Todo no es increíble Esa frase, esa contraparte oscura de aquella alegre cancioncita con la que se establecía el tono de su original, es también resumen de lo que se ha convertido su secuela. Porque lo increíble de esa original es ahora lo ordinario, lo común si se quiere. Es una secuela que no lo tiene fácil. Tiene que lidiar con un universo preestablecido, y ni siquiera agregarle el contexto de un apocalipsis en el mundo de los Legos y acentuar la comedia en el mundo de carne y hueso consigue tapar las aburridas escenas de acción y las soporíferas escenas explicativas que van entre las mismas. “Mostrame, no me cuentes”, esa lección que la original -más allá de las opiniones sobre su calidad- había aprendido y muy bien. No obstante, el mayor problema a señalar en el desarrollo narrativo de La Gran Aventura Lego 2 es la postura que adoptan sobre su tema. Uno podría decir que se trata de los límites del cinismo, que buscarle la vuelta negativa a todo es tan negativo como hacer de cuenta que todo está bien, y el rol decisivo que tiene dicho cinismo en la madurez humana. La película elige dirigir este punto a través de una discusión entre hermanos que tiene su reflejo (y, ya que estamos, su prioridad narrativa) en el mundo de los Legos. Esa alternancia entre mundos, que anteriormente era una sorpresa y hoy es un conocimiento inmediato, contribuye a la confusión en su mensaje. ¿El cinismo está bien? ¿Está mal? Esto dicho con la seguridad de que el tratamiento en absolutos de dichos valores predominan en el cine de animación (por lo menos el mainstream) desde siempre. Como si por separadas la confusión temática y la endeble dinámica narrativa no fueran suficientes puntos en contra, su combinación no produce mejores resultados. La resolución del film se siente forzada más que sentida, existente por definición más que por sentimiento o por camino recorrido. Falta ese alivio por ver a los protagonistas vencer y aprender. O sea, un final y basta. Cuando eso pasa, el problema está en el camino más que en el destino final.
Las marcas de un autor son fáciles de reconocer cuando se reiteran ciertos factores: universos, tipos de personaje, inquietudes, y en particular que sea este quien haya firmado el guion. No obstante, cuando dicho autor decide dar un giro en cómo procede en estos aspectos y todavía se reconoce su impronta, podemos decir que la marca autoral es absoluta. Eso fue lo que ocurrió con Yorgos Lanthimos y su nuevo título, La Favorita. De Nuevos y Viejos Titiriteros Siglo XVIII. Inglaterra está en guerra con Francia y la Reina Anne padece una severa enfermedad mental. Lady Marlborough, la acompañante de la reina, aprovecha esta situación en su beneficio para virtualmente gobernar en su lugar, una cuestión que a la corte no le hace mucha gracia. Todo esto cambiará cuando entre en la escena Abigail, prima lejana de esta última, una joven deseosa de recuperar el elevado estatus social que perdió. No tardará en competir con Lady Marlborough por ser la acompañante de la Reina. La Favorita tiene un guion prolijo, con una estructura que oscila entre lo teatral y lo literario. Una propuesta donde el humor negro dice presente, pero sabiendo cuándo es conveniente el decoro acorde con la época y cuándo el exceso es lo que mejor sirve para calar más hondo. Es este balance el que le sacará no pocas risas al espectador. La narración no tiene ningún tipo de prurito en reducir a las protagonistas a las peores humillaciones imaginables, y hacerles incurrir en las peores bajezas morales. Todo en nombre de una cuota de poder. Es particularmente notorio cómo siendo una película de época en un universo marcadamente femenino, y de la cual no ha firmado el guion, Lanthimos consigue abarcar todas sus inquietudes observadas en títulos anteriores: el onanismo, el chantaje, el humor negro, y que todas tengan total sentido y sean naturales al contexto donde se está narrando. En materia visual tenemos, como es esperable, una rica escenografía y vestuario con una fuerte presencia de tonos oscuros. Sin embargo, el apartado a destacar es la fotografía, con su marcada predominancia de grandes angulares, alcanzando no pocas veces la utilización del ojo de pez. Este uso de la perspectiva recuerda mucho al estilo del pintor Jan Van Eyck en particular. En materia actoral, Rachel Weiszprovee una competente actuación como la corrosiva acompañante de la Reina. Emma Stone nos muestra una faceta radicalmente distinta de la “chica de al lado” en la que ha basado su carrera, se prueba hábil en la evolución de la actitud de un personaje que va desde lo inocuo a adoptar procederes que igualan o superan a los de su rival. Pero quien consigue destacar es Olivia Colman, en su interpretación de la Reina Ana oscila con total naturalidad entre la niña perdida y la segura mujer de estado.
