LA MADRE MUERTA Andy Muschietti, argentino que debuta en el largometraje, entrega una potente y aterradora película llena de ideas y sentimientos que la vuelven aun más intensa como experiencia de film de terror. El cine de terror goza de buena salud. Tal vez no en lo artístico, pero sí en la taquilla. Todas las semanas, o casi todas, un film de terror llega a las salas y se ubica entre los films más vistos. Con la misma seguridad que la mayoría de los espectadores no ve un film de terror jamás, una fiel minoría no se pierde nunca cada nuevo título de este género. Se podría decir que frente a esta demanda constante, las películas salen una tras otra no siempre con la excelencia que deberían. En cada experiencia de cine de terror, aun mediocre, los espectadores sienten que ha valido la pena. Esto, claro, no impide que de vez en cuando aparezca una película del género más inspirada que el promedio, capaz de demostrar que también en lo artístico el género aun tiene mucho por ofrecer. Andrés Muschietti –Andy en los títulos de este film hablado en inglés- es un director argentino que realizó dos cortometrajes antes de acceder a este, su primer largometraje. El primero de esos cortometrajes es Nostalgia en la mesa 8 (1999) un sencillo y simpático cuento de fútbol. El segundo, llamado Mamá (2008) es la base de esta película. Tres minutos le alcanzaban a Muschietti para generar un clima enigmático, producir terror y encontrar un remate perturbador. Mamá (2013) es una coproducción entre España y Canadá, filmada en este último país y hablada en inglés, por lo cual pasa como film mainstream norteamericano sin problemas. Quedó incluso primero en la taquilla norteamericana en la semana de su estreno. El productor es Guillermo Del Toro lo que le da más chapa en la distribución internacional, aunque aclaremos que Muschietti no necesita ningún padrino para llamar la atención con su película. Mamá tiene los elementos fundamentales para hacer la diferencia dentro del género. La historia es original e interesante. Dos niñas son llevadas por su padre –que ha enloquecido y ha matado a la madre de las niñas- al bosque, donde encuentran accidentalmente una cabaña. Dentro de ella, desesperado, el hombre decide matar a las niñas. Pero algo o alguien se lo impide y lo mata a él. Cinco años más tarde, el tío de las niñas recibe la noticia de que han encontrado a sus sobrinas en dicha cabaña, en un estado de deterioro y salvajismo impresionante. Logra que las niñas se le asignen en adopción y junto con su novia van a vivir los cuatro juntos. Pero alguien ha cuidado de las niñas durante cinco años, y ese alguien las acompañará, secretamente, a donde ellas vayan. La premisa es inquietante y el terror funciona durante toda la película. No es común que en un film actual del género aun se logre asustar a los espectadores. Ese es otro punto a favor de Mamá: asusta. Como buen film de fantasmas, divide la historia en tres grandes bloques: Suspenso, terror, tristeza. Las historias de fantasmas –y en eso el productor Del Toro es experto- se parecen mucho entre sí. A diferencia del cine gore (no hay escenas sangrientas aquí) las emociones entran en el juego y las motivaciones del fantasma siempre surgen de forma tal que uno se conmueva. Las dos nenas protagonistas son piezas claves para que la película funcione, pero la carga dramática recae sobre los hombres de Jessica Chastain (quien debería recibir premios por este film, además de por su brillante actuación en La noche más oscura). Ella compone un papel interesante, el de una mujer que no quiere ser madre y que de pronto se encuentra con dos niñas a su cuidado. Su evolución es clave para el drama. Lo más impresionante de Mamá es que además de mantener el interés siempre, consigue armar un desenlace escalofriante, poco tranquilizador pero definitivamente justo. No es un film de terror común y corriente, es la ópera prima de un director y guionista a seguir.
