La madurez emocional es un camino que no se rige por la cantidad de años que uno tenga. En algunos, con suerte, coincide exactamente con ella. En otros, por desgracia, se da tristemente temprano. Y en la gran mayoría se da tarde. Ese es el dilema en el que nos encuentra Badur Hogar, de Rodrigo Moscoso. Badur Hogar: Charada de la Adultez «Quedado» es un adjetivo que se repite constantemente en esta película. Es utilizado por los padres del protagonista para explicar por qué al ser un hombre joven maduro sigue viviendo con ellos, y es manifestado visualmente por la tienda cerrada con electrodomésticos de antaño, la cual tiene un cuidado y una limpieza denotando que cerró hace un par de días y no hace décadas (detalle manifestado por los precios en australes que se ven en algunos electrodomésticos). Sin embargo es solo un punto de partida, ya que la intención de Badur Hogar, su mayor acierto, donde el espectador se va a sentir indefectiblemente identificado, es en esa competencia, esa puesta en escena en la que muchos de nosotros somos capaces de entrar para no sentirnos unos fracasados ante el éxito de aquellos de nuestra misma generación que fueron… bueno… menos “quedados” que nosotros. No conforme con llevar esto al terreno de la comedia, la película profundiza dicha identificación recordándonos que por sobrecogedora que sea esta realidad para nosotros (principalmente por el paso del tiempo), hay mucha más gente de la que creemos que está poniendo un espectáculo para mostrarse más exitosa de lo que es. Y, lo más importante, con muchos menos problemas de los que realmente tiene. El pasto del vecino siempre parece más verde desde la vereda de enfrente. Badur Hogar acentúa estos detalles de la charada que realizan los personajes. Aunque posee ejemplos de las mentiras exageradas en las que se puede incurrir (que proveen no pocos momentos de comedia), abundan sus ejemplos sobre el ocultamiento de la información. Como corresponde a una narración prolija, lo que ocultan es siempre más interesante, y por patético que pueda parecer es lo que termina por hacer entrañables a los personajes. Hasta que deban enfrentar sus consecuencias, claro está.
Abundante carnadura dramática para una historia sobre el significado de las palabras. El cine nace de la palabra y -tan paradójica como habitualmente- el cine sobre las palabras no es lo que se dice muy cinematográfico, valga la redundancia. Sin embargo, cada tanto surge una propuesta enmarcada en dicho tema que hace el intento de revertir este concepto y consigue, en el mejor de los casos, una película interesante de ver por el pensamiento que manifiesta. Entre la Razón y la Locura, si bien tiene una base histórica, sobrepasa todas estas expectativas al tomar algo tan académico y anti-cinematográfico como la creación de un diccionario para entregarnos dos personajes de gran riqueza y una abundante carnadura dramática. El lenguaje dentro del lenguaje El personaje de Steve Coogan le pide al de Mel Gibson que se acerque a escuchar una discusión que su mujer está teniendo con las empleadas de servicio. Coogan le dice a Gibson que el lenguaje siempre cambia, siempre se renueva, porque lo crea la gente, día a día, no un diccionario. Ese texto es un medio más que un mensaje. O bien, a riesgo de sonar obvio, el medio que hace posible ese mensaje. Esta podría ser la única manifestación netamente intelectual que tiene la película y es donde muchas películas sobre el mundo de las palabras se conformarían. Sin embargo, es el contexto que hace posible que su significado cale más hondo. Le dice al espectador, le recuerda sutilmente, que el compendio de uno de los idiomas más hablados del mundo, que es, fue y será de constante consulta, es la creación de un hombre muy instruido pero sin credenciales, y de un hombre que sí las tiene, pero está hundido en la insanía. Es decir, un documento que no podría ser más ortodoxo y académico es la creación de dos personas que no podrían estar más alejadas de esas dos definiciones. Es una historia donde las palabras se manifiestan en imágenes, literalmente. Donde una sola palabra escrita en tiza es rodeada por varios pedazos de papel. Papeles que denotan investigación y detalle: la manifestación más clara de que cada palabra que conocemos es más vieja de lo que parece y viene más lejos de lo que realmente aparenta. Es una historia donde las palabras son un código de amistad, una manifestación de la complicidad entre los personajes de Mel Gibson y Sean Penn. El primero encontró en las palabras el motor de su vida, mientras que el segundo encontró en ellas el principio de su redención. Es una historia donde las palabras son un código de amor. Entre los personajes de Sean Penn y Natalie Dormer, en principio signadas por su comparación a los hechos y desde luego rechazadas, pero cuando se descubre que ella es analfabeta y él empieza a instruirla, es la herramienta que termina por unirlos. Entre la Razón y la Locura es una historia donde las palabras pueden ser una condena. El código que empieza a denotar una tragedia que pone en juego todo lo logrado para ambos personajes; y es, desde luego, una historia sobre las palabras que callamos. Las que nos da miedo expresar en el papel o en la voz.