Una propuesta cinematográfica con identidad propia que expone a la remake como forma de arte. El concepto de remake ha atraído más detractores que adeptos. La mayoría de las veces es un intento desesperado de las cabezas de los estudios por seguir haciendo dinero con una propiedad preexistente, con la excusa de acercar un clásico a nuevas generaciones, o llevar una gran película extranjera a otro público que le encantaría apostar por esa historia, solo que no quieren ir al cine a leer (en el caso de los espectadores norteamericanos, claro está). Pero hay ocasiones en donde la remake puede ser una forma de arte. Esta puede ser derivativa, como tomar un clásico del cine blanco y negro y copiarlo cuadro a cuadro pero a color, o una completamente más noble como tomar la premisa base de aquella película, tomar nota de algunos de sus simbolismos y encontrar un tema que permita llevar ese exponente de género un paso más lejos. En definitiva: ser su propia cosa, que es a lo que apunta Luca Guadagnino con su Suspiria Una bestia con identidad propia La película goza de un extenso desarrollo de personajes, valiéndose más de gestos visuales que de los diálogos para sustentar ese desarrollo. Salta a la vista a dónde fueron a parar esos 60 minutos extra que esta versión tiene respecto de la de Darío Argento. Percibimos a la Susie Bannion de esta versión no como una final girl, sino como un personaje mucho más profundo: vemos de dónde viene, vemos cómo su fuerte crianza religiosa hace mella en ella, y vemos cómo utiliza al baile para exorcizar todos los demonios que lleva dentro. Esto llega a buen destino no solo por el guion, sino por una Dakota Johnson que actúa con un rango expresivo amplio (felicidad, sensualidad, timidez, pasión), pero particularmente utilizando todo el cuerpo. La violencia retratada en la película es de una índole más física que sanguínea. En particular durante una secuencia donde se alterna la contorsionada muerte de una joven, en paralelo a una tan elaborada como fluida coreografía de baile por parte de la protagonista. Contorsión que será la gran fuente de momentos de tensión en el film, sostenida hasta un clímax donde sí será sangriento, pero con un tono alucinatorio que dará que hablar mucho después de haber abandonado la sala. Podemos hablar largo y tendido sobre las diferencias estilísticas y narrativas que tiene esta versión respecto de la Suspiria de Argento (que se prueban abismales desde la primera escena), pero hay un detalle que confirma a esta versión como un animal diferente, como su propia cosa: el tema de la maternidad presente en la forma de varios simbolismos a lo largo del film. La culpa de Susie respecto de abandonar a su madre biológica para seguir su sueño, y la madre sustituta que encuentra en su profesora Viva Blanc (Tilda Swinton). Como si la culpa y la protección no fueran suficientes, se podría decir que estos simbolismos adquieren ribetes hasta religiosos. En una escena, Blanc le dice a Susie que la escuela de baile es un gran cuerpo y ella debe elegir qué parte del mismo desea ser. Tras oír opciones como la cabeza, las piernas o el sexo, Susie, sin dudarlo decide que quiere ser las manos… un gesto que podría ser interpretado como las manos de una madre sanadora. El contexto histórico también es un protagonista; no se limita a ser solo un decorado bonito. Las turbulencias políticas del Berlín de 1977 funcionan como una alegoría de lo que ocurre en las catacumbas de esta escuela. Suspiria es una remake que se aleja completamente de su original, pero cuando se la analiza en sus propios términos, el resultado es un notable ejercicio de personaje; perturbador, psicológico, rico en simbolismos, y con un subtexto que obliga al espectador a involucrarse activamente.
