce sobre la ciudadanía y saber qué pasó realmente con sus padres. Buscarini logra un tempo ideal para este tipo de filme, como así también las atmósferas necesarias para que la idea de De Santis sea transpuesta casi al pie de la letra y con un nivel de producción impecable para el cine nacional. Historia de amistad, concreción de sueños, respeto por la familia y repleta de valores como la honestidad, la pasión y el esfuerzo, “El inventor de juegos” es una buena opción para entretener y a la vez demostrar que en el país se pueden realizar productos de fórmula con calidad y oficio y ganar mercados internacionales.
Una Cebra Sin Ideas Del mismo equipo que trajo Zambezia ahora es el turno de “Khumba: La Cebra sin Rayas” (USA, Sudafrica, 2013) un filme de lograda animación centrado en el esfuerzo de la cebra del título por ser adaptada pese a su diferencia. El director Anthony Silverston junto con la guionista Raffaella Delle Donne plasmarán en la pantalla el camino iniciático y a la vez transformador que Khumba deberá atravesar para poder comprender su particularidad y a la vez distinción. Miembro de una manada que desde el día de su nacimiento acosa a la cebra sin rayas por justamente considerarla menor, Khumba tratará de ampliar horizontes al fugarse del grupo y comenzar a conocer el verdadero mundo. Su idea será la de poder nadar en las aguas transformadoras de una perdida cueva, en la que, según la leyenda, las cebras obtuvieron sus rayas. Hacia allí se encaminará y en el camino se topará con un Ñu llamado Mamá V y una torpe avestruz llamado Bradley con los que congeniará y a su vez viajará por los lugares más inhóspitos. Pero ellos no estarán solos, la amenaza del malvado leopardo Fango, un ser despreciable y asesino, también los acompañará hasta el destino final. Película con ideas ya vistas, y muchos personajes que se irán sumando similares a las de otros filmes animados, “Khumba” trabaja sobre una fórmula simple y explotada. En la idea del diferente que lucha por homogeneizarse con el resto y que finalmente brinda una lección a todos, el filme no aporta nada nuevo al ilimitado universo de películas infantiles. PUNTAJE: 5/10
La historia atrapada en el Espejo En el constante ir y venir de “Oculus”(USA, 2014), de Mike Flanagan, no sólo está el intento de abarcar todas las modalidades que en los últimos tiempos atraviesan los filmes de género (video, footage, etc.), sino que, además, se explota la posibilidad de recuperar un tempo de la narración laxo por sobre el horror sorpresivo (aquel que se basa en los sobresaltos generados por la colocación de cierto elemento extra argumental) e incorporando la investigación policial a la trama. Dos hermanos, Kaylie y Tim (Karen Gillan y Brenton Thwaites), se reencontrarán luego de la salida del muchacho de un centro de atención psiquiátrica. Entre ambos hay una historia pasada que, en el caso de Tim, ha sido procesada a base de terapia y pastillas, pero en el de Kaylie aún está latente y la amenaza. De niños vivieron una tragedia disparada a partir de un misterioso espejo, el que será recuperado por Kaylie para completar, a través de un proceso de exposición al mismo, esa parte de la historia que aún sigue borrosa. Flanagan a través de sugestivas imágenes, y un entramado de índices que aludirán al espejo (deshidratación de las plantas y personas, alucinaciones, etc.) generará el ritmo necesario para que la tensión vaya in crescendo a la par de la intriga en el espectador. Si bien en el rubro actoral los jóvenes intérpretes no están a la altura de las circunstancias, el elenco infantil y los actores que componen a los padres de los niños ( Katee Sackhoff y Rory Cochrane) aportan la calidad a la cinta. “Oculus” no asusta, pero si tensiona, y mucho, con esos viajes en el tiempo y la convivencia de los personajes adultos y de niños, hasta la resolución final. Interesante propuesta. PUNTAJE: 6/10
La hija de la lágrima Cada vez pasa menos tiempo entre el lanzamiento de un libro y su adaptación para la pantalla grande, y sobre todo si se trata de un best seller que apunta a un público adolescente. Con Bajo la misma estrella (The fault in our Stara, 2014) se intentó hacerlo lo más rápido posible, y además contar no sólo con un prometedor director, Josh Boone, para dar con el tono justo, sino que los productores también se aseguraron el protagonismo de estrellas de una franquicia teen que asegurara el éxito inmediato. Shailene Woodley y Ansel Elgort de la reciente Divergente (Divergent, 2014), y que si bien en la película anterior hacían de hermanos, en esta oportunidad serán Hazel (Woodley) y August (Elgort), los amigos que en Bajo la misma estrella terminarán enamorándose profundamente, más allá de las limitaciones que sus cuerpos les pondrán para hacerlo. La película cuenta la historia real