EL MAGO QUE HACE DESAPARECER LA MAGIA El mago de Oz es uno de los clásicos más queridos de la historia del cine. Muchas veces se ha vuelto sobre ellos y Oz: el poderoso es un nuevo –y fallido- intento por recuperar aquella magia. Oz: el poderoso es una especie de precuela del clásico El mago de Oz (1939) protagonizado por Judy Garland. Pero en esencia se trata de una película basada en los textos de L. Frank Baum, el autor del libro que inició este universo de fantasía y que continuó en doce historias más. Las acciones que narra el film son anteriores a la llegada de Dorothy a la tierra de Oz. El largometraje todo el tiempo intenta hacer referencias a aquel clásico del cine tan querido y tan influyente en la historia del cine. Pero no hay mayor comparación para hacer, al menos si uno no quiere enojarse con esta gigantesca producción de Disney. La decepción que produce Oz no está sólo en la comparación, sino en sus propios errores. O mejor dicho, en su muy pobre idea de cómo concebir un buen producto. Con un blanco y negro y una pantalla cuadrada para homenajear a El mago de Oz, la película arranca ya con falta de ritmo, con encanto nulo. Cuando el mago chanta llamado Oz termina –tornado mediante- en la tierra que lleva su nombre, la pantalla se vuelve ancha y a todo color, pero ni eso ni el 3D logran que el film transmita algo de magia. Es curioso como aun con toda la tecnología a su disposición, no puedan hacer que el mundo de Oz se vea real; real en el sentido de que tenga fuerza cinematográfica. No es imposible lograr algo de eso, porque aquel título de 1939 brillaba en lo visual. Pero el brillo no es tecnología, el brillo es sensibilidad artística, buen gusto, sensibilidad. Todo lo que le falta a Oz: el poderoso. El casting tampoco funciona porque James Franco no tiene el abanico histriónico que el personaje de Oz requería, Mila Kunis no tiene el rostro para el maquillaje que el film requiere, y Raquel Weisz y Michelle Williams no muestran, a pesar de su probado talento, el más mínimo esfuerzo por darle fuerza a sus papeles. El film sufre de los mismos defectos de Alicia en el país de las maravillas de Tim Burton, de hecho tienen el mismo productor, pero en Alicia, Burton se las ingeniaba para mezclar su gran mundo visual y la película, sin ser personal, encontraba un rumbo. Acá, irónicamente, el único momento bello son los títulos del comienzo, donde parece que estamos, incluso en blanco y negro, frente a un film de Burton. A un film de Burton de los mejores. Lamentablemente la alegría dura muy poco y como ya fue dicho, desde las primeras escenas la película ya se nota desabrida y sin vida. Hemos de asumir, por los trucos del mago, que se trata de un homenaje al cine y su fuerza liberadora. Pero pequeño homenaje es este film para el arte cinematográfico. Sam Raimi, director de terror de culto y de tres films de El hombre araña, acá desaparece por completo y entrega una película carente de cualquier encanto. Una pena, porque por cada película mediocre que se hace, se pierde la posibilidad de hacer una realmente buena. Consigan ya El mago de Oz de 1939, esa película sí vale la pena y tiene todo, absolutamente todo lo que Oz: el poderoso no tiene.
LAS MANCHAS Freddie Quell (Joaquin Phoenix) el protagonista de The Master no es agradable. Su figura notoriamente encorvada es casi animal cuando se lo ve de lejos masturbándose frente al a playa. La guerra termina y él debe volver a la vida real. El examen psicológico que le hacen deja mucho que desear. Tanto por quienes se lo toman como sus respuestas. Nosotros lo sabemos, nos queda claro, su reinserción en la sociedad no será sencilla. En esos minutos el personaje queda definido, en ese prólogo no hay dudas de que se trata de un ser antisocial, sin chance alguna de integración. Anderson entonces decide que el primer trabajo que ese personaje tiene es el de fotógrafo en una gran tienda. De la inequívoca idea de la locura del personaje pasamos a fotografías tradicionales familiares, con luz y gestos de Estados Unidos de la post guerra. La idea de una sociedad bella y feliz, en retratos tan rígidos como inquietantes. Pero el fotógrafo es Freddie y como en el test de Rorschach que le tomaron al salir de la marina, la respuesta frente a esas imágenes es diferente a la de cualquiera. No es sorprendente que frente a esa sociedad que intenta mostrar belleza, bienestar y orden, Freddie termine respondiendo con inquietante violencia. Su posibilidad de integrarse una vez más se deshace. Incluso su pareja sexual ocasional, una modelo que ofrece vestidos en la misma tienda, queda en el camino. Desamparado, desclasado, incluso de un trabajo mucho más proletario y marginal en el campo del cual sale corriendo, Freddie va sin rumbo. Un dato muy interesante. Ambos trabajos son perdidos por figuras que podrían representar una figura paterna. En