Secuela con el espíritu intacto, pero con una extensión desafiante para nuevos espectadores. Julie Andrews tiene dos personajes que la hicieron pasar a la historia del cine con prácticamente un año de diferencia: Fraulein María en La Novicia Rebelde y Mary Poppins en la película homónima. Dos clásicos. Y hay ciertos clásicos que no deberían ser tocados o reversionados con la excusa de llevarle la misma historia a las nuevas generaciones (algo que reestrenar la película original puede lograr tranquilamente), pero si hay algo que nuestra actualidad nos ha demostrado es que no hay vacas sagradas. No obstante, desde que se supo que El Regreso de Mary Poppins, secuela de la consagrada película, vería la luz, las dudas se empezaron a acrecentar. Porque aunque tiene una propuesta visual recordable, mucho de lo que le dio su eterna popularidad al film original fue la actuación de Andrews: quien ocupara sus zapatos se va a encontrar frente a una tarea hercúlea. Curiosamente Emily Blunt, de la mano de la dirección de Rob Marshall,consigue sobrellevar semejante desafío. Cuidar de los niños Banks… y sus hijos. Es la época de la Gran Depresión, y un enviudado Michael Banks vive con sus hijos en el hogar familiar de su niñez. Financieramente las cosas no están bien y el banco está por embargarles la casa. La solución parecería estar en unas acciones que el padre de Michael tenía en el banco y les dejó antes de morir, pero no recuerda donde están guardadas. Es en medio de este tumulto que Mary Poppins vuelve a escena después de años para ayudar con los niños y recordarle a Michael que alguna vez lo fue. Si hay algo importante que destacar sobre El Regreso de Mary Poppins es que consigue capturar el espíritu narrativo de la película original y traerlo a la época moderna. Es una película que se permite ser triste del mismo modo que se permite ser un faro de felicidad. Si tiene un problema no pasa tanto por pecar de inocentona, predecible y multidimensional; son gajes que vienen con el terreno al que la película esperaba llegar y de los que es consciente. El problema es que las secuencias llegan a extenderse demasiado para su bien, algo especialmente notorio en los segmentos musicales. Esta extensión es el único talón de Aquiles en un producto muy logrado. Los niños de los 60 podían llegar a soportar las 2 horas 20 minutos de duración, pero con el deseo de inmediatez y el corto foco de atención de la juventud actual, las 2 horas 10 minutos de esta secuela pueden resultar desafiantes para dicho público. En materia técnica tiene una gran riqueza visual, tanto en las secuencias filmadas en vivo como en las animadas. Es una reconstrucción de época con una personalidad propia que no pocas veces se beneficia de las habilidades coreográficas de Marshall. Aparte es necesario señalar el notorio aporte de Richard M. Sherman (compositor junto con su hermano en el film original) a la partitura y canciones de Marc Shaiman para re-evocar el universo de la película de 1964. En materia actoral, el reparto en general entrega interpretaciones decentes y hay cameos que evocarán emociones, pero tenemos que hablar del aspecto del apartado interpretativo que destaca por encima de la media: Emily Blunt. Las comparaciones son odiosas, pero cuando se trata de un personaje y una interpretación tan icónicos, se vuelven inevitables. Julie Andrews siempre va a ser Mary Poppins para todos, pero en lo que refiere a esta película y solo esta película, Blunt ES Mary Poppins desde el primer momento que se la ve hasta el último. Alguien que busca la esencia del personaje y no lo logrado por otra interprete. Una labor conmovedora, pero que sabe cuál es su lugar, que no busca destronar a nadie.
Un ejercicio de terror de endeble tensión dramática. Ya decía Alfred Hitchcock que es mejor partir de un lugar común que llegar a él. No obstante, la gran mayoría de los exponentes del terror moderno, al parecer, empiezan de un lugar común… y se quedan allí. En vez de tomar un drama, meterle elementos de terror y decir algo sobre la naturaleza humana, la gran mayoría de esos exponentes se conforman con el punto de partida. Ese parece ser el caso de No Mires. La gemela malvada No Mires cuenta la historia de María, una adolescente que -salvo para ir a la escuela- se recluye en su casa. No conforme con tener que lidiar con sus padres insistiendo en que debe vivir una vida más normal, tiene que lidiar con los abusos de sus compañeros de colegio y una amiga que no pierde oportunidad de mostrarle su propia superioridad. Todo esto cambia cuando, mirándose en el espejo del baño, se encuentra con Airam, una personalidad idéntica a ella a quien María dará permiso para cobrar venganza de todos aquellos que la maltratan. La tensión dramática varía entre lo escaso y endeble a lo directamente inexistente. La película tiene toda una primera mitad en donde la protagonista recibe todo tipo de bullying, y una segunda mitad en donde su gemela hace todo tipo de maldades sin que la protagonista pueda hacer nada al respecto. Tiene una propuesta temática sobre el discriminar a raíz de las apariencias, cuyo despliegue es errático. Y cuando elige dedicarle escenas completas recurre a la obviedad, la sexualización gratuita, e incluso el golpe bajo. En materia actoral India Eisleyhace lo que puede en su doble papel, pero no logra explotar el complejo potencial de su personaje simplemente porque no lo hace el guion. Por los mismos motivos no pueden brillar un Jason Isaacs que obra de oficio y una Mira Sorvinoque no puede disimular un personaje sobre el cual no han trabajado lo suficiente. Ni siquiera las expresiones más trabajadas que le imprime consiguen salvarla. En materia técnica predomina una paleta de colores mayoritariamente fría, un trabajo de cámara y montaje que responde al lucimiento actoral, y un cuidado trabajo de efectos visuales para crear la ilusión de dos personajes con una sola actriz. Prolijidad, en definitiva, pero no mucho más.
