En no pocas entrevistas, muchos directores alegan que en cuestiones de diseño y composición de encuadre sostienen que tienen lo que se dice un “ojo de pintor”. A la hora de hacer una película sobre uno de los pintores más relevantes de la historia del arte, ¿quién más apropiado para contar su historia que un cineasta con antecedentes en dicho ramo? Esa es la mirada que nos va a dar Julian Schnabelcon Van Gogh en la puerta de la eternidad. Un Ojo de Pintor El término no es arrojado de forma gratuita. No es traído a colación por, obviamente, cómo la película utiliza el color, sino por cómo utiliza la cámara. Una cámara en mano agitada y de grandes angulares que se hace camino al andar, que piensa la composición del encuadre mientras lo está rodando, no pocas veces sin cortar. Este modo en apariencia desprolijo no es muy distinto al de un pintor abstracto que tira la primera pincelada en su lienzo. Es acá donde el Schnabel pintor se posesiona del Schnabel cineasta. Esta también es una cámara que adopta la vista subjetiva en el más extremo sentido de la palabra. En ocasiones con la belleza de un chiaroscuro, y en muchas otras a través de un filtro amarillo con bifocales para las escenas más turbias, en particular el episodio de la oreja, una historia tan famosa como cualquier cuadro de Van Gogh. Este no es un biopic ordinario; no se propone mostrar la vida y obra de Vincent Van Gogh como una sucesión de eventos clave. Lo que se propone es mostrar algo más cotidiano, incluso si eso significa ingresar en momentos de tedio que prolongan demasiado su bienvenida, tales como Van Gogh corriendo por el campo acariciando el trigo, para luego arrojarse a la tierra y echársela en la boca. Si el espectador puede aceptar esto o incluso dejárselo pasar a pesar de sus falencias, tiene mucho que ver con la entrega en la labor interpretativa de Willem Dafoe. Van Gogh en la puerta de la eternidad tiene una mirada de la intimidad en cuanto a amistad y relaciones familiares muy europea, en cuanto a cómo se percibe el contacto. Esto se ve claramente ejemplificado en una escena con Van Gogh en cama y con su hermano Theo abrazándolo y conteniéndolo como si estos fueran dos niños muy pequeños. Algunos podrán tildarlo de homoerotismo, pero no hay escena en todo el film que sintetice más contundentemente la fuerza del vínculo que unía a los dos hermanos. También hay espacio para el desafío hacia las instituciones religiosas. Estén atentos a una escena entre el Van Gogh de Dafoe y un desesperanzador sacerdote interpretado por Mads Mikkelsen. Un duelo más que interesante donde el segundo pretende darle una lectura sobre el arte, solo para que el primero luego cuestione todo lo que ese sacerdote creía entender sobre la religión.
Tim Burton es habitualmente un cineasta asociado a la oscuridad de los universos que él crea. Sin embargo, un detalle a destacar es que utiliza dicha oscuridad para contar fantasías que -cuando se lo propone- tienen desarrollos e incluso resoluciones más luminosas que el mundo que las rodea. Vi a un elefante volar Por lo arriba mencionado podemos decir que este Dumbo versión 2019 tiene la firma de su realizador, aunque no sea tan evidente como en otros títulos. Burton no necesita una oscuridad absoluta para desarrollar a sus personajes. Que este es un componente mayoritario, no se discute, pero no es necesariamente exclusivo. El Gran Pez, Big Eyes yLa Gran Aventura de Pee-Wee son películas que a simple vista uno no asocia ni remotamente a Burton por su colorido, y sin embargo son ejemplos de lo que creo es el rasgo distintivo de su filmografía: una persona de rasgos físicos atípicos que viene a ofrecernos un show único que no se ve todos los días. Un espectáculo circense encajaría perfectamente con esa propuesta autoral. Sin ir más lejos, si nos ponemos a repasar su carrera no es una declaración tan descabellada. El tercer acto de Beetlejuice tiene mucho de circense, y hasta la mayoría de las partituras que Danny Elfman ha trabajado para Burton tienen ese espíritu. Dicho todo esto, no veo por qué Dumbo no podría ser una película Burtoniana. Lo que sí he de señalar, es que esto se ve más en retrospectiva que a primera vista. Aclarada la cuestión autoral, la pregunta que se cuece es cómo se sostiene esta película en inevitable comparación a la de 1941, más allá del reemplazo de animales antropomórficos con humanos hechos y derechos. Sin entrar en mucho detalle voy a decir que quien lloró con la canción “Baby Mine” en la original, es probable que lo haga también en la remake, aunque en esta oportunidad, por obvias razones, no venga de la mamá de Dumbo. Súmenle una cuota de razonable (y merecida) mala leche hacia el responsable del encierro de la mamá de Dumbo, cuya línea narrativa tiene un desenlace de negrísimo humor que ratifica la autoría burtoniana de la propuesta. Quien esto escribe encuentra necesario hablar de una pequeña cuota de posible autocrítica en el personaje interpretado por Michael Keaton. El personaje es el dueño de un gran parque de diversiones, y tiene también un imperio en el que se incluyen estudios de cine. Un empresario al que le encanta hablar de cómo los sueños pueden nacer de la nada. Si esto no es una referencia explícita (devenida en crítica por el desarrollo narrativo que tiene el personaje) a la figura de Walt Disney, difícil imaginar qué podría serlo.