la tienda se pelea con un señor de mayor edad y figura formal y solemne que lo termina corriendo a golpes. Y en el campo le da alcohol clandestino a un anciano que Freddie dice le recuerda su padre. Esa búsqueda y pelea con la figura paterna, y esa búsqueda también de un lugar en el mundo lo llevarán a un espacio tan inestable con el del comienzo: un barco. Pero en ese barco aparecerá un padre en la figura de un líder religioso llamado Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman). Lascaster Dodd es la cabeza de un grupo autodenominado La causa. Mucho se ha escrito acerca de que The Master se basa en la vida y obra L. Ron Hubbard, escritor de ciencia ficción y fundador de la Cienciología. Como aquella apuesta que hiciera Orson Welles en El ciudadano al elegir a William Randolph Hearst como modelo de base, Paul Thomas Anderson elige una figura controversial para construir su película. A pesar de varias similitudes, el film no se centra en esta idea como motor de sus temas. Reducir a The Master como una crítica de la Cienciología es como reducir a El ciudadano a una crítica a Hearst y el manejo de los medios. Ambas películas, por suerte, incluyen eso, pero van mucho más allá. Ambos protagonistas sí, hay que decirlo, tienen muy poca tolerancia a las críticas exteriores. Y el sistema de Kane es a través de empresas, de objetos, mientras que el de Dodd es a partir ideas. La vigorosa y decidida puesta en escena de Paul Thomas Anderson de todos sus films se confirma y se potencia aquí. La belleza de los encuadres es arrebatadora. Y aunque se trata de un largometraje que posee gran sordidez y se aferra a la imperfección (notoria imperfección) de los rostros y los cuerpos de las personas, hay belleza aun en eso. Aunque tiene muchos momentos claustrofóbicos propios de su cine, Anderson se luce acá en la forma en la que filma exteriores. Su paleta de colores es amplia subyugante, cada escena tiene vida propia. El trabajo de fotografía y de encuadre es intenso y minucioso. Como también nos tiene acostumbrados, la potencia narrativa es excesiva. Las escenas crecen en violencia física pero sobre todo psicológica. El espectador no podrá estar jamás relajado en las más de dos horas de película. La tensión es casi la marca de fábrica de Anderson. Al igual que en Petróleo sangriento la relación padre hijo es parte fundamental de la trama. Así como también las conductas enfrentadas entre ambos protagonistas. Paul Thomas Anderson muestra en sus personajes que la pulsión más primitiva del ser humano no puede ser aplacada por la civilización. Tal vez sí para la mayoría de las personas hasta cierto punto, pero no para aquellos que él elige retratar y que son, de alguna manera, muestra de la condición humana en general. Aunque los rodeé un mundo un poco más ordenado, o falso, o capaz de conducirse de forma civilizada, los personajes de Anderson explotan tarde o temprano. En Embriagado de amor el protagonista tiene explosiones de violencia sin consecuencias del todo graves. En un momento le pregunta a su cuñado acerca de consultar a un psiquiatra. Su angustia es porque no sabe si el resto de la gente es como él. Argumenta que él no conoce a otra gente. En The Master el protagonista siente esa soledad, esa conducta aislada que choca siempre al confrontarse con el mundo a su alrededor. Pero Freddie, lo termine de entender o no, es incapaz de integrarse al mundo. Lo perturbador que es aun sabiendo eso nosotros lo vemos interactuar con otras personas a lo largo de la historia, esperando el momento del desastre. La mujer que el ha esperado y ha mantenido en su memoria, Doris, ya se ha casado años más tarde cuando Freddie va a buscarla. Se ha casado con un hombre apellidado Day. Freddie sonríe al descubrir que ahora, casada, ella se llama Doris Day. Más allá de los matices y lecturas que hagamos de la carrera de Doris Day hoy, hay que decir que para el imaginario popular ella representa la forma más amable, lavada y feliz de la vida. Ambientada al comienzo de la década del 50, The Master exacerba aun más el contexto su tensión entre el Sueño americano y una realidad más sórdida, más violenta, más salvaje. Realidad que hasta el propio cine de Hollywood de esa década había entendido perfectamente, pero que no se exponía con tanta crudeza desde hacía bastante tiempo. Las criaturas deformes, ambiguas, complejas de Paul Thomas Anderson suelen vivir en momentos de gran tensión, chocando de frente contra su propia naturaleza. En Boggie Nights la idea de retratar ascenso y caída del cine pornográfico en su período histórico más importante, es la manera de llevar este enfrentamiento entre el deber ser que imponen las sociedades y las conductas humanas ingobernables. La sexualidad ocupa un lugar muy importante en The Master, ya que abre y cierra con sexo y el sexo está a lo largo de toda la trama.