Propuesta de misterio que no consigue dar la suficiente curiosidad. No sabemos si fue por exigencia del director Rob Letterman o de Warner Bros., pero podemos estar seguros de una cosa: si una propuesta tan de nicho como puede serlo Detective Pikachu es recibida con tanta expectativa por el público (tanto devoto del anime como el que no) es en gran parte por el carisma deadpoolesco de Ryan Reynolds. ¿Pero será ese carisma y humor irreverente lo suficiente para sostener una narración? Vamo’ a calmarno’ Hay que concederle algo a la película y, ya que estamos, también a su equipo de efectos visuales: establecen su verosímil de forma inmediata. El fan se emocionará al ver las pokebolas en live action y la convivencia prácticamente natural con los pokemons. Por otro lado, el que no es muy adepto no necesitará mayores argumentos de venta para entender cuál es el universo: lo que se ve es lo que es y las narraciones en voice-over se limitan exclusivamente a introducir a los personajes. Si bien Detective Pikachu establece con creces el universo de su historia, sus puntos débiles se presentan pasado dicho establecimiento, es decir con el segundo paso esencial que debe afrontar cualquier narración: los personajes. Aunque la intriga está adecuadamente construida para que el espectador no le pierda el ritmo a la historia, el desarrollo de los personajes no cala tan hondo; y eso se debe a que la apuesta emocional no es lo suficientemente profunda. Si bien el espectador comprende la desconexión que el protagonista tiene con su padre fallecido, su duelo es tan desconectado, tan superficial, que uno no compra del todo la motivación de este para meterse de lleno en la investigación, incluso cuando esa manifestación se da en voz alta. Es esta falta de inversión emocional la que hace que los giros que presenta la investigación pasen por mera información o sean directamente predecibles. Una falta que la película pretende tapar con la premisa de pareja dispareja entre el protagonista y un Pikachu con un sentido del humor que no pocas veces se sale de la comprensión infantil, un desvío que, por los mismos motivos, puede resultar un poco endeble para el público adulto. Pueden soltarse unas risitas, pero no son de esos chistes que durarán pasada la proyección. Si Deadpool caló hondo no fue solo por el carisma de Ryan Reynolds, sino porque el personaje tenía una inversión emocional clara que hacía que te preocupes por él, que hacía que lo quisieras de entrada y que era la base de mucho de su humor. Las comparaciones son odiosas, pero visto y considerando que Pikachu tiene una reputación de adorable y el principal argumento de venta de esta película es complementar dicho adjetivo con un tono más irreverente, vale la pena señalarlo. La culpa no es de Reynolds, ni siquiera si cabe la posibilidad de que él haya pulido sus propios diálogos. La culpa es, tristemente, de la historia que no tiene piernas lo suficientemente fuertes para moverse. Piernas que se cansan particularmente en un tercer acto que alarga su bienvenida.