de Hazel (porque en el arranque hay otra que a ella le gustaría narrar, pero es apócrifa), una joven muy avispada que intenta llevar una vida normal, a pesar de padecer su cáncer de tiroides, el que gracias a una droga experimental ha podido superar hasta el momento. Inmersa en una rutina de realitys, pastillas, médicos, más pastillas y terapias, y además de convivir con una madre sobreprotectora (Laura Dern), no encuentra más que en las palabras de un libro llamado “Un dolor Imperial”, y que ya ha leído mil veces, el consuelo y la fuerza para encarar cada día de su existencia. Un día, en la terapia a la que asiste, por pedido y exigencia de sus padres, conoce a August, y allí su mundo cambiará, porque el joven intentará a toda costa poder sacarla de su no reconocida depresión y, principalmente, la hará sentir una mujer con posibilidades de participar de un juego amoroso del que creía que nunca iba a ser parte, y menos a su corta edad. A pesar de trabajar sobre los clichés de las clásicas historias dramáticas que, independientemente de conocer uno el final, o presuponerlo de antemano, invitan al espectador a acudir al cine con una caja de pañuelos en la mano, el director Josh Boone logra algunos diálogos, algo a lo que nos tiene acostumbrados desde su gran debut en Un lugar para el amor (Stuck in love, 2012), que calan hondo y duelen, y que no pasan desapercibidos por ninguno que se acerque a esta gran historia de amor, superación y amistad.
Ya es hora que las películas que trabajan con ideas sobre la imposibilidad de convivencia entre las máquinas y los seres humanos aporten algo diferente, o, directamente, no se generen. Un discurso sobre la inconexión, el destrozo de los vínculos sociales y la hiperconectividad que aisla cada vez más, viene construyéndose desde la década del ochenta con mejor o peor suerte, y se acumula en bibliotecas sin novedades. Este también es el caso de “Transendence” (USA, 2014), del debutante Wally Pfister (que supo lograr una fotografía maravillosa en “Inception”) en el que hay una pareja de investigadores (interpretada por Johnny Deep y Rebecca Hall) que tratará de lograr la Inteligencia Artificial con el agregado de auto conciencia para así poder controlar el universo. En el camino para lograrla, se verán amenazados por un grupo de radicales, y tras una serie de atentados en masa, que apuntan específicamente a unidades de trabajo/investigaciones tecnológicas, Will Caster (Deep), verá como su cuerpo comienza a deteriorarse al ser rozado por una bala con plutonio. Desesesperada, su mujer Evelyn (Hall) intentará que su marido trascienda bajo la utilización del programa de IA que juntos pudieron llevar y avanzar, y para esto robará todo el equipamiento necesario y eludirá a los controles más estrictos de seguridad. Pero Evelyn no estará sola, el mejor amigo de Will, Max Waters (Paul Bettany), la ayudará a la arriesgada empresa que consistirá el volver a ensamblar la máquina de IA y así conectarla al cerebro de Will antes que muera. Sin escuchar las advertencias de los grupos radicales, encabezados por Bree (Kate Mara, en un papel, una vez más, de “rara”), la “trascendencia” de Will a IA verá la luz y allí comenzará otra historia, porque si en una primera etapa asistimos a una película en la que la épica sobre el esfuerzo por lograr algo imposible como principal tema y con el amor como motor, luego comienza una sobre la exposición de la IA al mundo y su obsesión por controlar todo y el desengaño amoroso estará a la orden de la narración. El error de “Transendence” no es el repetir un discurso ya visto y leído en repetidas oportunidades, sino que cae en la vacuidad de la falta de una síntesis que logre homogeneizar la historia con coherencia más allá de su planteo inicial. Will como IA se vuelve un déspota, que quiere controlar a todos y ganar cada vez más espacios fuera de la máquina en la que habita. Hasta intentará meterse en los cuerpos de los cada vez más pasivos súbditos, que a fuerza de generarles milagros (hace ver a un ciego, caminar a un paralítico, etc.), formarán parte de un ejército con el que intentará avanzar en el mundo. “Transendence” no logra impactar tampoco desde lo visual (como sí lo hizo “Inception”) y ofrece pésimas actuaciones de sus protagonistas (está Morgan Freeman, hiper desaprovechado), a quienes seguramente, como a los espectadores, esta historia nunca terminó de cerrarles. Para ser un Dios en la era del 3.0 a Will le falta mucho, y pese a que uno intenta ponerle atención a una historia tan agarrada con alfileres y líquida, el debut en la dirección de Pfister pasará a formar parte del largo listado de películas de ciencia ficción que hace años no sorprende. En un momento alguien desliza una frase como “las emociones humanas son ilógicas”, este filme también. Aburrida.