Nuevos héroes de la clase trabajadora La película de Steven Soderbergh cuenta la historia de un stripper que ahorra para poder armar su pequeño negocio. Una propuesta poco ambiciosa cuyo mayor acierto está en el contexto que envuelve a la profesión de Mike. Magic Mike es una película que no está sola en la historia del cine. Es un clásico relato que narra las vicisitudes de un muchacho con aspiraciones que lucha por sobrevivir en un trabajo pasajero, siempre a la espera de cumplir su gran sueño. Este héroe proletario ha aparecido en infinidad de films, con diferentes marcos y estilos, pero siempre con la idea del cuento moral donde el protagonista aprende algo y revisa sus propias ideas. Mike es un stripper que ahorra dinero para poder armar su pequeño negocio. Su ego y su narcisismo no sólo están alimentados por su profesión, sino también por su juventud. Pero no hay misterio en la película, desde el comienzo el espectador con experiencia sabe que debe esperar que algo pase, que el sueño se enfrente con la realidad y la omnipotencia caiga frente a los hechos. Populista, como suelen ser estas historias, la novedad mayor es la profesión del protagonista y el contexto que esto le ofrece al relato. El director de la película es Steven Soderbergh, lo que no hace ni peor ni mejor a Magic Mike, como mucho nos da la pista de que es consciente del género que está trabajando y tal vez por eso la película cumple tan claramente con todas las reglas. Desde hace años Soderbergh ha alternado proyectos artesanales como este, con películas de mayor ambición. Es difícil saber cuáles son mejores, porque en ambos casos siempre les falta algo. Magic Mike pudo haber intentado ser el Fiebre de sábado por la noche, Cocktail, Flashdance de esta generación, pero no lo consigue. Y ese es el problema de las películas pequeñas hechas de forma autoconsciente, pierden ambición en el camino, no llegan a tener la sinceridad necesaria para volverse marcas en la historia del cine. Aun así, el género es efectivo, divertido y la película fluye sin problemas. Los protagonistas son carismáticos y Soderbergh consigue hallazgos visuales que enriquecen la experiencia sin tampoco volverla pretenciosa o preciosista. Un film de objetivos pequeños que el director lleva a buen puerto. Si no supiéramos que la dirigió el responsable de Sexo, mentiras y video y Traffic, no cambiaría mucho la evaluación, porque hasta en eso Magic Mike intenta sumarse al género al no buscar marcas personales reconocibles. Ese injusto término de "película menor" a veces le sienta bien a algunos títulos, este es uno de ellos.
Un regreso que llega sin interés Con el supuesto atractivo del 3D y como secuela de una película basada en un popular videojuego, ahora llega a las salas locales una muestra del género de terror que en definitiva produce más asco que miedo. Secuela del film de 2006 basado en el popular videojuego, Silent Hill 2 busca obviamente extender el éxito y mantener el interés. Hay muchas formas, claro, de hacer esto, y Silent Hill 2 opta por una de las más complicadas. La idea de la película es explicar, extender, más cosas de las que el film original planteaba. A mayor explicación, menor interés. Peor aún, las explicaciones tienden a forzar tanto las cosas que arruinan no sólo el interés, sino el entretenimiento. En dos escenas la protagonista –su personaje era una niña en el film anterior– que está a punto de cumplir 18 años ya vive la lógica que atravesará todo el film. El mundo real de Heather invadido por las fuerzas que intentan llevarla a ese lugar llamado Silent Hill. Con mucha velocidad la película se mete en tema y con la misma velocidad pierde interés. En la película conviven truculentos efectos mecánicos de la vieja escuela cinematográfica, con no tantos, pero muy malos efectos digitales. Muchas escenas, a su vez, exponen la búsqueda del impacto 3D con el que el film se estrena. El padre de Heather desaparece y ella queda sola para enfrentarse a quienes la persiguen. No vayas a Silent Hill, le dice el padre en una carta que le deja a ella. Pero obviamente es allí a donde la película va, luego de explicar una serie de cosas que no aportan, sino que restan mucho. Parece ser que es un nuevo defecto del cine de terror el buscar explicaciones y aclarar los puntos ambiguos. Se olvidan que justamente el terror se basa no sólo en lo que se sabe, sino en lo que no se sabe. A medida que el espectador comienza a entender motivos, ideas y a recibir respuestas, el misterio inconsciente que lo ata a estos relatos se desarma. A pesar de los rostros de algunos actores conocidos, no es el fuerte de la historia la actuación, y la intensidad dramática que intenta equilibrarse con los momentos de terror no funciona. Los golpes de música y sonido intentan que el espectador se asuste, pero Silent Hill 2 pertenece a los films de terror que producen asco más que miedo. La revelación del título llegará aunque sea difícil para ese momento sentir algún interés por el relato. Definitivamente habrá que poner esta segunda parte en la lista de aquellas que no valen la pena.
