Amores prohibidos La idea del cine adocenado y repetitivo no le corresponde solo a las versiones más rebajadas de los géneros cinematográficos de Hollywood. Europa, por ejemplo, suele construir lugares comunes rutinarios que mientras funcionan en taquilla siguen adelante. La historia detrás del libro Suite francesa de Irène Némirovsky es muchísimo más apasionante que esta versión cinematográfica de la obra. Obra inédita durante décadas, publicada de forma póstuma y convertida en best-seller. Y la aclaración inicial responde al hecho de que en lugar de preocuparnos por la historia que estamos viendo, nos emocionamos y conmovemos más con los textos que aparecen al final y nos cuentan cual fue el derrotero del texto original y de su autora. Tan interesante es esa historia que hasta la película intentó incluirla pero debió sacarla del montaje final porque los espectadores se confundían. La historia que se cuenta en Suite francesa no es la historia de Némirovsky, sino la adaptación de su último libro. Durante los primeros años de la ocupación Nazi en Francia, una joven francesa inicia un romance con un soldado alemán. Esta historia de amor en el peor de los escenarios es la clave de la historia no muy diferente a las historias de amor prohibido de toda la historia de la cultura universal. El problema es que como en todos los géneros y estilos de películas, lo que hace la diferencia es la identidad que el relato mismo tenga. Aun transitando lugares conocidos, hay películas que logran hacer una diferencia. Suite francesa recorrer con prolijidad y absoluta rutina todos los lugares comunes del revisionismo histórico que es tan común en el cine europeo de los últimos años. Sin arriesgarse nunca, con un calculado sentido de la oportunidad, sin una estética relevante o particularmente bella, la película no puede llamar la atención más allá de tratarse de una adaptación del famoso libro. Las comparaciones no son odiosas, son inútiles, por lo cual no importa como es el libro, lo que importa es que sin el apoyo que este le da a la película, es imposible que alguien tuviera interés en verla. Si no se llamara Suite francesa estaríamos frente a un film sin el más mínimo atisbo de transcendencia. E incluso portando el nombre no ha podido llamar la atención. Hasta en eso la película es un lugar común: es la versión cinematográfica irrelevante de un libro relevante. Suena a algo fácil de decir, pero es estrictamente verdad. Hasta las actrices principales, Michelle Williams y Kristin Scott Thomas, se repiten a sí mismas y deambulan por la misma rutina haciendo muy difícil la credibilidad del relato. El consejo obvio es leer el libro y la biografía de su autora.
Viaje al continente Una pareja de profesores universitarios sexagenarios viajan del Reino Unido a Paris a festejar su aniversario número treinta. Sus hijos ya grandes se han independizado –o algo así- y la pareja ya mayor tiene todo el tiempo del mundo. El viaje es la excusa para tratar de revitalizar un matrimonio en crisis. Desde el comienzo, la película anuncia que aquella ciudad que ellos añoraban de su juventud, tal vez no sea la misma, al igual que ellos, a quienes el tiempo ha cambiado. La mayor curiosidad de esta película sin demasiado vuelo es que el guión estuvo a cargo del escritor Hanif Kureishi, quien ya trabajó anteriormente con este director en Venus y que ha trabajado intermitente como guionista de cine. El realizador de Un fin de semana en Paris es Roger Michell, responsable de una filmografía algo gris, donde se destaca por mucho Un lugar llamado Notting Hill. Michell, también director de Venus, intenta buscar un tono asordinado y calmado, explorando los sentimientos de la pareja protagónica. El gancho comercial de la película sin duda es la ciudad de Paris, pero de ninguna manera se trata de un retrato turístico o simpático de la ciudad. Más bien lo contrario: Paris como ilusión de amor y no como una realidad. Quienes busquen una visita turística definitivamente no la van a encontrara acá, eso debe quedar claro. Tanto Michell, como Kureishi, alcanzan algunos momentos interesantes y profundos dentro de un relato muy pequeño donde la ciudad es solo un marco. La pareja protagónica interpretada por Jim Broadbent y Lindsay Duncan sostiene con melancolía y ternura la historia de una punta a la otra del relato, como era de esperarse para un film centrado en dos personajes. Sin el simpático romanticismo de Notting Hill y sin tampoco la gravedad u originalidad de otros guiones o adaptaciones de Kureishi, Un fin de semana en Paris consigue en dos o tres pinceladas finales un toque de luminosidad y gracia que la termina convirtiéndola en una experiencia agradable y liviana. La cita a Jean-Luc Godard aunque esté metida en la trama, es forzada y solo hace sospechar el deseo del guionista o el director de manifestarse como gente que ha visto cine. Todos hemos visto cine, no es necesario aclararlo, tan solo hay que demostrarlo.