Durante los últimos años, el cine de género ha hecho unos avances técnicos impresionantes en materia de efectos visuales y de maquillaje. Sin embargo, no puede evitar sentirse que si bien hay exponentes nacionales con voz propia, hay una persistencia en copiar a los estándares dorados del género a nivel mundial. Esto es, en particular para un cinéfilo, más doloroso de señalar cuando hay un nivel técnico sin fisuras pero un nivel narrativo que tiene demasiadas. Esa es la dicotomía en la que se encuentra Muere, Monstruo, Muere. El Monstruo Interno Muere, Monstruo, Muere cuenta la historia de una serie de asesinatos de mujeres que tienen en común un detalle: todas fueron decapitadas. Las muertes son atribuidas a un tal David, quien insiste en que los asesinatos son la obra de un monstruo. Lo que en principio parece una locura, empieza a adquirir cierto grado de verdad cuando las decapitaciones continúan ocurriendo a pesar de estar bajo custodia. En Muere, Monstruo, Muere tenemos el que es lejos uno de los ejemplos más elevados de Efectos de Maquillaje que se han visto en el cine nacional. La calidad de los cuerpos decapitados denota un gran nivel de detalle e investigación forense. Las cabezas son reproducciones exactas de las de los actores; no son copias falsas que se notan a la legua como sendos intentos anteriores. El monstruo en cuestión es de un diseño e interpretación a la altura de los vistos en cinematografías de más presupuesto, algo que muchos intentaban emular pero pocos lograban. Aparte, cabe mencionar que posee una fotografía en Cinemascope de gran riqueza en cuanto a composición de cuadro, al igual que la utilización de los colores y las sombras para crear contraste. Todos estos logros destacados hacen que escribir sobre los defectos narrativos de la película sea particularmente lamentable. Se aprecia la intención de ser una propuesta distinta de todas las películas de monstruos que se han hecho, independientemente de la procedencia de dichos títulos. Pero todo queda en esa intención. El resultado final del film de Alejandro Fadel es demasiado críptico para su bien, posee un ritmo muy cansino, no parece decidirse por un tono (oscila entre el humor negro o el slasher) o no sabe combinarlos apropiadamente y, lo peor de todo, no consigue involucrarnos con los sentimientos de sus personajes.
Buscando en la orilla Se asoma una aleta en el mar tras un incidente y con ello la película deja claro, al menos alegóricamente, de que irá. Podríamos usar el término depredadora, pero el desarrollo narrativo está muy lejos de estar encaminado hacia la subsistencia. Ortega y Gasset dicen que la caza es todo lo que se hace antes y después de la muerte del animal, y también que la muerte es imprescindible para que exista la cacería. Una definición que está más acorde a las acciones de la protagonista de Los Tiburones. En esta ocasión la presa sería un joven por el que parece sentirse atraída y por el que se rebelará ante su familia e incurrirá en acciones cuestionables, como secuestrar una perra propiedad del muchacho para que este no la pueda encontrar. Podríamos decir, por la edad adolescente de la protagonista, que todo esto es producto de un impulso hormonal típico de la edad, pero sus acciones son tan extremas y su expresión tan parca, que la identificación con el espectador se dificulta. A ver, un personaje puede ser moralmente cuestionable y aún así no lo juzgamos; Hitchcock consiguió dicha faena en Psicosis. Sin embargo, esa identificación no se consigue aquí y, sumado al poco desarrollo de los protagonistas aledaños, es lo que hace difícil seguirle el juego a ella y a la película como un todo.