LA AGONÍA DEL CINE En una precisa y poco sentida suma de lugares comunes y elementos crueles, el director Michael Haneke propone en Amour la acumulación de clichés de aquello que se mal entiende como arte. Las películas luminosas no ganan premios. Las películas que carecen de crueldad no ganan premios. Los actores que no interpretan enfermos no ganan premios. Así que hacer una película oscura, cruel y con enfermedad es una buena forma de obtener premios. Más de cien años de historia del cine y parece que seguimos en el mismo pantano de lugares comunes. Si hoy Buster Keaton filmara, seguiría sin tener prestigio. Si hoy Hitchcock estrenara, seguiría sin ganar el Oscar. Seamos piadosos y no juzguemos a Michael Haneke por los premios que recibió y las nominaciones que obtuvo. No usemos eso como termómetro de su concepción antigua, pobre y poco cinematográfica que tiene del cine. A Haneke le obsesiona la crueldad, sin duda, y eso no es ni bueno ni malo. Pero como crítico y espectador yo digo que él en Amour no hace nada más que repetir esos clichés que gustan tanto a todos aquellos que desprecian el lenguaje cinematográfico y solo valoran el cine por la bajada de línea que prometen bajar. En el año 2003 un film espantoso por lo vulgar y obvio llamado Las invasiones bárbaras convivió en la cartelera con una obra maestra llamada El gran pez. En ambas un padre agonizaba. En ambas la relación filial debía reconstituirse antes del adiós final. Una decidía hacerlo desde la falta de ideas, desde la más vulgar y llana obviedad. Otra prefería un trabajo mucho más complejo. El gran pez tenía la generosidad de explicar porque el cine muchas veces prefiere mostrar la realidad con un pudoroso y humano lente de ficción y fantasía. Las invasiones bárbaras era para charlar sobre temas, usando como excusa una película carente de cualquier arte. El gran pez era arte, cine, declaración de principios y, además, permitía reflexionar sobre los mismos temas. El gran pez mostraba la ficción y la realidad, explicando porque elegía la primera. Las invasiones bárbaras era como mucho un artículo mediocre para leer en una revista. El gran pez estaba dirigida por Tim Burton, Las invasiones bárbaras por Denys Arcand. El gran pez era cine industrial norteamericano, Las invasiones bárbaras, no. En una había mucho cine, en la otra, nada. Pero claro, no es tan simple el mundo, cada película sabrá cómo, desde el país y las condiciones que haya tenido para hacerse, como encontrar su propio camino. Millon Dollar Baby de Clint Eastwood tenía su crueldad, pero la estética y las ideas del film eran de una profundidad mucho más abarcadora, estaba filmada con una perfección que permitía expresar temas a través de la puesta en escena, no solo de los momentos explícitamente duros que tenía. La escafandra y la mariposa salía del cliché con una potencia narrativa y una estética muy poderosa. Y hace poco, otro bodrio, esta vez de Francia, llamado aquí Amigos intocables mostraba como se podían complementar los peores defectos de Europa y Hollywood en una sola e insufrible película. A Michael Haneke se lo tiene en muy alta estima. Cruel y sádico como pocos, ha construido su cine desde su rigor de puesta en escena y con una potente coherencia de principio a fin de la mayoría de sus películas. Quien se mete en una película de Haneke sabe que el cumple lo que promete desde el comienzo. Sus planos largos, estáticos, su renuncia a la música extradiegética, sus angustiantes recursos narrativos, son parte de un estilo. Podrá gustarnos más o menos, pero no es cualquier cosa. Michael Haneke, gracias a esta nominación a mejor director y mejor película, además de película extranjera- se coloca, claramente después de Pedro Almodóvar, como el director europeo en actividad más conocido a nivel mundial. Cumple, sin problema alguno, con todos los lugares comunes más obvios de lo que se supone es arte. Arte mal entendido. Haneke, lamentablemente, recibe todo este reconocimiento por un film de méritos escasos. Pero parece que mostrar agonías es considerado arte en una parte del mundo. Mostrar a un enfermo terminal muchos creen que es arte. Parece mentira, pero sigue siendo así. Desde falta de criterio está hecha la excesiva euforia con que se recibió la actuación de la protagonista femenina (Emmanuelle Riva, la misma de Hiroshima Mon Amour) y la tibieza con la que se ignoró la actuación de su protagonista masculino, Jean Louis Trintignant. Pero obviamente el señor Haneke no se conforma con ser cruel, mediocre y estar desesperado por obtener premios. El tiene que espantar burgueses e ir un poco más allá. ¿Y a dónde va Haneke? Va derecho a la infamia, porque cree que ahí, en esa sordidez solemne y silenciosa obtendrá no solo el reconocimiento de los premios más comunes sino también el saludo de los espectadores más exigentes. Qué Haneke esté nominado al Oscar no habla tan mal de él como de la Academia, que ya a esta altura de la historia debería reconocer sus propios méritos y dejar de correr detrás de esta clase de directores. Haneke tal vez esté empezando la parte más importante de su carrera, y curiosamente parece que empieza a la vez la peor etapa. Pero eso no se puede saber. Lo único que está claro es que Amou es una película espantosa. No puedo dejar de citar al escritor Bret Easton Ellis que la definió de la siguiente manera: “Amour es como hubiera sido En la laguna dorada si la hubiera filmado Hitler”. La paloma merecería un capítulo aparte en la enciclopedia de alegorías berretas de la historia del cine, pero la dejaremos irse volando, junto con el recuerdo de este film.