Al servicio de nadie Desde la muy lejana década del sesenta, James Bond ha sido el personaje protagónico de muchos films de acción que aunque han cambiado el actor y otros detalles menos importantes, se ha mantenido leal a la premisa básica de aquel agente secreto 007, al servicio de su majestad y con licencia para matar. Nadie creyó jamás que Sean Connery, el primer Bond de esta saga, pudiera ser reemplazado, y sin embargo lo fue. Luego de un solo intento con George Lazenzby, Roger Moore brilló con luz propia y el siguiente Timothy Dalton sin demasiada suerte, Pierce Brosnan que hizo resurgir la serie y finalmente Daniel Craig, quien más alejó al personaje del estilo original, pero que le permitió confirmar su éxito y su carácter incombustible. Spectre es la cuarta y última vez que Daniel Craig interpretará a Bond. Semejantes súper producciones agotan a cualquiera y Craig no ha sido la excepción. Es difícil que el personaje sorprenda a esta altura del partido y aunque es posible que los films de Bond sean los artífices de lo que hace años conocemos como cine de acción, las propias películas del famoso agente no terminan de cerrar. Sostener a un personaje por más de cincuenta años no es fácil. Desde lo ideológico, lo estético y lo narrativo, todo cuesta. Es posible que Bond, un personaje cuya influencia en la cultura popular es descomunal, no pueda aprovechar ese beneficio. El director Sam Mendes lidia acá con un guión más endeble de lo acostumbrado y mantiene a la serie en el siglo XXI con un tono frío, de mucho diseño de producción actual, de absoluta pulcritud aun cuando sigan siendo las películas disparatadas de siempre. Y ahí está la organización Spectre para demostrar que Bond en el fondo sigue siendo Bond. La tensión entre esta nueva entrega es complicada. Es un Bond que quiere ser todos los Bond. Busca terminar sus planteos acerca de los orígenes del personaje, busca las escenas de acción de remate disparatado, quiere ser un hombre moderno y también mantenerse como un troglodita, quiere ser serio al máximo pero que el espectador sonría. El que mucho abarca poco aprieta y cuando uno ve las películas de la saga de Misión: Imposible se da cuenta que la posta de los agentes secretos ya fue tomada por otros y que les va mucho mejor. Cada vez más caras, cada vez más heladas, las películas de James Bond suelen tener escenas en la nieve, pero ni esa locación, ni México en el día de los muertos, ni la mismísima Londres pueden hacer el milagro de darle vida a algo que es más un evento que una película.
El no cine El almuerzo es una desgracia cinematográfica. Una película que reúne los peores defectos estéticos que una película puede tener. Uno de esos títulos que están por debajo de la línea aceptable que separa al profesionalismo del amateurismo en el peor sentido posible. La historia que cuenta El almuerzo no encierra misterio alguno, la película cuenta un almuerzo. Jorge Rafael Videla, dictador a cargo de la presidencia a partir de 1976, invita a diferentes personalidades nacionales y llega el turno de la cultura. Así es como Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Horacio Ratti y el Padre Castellani se reúnen con Videla y con el General de la Presidencia, Villarreal. Pero el film empieza antes, cuando dos semanas antes el escritor Haroldo Conti es secuestrado por la misma dictadura. El paralelismo entre el escritor secuestrado y los escritores que almuerzan con Videla es de una obviedad bastante molesta, sin entrar en la ideología política del director, que con el correr de los minutos logra volverse tan chirle como irrelevante. La dictadura militar será un tema para el cine argentino durante muchos años más, mientras haya directores que deseen genuinamente tratar el tema y espectadores que quieran ver sus películas. No sospecharemos ni aquí ni nunca, de la idea de que un director sea un cínico que busca el crédito fácil del INCAA para hacer una película de presupuesto insólitamente pobre con el fin de hacer de su film político un gran curro. Pero igual hay que estar atentos, porque eventualmente podría llegar a pasar. El almuerzo tiene varios frentes que la convierten en una experiencia insufrible. Para empezar, la película se pobre, muy pobre, como si unos amigos se hubieran juntado un fin de semana a jugar a hacer cine. Muchos directores independientes han hecho buen cine de esa manera, pero su forma de filmar y lo que filmaron tenía coherencia. El almuerzo pretende que el espectador se tome en serio un film narrado como si fuera televisión de hace