Una apropiada propuesta que muestra novedades sobre sus secundarios. Todas las secuelas de Rocky tras la original de 1976 han decrecido en el tono dramático de su original, pero siempre se las han ingeniado para ser aceptables entretenimientos con una considerable cuota de corazón, haciendo que todavía las sigan eligiendo. 42 años más tarde, la travesía de Rocky sigue siendo redituable, incluso pasándole la antorcha a otro para que se ocupe del protagónico. Creed movió considerablemente la estantería en el momento de su estreno, por lo que su secuela estaba de cara a unas expectativas muy altas, en particular por el detalle de la revancha como principal punto de venta. El legado de los padres. La deuda de los hijos. Creed II tiene lugar tres años después de la original, con un Adonis Creed consiguiendo el título mundial como peso pesado. Todo parecería indicar que finalmente ha encontrado la manera de trascender más allá del nombre de su padre. No obstante, las cosas se complicarán cuando Ivan Drago, quien mató a su padre en el ring, vuelva junto a su hijo para plantearle un desafío. Adonis se mostrará determinado a hacerle frente a pesar de estar por formar una nueva familia con su novia Bianca, desoyendo los consejos de Rocky, quien ha combatido con Drago en el pasado y le ha dejado secuelas que hasta el día de hoy no han sanado. Creed II es una película rica en drama con sendos conflictos a enfrentar por el protagonista, los cuales son tanto físicos como emocionales, con mayor predominancia de estos últimos ya que son más los dilemas que enfrenta fuera del ring que arriba. El ego es una cuestión clave en el desarrollo narrativo de esta propuesta: no solo afecta a Adonis, sino a la subtrama que tiene a los Drago como protagonistas. Es de destacar cómo el Drago padre prácticamente mudo de Rocky IV se vuelve completamente multidimensional en esta nueva entrega. No solo se lo ve despiadado y hambriento de venganza, también se lo ve patético y con razonables dejos de humanidad. En materia actoral, Michael B. Jordan muestra el mismo esmero de la primera entrega sin mucho más para destacar. No hay mucho nuevo que se pueda decir a esta altura sobre el Rocky de Sylvester Stallone: es su criatura y la domina a la perfección, ampliando el repertorio de sabiduría que viene desplazando desde Rocky Balboa. Sin embargo, la verdadera sorpresa es Dolph Lundgren. Si el guion ofrece a un Drago distinto, Lundgren entrega una interpretación a la altura de esa diferencia. Esa ruda cara de piedra que lo hizo alguna vez un enemigo poderoso, es compensada con un rango expresivo destacable para las escenas más íntimas, volviéndose una pieza fundamental en la humanización de este personaje. En materia técnica tenemos fotografía y montaje a la altura del desafío sin mayores exigencias. Se siente la falta de un ojo autoral de la puesta en escena: esta consigue emocionar fuera del ring, pero no dentro de él. La música de Ludwig Goransson vuelve a decir presente con potencia, en particular en un montaje de entrenamiento con mucha tensión.