Cuando se dice que en el cine nacional se adolece de guiones, es por la misma razón que se adolece de guiones en la industria a nivel mundial: porque el segundo acto es débil. El segundo acto es la película, es el nudo, el conflicto, es lo que mantiene nuestro interés. Si decir esto les parece obvio, entonces cabe preguntar ¿por qué nuestros realizadores no lo aplican con más frecuencia? Es como si aplicar (o siquiera hablar) de estructura en un guion fuera un pecado terrible que mata la creatividad. Como si estructura fuera sinónimo de límites, cuando en realidad una cosa no quita la otra. Un Kiosco razonablemente en orden Si bien posee una pequeña contra en su resolución, bajo ningún concepto se puede negar que El Kiosco tiene un segundo acto sólido. Es una propuesta que busca la manera de hacer interesante a una de las locaciones más cotidianas de nuestro día a día, y lo hace a través de herramientas útiles, infalibles, pero olvidadas con demasiada frecuencia en el cine patrio. Hablamos de cuestiones sencillísimas como tener un personaje querible, tirarle obstáculos constantemente, sostener la tensión en las escenas, establecer y rematar situaciones tanto dramáticas como humorísticas. Todo esto teniendo en cuenta la realidad argentina, y esas cuestiones estratégicas y comerciales que solo puede saberlas un kiosquero. Por lo menos de la manera en la que lo propone la cinta. El Kiosco tiene guion tan seguro de sí mismo que no necesita embellecer de más su puesta en escena y no requiere más trabajo del necesario a nivel interpretativo. Simplemente apunta a desarrollar una historia lo más sólida posible, contrata equipo y actores capaces, y lo demás sale solo. Sin embargo, es necesario señalar que si bien a Pablo Echarri se le creen todas las emociones que transmite al encarar el derrotero de su personaje, uno no puede evitar notar que es él mismo haciendo de Kiosquero, más que un personaje que se convierte en uno. Aunque la resolución argumental pueda parecer mágica para algunos, la resolución temática está en regla. Dicho tema es cómo la necesidad, si no se la pone en contexto, nos puede convertir en monstruos. Porque claudicar ante ella muchas veces significa no solamente la renuncia a nuestras aspiraciones, sino a los principios que forjan nuestro carácter. Esos que no podemos perder ni ante la mayor de las frustraciones.
Hay películas que por lo que proponen y cómo eligen desarrollarlo se pueden beneficiar de una duración más escueta. En particular si lo que se elige mostrar es sencillamente la vida de un personaje, donde el conflicto puede tener un rol no tan predominante como el que se acostumbra. La búsqueda de un balance Javier Belmonte es un pintor que goza de cierta popularidad y debe balancear su caótica vida con la crianza de su hija, a la que cree perderá cuando nazca su medio hermano. Así de sencilla es la premisa de Belmonte, sin embargo esa austeridad tanto en la propuesta en sí y en cómo elige abarcarla es lo que hace fluida a su contemplativa narración. Una tarea, cabe decirlo, nada fácil, porque es una metodología muy propensa a caer en la nada. Afortunadamente eso no ocurre con Belmonte. Podrá no haber histrionismo o confrontaciones físicas, pero no se la puede acusar de mostrar la nada. Es una película que sabe contar lo suyo con la expresión y las palabras justas. A nivel técnico es bastante sencilla y no está para otra cosa que no sea el lucimiento actoral. Un rigor que casi podría decirse es de documental, aunque hay algunas pinceladas de una estética visual distinta cuando trata de mimetizar el color de la iluminación de ciertas escenas con el esquema de colores que usa el personaje para sus pinturas. En materia actoral, Gonzalo Delgado entrega una muy prolija interpretación, tan austera como la historia que se está contando. Una vida interior muy rica y trabajada que contribuye no pocas veces a comunicar lo que la película quiere decir con tan solo un gesto. Una labor fundamental para que se llegue a buen puerto y que el espectador perciba que debajo de esa quietud hay muchas inquietudes que deben ser resueltas.