veinte años, que creo como lujoso algo que es de una pobreza insólita, que creamos escenas de una ridiculez que no se veía desde las últimas películas de Enrique Carreras. Las actuaciones son un capítulo aparte. Roberto Carnaghi logra sobrevivir al disparate y Lorenzo Quinteros compone un Sábato más sofisticado que la película misma. Ahora bien, los demás, son una verdadera calamidad. Awada haciendo de Videla o Bonín haciendo de Villareal están simplemente fuera de toda la evolución positiva del cine argentino de los últimos veinte años. Pero la cereza de este postre terrible es Jean-Pierre Noher haciendo de Jorge Luis Borges. El máximo genio de la literatura argentina queda en manos de una actuación que lo destruye. Noher hace una imitación del escritor que resulta siempre indignante y cómica. Como en aquel viejo programa de televisión cómico Las mil y una de Sapag, su imitación es grotesca y no puede ser tomada en serio. Duele ver esa imagen de Borges. Peor aún, ni el guionista, ni el actor, ni el director entienden cual es su genialidad y lo tratan como a un pesado. Borges, según esta película, es un salame, un tarado insoportable que dice cualquier cosa, que carece de valor. Que almuerza con genocidas y luego se esconde asustado. Tal vez sea la marca de los tiempos que corren. Un revisionismo parcial y manipulador, donde el peor crimen que se puede cometer no es desaparecer gente, sino ser un genio. Jorge Luis Borges es el enemigo de la falta de inteligencia de películas como esta. Como Borges no fue secuestrado por la dictadura ni formó parte de una organización armada, ni fue nunca de izquierda, no merece ser respetado. Qué una parte demasiado grande de la crítica argentina haya defendido esta película solo puede hablar de una brutalización de los que escriben o de una complicidad inaceptable. No puedo juzgarlos uno por uno, pero sumados, esos críticos dan tanta vergüenza e indignación como esta película que está entre lo peor de los últimos años.
Terror con humor y amor al género La obra recupera los mejores recursos del cine de horror y toma como base los libros de Stine. Todos los personajes terroríficos que desfilan, aportan un estilo divertido e histriónico. Hoy el cine de terror está asociado a sensaciones extremas, shockeantes, a momento que van de miedo al asco, sin poder diferenciarse el límite. Hay muchas películas de terror buenas, pero hay muchísimas que sólo se quedan en el impacto superficial. El cine de terror ha sido, desde siempre, un género que ha despertado un enorme cariño entre sus fans. Escalofríos recupera todo aquello por lo cual ese género menospreciado y maltratado se ha convertido en uno de los que con mayor firmeza ha atravesado la historia del cine. Mientras que los personajes de otros géneros han pasado al olvido, ni cien años han alcanzado para hacer sentir una mínima amenaza sobre la permanencia de los clásicos nombres del horror universal (y, valga el juego de palabras, de los estudios Universal). Con una dignidad más que saludable, Escalofríos toma los libros de R. L. Stine y hasta lo convierte en parte de la historia. Algo del espíritu siniestro y ligero a la vez del cine de los ochenta, como Gremlins, habita en la película. La casa de al lado en los suburbios, un tópico clásico de género es el punto de partida. El protagonista es bueno en el barrio y la chica que vive junto a su casa le llama la atención, así como un hombre algo osco que vive con ella. Pronto descubrirá que las precauciones de sus vecinos tienen un motivo y que los libros que ellos poseen no deberían ser abiertos jamás. Bueno, en realidad sabemos que todo el chiste es que los abran, claro. Todos los personajes terroríficos habidos y por haber se dan cita en un verdadero festín de terror y humor, donde lo divertido se impone por encima de cualquier otra cosa. Jack Black interpreta a R. L. Stine y, como ocurrió en Escuela de rock, encuentra el perfecto equilibrio para su histrionismo natural. Hay un espíritu realmente luminoso en Escalofríos, esa línea que va desde los ochenta hasta la actualidad y que también ha asomado en títulos como Jumanji y, en menor medida, en las películas de Una noche en el museo. Ese espíritu de verdadero amor por el cine de terror y sus personajes, es su profundo amor por la literatura. Para sobrevivir en esta vida, nos dice Escalofríos, más vale que hayas leído algún libro. Y no cualquier libro, sino esos libros que desde siempre produjeron escalofríos en millones de lectores, a la vez que desarrollaron una enorme imaginación.