Mucha ansiedad, como siempre, frente a un nuevo filme de Clint Eastwood, y más aún por tratarse de la adaptación en fílmico de uno de los musicales más exitosos de Broadway, “Jersey Boys” (USA, 2014). La expectativa estaba puesta en qué podía quedar de la historia del grupo Four Seasons en las manos del longevo y prolífico director. Y la respuesta fue la creación de un híbrido, que termina reiterando muchos de los clichés expuestos en filmes que también narran el surgimiento/auge/caída de grupos musicales (como “Dreamgirls”, “Eso que tu haces” ó hasta “8 Mile”) y sin tratar de disimularlo. En tiempos en los que la nostalgia está a la hora del día en Hollywood, desde los títulos iniciales, la música atrapa en “Jersey Boys”, ubicando al espectador a lo que supuestamente va a asistir, a un evento musical. Pero luego el director decide cambiar el rumbo ¿qué pasó? ¿Es que Clint Eastwood no quiso animarse a trasponer la historia que la obra presentaba y decidió generar un nuevo tipo de discurso? ¿Por qué decidió quedarse sólo con la narración de los protagonistas y no los números musicales? ¿Es que en “Jersey Boys” el director genera con sus constantes miradas a cámaras de los narradores y la utilización de paneos, travellings y también planos aéreos supinos una nueva manera de narrar? Nada de eso. Esas decisiones responden más que nada a un estilo que viene buscando en varios de sus filmes, y que, en este caso, responden más al verosímil de género que a alguna innovación para la propuesta. Los que no estén al tanto de la historia “Jersey Boys” cuenta el derrotero y la epopeya por la que el pequeño cantante, con voz bien particular, Frank Valli (John Lloyd Young) atravesó junto al grupo que finalmente tendría el nombre de “Four Seasons”, Bob Gaudio (Erich Bergen), Nick Massi (Michael Lomenda) y el líder negativo Tommy Devito (Vincent Plazza), hasta llegar al estrellato. De la ciudad de Nueva Jersey al mundo, y como toda película basada en hechos reales (más allá de algunas licencias) se intentará reforzar la historia a través de la utilización no sólo de imágenes de archivo (como la de la presentación en el programa de Ed Sullivan) sino por la cuidada reconstrucción de época. Valli (Young) verá como su suerte irá cambiando a medida que la fama llegue a su vida. Un inicio muy humilde rozando la delincuencia y una madurez con perdidas reforzarán los momentos en los que tendrá todo de su lado (esposa, hijos, casa, dinero), y otros en los que la misma diosa de la fortuna le quitará lo que mas preciaba (y de los que siempre resurgirá cual ave fénix). En este cuento de hadas, y de seres que logran alcanzar sus metas, Valli no estará solo, ya que un viejo “padrino”, al que en una oportunidad le llegó profundamente con la canción preferida de su madre, interpretado por Christopher Walken (quizás el único actor a la altura de la apuesta), le dará el aire necesario en aquellos momentos en los que la soga apriete, o en los que los egos de los miembros del grupo choquen y perjudiquen negativamente al grupo. Hay algunas escenas en las que el cantante realiza su performance y que gracias a un particular tratamiento de la imagen evocan a filmes de consumo popular protagonizado por estrellas como Elvis, y por estas latitudes, por músicos populares como Sandro y Palito Ortega. Más allá de todo, a “Jersey Boys” le sobran muchos minutos de su metraje, MUCHOS, y también le faltan números musicales, propios de la obra que adapta, de la que se quedó con la posibilidad que un narrador omnisciente sepa todo y vaya y venga en la línea temporal para profundizar en algunos temas. Para los amantes de los biopics musicales, que no esperan más que un momento agradable recordando algunos clásicos como “Sherry”, “Big Girls Don’t Cry” y “Can’t Take My Eyes Off You”, Eastwood construye una película que recupera algo de nostalgia de tiempos mejores y nada más que eso.