A principios de año, el PGA (Sindicato de Productores de Estados Unidos) le dio al productor y cabeza de Marvel Studios, Kevin Feige, el Premio Honorario David O. Selznick por logros destacados en la producción de películas. Este es un honor histórico que se le ha concedido a unos pocos: al ver Avengers Endgame no sorprenden en lo más mínimo las agallas de la entidad por poner a Feige a la altura de legendarias luminarias de la industria, incluso de aquellas que arrasaron en la época de oro del cine. El Universo Cinematográfico de Marvel vivirá, seguirá adelante (es dudoso, iluso incluso, que Disney haga tamaña adquisición sabiendo que tiene una fecha de vencimiento) y se hace difícil pensar cómo podrán igualar (superar es un escenario demasiado fantasioso) lo conseguido en lo que se dio en llamar The Infinity Saga. Feige puede irse a la tumba sabiendo que tuvo un papel fundamental, tan protagónico como el de sus estrellas, en un capitulo insoslayable de la historia del cine. Así es, leyeron bien, esta crítica tiene el valor de considerar a The Infinity Saga “un capitulo insoslayable de la Historia del Cine”. Le pese a quien le pese, tanto en el ámbito critico como en el de la realización. Una opinión que muchos considerarán irracional y hasta ignorante ¿Pero lo es? A ver: no nos engañemos, las intenciones comerciales saltan a la vista en esta clase de proyectos, y si hay algo que nadie puede negar es el enorme cortoplacismo que rige en gran mayoría de los mismos, motorizado por la necesidad de hacer billones de dólares en el menor tiempo posible. Si bien Marvel Studios tenía el dinero para ir por ese camino y no tienen el nivel de sacrificio de, digamos, una producción independiente, la paciencia de 11 años (o 22 películas) para construir toda esta convocatoria, es de admirar. Concedido, aquí no está el mérito de haber descubierto un guion original por el que nadie apostaba y terminó siendo una máquina de hacer dinero. Concedido, aquí se tenía la ventaja de tener detrás de sí una propiedad preexistente de enorme popularidad en el medio impreso. Pero las adaptaciones, incluso las más fieles, están plagadas de riesgos, y aunque tuvo tropiezos en su camino, el resultado, que es lo que importa categóricamente (y más aún en los términos que se propone Marvel Studios) es positivo. Tan positivo que se las ingenia para hacerle sombra a sus escasos defectos. Un Final Digno Avengers Endgame tiene tanto defectos como virtudes a nivel narrativo, ganando naturalmente la pulseada los primeros. No obstante, los mencionados defectos son una consecuencia lógica de la acción elegida por los protagonistas para resolver el conflicto principal. Un riesgo que la película no solo acepta, sino que abraza, no pocas veces con humor. Sin embargo, es necesario mencionar con una leve severidad, que el Thanos del primer film, aquel que supo ser un antagonista tan multidimensional, en esta continuación pierde muchas de aquellas dimensiones. Porque si bien en aquel film era la principal fuente del conflicto en cada escena, aquí es nada más un resabio; está por una necesidad más lógica que dramática. Las fuerzas antagónicas que ejercen presión sobre los protagonistas son otras, basadas más en el lidiar con los efectos secundarios del desenlace de la película anterior que por una acción directa del antagonista. Avengers Endgame es una película de tres horas y cualquiera que se meta en esa faena de escasa frecuencia en el cine comercial (mientras más corta la película más funciones, y por lo tanto más dinero), tiene que hacerlo convencido de que la extensa duración tiene un por qué. Habitualmente esa explicación, esa justificación, es el desarrollo de los personajes y los temas, cuestiones que para alcanzar su plenitud necesitan muchas veces de una cocción lenta. Estas dos cuestiones son palpables en Avengers Endgame, pero no es necesariamente el caso, ya que la extensa duración del film está justificada por un manto de acción y tensión dramática sin tregua. No estamos hablando de simples obstáculos; el riesgo es tan grande que cada conflicto es un revés enorme que pone en juego toda la operación. Reveses intensos que dicen presente prácticamente desde el arranque de la película. Si eso no es llamar la atención del espectador… engancharlo… atraparlo… no se qué cosa podría serlo. Para apreciar este film, y a riesgo de mencionar lo obvio, no solo es menester el haber visto las anteriores, sino el haber amado a los personajes. Pues para esos amantes está hecha. Esos amantes a los que Marvel Studios ha cautivado durante 11 años. Esos amantes a los que está recompensando con esta película. Si ustedes lectores están en ese grupo, esta crítica les garantiza con seguridad que estará pagando por toda una celebración… una fiesta si se quiere. Por otro lado, si no está en ese grupo y busca una película que pueda defenderse por su propio derecho más allá de una asociación con films previos, le será difícil sobrellevarla. Si le busca defectos, se los encontrará, y por ellos atacará teniendo absoluta razón, ya sea por simple derecho a la opinión o apreciación objetiva de lo que es la buena narrativa. Pero dentro de todo, al terminar la función no pocos sentirán ese pequeño momento de desolación, similar a cuando se termina de leer una larga novela. Ese momento donde se empieza a hacer memoria de todo lo vivido como espectador. Ese momento que te hace decir “¿Y ahora qué?” Una sensación que solo la puede otorgar un buen final, y esta película lo es.