El hombre de pie “Soy maestro. Enseño redacción en un pequeño pueblo llamado Adley, en Pennsylvania. Llevó once años en la escuela Thomas Alva Edison. Entreno al equipo de beisbol en primavera. Allá en casa, cuando le digo a la gente de que trabajo me dicen: “Sí, me lo imaginaba”. Pero acá parece ser un gran misterio. Así que debo haber cambiado. A veces me pregunto si habré cambiado demasiado y si mi esposa me va a reconocer cuando vuelva. Y si alguna vez podré hablarle de días como el de hoy. De Ryan no sé nada ni me interesa. No significa nada para mí. No es más que un nombre. Pero si por llegar a Ramelle y encontrarlo me gano el derecho de volver junto a mi esposa, entonces esa es mi misión.” Capitán John Miller (Tom Hanks) en Rescatando al soldado Ryan (1998) de Steven Spielberg Puente de espías cuenta la historia de un abogado de seguros, James Donovan (Tom Hanks), al que le dan la tarea de defender a un hombre acusado de ser espía soviético. Lo que empieza como una formalidad para demostrar que Estados Unidos es un país con un sistema más justo que el de la Unión Soviética termina convirtiéndose en algo más complicado al hacer Donovan su trabajo de forma profesional y seria, y no solo como un trámite. Luego se verá sumergido en una trama dentro del corazón mismo de la Guerra fría. El lector que no quiera saber nada sobre la trama antes de ver la película, deberá avanzar sabiendo ahora que en esta crítica se cuentan elementos importantes de la historia, incluso el final del film. El cine Steven Spielberg es el más simple del mundo. Resulta casi incomprensible que exista alguien en el mundo que no se sienta cinematográficamente feliz al ver algo filmado por él. Porque más allá de los gustos, la destreza narrativa que Spielberg tiene lo sigue colocando en un lugar de privilegio en la historia del cine. Su cine se ve simple, pero es de una enorme complejidad. La frase citada arriba, parte clave de Rescatando al soldado Ryan, resume algunas de sus temáticas recurrentes, de sus obsesiones morales. La simpleza de las palabras que Miller les dice a sus soldados encierra una idea del mundo, una cosmovisión que hace que Spielberg sea también en ese aspecto un autor incomparable. Puente de espías (Bridge of Spies) sigue la línea directa de La lista de Schindler, Rescatando al soldado Ryan, Munich, Lincoln. No por nada todas tienen un fuerte marco histórico. El Holocausto, el Desembarco de Normandía, la Masacre de Munich y la proclamación de emancipación durante el gobierno de Lincoln. Como un John Ford contemporáneo, recorre la historia y la ve con una perspectiva trascendente, completa, observa los hechos y reflexiona sobre ellos. Spielberg, como Ford, no es el director de moda, no es el nuevo vendedor de espejos de colores que cada dos o tres años aparece. En comparación con esos cineastas, Spielberg es tan superior que asombra. Ya no está de moda amar el cine. Mucho menos la ética clásica. Spielberg no idealiza el mundo, Spielberg es pudoroso, sobrio, respetuoso, y mucho más adulto que tantos autores de prestigio. Desde las épocas de John Ford, Howard Hawks y Frank Capra, los cineastas no efectistas, los que no se entregan a la sordidez o el escándalo, sufren una mirada obtusa y sin matices. No es cuestión de reclamos, es destacar que el cine sigue de pie y que es Steven Spielberg el mejor cineasta en actividad. Cada elemento del montaje, cada encuadre, cada resolución visual lo siguen colocando a él en ese espacio único que es el de entender cómo se escribe el lenguaje del cine. No hay una duda, no hay una contradicción, no le tiembla el pulso visual en las dos horas y veinte minutos que dura Puente de espías. Sabemos perfectamente que los cineastas de trucos berretas llaman más la atención. ¿Cuántos cineastas a la moda pasaron mientras el mundo miraba con indiferencia a los grandes maestros clásicos? Lo mismo puede ocurrir hoy con Spielberg. Pero si abandonáramos la gramática del cine y nos concentráramos en el contenido, en los temas, ahí el director seguiría siendo el número uno. Spielberg tiene ideas, Spielberg tiene moral, tiene valores, tiene una mirada completa y sofisticada del mundo. Cree en algo, propone algo, defiende algo. ¿Y en qué cree Spielberg? En la frase citada de Rescatando al soldado Ryan Cree que quien asume la responsabilidad de su tarea, quien hace su trabajo, se gana el derecho a volver al hogar orgulloso y satisfecho. Un ejemplo es el plan final de Abraham Lincoln sereno, yéndose al teatro, en la biografía que Spielberg realizó sobre él. Esa es la imagen perfecta de la tarea cumplida. Lincoln ha logrado aquello por lo que entrará en la historia, pero por encima de todas las cosas, ha hecho lo correcto. Enfrentó con coraje y contra viento y marea todos los problemas que surgieron, resistió de pie, de forma estoica hasta cumplir su tarea. En ese caso se trata de un prócer, de alguien famoso, pero el capitán que busca a Ryan, el único hermano sobreviviente de cinco, es un simple maestro de escuela. Lo acompaña otro grupo anónimo de personas que ha decidido que deben ganarse su día realizando una tarea. Discuten la validez de rescatar a un soldado en una guerra en la que se pierden millones. Pero Miller les contesta con esa