El ser humano es un animal de errores. A menos que se los ponga en contexto, aprendamos de ellos y enmendemos por lo dañado. También pueden hacer la suficiente mella en nosotros para que perdamos nuestro eje. Ese es el contexto en el que se enmarca el drama policial Destrucción. En mil pedazos La detective Erin Bell de la Policía de Los Ángeles recibe un nuevo caso: el asesinato por arma de fuego de una persona sin identificación. Este incidente, sumado a un misterioso sobre que llega a su despacho, pondrá en marcha una pesquisa que la pondrá nuevamente en contacto con una agrupación de criminales a la que conoció siendo agente infiltrada del FBI. Destrucción tiene un guion con un desarrollo de personajes muy rico en cuanto a las múltiples capas –tanto psicológicas como morales– que nos exhibe sobre sus personajes. Su estructura es prolija, y tiene un ritmo mayoritariamente fluido cuando se concentra en la trama principal y en la subtrama que involucra a la operación encubierta del pasado. Sin embargo, hay una segunda subtrama con la hija de la protagonista que si bien posee cierta relevancia para la historia como un todo, por sí sola no tiene la fluidez, profundidad y curiosidad de las otras dos líneas narrativas, contribuyendo a que la historia pierda su agilidad. En materia actoral, este guion simple se vuelve una película destacable precisamente por la actuación de Nicole Kidman, que lleva el peso del film en sus hombros con su hábil interpretación de esta destrozada y avejentada mujer policía. Una interpretación a la que la actriz le pone el cuerpo y la expresión de tal manera, que cuando vemos las escenas de la actualidad tenemos que esperar a que la cámara la encuadre en un primer plano pues es irreconocible. También esto es cortesía, claro está, de un maquillaje prostético detalladamente elaborado. Del reparto de secundarios tenemos mucha eficiencia, pero quien destaca es Sebastian Stancomo el compañero del personaje de Kidman: en el poco tiempo de pantalla que se le concede vuelve a sorprender con una habilidad interpretativa que va más allá del universo Marvel. En materia técnica, la realizadora Karyn Kusama tiene un pulso narrativo modesto, con un manejo de la tensión poco ambicioso pero que alcanza su pico más alto en la secuencia de un asalto bancario. Ese, por su eficacia, está entre los momentos más logrados de la película.
Apropiada y entretenida secuela Estrenada en 2012, Rompe Ralph resultó ser una propuesta animada más consagratoria de lo esperado, por lo que una secuela estaba en los planes inmediatos. Pero los tiempos de la animación dictaron una espera de seis años para que finalmente tengamos en las pantallas WiFi Ralph. También te puede interesar esto: Ralph El Demoledor tendrá su secuela Qué fue de la vida de Ralph Macchio? Rompiendo Internet Ralph y Vanellope viven felices en la central eléctrica de la tienda de arcades del Sr. Litwak. Todo cambia cuando al juego donde pertenece Vanellope se le rompe el volante y no pueden conseguir uno nuevo, dejándola ante la posibilidad de quedar abandonada y borrada de la existencia. Para resolver este problema, la pareja de amigos deberá surcar la internet en busca del único volante en existencia, lo que les planteará no pocos obstáculos. WiFi Ralph se prueba entretenida de la mano de un guion rico en conflictos que sostienen la tensión. No obstante, estos no son solo físicos sino emocionales y temáticos. Sin ir más lejos, diría que la carne del relato descansa en estos últimos enfáticamente, sin por ello sacrificar la comedia y la aventura que venían prometiendo desde los trailers. Una virtud a destacar del desarrollo narrativo es que satiriza muy inteligentemente la sobredependencia actual a las redes sociales, la desesperación por conseguir más seguidores, la búsqueda de la viralización haciendo el menor esfuerzo posible, y cómo los comentarios de un desconocido absoluto -puestos fuera de contexto- pueden sacar de quicio al más tranquilo. Este es un componente muy sólido de la propuesta, aunque el corazón temático está puesto en otro lado: en el temor a quedar solo, de sacar a los celos fuera de la ecuación, de poder aceptar que hay seres queridos que han llegado mucho más lejos que nosotros y está en nosotros el soltarlos, no tanto para que puedan explotar su potencial, sino su felicidad, y que ese avance no significa necesariamente el fin de los lazos. Por el costado de la técnica, la animación goza de una gran fluidez y posee una rica paleta de colores; crea efectivamente climas mediante la iluminación y sabe cuándo aprovechar la saturación sin tener que abusar de ella. El trabajo de voces de John C. Reillyy Sarah Silverman se prueba tan efectivo como en la primera película, ratificando la solidez y química de la pareja protagónica.