Repitiendo Fórmulas Alejado ya de Argentina y con la intención de seguir fortaleciendo su carrera en España, Marcelo Piñeyro arma en “Ismael” (España, 2013) un fresco de ese país en el que actualmente convergen el multiculturalismo con la crisis financiera más profunda. La excusa del encuentro de Ismael (Larsson do Amaral) con Félix, su padre (Mario Casas), quien desconocía la existencia del niño hasta que se le aparece a su madre (interpretada por Belén Rueda), es el vehículo para generar una película que en los espacios cerrados verá el hermetismo ideal para propiciar los enredos y contrastes que, al parecer, Piñeyro creía necesarios para enmarcar la historia. El choque entre Nora (Rueda) y el niño (con un discurso un tanto añejado sobre la discriminación) se convertirá en la manera en que todos se relacionarán dentro de la película, a excepción del personaje interpretado por Sergi López, dueño de una inhabitada posada a la que todos acudirán para decidir el futuro del niño y con quien el personaje de Rueda luego tendrá un acercamiento. Félix insistirá en tratar de relacionarse con Ismael muy a pesar de su madre (Ella Kweku), quien logró rehacer su vida con Eduardo (Juan Diego Botto), pero que al primer contacto con su ex amor dudará sobre qué hacer con su vida. Película que trabaja muy libremente sobre el concepto de identidad (aunque era el disparador inicial) y llena de frases y refranes que llegan a molestar, al igual que la música que de tan fuerte que está incluida, distrae de la acción. Piñeyro juega a ser Adolfo Aristarain, pero se pierde en el intento, no porque no cuente con grandes actores y un disparador inicial interesante, sino porque a la hora de intentar crear diálogos a la altura de la situación, sólo repita fórmulas sonando a viejo y sin aportar nada nuevo (“Las películas tienen la culpa por haberle hecho tan mal al amor”). Hay además un intento de armar una película familiar, reflejando varios rangos etarios en la misma, algo que se nota que fue puesto por exigencia de la producción y que resulta inconexo con el resto del filme. “Ismael” podría haber sido algo diferente, pero lamentablemente en el intento de emular a otro director Piñeyro termina por construir un filme aburrido desde el minuto cero. PUNTAJE: 5/10
Vecinos. ¿Pesadilla o ensueño de la vida moderna?. Donde termina mi medianera comienza del otro lado un mundo completamente diferente y ajeno a mí. Pero ¿qué pasa si además de no llevarme con el resto del barrio o, por el contrario, intentar mantener una relación cordial con ellos, justo al lado se muda una fraternidad universitaria con el único y claro objetivo de molestar y “parrandear” toda la noche mientras intento hacer dormir a mi bebé? Así es el planteo, simple, de “Buenos Vecinos”(USA, 2014), que bajo la dirección de Nicholas Stoller y las actuaciones protagónicas de Seth Rogen, Zac Efron, Rose Byrne y Dave Franco, construye uno de los discursos más divertidos e irreverentes del año. Si en 2013 “Este es el Fin” fue el exponente total del reviente y la escatología, “Buenos Vecinos” es la candidata a sacarle el cetro, y con méritos propios, principalmente porque, al igual que la anteriormente mencionada, no se toma en serio lo que narra. Mac (Rogen) y Kelly (Byrne), son una pareja de treinta y tantos que luego de cumplir su sueño de tener descendencia y comprar una casa, comienzan a ver cómo la rutina los aplasta en cada paso y decisión que tomen. La llegada de la madurez, las obligaciones, y principalmente la imposibilidad de poder salir a despejarse juntos hace que, la angustia y el aburrimiento, comiencen a pesar sobre la relación extremadamente ideal que hasta el momento tenían. Pero con la llegada de la fraternidad Delta Pi, con Teddy (Efron) y Pete (Franco) a la cabeza, todo sus miedos de convertirse en “viejos” no sólo se derrumbarán, sino que además verán cierto “resurgimiento” sexual entre ellos. Pero el idilio entre la pareja y la fraternidad durará tan sólo un instante. Todo lo que en un primer momento fue congeniar y compañerismo, terminará en una guerra desatada por el quiebre de una promesa por parte de Mac y Kelly, la de nunca llamar a la policía para denunciar ruidos molestos. El sólo hecho de haber denunciado a los Delta Pi terminará por torcer la suerte de este pequeño núcleo familiar, el que deberá acudir a las trampas y engaños más sofisticados para poder recuperar algo de la tranquilidad que antes de la venta de la casa vecina tenían. Stoller, con un logrado y dinámico guion de Andrew J. Cohen y Brendan O’Brien, logra mantener el interés en esta historia de batalla entre vecinos, principalmente por la incorporación de gags y punchlines en cada escena. La cultura popular dice además presente con múltiples referencias que encuentran en la “fiesta temática de Robert De Niro” el punto más alto de la intertextualidad entre filmes. La música, la utilización de paneos y ralentíes, como así también la clara utilización de stops en la acción para remarcar situaciones cómicas, no hacen más que reforzar el delirio generalizado en el que los grupos rivales (Delta Pi, Mac y Kelly) convivirán hasta derrotar al adversario. Logradas actuaciones de Rogen, Byrne (la desaforada madre osa que contrasta con la delicada dama de compañía que interpretó en “Damas en Guerra) y Efron para una historia que lo único que busca es divertir y entretener y lo logra.