contundencia y esa convicción que hace que todos sigan adelante. A ellos se les asignó rescatar a Ryan, no al mundo. Como en la legendaria Fuimos los sacrificados de John Ford, ellos tienen un rol lateral, menos heroico a los ojos de la historia, pero definitivo en el orden moral. El anillo que los sobrevivientes del Holocausto le entrega a Oskar Schindler, con la famosa frase del Talmud “Quién salva una vida, salva el mundo” lo resume. El Capitán Miller, el abogado James B. Donovan, tienen una misión al costado de la historia, pero la realizan con esa convicción. Es su misión en la vida. Sí, es concretamente su misión, porque se las asignan, pero también es la metáfora del trabajo y la carga que nos ha sido asignada. Podrán ser famosos o desconocidos, pero gracias a lo que ellos hicieron, la humanidad se ha salvado. Lincoln dice “No solo por los millones ahora esclavos, sino por los millones aun no nacidos que vendrán”. Itzhak Stern le dice A Schindler: “Habrá generaciones por lo usted ha hecho”. También vemos a la familia del soldado Ryan, numerosa, acompañándolo a ver la tumba del Capitán Miller. Miller ha hecho su trabajo, Donovan ha hecho su trabajo. Ryan se para frente a la tumba preguntándose si ha hecho su trabajo. “¿He llevado una vida digna? ¿He sido un buen hombre?” le pregunta a su esposa. Donovan, un abogado lejano a cualquier conflicto internacional, ha realizado una tarea extraordinaria. Le pidieron que salve a una militar, pero él salva a un militar y a un estudiante. Ha realizado un acto heroico más allá incluso del cumplimiento del deber. Ha puesto en riesgo su vida, se ha esforzado al máximo para ganarse el derecho a caer tendido, satisfecho, en el lecho de su dormitorio. Su familia orgullosa lo sabe héroe, su esposa conmovida ve el cuerpo agotado de su marido y siente una profunda felicidad. Qué vuelva de semejante misión con un portafolio en la mano, como un trabajador más, como alguien que se ha ganado su jornada lo hace a un más conmovedor. Donovan siempre hizo lo correcto. Hizo lo correcto que lo convirtió en un paria dentro de su país, y luego siguió haciendo lo correcto convirtiéndose en héroe. A veces ser un héroe no otorga prestigio, a veces hacer lo correcto convierte a alguien en el enemigo del pueblo. Le asignan un caso y él lo hace bien. Sí, defiende a un espía soviético durante la Guerra fría, y eso hace que la opinión pública y sus colegas lo condenen. Pero si esa es su misión y es lo correcto, él lo hace. Luego ocupará el lugar contrario, y todos entenderán su grandeza. Bien podría no haber pasado esto último y Donovan seguiría siendo una persona extraordinaria. Su historia es recuperada por este film, pero tampoco es que sea una persona de gran fama. Se dice que es un personaje como los de Capra, pero ya es hora de decir que es un personaje como los de Spielberg. Hace más de cuarenta años que él viene realizando grandes films, ya no es necesario seguir comparándolo para darle grandeza. “Quién salva una vida, salva al mundo” es una gran frase, pero Donovan cree en ella de verdad y por eso le salva la vida a un espía soviético. Ese espía es un hombre tranquilo, sereno, que realiza su trabajo de forma profesional y que no tiene fisuras. De una segura pena de muerte es salvado por Donovan y eso encadena una serie de hechos terminan salvando a un piloto norteamericano y a un estudiante, además de evitar mayores problemas entre ambos los países que se enfrentan durante la guerra fría. Rudolf Abel nunca pierde la compostura, ni cuando está a punto de ser enviado al cadalzo ni cuando regresa a su país con serias posibilidades de ser recibido como un traidor aun sin serlo. Donovan le pregunta una y otra vez porque no se altera, ni se pone nervioso ni se enoja. Y Abel siempre contesta “¿Ayudaría en algo?”. Esa serenidad, esa seguridad, ese aplomo de quien entiende las cosas atraviesa todo Puente de espías. También, claro, una enorme melancolía, como suele ocurrir con muchos films de la Guerra fría y del propio Spielberg. Y acá no hay nada de timidez ideológica. La película puede ser muy crítica de Estados Unidos pero deja muy en claro la diferencia entre los países que protagonizan el conflicto. Donovan cree en los valores que su país defiende y Spielberg también. Tal vez el propio país no los defienda siempre, pero no por eso son valores equivocados o menos valiosos. Una vez más, Spielberg muestra tener una mirada trascendente y abarcadora de la condición humana. No titubea a la hora de plasmar sus ideas porque está convencido de ellas. Y se enorgullece de sus personajes hasta el final. Qué además de eso es el mejor director del mundo, eso es algo que al menos yo creo. Y su cine sigue siendo el mismo. Fácil de ver, fácil de disfrutar, con una fluidez narrativa que nadie ha tenido jamás, como un amor por el cine y un respeto por el espectador absolutos. Sigue siendo el único cineasta del mundo que siempre, pero siempre, parece hablarle a todos y cada uno de los espectadores directamente. Como los retratos que jamás dejan de mirarnos a los ojos no importa desde donde los veamos, el cine de Spielberg nos habla directamente a cada uno de nosotros, en cualquier tiempo y lugar que disfrutemos de sus increíbles películas.