LO PEOR DE DOS MUNDOS Una de las novelas más trascendentes de la historia del cine se convirtió en musical y de ese musical nació una de las peores películas del cine actual. Les Miserables es un musical francés que se estrenó en Paris en 1980, llegó a Londres en versión en inglés en 1985 donde se convirtió en un éxito descomunal. De hecho está en cartel en esa ciudad hasta la actualidad. Pasó por todas las grandes capitales del mundo, incluyendo Buenos Aires y sigue dando vueltas con una enorme aprobación del público. Obviamente dicho musical se basa en el clásico que Victor Hugo publicó en 1862 y que dicho sea de paso no ha perdido nada de actualidad en su lúcida mirada de las injusticias del mundo y la grandeza del espíritu humano. Hay que decir que el musical de teatro no le hacía mucha justicia al libro, pero las comparaciones pueden ser odiosas así que hubo que aceptar las características de cada arte sin juzgarla con las reglas del otro. En el cine sí, hubo muchas versiones no musicales, incluyendo una de 1935 con Fredrich March y otra de 1958, francesa, con Jean Gabin. Cine y televisión siempre se sintieron fascinados por la historia. A diferencia de otros clásicos, la pantalla nunca olvidó este libro y las adaptaciones se sucedieron en diferentes países y décadas. Ahora llegó el turno de Los miserables pero basada en el musical y no en el libro. La mala noticia es que se trata de una película tan mala que impresiona. Bajo la inercia del éxito comercial en el teatro, con el fanatismo por las canciones propio de los admiradores del musical, Los miserables ha sido saludada como una gran película cuando en realidad se trata exactamente de lo contrario. No son muchos los ejemplos donde un film tan indignante sea saludado como uno bueno. No es cuestión de gustos simplemente, la película desafía cualquier sentido común narrativo y se entrega al pastiche visual de forma torpe y ofensiva. El director Tom Hooper revela una insólita falta de pericia para construir escenas musicales, les coloca la cámara encima a los actores que, por estar cantando, no poseen la expresividad que se necesita en un primer plano. Se olvida que esto es cine, se olvida que esos rostros de expresión exagerada no pueden soportar largos primeros planos. Pero no terminan ahí las decisiones anti cinematográficas. Un montaje desprolijo sumado a una cámara inútilmente en movimiento se contradice con los actores petrificados tratando de afinar (sin conseguirlo) sus canciones. Hooper empeora todo con su deseo en exceso obvio de mostrar escenas que no podrían hacerse en teatro, como si esto último significara hacer cine. Lo cómico, es que los decorados son tan falsos y los efectos especiales tan berretas que sinceramente nunca parece cine. Las canciones –algunas ya son clásicos- no consiguen, salvo la del final, sobrevivir a este proyecto fallido e incomprensible. Los actores, todos ellos, están al borde del ridículo. La que más sufre, Anne Hathaway, tal vez incluso gane un Oscar, en el broche de oro para la injusta sobrevaloración de este artefacto llamado película. Russell Crowe, actor de probado talento, se lleva la peor parte, su Javert parece pedir a gritos que le permitan actuar sin cantar. Crowe está congelado, confundido, por momentos molesto, como si supiera de la mediocridad del proyecto. Un último detalle fatal: al igual que en el musical, los personajes más siniestros de la novela, son el alivio cómico. Ya es una notable demostración de banalidad el hacer de esos personajes algo cómico y hasta querible. Eso habla muy mal del musical. El cine lo enfatiza, demostrando que su filiación a Victo Hugo es por lo menos relativa. Ya el musical estaba muy por debajo de la potencia dramática del libro. Pero era su decisión. No debe juzgarse en la comparación, sino en el resultado. En el resultado la película pierde dramatismo e interés al sumársele estos personajes en ese tono. El problema de la película no es sólo ese. El problema es que tiene un director como Tom Hooper, a quien el mundo premió por un film mediocre como El discurso del rey y le abrió las puertas para que siga haciendo cosas como esto que estamos teniendo que tolerar. El musical de teatro ha pasado a lo largo de la historia al cine con grandes resultados. No es el caso de Los miserables, donde el que debe pasar, pero de largo, es el espectador.