Buceando en una mente obsesiva Ya en el arranque de la rumana Cae la noche en Bucarest (Cand se lasa seara peste Buscaresti, 2013), de Corneliu Porumboiu, está la clave de cómo acercarse a este film dentro del film. Paul (Bogdan Dumitrache) es un obsesivo director de cine político empeñado en incorporar una escena de desnudo de la protagonista, Alina (Diana Avramut), y trata a toda costa de justificársela antes de registrarla. Alina no está muy segura de aceptarla, por lo que Paul deberá armar una estrategia discursiva extensa, en la que cuestiones personales comenzarán a rozar y pesar por sobre algunas particularidades que no se explicitan en el guión del film que se está por rodar. Hay una larga discusión inicial arriba de un automóvil entre los protagonistas, primero sobre la belleza (cuerpo masculino versus cuerpo femenino) y luego sobre la predicción del fin del cine tal como lo conocemos hoy. Esta extensa charla determinará la duración de cada una de las subsiguientes escenas que componen la película y la manera en que hay que verlas, ya que según Paul en los próximos años las películas pasarán a ser cosa del pasado, emergiendo algo similar, pero completamente diferente en cuanto a cómo las conocemos hoy y que se dará por el propio dispositivo técnico, que imposibilitará pensar historias concretas, ya que el digital extenderá la acción ad infinitum imposibilitando un sincretismo esencial a la hora de hacer cine. Alina escucha atentamente a Paul, ella es la nueva musa de su último opus, que se está filmando con algunos contratiempos, y con el que ha empatizado quizás demasiado, porque en cada encuentro que Paul y Alina tienen se asiste a reflexiones filosóficas sobre la alimentación, el amor, la ontología de las relaciones y también sobre cómo una endoscopia puede llegar a marcar a fuego el ritmo de la filmación de un largometraje. Alina y Paul comen, fuman, tienen sexo, y Corneliu Porumboiu coloca su cámara fija delante de ellos en cada uno de los espacios en los que la acción transcurre (el living de Paul, la habitación de Paul, la cocina de Paul, los restaurantes y bares de hotel, etc.) casi sin siquiera ellos notarlo. Voyeures eternos de situaciones particulares, sólo la irrupción de un tercero en escena rompe el efecto hipnótico que el director logra con su manera de argumentar/narrar casi siempre sobre lo mismo: la discusión sobre cómo hacer la escena del desnudo. Mientras Alina sigue sin comprender la necesidad que tiene Paul de que se desnude en la pantalla, plantea algunos giros de acción sobre el script “yo puedo estar con la ropa interior puesta”, pero Paul le dice que no, que es imperante que su cuerpo desnudo reciba a lo lejos un estímulo sonoro y que su vestimenta luego se transforme en una coraza sobre los cuerpos ajenos. Ella duda, pero finalmente acepta, pero Paul sigue dando vueltas sobre qué es lo que realmente quiere contar: “me di cuenta que tomaste demasiado protagonismo y esto es un film político” y ya no sabemos si se lo dice por el romance que están llevando en paralelo al rodaje o por la película en sí. Y Corneliu Porumboiu no se detiene a explicarnos esto, porque ya sabemos la respuesta.