El actor y el DJ, tratando de crecer Los jóvenes que buscan abrirse paso, los adolescentes tardíos que deben madurar al enfrentarse al mundo real. Un tema conocido pero no por eso menos interesante o agotado. Si esos jóvenes son, además, artistas, las reglas del género quedan perfectamente delimitadas. Los jóvenes que buscan abrirse paso, los adolescentes tardíos que deben madurar al enfrentarse al mundo real. Un tema conocido pero no por eso menos interesante o agotado. Si esos jóvenes son, además, artistas, las reglas del género quedan perfectamente delimitadas. En esta caso el protagonista de Música, fiesta y amigos es Cole, interpretado por Zac Efron. El joven actor funciona tan bien en esta clase de papeles como también hubiera funcionado en la década del '50. Esto no es una crítica, sino todo lo contrario, es un elogio para su estilo atemporal. Pero con el carisma de un actor no alcanza. Los lugares comunes se transforman en tales cuando los códigos de un género son trabajados sin frescura, sin la sensación de que son tratados de forma novedosa o auténtica. Y así el mundo de los DJs y la música electrónica que retrata la película solo consigue hallazgos parciales a nivel estético que no son otra cosa más que el natural encanto de la propia música y el montaje de escenas con la esperable estética cercana al videoclip. La amistad, el amor, el éxito, las lealtades, todo lo uno espera está, pero no hay manera de que eso vaya más allá de la aplicación de manual de cada una de las piezas mencionadas. Curiosamente, una película francesa llamada Eden trató los mismos temas y el mismo universo y se estrenó en Argentina un mes atrás, aunque sus pretenciones y sus logros eran muy diferentes. Uno puede imaginar películas generacionales como fueron las de Elvis Presley o Fiebre de sábado por la noche con John Travolta, como otros films vinculados con la música y el camino a la madurez del protagonista. Aunque eso es otorgarle a este film que aquí se comenta una relevancia que no hay tenido. El fracaso estrepitoso de la película en Estados Unidos y su paso seguramente silencioso por las pantallas locales confirmará que es el público, y no los críticos, quien no hay elegido a Música, fiesta y amigos como la representante oficial de sus angustias, deseos y ambiciones. Esas cosas no se imponen, se consiguen naturalmente o no se consiguen.