Una incoherente propuesta de género. Cada don tiene su maldición. En el caso de la franquicia (podemos decirlo a esta altura) de El Conjuro, por las dos películas de la saga que tienen como protagonistas al matrimonio Warren que fueron tan sólidas como entretenidas y exitosas, se desataron una serie de spin-offs que son claramente lo contrario. Infortunadamente, La Maldición de La Llorona no es una excepción. Se llora… pero no de miedo o tristeza La cámara y su movimiento deben narrar por encima de todo. Un plano sin cortes que no eleve la tensión, o que no muestre el universo de una forma particular, no es más que una simple proeza técnica y por lo tanto vacía. La intención aquí es clara: emular o repetir la receta de una proeza similar lograda en las películas madre de la franquicia. Si las primeras eran una jerarquía clara donde el trazo escénico respondía a la narración y la cámara respondía al trazo escénico, en este caso es un momento cotidiano que no justificaba semejante argucia técnica. Es una cámara (y unos efectos digitales) que llaman demasiado la atención sobre sí mismos. Pero este efectismo nada medido no hace más que denunciar inconscientemente el pulso narrativo al que nos vamos a sostener. El efecto está pero no causa sustos. La Maldición de La Llorona se une tristemente a los rangos de las películas de terror que se conforman con otorgar sobresaltos. No conforme con su actitud endeble hacia el género elegido, las incoherencias narrativas empiezan a poblar indefectiblemente el guión. Por ejemplo, la madre de la familia maldita va con un curandero para que le solucionen el problema con el ente maligno, informándole que irán a un hotel para protegerse del mal. El curandero les responde que ellos están malditos, no la casa. ¿Y qué es lo primero que hacen? Ir a proteger espiritualmente la casa. ¿No podían ir a proteger espiritualmente el Hotel? Podría ser una exageración o un juicio apresurado de algo que debería leerse más atentamente, pero cuando se ve al mismo curandero frotar huevos por toda la casa de los protagonistas y estos salen negros, al cargo de incoherencia se le suma el de confusión. ¿Es la casa un problema o había muchas ganas de meter el artilugio visual del huevo negro como una denotación diabólica? Como si la coherencia interna de la historia no tuviera suficientes problemas, también plantea serios problemas para la coherencia de todo el universo expandido de la franquicia. Cuando un sacerdote plantea la posibilidad de invocar a los Warren para resolver el problema, se arrojan un montón de recovecos legales de la Iglesia como justificación para su ausencia física en esta trama. Si repasamos con mucha atención a los entes malignos de las películas que los tienen como protagonistas, dichos recovecos no aparecían, incluso para los que tenían una fuerte vinculación religiosa como es el caso de la subtrama de la monja en aquellos films. Es como que la mención de los Warren es la única conexión que tiene esta película con aquellas, y hasta podríamos decir que pretende calentar motores (maniobra tan innecesaria como de nulos resultados) para lo que será la tercera película de la muñeca Annabelle.