Con universalidad y trascendencia La nueva película de Steven Spielberg es un retrato sobre el tramo final en la vida del presidente Abraham Lincoln, que cuenta con las sobresalientes actuaciones de Daniel Day Lewis, Sally Field y Tommy Lee Jones, entre otros. La casualidad hace que una vez al año un grupo de películas compitan por los premios Oscar. La casualidad consiste en unir obras maestras como Lincoln de Steven Spielberg con películas olvidables, tan solo porque fueron estrenadas en la misma época. Lincoln es, desde todo punto de vista, un film superior a la mayoría de sus contemporáneos. Con un riesgo típico en Steven Spielberg, la película construye con infrecuente complejidad, el entramado político alrededor de la abolición de la esclavitud. No estamos acá frente a un biopic lavado e ilustrativo, sino a una auténtica reflexión acerca de las complejidades de la política. Pero principalmente, Lincoln es la contemplación de la brillantez de un líder capaz de lidiar con fuerzas antagónicas, al final de una guerra, con la esperanza de conseguir una ley que cambie la historia para siempre. Basado parcialmente en el libro en Team of Rivals: The Political Genius of Abraham Lincoln, el film Lincoln se arriesga al describir al "honesto Abe" luchando con herramientas deshonestas, para conseguir algo justo. Peleando por una causa a todas luces noble e indiscutible, mostrando el lado oscuro del más puro y el más respetado de los presidentes de Estados Unidos. Es inolvidable no solo en ese aspecto, sino también en la manera en la cual pelea, como ser humano, con sus propios fantasmas y dilemas. Siendo un film de Spielberg no es raro que la paternidad sea un tema, y verlo a Abraham Lincoln fuera de sí producto del miedo a perder otro hijo, es particularmente movilizador. El retrato de ese prócer brillante y generoso, fuerte y decidido, no había encontrado en el cine una descripción tan perfecta desde que el maestro John Ford hiciera El joven Lincoln en 1939. También Spielberg es un maestro y se atreve a mostrar los claroscuros tanto en la historia como en la imagen, con un trabajo como director que deslumbra por su sobria perfección. El complemento ideal para esto son los trabajos actorales. Daniel Day Lewis logra equilibrar su enorme talento con una entrega total a la calidad de la película y no para su propio lucimiento. Sally Field y Tommy Lee Jones secundan con grandeza pero hay muchos más actores que hacen un trabajo impecable. Lincoln es un film cuya universalidad y trascendencia lo hacen cercano para cualquiera en cualquier tiempo y lugar. Ese es el mérito del arte cinematográfico cuando está hecho por un verdadero genio del cine.
La obsesión como motor de búsqueda Kathryn Bigelow, ganadora del Oscar por su film Vivir al límite, vuelve en esta historia a demostrar su maestría detrás de cámara. Maya, la protagonista, tiene el peligroso objetivo de buscar a Bin Laden. Cruda y perturbadora. La noche más oscura es el muy feo título local para Zero Dark Thirty (término militar que significa 12:30 AM), la nueva película de Kathryn Bigelow. Directora que ya entró en la historia grande del cine por haber sido la primera mujer en ganar el Oscar a mejor dirección y mejor película con su film anterior, el excelente Vivir al límite. No fue un premio para compensar años de postergación, Bigelow es una directora fuera de serie. Sus films anteriores, Cuando cae la oscuridad, Punto límite, son extraordinarias narraciones llenas de tensión. Su maestría para el relato se hace presente también aquí en esta película. La historia que cuenta La noche más oscura es la de una mujer que está al frente de la búsqueda de Osama Bin Laden. La maestría de Bigelow consiste en convertir en una película de gran suspenso algo cuyo final todos conocemos. Las grandes implicancias políticas que tiene el film se convierten en un material más profundo y trascendente que una bajada de línea. Para Bigelow el centro de la atención está en el personaje principal. Maya es un clásico personaje Bigelow, alguien obsesionado con un objetivo difícil, peligroso, que consume toda la energía y que eventualmente podría implicar la autodestrucción. Aquello por lo que se vive es aquello por lo que se muere, podrían decir sus personajes. Maya deja todo en el camino, pierde todo, se obsesiona y sigue donde los demás ya han abandonado. Su obsesión sostiene la búsqueda. Paga cualquier precio, pierde la noción de todo. Lo mismo que le pasaba a los surfistas de Punto límite o al desactivador de bombas en Vivir al límite. Van en busca de aquello, de ese objeto de su obsesión y no reparan en lo que pasa en el medio. Maya es una persona ambigua, oscura en muchos aspectos, y la película se ocupa de ella y de su obsesión. Pero también es tenaz, comprometida, fuerte, leal a su objetivo. En el extraordinario clímax final (filmado casi en tiempo real) vemos el resultado de su obsesión, el triunfo de su tenacidad. La película abre con una crudeza terrible y termina igual. No es una edulcorada y simpática historia para pasarla bien, su inteligencia claramente la eleva por encima del promedio. La noche más oscura es, por sobre todas las cosas, la confirmación del talento maduro de Kathryn Bigelow, cuya probada fuerza para la narración llega a otro punto alto en su carrera a la vez que sigue explorando los temas que la obsesionan.