Obra maestra del terror gótico La cumbre escarlata es la mejor película que ha dirigido Guillermo del Toro en toda su carrera. La obra cumbre de una obra marcada en gran parte por el cine de terror y las historias de fantasmas. Como si todas las virtudes del director se iluminaran juntas, La cumbre escarlata es un descomunal film de terror gótico a contracorriente de cualquier moda del género de horror actual. Edith Cushing (Mia Wasikowska) es una joven que ha perdido a su madre en la infancia. Su vocación es ser escritora de historias de fantasmas, aunque su condición de mujer parece complicarle el camino ya que estamos a finales del siglo XIX. Edith vive con su padre y su corazón se debate entre el joven médico Alan McMichael (Charlie Hunnan) y un extraño que ha llegado desde Inglaterra, Sir Thomas Sharpe (Tom Hiddleston), junto con su hermana Lady Lucille (Jessica Chastain). Del Toro crea una película de horror gótico deslumbrante, cuya grandeza estética es sólo comparable con la pasión con la cual el director se aferra al género. No falta ni uno solo de los ingredientes necesarios para que la película sea no solo el pico máximo de la filmografía del realizador mexicano, sino también la más grande película gótica del siglo XXI. Del Toro conoce las historias de fantasmas, sabe como a medida que avanza la historia el tono cambia y la verdadera historia se da a conocer. El horror gótico es, por supuesto, un género romántico. Y ahí se ve, en cada frase, en cada escena, en cada detalle, la presencia de Mary Shelley, de Bram Stoker, de Edgar Allan Poe (la película podría ser un adaptación del autor, aunque no se base en ningún relato de él en particular), Joseph Sheridan Le Fanu, Arthur Conan Doyle y demás contadores y cultores de las historias de fantasmas. También se dan cita en las referencias Alfred Hitchcock, la casa Hammer (el apellido Cushing de la protagonista es todo un guiño), Roger Corman (y sus locas adaptaciones de Poe), Mario Bava y una larga lista de góticos, amantes del terror, cultores del romanticismo. Un film muy ambicioso que sin embargo jamás se vuelve pretencioso, ni se debilita hacia el final, ni hace concesiones para el gran público. Lo mejor del siglo XIX en la literatura, lo mejor del cine de terror en el siglo XX, combinados para que Guillermo Del Toro haga una reflexión sobre el tema de los fantasmas y su significado. Ningún otro director ha comprendido mejor esta idea que él, y hoy nos presenta su mejor film. La dirección de arte, el vestuario, la fotografía, todo es tan extraordinario que es imposible borrar de la memoria las imágenes de La cumbre escarlata , tan generosas como impactantes con el espectador. Ahora que el cine de terror ha optado por la grabación en video y la cámara en mano como recurso estético casi permanente, el film de Guillermo del Toro es la apuesta estética opuesta. Barroca, gigantesca, cuidada al milímetro, bella como pocas películas actuales. Acompañada por unos actores que entendieron completamente la búsqueda del director. Quien no haya visto la película puede dejar de leer aquí porque de alguna manera se adelantan elementos de la trama. Las historias de fantasmas son muchas y muy diferentes entre sí. A diferencia de los demonios –mucho más de moda en los últimos años- los fantasmas no suelen ser los villanos de los films de fantasmas. La estructura dramática de un film de fantasmas se suele dividir en tres actos cuyo tono está bien diferenciado. Podríamos decir que un film del género se divide en tres momentos: temor, terror y tristeza. El misterio da paso al horror y el horror cede frente a la comprensión de que el fantasma es, casi siempre, una víctima. Hay fantasmas que buscan reparar un error de su pasado, hay otros que buscan hacer justicia, otros intentan proteger a los vivos y otros deben simplemente tomar conciencia de su condición de fantasmas. El villano de estas películas suele ser aquel que les hizo daño inicialmente o alguien que buscar hacerle daño a los vivos y que los fantasmas conocieron bien mientras vivían. Un fantasma, después de todo, es alguien que no ha logrado terminar de entender su condición de tal o que no puede dejar el mundo al que ya no pertenece. Por eso no es raro sentir una profunda emoción cuando al final nos enfrentamos a un último fantasma, el más triste, el más solitario, el que por siempre y para siempre estará destinado a serlo. La cumbre escarlata no es la excepción, sino la confirmación de todo esto. Como otros ejemplos más contemporáneos, como Sexto sentido o Los otros, la película va mostrando su juego poco a poco, con una estructura dramática tan clásica y tan leal al terror gótico que genera admiración. Imposible, insisto, no pensar esta película como una versión cinematográfica del universo de Edgar Allan Poe. Esos hermanos, esa casa, ese secreto, ese subsuelo. Todo parece salido del universo del autor de La caída de casa Usher. No pensemos en términos de citas, homenajes o guiños, aunque los hay. La perfección de La cumbre escarlata se debe a lo que Guillermo del Toro realiza. Es su obra máxima y él es el responsable final. Una obra maestra que sin lugar a dudas es la mejor película del año. Imperdible.