Cuando a Orson Welles le dijeron que su película Citizen Kane podría ser coloreada, la respuesta del realizador fue “Saquen sus malditas crayolas de mi película”. También están los eruditos que dicen que en la versión coloreada de La Noche de los Muertos Vivos el auto que se ve al inicio pudo no haber sido rojo. Pero el hecho concreto (y acá sobran los eruditos que se ponen de acuerdo) es que la coloración artificial es innecesaria para un material que se sostiene perfectamente en blanco y negro. Jamás Llegarán a Viejos, si bien es un documental en contraposición a los ejemplos de ficción arriba mencionados, tiene una justificación para recurrir a esta técnica y sin embargo no es eso por lo que llama la atención. Memorias de las Trincheras En Jamás Llegarán a Viejos la intención de colorear un material blanco y negro está en convocar una identificación del espectador con los protagonistas de aquel conflicto que fue la Primera Guerra Mundial. De haber mostrado el metraje tal cual es, el blanco y negro habría respondido sin dudas a una realidad, pero a una que parece un universo ajeno para un espectador moderno, o por lo menos uno no muy habituado a ver películas ByN. Lo vívido del color de la piel, la misma que podrían llegar a tener los espectadores. Los escenarios que se ven pueden ser los mismos que alguna vez caminaron. La coloración tiene acá una justificación dramática inclusive. El deseo de mostrar, por obvio que pueda sonar, que aquellos soldados eran gente no muy diferente al espectador que está en la butaca. Sin embargo, no es esta proeza técnica por lo que destaca Jamás Llegarán a Viejos. Lo que le da su valor al filme es el testimonio que acompaña a las imágenes, realizado por los soldados que estuvieron en el conflicto. Es este detalle lo que le da vida a la película y no otra cosa. No iba a bastar un texto escrito por ellos pero narrado por actores famosos. La congoja, la risa y la ironía se sienten en el tono de la voz de quienes hablan. Es esa naturalidad, esa sinceridad, ese deseo sincero de remover cualquier heroísmo exagerado el que los hace a ellos más apropiados que cualquier intérprete de renombre relatando. Haber incurrido en esto, sumado al montaje prácticamente sencillo de las imágenes, habrían sentir al espectador estafado por más detalle que haya tenido la restauración. Afortunadamente, ese no es el camino que eligió tomar Jackson. Si hay una contra por señalarle a la película es que aunque plantea un principio y un final claramente definidos, su desarrollo es bastante difuso; se conforma con ser un racconto de eventos. Jackson acierta al evocar la humanidad a través de las voces del conflicto, pero su tino no es tan preciso en cuanto al flujo narrativo del filme como un todo.
Vayan por los superhéroes, quédense por el corazón. Si hay una cosa que no se viene viendo con mucha frecuencia (y si se ve, es más una excepción que la regla) son aquellas películas que se concentran en el fenómeno de la amistad entre chicos de la misma edad, si bien el nuevo milenio nos ha dado un par de ejemplos notorios como Supercool en el género de la comedia o It (la versión de Andy Muschietti, desde luego). Es ese el espíritu al que parece evocar Shazam!, incluso tratándose de una película de superhéroes. Familia Elegida Aunque los superpoderes y los supervillanos dicen presente, el desarrollo narrativo de Shazam! tiene su foco puesto en la irreverencia y la complicidad que solo pueden tener los adolescentes, pero más particularmente en el concepto de familia. O mejor dicho, que la familia que uno elige (una manera de describir a los vínculos de amistad) puede llegar a tener un peso afectivo mayor que el de la familia sanguínea, incluso arriesgándose al alegar que este peso se basa en el hecho de que esta última es egoísta y despectiva hacia algunos de sus miembros, mientras que la elegida es comprensiva. ´ Esta diferencia, esta declaración, queda clara desde la primera escena de la película y se expande hacia toda la introducción de personajes. Tanto el héroe como el villano vienen de familias que no los aprecian. La del villano se muestra indiferente al maltrato entre miembros, mientras que la del héroe es completamente abandónica. También están retratadas las consecuencias psicológicas de la desidia