Modesto entretenimiento que llega a suficiente buen puerto por el inoxidable carisma de su protagonista. Las historias sobre el mundo del crimen que más impactan no son tanto las más estilizadas, de un universo marcado y con personajes que solo podrían existir allí, sino aquellas que nacen en el más cotidiano de los entornos y con el más cotidiano de los personajes. Esas historias que, al oírlas, cualquier ciudadano de a pie cataloga como algo impensado o como una historia digna de una película. Lo que es seguro es que esa sería la reacción ante la premisa de un hombre de 90 años que obra, sin saberlo, como mula de los carteles del narcotráfico. La mula con su carreta Stone es un veterano de la Guerra de Corea que con 90 años se dedica a la horticultura. Cuando su casa, en la cual tiene su vivero, es reclamada por el banco, queda casi desposeído. Hasta que durante la fiesta celebrando el compromiso de su nieta, recibe una peculiar propuesta laboral: una cuantiosa suma de dinero para llevar un cargamento de un punto a otro. Al principio Earl no se queja siempre y cuando llegue el dinero, pero todo se complicará cuando descubra que ese cargamento no es otra cosa que cocaína del Cartel de Sinaloa y, sin saberlo, esté en la mira de las autoridades federales antinarcóticos. La Mula es una narración que se deja ver como un modesto entretenimiento. No obstante, su primer acto se excede en explicaciones para ilustrar quiénes son los personajes y de dónde vienen, y el segundo acto es un poco desparejo en su manejo de la tensión: hay momentos en donde está claramente logrado, y otros donde simplemente no se siente ese vértigo. Uno siente que las fuerzas opositoras están obrando bien de oficio, pero se conforman con lo mínimo indispensable; el guion no las lleva más allá. Dios sabrá porqué. Sin embargo, tiene a su favor poseer un protagonista querible de principio a fin, con suficientes luces y abundancia de sombras para que el espectador se pueda identificar. A nivel actoral, Clint Eastwoodentrega con eficiencia este papel al que solo él podía dar vida, al menos con la lucidez que demanda el personaje. Bradley Cooper y Laurence Fishburne, en su papel de los agentes federales que le dan caza, aparecen prolijos, casi en piloto automático, pero no uno al que se le pueda achacar como defecto. Andy García se muestra jocoso y aporta una moderada cuota de humor en su breve y bien repartida interpretación como cabeza del Cartel. Por el costado técnico, tenemos una fotografía y montaje que responden al lucimiento actoral. La elección de la banda sonora hace los suficientes méritos para destacarse como un punto a favor.
Un prolijo entretenimiento que sobrepasa a sus antecesoras. En 2007, con la primera Transformers, Michael Bay hizo la que fue su última película en donde si bien había una sobrecarga de efectos digitales y cortes a lo pavote, tenía personajes queribles y un guion de solidez aceptable. Después vinieron las secuelas que crecieron en duración y presupuesto, donde no solo carecían más y más de ese básico detalle, sino que ni siquiera eran entretenidas. 11 años más tarde, con Bay dando un paso al costado, parecieron recordar estos detalles en la realización de Bumblebee. Tengo un tractor (ok, auto) amarillo. Cybertron ha caído bajo el yugo de los Decepticons, por lo que los Autobots liderados por Optimus Prime deben escapar a la Tierra para resguarecerse e iniciar su contrataque. B-127 es el robot elegido por dicho líder para venir a nuestro planeta y establecer dicha fundación. Su llegada no es lo que se dice silenciosa y es inmediatamente perseguido por el Ejército Norteamericano. Termina encontrando refugio en Charlie, una joven de 18 años en busca de un auto, quien lo bautiza como Bumblebee. Bumblebee es un prolijo guion de acción y aventura, con un personaje querible adelante de todo. La relación entre la chica y este robot producirá no pocos momentos muy conmovedores. Los antagonistas robóticos que siguen a nuestro protagonista desde Cybertron proveen una parte de los momentos de tensión, mientras que la otra la aporta la desesperación de la pareja protagónica al mantener encubierto el secreto de la verdadera forma de Bumblebee. El único defecto en esta prolijidad es el antagonista humano, un personaje que aporta una comicidad no emparejada tonalmente con el resto de la película, y que si era removido de la historia se podía seguir contando igual. En materia actoral, Hailee Steinfeld lleva cómodamente el protagónico sobre sus hombros a base de mucho carisma y de la mano de un personaje que no necesita ser definido por un interés romántico. John Cena, el antagonista humano, hace lo que puede con un personaje que no aporta, ni siquiera toda su destreza física consigue un resultado que haga pensar lo contrario. Por el costado técnico, es grato encontrar una película deTransformers con luchas de robots que se puedan ver claramente, en vez de ser una incomprensible ensalada de tuercas digitales, sin sucumbir al corte picado e hiperkinético. Por lo demás, mantiene una paleta de colores cálida para los momentos diurnos, mientras que adquiere una más fría para los nocturnos. O sea, lo mismo que viene haciendo la saga desde siempre, pero con un poco más de sutileza.