No queríamos otra historia Peter Pan vuelve, una vez más, sobre los personajes creados por J. M. Barrie para su obra de teatro estrenada en 1904. Numerosas versiones cinematográficas, televisivas y teatrales se han sucedido a lo largo de más de un siglo, siendo por ahora la más famosa la creada por Walt Disney en 1953. Ahora, en esta nueva adaptación, se promete contar la historia jamás contada sobre el famoso personaje. No es una buena noticia, hay que decirlo. Personajes extraordinarios amados por millones de personas son alterados para poder buscar una nueva manera de justificar otra película. Porque Peter Pan nos cuenta la historia previa, la que nunca nos contaron, la que tal vez nunca nos interesó que alguien nos contara. Peter está en un orfanato en Londres, durante la 2da Guerra mundial. Sufre las injusticias del lugar en una mezcla entre Charles Dickens y Matilda. Pero no pasará mucho tiempo hasta que aparezcan los piratas y la Tierra del Nunca jamás. Con algunas variables, como por ejemplo que el todavía joven y simpático Garfio no parece ser un enemigo del protagonista. La idea no resulta y se vuelve tan aburrida como absurda toda la trama. Nada del encanto de los personajes originales aparece, todo es distante, frío y terriblemente barroco. Porque si en algo Joe Wright puso todo, fue en la dirección de arte, el vestuario y los efectos visuales. Mucho, sin duda, pero nada memorable. El director de Orgullo y prejuicio, Expiación, deseo y pecado y Anna Karenina se aferra más a ese aspecto de la película que a cualquier otra cosa. Es así que durante largas secuencias sin ritmo ni sentido, vemos colores de toda clase, suntuosos vestuarios, escenarios descomunales. La estética, extrema, a veces aplastante, recuerda a una versión más lavada e industrial de las películas de Terri Gilliam como Los aventureros del tiempo o su versión de Las aventuras del Barón Munchausen. Otra curiosidad: el que desea que el tiempo no pase no es Peter, no por ahora al menos, sino el villano, el pirata Barbanegra. Es decir que los eventos que llevarán a Peter a convertirse en el personaje que todos conocemos, aun no terminan de desarrollarse, lo mismo para el Capitán Garfio, que no se ha convertido en el malvado enemigo de Peter Pan. La peor amenaza que se cierne en esta película es que están buscando realizar una secuela. Que exista esa segunda o incluso tercera parte, no dependerá de méritos artísticos sino de resultados en taquilla. La suerte de Peter Pan aun no termina de saberse. A juzgar por las serias limitaciones de esta nueva propuesta, esperemos que el camino se termine ya. Ojalá Joe Wright crezca y vuelva a hacer el gran cineasta que supo ser al comienzo de su carrera.
La caminata Phillipe Petit es un funámbulo francés mundialmente famoso debido a su obsesión por cruzar caminando un cable, haciendo equilibrio a gran altura, en lugares famosos. Su verdadero reconocimiento ocurrió cuando luego de años de soñarlo, subió a las Torres gemelas del World Trade Center en Nueva York para caminar por un alambre entre ambas. Desde antes de empezar a construirse, esos dos edificios fueron su pasión. Acerca de esa historia se hizo un documental llamado (2008) ganador del Oscar. Ahora, catorce años después de la destrucción de las Torres en un atentado terrorista, llega una película de ficción que cuenta el desafío de Petit. Para quienes no conozcan los hechos ocurridos en 1974 ni por las noticias ni por el documental, la película será todo sorpresa, y aconsejo no averigüen nada hasta después de verla. Petit está interpretado en el film por Joseph Gordon Lewis, un actor muy versátil que da el físico para el papel, pero que fuerza su acento francés de forma artificial y cada vez que habla, distrae. Lo mismo para el cirquero sabio que interpreta Ben Kingsley. La película no sabe bien con encontrar el rumbo para su esperado clímax en las las Torres. A los tumbos avanza como puede y el gran director Robert Zemeckis parece muy incómodo con el relato, no del todo convencido. De Zemeckis lo más reconocible es su pasión por las proezas tecnológicas que ya le hemos visto hacer en Volver al futuro, ¿Quién engañó a Roger Rabbit? y Forrest Gump, entre otras. El espectador distraído tal vez no entienda que más de la mitad de la película transcurre en lo alto de dos edificios que ya no existen. Todo lo malo de la primera mitad de En la cuerda floja se va acomodando en la segunda parte, aunque hay algunas imperfecciones técnicas con la figura del actor que estorban un poco el altísimo nivel técnico de todo. Digamos que los efectos son casi perfectos, a diferencia de la reciente Everest donde eran completamente perfecto en su manera de que todo lo importante del film ocurra en un espacio hecho en postproducción. Tal vez Zemeckis está más impresionado por las posibilidades del cine que por las andanzas de Petit, y creo que por momentos se nota. Es más amor por la imagen que otra cosa. La emoción, de todas maneras, la otorgan las Torres, que vuelven a elevarse una vez más y que, gracias a dos artistas, no son olvidadas. Una vez vista la película, vean Man On Wire, y sumen a un artista más. Si acaso Petit logró que las Torres gemelas cobren una humanidad que la opinión pública no les daba, el documentalista James Marsh ya sabía que fue su desaparición lo que le otorgó a la historia un elemento extra. Robert Zemeckis, de forma ya mucho más clara, homenajea a aquel símbolo de Nueva York, y representante de la inestabilidad del mundo del presente. El final de En la cuerda floja es genuinamente emocionante.