de la familia sanguínea. Thad Sivana se pasó su vida tratando de demostrar que su contacto con el mago no fue mentira, y así demostrarle a su padre que no es ni loco ni fracasado, una demostración que a la larga lo consume y despierta los aspectos psicopáticos (o tan psicopáticos como lo puede permitir una película PG13) de su personalidad. Billy Batson por otro lado, incluso con el escepticismo de la adolescencia, se aferra a esa noción que nos instauran del amor paterno instantáneo por el solo hecho de traernos al mundo. Que si bien puede tener una cuota de afecto, esa cuota puede ser abatida por la enorme responsabilidad que implica el ser responsable por otra vida, responsabilidad para la que hay que estar maduro; y no todos dan la talla. El aspecto comprensivo de la familia elegida no nace de un repollo idealizado. Lo primero que le dicen al protagonista es que todos atravesaron su situación, inclusive los cabeza de familia. Cuando el chico huye se muestran visiblemente preocupados, pero por otro lado tampoco se sorprenden porque las actitudes no eran muy diferentes de cuando ellos tenían esa edad y tenían que enfrentar el abandono y el ajuste a una nueva familia. Esta cuestión de la familia elegida, esa complicidad es lo que motoriza a todas las escenas de comedia que están diseminadas a lo largo de toda la trama. Porque el foco de Shazam! está puesto ahí, al menos desde una cuestión de género cinematográfico. Un foco que no pierde incluso en las escenas de acción y efectos visuales. Un foco que influye en una llegada al clímax narrativo de forma natural y no por simple convención.
Una nueva versión sin agallas que elige el camino fácil. Hay adaptaciones que modifican significativamente a su original y sacan como resultado una película notable, como Los Ángeles al Desnudo. Por otro lado, hay adaptaciones que siguen al pie de la letra su original y son grandes películas, como El Padrino o Sin Lugar para los Débiles. Cuestión de agallas No importa el camino que se elija, un guionista y/o director tienen una sola responsabilidad: respetar el tono al que esa novela evoca. Puede no adaptar los cientos o miles de páginas de la novela original, puede omitir o amalgamar personajes, puede estar limitado por la censura (con las cosas como están en el Hollywood actual, más mercantilista que moralista, me permito usar este término), pero el espíritu, el tono y el tema de la película debe quedar intacto. Con Stephen King este camino se vuelve difícil, en particular hoy. King no tiene ningún prurito a la hora de mostrar los más oscuros recovecos del accionar humano, en particular con sus historias de terror. King es uno de esos escritores que al sumergirte en su narrativa, hay situaciones que te van a hacer decir “No, no va a ser capaz de hacer algo tan turbio”, y él lo hace. Hablo de las peores humillaciones y atrocidades, tanto físicas como morales, que hacen (y les hacen a) hombres, mujeres y niños. King no tiene medias tintas y quien lo adapte tampoco debería de tenerlas. En definitiva, para adaptar a King hacen falta agallas, que es lo que tristemente esta nueva versión de Cementerio de Animales no tiene. Esas agallas de mostrar un accidente de carretera como lo que realmente puede ser, con las consecuencias tanto físicas como psicológicas, tanto de la víctima como de la familia que deja atrás. Eso en esta película no está, y si está es solo superficialmente. Como si la falta de agallas no fuera suficiente, esta remake debe arrastrar con las consecuencias de su caprichosa decisión de hacer víctima del accidente a la hija mayor en vez de al hijo menor. Una consecuencia que tiene su clara materialización en los trillados diálogos sobreexplicativos que la película pone en boca de los personajes. Sin embargo, lo más imperdonable, es la negligencia para con su tema. Empieza con un debate interesante sobre la muerte, el más allá y sus implicancias religiosas. Pero las ganas por generar sobresaltos son más fuertes (ni hablar si se les presenta una oportunidad de hacerlo sin una gota de sangre). Esta negligencia hacia tono y tema se disipa tanto con el pasar del metraje, que para cuando llegan escenas de una turbiedad tan grande como que el protagonista ahorque a su propia hija, al espectador le pasan indiferentes.