ESCLAVO DE SU PROPIO EGO Enredado en su propio laberinto narcisista, Tarantino ofrece aquí un mediocre pastiche de casi tres horas. El director dice haber traído algo nuevo, pero nunca se lo había visto tan viejo como aquí. Tarantino siempre ha provocado algo con su cine, nunca ha resultado indiferente. Desde sus films más logrados a los más fallidos, QT despierta pasiones y fanatismos y, en consecuencia, también despierta odios. Por su banalidad vistosa es el ídolo ideal para cualquier acercamiento superficial al cine. Hace más daño que otra cosa con su vale todo y su arbitrariedad absoluta. Es su universo, es su estilo, es su planeta lleno de plagios y relecturas postmodernas. Ha logrado, qué duda cabe, conectar con los tiempos que corren. Y ha conseguido, hay que admitirlo, construir varias escenas memorables. Se podría decir que logra momentos, pero jamás le ha dado coherencia a un film completo. Tarde o temprano su egocentrismo, el enamoramiento con sus propias ideas se manifiesta en muchos casos y le termina jugando en contra. En Django sin cadenas todos los defectos de Tarantino se hacen presentes y sus virtudes prácticamente no asoman. Dos o tres momentos de tensión bien logrados es todo lo que se puede rescatar de esta casi tres aburridas de película. Entre los actores, solo Christoph Waltz logra simpatía mecánica y demuestra oficio. Los demás están entre mal y peor, siempre con esa sobreactuación molesta propia del realizador. Pero discutir el estilo tal vez no sea lo más productivo en este caso, mejor es ir a explicar cómo esta vez, aun con sus propias reglas, Quentin Tarantino falla alevosamente. Aunque no voy a contar detalles de la trama, es posible que algunos lectores consideren que estoy dando información clave sobre giros de la estructura dramática, así que si no han visto la película pueden dejar de leer ahora. Cuando la trama ya se ha sido extendida por demás, cuando ya se ha hecho algo largo todo, hay un momento que termina por destruir la película. En ese momento el personaje que interpreta Waltz, el Dr. King Schulz (de paso se amiga con los alemanes Tarantino), toma una decisión terrible. Es una decisión arrebatada, forzada por la trama, en contradicción con todo lo que el personaje es. Y produce, además, un baño de sangre enorme, además de poner en riesgo todo aquello por lo cual habían trabajado minuciosamente hasta ese momento. ¿Por qué ocurre algo tan forzado y estúpido? Porque Tarantino tampoco lo pudo evitar, porque enamorado de su propio cine, engolosinado de su estética, decide torcer la trama y alargar inútilmente una película que hasta ese momento ya resultaba agotadora. Para peor, la escena que sigue es un baño de sangre tan mal realizado, tan extendido y tan feo estéticamente que hubiera sido mucho mejor que lo evitaran, no solo en el guión, sino por la caída en picada de película toda. El artífice de los films de Tarantino es él, no hay duda, pero hasta su film anterior había trabajado con Sally Menke, una montajista que lo había acompañado en toda su obra. En el documental The Cutting Edge, Menke y Tarantino cuentan como una escena torpe y demasiado extensa se había transformado en una escena brillante gracias al trabajo de Menke. Lamentablemente, ella falleció y su ausencia se percibe en la falta de ritmo de toda la historia. El montaje no hace milagros, pero sin duda puede ayudar. El montaje que le habría venido muy bien a Django sin cadenas para ser no sólo más corta en su metraje, sino para tener más fuerza y sentido.