Un Ladrón con Estilo no tendrá destino de clásico pero recupera esos valores mínimos indispensables que necesita una película para entretener; sin bombardeo de efectos visuales ni exceso de recursos melodramáticos. Un Dandy Encantador “Era todo un caballero”, esa es la declaración que daban todos y cada uno de los empleados y clientes de los bancos atracados por el protagonista interpretado por Robert Redford. Lo curioso es la extrañeza con la cual emiten la frase, una extrañeza propia de alguien que considera impensado cometer semejantes crímenes incurriendo en agresión alguna. Esa actitud que propone unos valores más de antaño (sin perder de vista que al fin y al cabo hablamos de un asaltante) va a caballo con los valores narrativos de la película, irradiando sencillez. Si hay algo para destacar dentro del flujo narrativo de Un Ladrón con Estilo es la coherencia temática que predomina tanto en la trama del asaltante como en la del policía que lo persigue, y dicho tema es el de “sentirse vivo”. Un objetivo en apariencia intangible, pero el desarrollo de los personajes y los obstáculos dramáticos se encargan de llevar esa filosofía hacia un terreno más palpable para el espectador. La diferencia recae, por supuesto, en cómo policía y ladrón encaran esa filosofía. El ladrón encarnado por Redford lo hace de una manera que podríamos decir lúdica, adjetivo que se acentúa no solo en los actos criminales a perpetrar sino en la hermandad que tiene el personaje junto a sus cómplices. Desde luego este ludismo encuentra un párate en los momentos de redentora madurez que tiene el protagonista junto al personaje de Sissy Spacek. Por otro lado, el “sentirse vivo” del policía que lo persigue, encarnado por Casey Affleck, va más que nada por el lado de recuperar el interés en su trabajo, un salir de la apatía muy necesario por momentáneo que sea. La naturalidad en los interpretes veteranos por momentos da la sensación de que están interpretando un guion escrito y filmado en otra época. La capacidad en su entrega interpretativa es la que hace que se nos pase de largo que estamos hablando de actores muy entrados en años que prácticamente se comportan como jovencitos. Esta es una cuestión que podría ser una contra, aunque si tomamos en consideración el “sentirse vivo” al que apunta la película, se vuelve uno de los apartados más sólidos que tiene que ofrecer.
