El regreso de la paranoia al cine Ryan Reynolds, quien interpreta a un joven agente de la CIA que vive sus días de manera rutinaria, y Denzel Washington, un veterano ex agente, protagonizan esta película de acción con trasfondo político que no defrauda. Protegiendo al enemigo confirma que el cine de la paranoia a través de películas de género se ha reinstalado en el imaginario de Hollywood desde unos años. La última vez que esta clase de películas estuvo de moda, fue en la década del ’70. Títulos como Asesinos S.A., y Tres días del Cóndor se convirtieron tanto en grandes entretenimientos como en potentes denuncias hacia las instituciones. Lo mismo ocurre en Protegiendo al enemigo. Un joven agente de la CIA, trabaja de manera solitaria en una “casa segura” (ese es el título original de la película) y vive sus días de forma rutinaria hasta que un ex agente prófugo se entrega a la Embajada de los Estados Unidos en Sudáfrica y llevado a la casa para ser interrogado. Para ese momento, todos los interrogantes se han abierto. El joven agente (Ryan Reynolds) observa los terribles métodos de su agencia, mientras que el veterano ex agente (Denzel Washington) no devela el motivo por el cual huyó para refugiarse en la embajada. Por qué lo siguen, para qué lo siguen y cuánto sabe la agencia sobre el pasado y el presente de ese ex agente, es el cuerpo principal del conflicto y no será aquí develado. Protegiendo al enemigo es generosa en lo que a la acción se refiere, y decidida aunque no feroz con respecto a la denuncia. Excelentes persecuciones de autos, buenas peleas y un elenco más que eficiente, le permiten a la película convertirse en un aceptable entretenimiento con cierto contenido político. Por otro lado, el film no ofrece en momento alguno algo que la pueda diferenciar y elevar por encima del promedio de películas buenas del cine de acción. Denzel Washington demostró –al ganar el Oscar por Día de entrenamiento– que el cine de acción puede ofrecer también un espacio para la actuación y que es justamente el talento actoral lo que eleva a mucho de estos films generalmente bien apoyados en el montaje y el sonido. Ryan Reynolds sabe estar a la altura de la propuesta y Vera Farmiga, Brendan Gleeson, Sam Shepard, Rubén Blades y Robert Patrick son un equipo de actores secundarios que completan la efectividad de un elenco sin fisuras. Cine de acción con trasfondo político, película bien filmada y con gran ritmo, Protegiendo al enemigo cumple con lo básico sin ir mucho más lejos, pero no decepciona tampoco a quien busque lo que la película promete.
El regreso del infierno tan temido La segunda parte de este héroe de historieta no consigue despegar y aburre. Marvel Comics le ha dado al cine una inmensa y cada vez más fuerte presencia de grandes personajes. Desde El hombre araña a Hulk, pasando por Iron Man, Thor y El capitán América, diferentes personajes, con diferentes orígenes, han nutrido a la pantalla grande de héroes seguidos por millones y sin señales de agotamiento por ahora. Los vengadores suma de varios de esos héroes, promete ser el punto más alto de la taquilla Marvel. Ghost Rider: Espíritu de venganza es, claro, uno de los personajes más oscuros y complejos de toda esta fauna. Este motociclista justiciero que ha vendido su alma al diablo tiene como máximo interés su calavera en llamas y su figura infernal atravesando rutas y terminando con toda la maldad que se cruza en su camino. No está mal que sea Nicholas Cage quien lleve adelante ese papel, ya que da muy bien el rol de antihéroe perturbado. En esta, una secuela del primer film protagonizado por el personaje, las cosas no van más allá de lo narrado. El film, bastante claro a la hora de explicar el origen del personaje para no dejar afuera a espectadores nuevos, no consigue nunca despegar. Ni los flashbacks de animación, ni la imagen impactante del protagonista alcanzan para permitir que el escaso metraje se vuelva entretenido o interesante. El film naufraga a los pocos minutos y las escenas, aunque con sus intentos de llamar la atención, se van volviendo cada vez más aburridas. Pobre es el destino de un film que busca impactar y divertir e incluso hacer reír y consigue tan solo indiferencia. Todo suena berreta sin ser artesanal y todo parece amateur sin que esto implique riesgo o independencia. Nicholas Cage, que viene de capa caída en cuanto a la calidad de sus films, demuestra aquí que no siempre ser taquillero asegura un producto digno. Veremos si el público sigue respondiendo, aun cuando ya pasaron muchos años desde Contracara y sus otros films de género más conocidos, así como también de su Oscar por el drama Adiós a Las Vegas. Para los nostálgicos está aquí presente Christopher Lambert, el inolvidable protagonista de Highlander, el último inmortal. Y es bueno recordar aquel film, de corte fantástico, de presupuesto limitado y sin embargo siempre divertido, con humor y hasta emoción. Tres cosas que le faltan a Ghost Rider: Espíritu de venganza, que ya se perfila como uno de los films de entretenimiento menos entretenidos del año.