Si Huye era mirar lejos hacia afuera, Nosotros es mirar lejos hacia adentro, hacia el individuo, pero sin dejar a un lado ciertos contextos políticos. Sin ir más lejos, el motif que pone en marcha la historia es la célebre campaña de caridad Hands Across America, donde millones de norteamericanos armaban una muralla humana, mano con mano, a lo largo de todo el país. Un recurso visual al que Peele le encontrará una vuelta un poco más alarmante, pero para entender esta alarma primero debemos entender el espejo en donde se está mirando El Espejo Maligno Nosotros en todo su desarrollo pone en marcha una teoría de los espejos: como anticipación, como opuesto de nuestros defectos, como ver al otro en nosotros mismos. Ese otro que nunca querríamos ser, cuando lo mejor que podemos ser y no nos animamos toma un giro indefectiblemente oscuro. Una idea narrativa (y visual) con la que se arriesga a develar un giro narrativo que el espectador avispado va a anticipar prácticamente desde el principio. Esta teoría de los espejos tiene ejemplos más explícitos que otros. En la protagonista, muy adecuadamente, es donde la cuestión es un poco más ambigua, pero sus hijos plantean la cuestión como potencial y como advertencia. La hija de la familia es el espejo como potencial. Ella quería ser corredora olímpica, su duplicado cuando la persigue es un adversario temible precisamente por eso: por ser lo que ella no se anima a ser. El hijo de la familia, por otro lado, es el espejo como advertencia. Juega con un encendedor constantemente, mientras su duplicado copia sus exactos movimientos: cuando -mediante la imitación- consigue que este se quite una máscara que lleva, ve en el rostro quemado lo que le puede pasar si sigue jugando con fuego. us jordan peele review Volviendo al “lejos hacia adentro” que planteamos al principio, es necesario mencionar una violenta escena que transcurre en la casa de una familia amiga de los protagonistas. Sin entrar en spoilers, allí es donde se presenta la cuota de humor negro más intensa que ofrece Nosotros, acentuado por un uso anempático de la música que empieza con la alegre Good Vibrations de The Beach Boys, y luego se abre camino hacia F*ck the Police, canción del grupo NWA en protesta sobre los abusos de la Policía de Los Ángeles hacia la comunidad negra. Pero el lejos hacia adentro en cuestión, acá precisamente apunta al funcionamiento del núcleo familiar en sí mismo, donde los miembros de la familia se defienden el uno al otro, para luego tener discusiones típicas de una sitcom sobre cuestiones muy turbias que no hacen sino elevar el grado de humor negro.
Más de una manera de derramar sangre Si bien el policial negro es donde claramente está parada La Misma Sangre, es de destacar su utilización como el punto de partida para adentrarnos en un complejo drama familiar. Con esto queremos decir que el misterio que lleva al espectador a ocupar la butaca será desarrollado (durante gran parte del metraje) y desde luego resuelto, pero lo que sigue a dicha resolución posee exactamente el mismo interés. Como si la película te diera dos misterios al precio de uno. La diferencia está en que uno es más tradicional con la pregunta esperable “¿Lo hizo o lo hizo?”, y lo que le sigue es más introspectivo, “¿Por qué podría haberlo hecho?”. Incluso va más lejos, en cuanto a que la existencia del crimen en sí pone al descubierto la verdadera naturaleza de sus protagonistas, más allá de si se confirma su culpabilidad o no. Lo más relevante de la cuestión es que cada pregunta en cada misterio es abarcado desde un punto de vista diferente y con distintos recursos. En uno predomina la acción física y en otro la palabra. En uno predomina el policial estricto y en otro es casi un melodrama, hasta utilizando no pocas veces al humor (negro, desde luego) como puente entre ambos. Tal caso es el de un suicidio frustrado que deviene en un epíteto por parte de su perpetrador. Lo que es destacable, bordeando incluso la excelencia, es la sección del relato concentrada en el punto de vista del personaje de Diego Velázquez, donde todas las pistas, todos los hallazgos, todos los riesgos, son retratados de forma visual, recayendo muy escasas veces en el dialogo. Esto no le quita lustre a la otra parte del relato, encarada desde el punto de vista del personaje de Oscar Martínez, que se vale más de ese recurso. Pero la sutileza y solidez vista en la primera instancia del metraje es de hacer desear que toda la película fuese así.
Feliz Día de tu Muerte 2 El Mito de Sísifo responde al personaje de la mitología griega obligado a empujar una piedra cuesta arriba por una montaña, piedra que antes de llegar a la cima volvía a rodar hacia abajo, repitiéndose una y otra vez el frustrante y absurdo proceso. Por un lado uno siente que Christopher Landon, guionista y director de este film, trata de convencernos de que los orígenes de este universo narrativo tienen más que ver con la mitología griega y menos con El Día de la Marmota de Danny Rubin y Harold Ramis. Pero no es sino hasta que profundizamos en los vericuetos de la historia, y su teoría de los universos paralelos, que nos percatamos que son dos miradas distintas sobre el mismo universo y con los mismos personajes. Pasándolo en limpio: si la primera era El Día de la Marmota en clave de Slasher, esta secuela es El Mito de Sísifo aplicado al slasher… pero hasta ahí nomás. Decimos “hasta ahí” porque Feliz Día de tu Muerte 2 no tarda mucho en hacer a un lado el slasher establecido en la película anterior, haciendo un énfasis mayor en los momentos de comedia y de drama. El personaje se equivoca, muere a manos del asesino y repite el día, pero tras cada muerte el encuentro con el asesino se produce más como una necesidad para concluir las secuencias y menos como un clímax satisfactorio, a tal punto que disfrutamos más cosas como la protagonista tirándose en bikini sin paracaídas que el descubrimiento de quién es el asesino en esta nueva entrega. Si tuviésemos que medir Feliz Día de tu Muerte 2 por cómo funciona en cuanto a ser un slasher, desaprobaría. Sin embargo la protagonista encuentra a lo largo de su camino opciones irreconciliables que la obligan a entender por qué ciertas desgracias terminan moldeando nuestro carácter para bien. Esa dirección emocional es lo que hace a la protagonista querible y a la película disfrutable, salvo un desenlace que alarga demasiado su bienvenida. Podríamos decir que es un guion desordenado que abandona sus códigos con mucha facilidad. Pero el relato fluye, y mucho de eso tiene que ver con el carisma de Jessica Rothe, una actriz que -como en la original- tiene un cambio de registro admirable. Pasa de un crispado histrionismo en las escenas cómicas a adoptar una penetrante angustia en las escenas dramáticas. Si la película queda en la memoria del espectador, no cometamos errores: ella es un factor decisivo.
Una amistad sin fronteras Nos adentramos en el Club Copacabana de la Nueva York de 1962, y mientras vemos a Viggo Mortensen en su papel de Tony Lip repartir golpes en su función de bouncer (patovica), suena un tema llamado “That Old Black Magic”. Esa Vieja Magia Negra. Uno no puede evitar sentir un cierto tono premonitorio en esta elección musical para abrir la película. No tanto como una intriga de predestinación que establece el contexto y anticipa lo que le espera a nuestros protagonistas, sino que también es, si se quiere, una declaración de principios del director Peter Farrelly en esta, su primera película dramática: “El género habrá cambiado pero lo que te deja la odisea es lo que vale al final.” Es más, nos arriesgamos a decir que son más cosas las que unen a Green Book: Una Amistad sin Fronteras con Tonto y Retonto que aquellas que la separan. Antes de encender sus antorchas, levantar sus horquetas y golpear las puertas de la redacción pidiendo por la cabeza del redactor de esta nota, dejemos en claro una cosa: no estamos poniendo en la misma bolsa la travesía de un virtuoso del piano en un sur norteamericano segregado junto a la travesía de dos muchachos sin luces incurriendo en humoradas escatológicas camino a devolver un maletín. O por lo menos no así de fácil, no así tan gratuitamente. Sin embargo, el lector tendrá que admitir que más allá de las claras diferencias de contexto y género narrativo, acá hay un factor común narrativo importante: un viaje en donde el destino no es tan importante como lo es la relación, la dinámica entre opuestos de los dos protagonistas, lo que hace a la película atractiva. La cuestión de la segregación no es cosmética, pero tampoco podemos decir que tiene una impronta fundamental, o al menos no tan fundamental como Participant Media, productores del film, nos quieren hacer creer. Sí, es el motor de los conflictos en la película, pero es el cómo lo resuelven los protagonistas lo que es atractivo de ver. En Green Book: Una Amistad sin Fronteras la segregación es una excusa, es lo que junta a Don Shirley con Tony Lip a bordo del auto, del mismo modo que Mary Swanson y su maletín es lo que junta a Lloyd con Harry a bordo de la camioneta con forma de perro. El ejemplo más contundente lo encontramos en la prueba más gráfica del cambio que experimenta Tony Lip a lo largo de la narración, y que pone al frente las verdaderas intenciones del film: cuando el Don Shirley de Mahershala Ali le enseña al Tony Lip de Mortensen a escribir mejor una carta a su mujer. Es aquí donde podemos decir que la película depende de la oposición entre clases para sustentar el conflicto, pero es acá donde queda claro que el contexto es apenas una circunstancia por fidelidad al hecho real del que parte la película. Es acá donde está el verdadero corazón y donde vemos por qué Farrelly se mueve como pez en el agua a pesar de estar en un género que hasta ahora le era ajeno. Porque, al final del día, lo que importa, lo que vale, lo que va a pagare el boleto al espectador, es ver cómo mejoran estos dos personajes por el simple hecho de haber entrado en la vida del otro. Como cualquier Buddy Movie que se precie de tal lo haría.