LA CLOACA DEL CINE Una vez más, un cineasta ofrece con una irresponsabilidad casi enfermiza una obra pretenciosa y sórdida, intentando vender eso como arte. Lamentablemente, aun sigue convenciendo a algunos. Esperemos –deseamos- que ésta sea la última vez. Es posible que el responsable de Enter the Void haya soñado con provocar furia. Tal vez su máxima aspiración sea la de molestar, espantar a los burgueses, como se dice. Pero seamos sinceros, no todo lo que está hecho para irritar es bueno. De hecho, si la intención es solo esa, su pequeñez es doblemente ofensiva. Cuando yo estudié cine en la Universidad de Buenos Aires recuerdo que cada vez que un ejercicio de algún alumno no le gustaba a nadie, inmediatamente éste se defendía con: “Yo intenté irritar”. Con el correr de las clases, eso se convirtió en un chiste interno. Es decir, ante la mediocridad y la falta de ideas, la puerta de salida más fácil siempre es: “yo quise irritar”. Claro que algunos dedican toda su energía a solamente eso. Y no hablemos de directores como Lars von Trier, cuyas habilidades de cineasta le permiten irritar con efectividad inquietante, aceptemos o no su discurso y sus ideas. Enter the Void está dirigida por alguien que no sabe contar historias, que filma de forma arbitraria, ampulosa pero repetitiva hasta el aburrimiento. Irrita, sí, pero no con el contenido, sino con su forma torpe de hacerse el artista, robando las peores características de Stanley Kubrick o directamente toda la secuencia de títulos a Jean-Luc Godard. Pero no le reclamemos a este individuo sus alegres plagios, ni Kubrick ni Godard habrían filmado jamás una vergüenza cinematográfica como Enter the Void . Sus largos planos secuencia en cenital convierten a Enter the Void en una película que se halla al borde de producir risa. Sin embargo, el aburrimiento se impone casi todo el tiempo. Si bien algunos planos delirantes pueden invitar a reír, la mayoría de las veces se abren paso otros que de tan abyectos eliminan cualquier chance de vivir ligeramente esta experiencia soporífera y bochornosa. Tal vez le produciría mucha emoción al director que enumeráramos la cantidad de momentos sórdidos, shockeantes o explícitos, pero no es necesario perder el tiempo. Un despliegue de maldad insolente e infantil se combina con una maldad estúpida digna de un canalla. Hablamos, exclusivamente, del que dirigió la película, que tal vez no sea así fuera de la pantalla. Dentro de la pantalla, su cine es el enemigo del espectador (y del cine mismo). Esta cloaca cinematográfica es coherente. Su sordidez malsana es acompañada por una puesta en escena digna de un inodoro de bar. Lo único aparentemente rescatable, los títulos del comienzo, están inspirados en Una mujer es una mujer, de Jean-Luc Godard, un recurso ya usado en otras ocasiones. En el festival de Cannes, donde se presentó –¡increíblemente sin haber sido vista antes!- este film, el director no llegó a entregarla con los títulos. Así que no solo sufrieron una versión más larga de este bodrio de 160 minutos, sino que no pudieron disfrutar de su secuencia de títulos robada. Así es cómo se alimenta a estos directores malos en lugar de abandonarlos cuanto antes en un merecido olvido.
TORNEO DE LUGARES COMUNES Roman Polanski ensaya -en la que sin duda es la peor película de toda su filmografía- un superficial e insufrible ensayo sobre las máscaras sociales. La obra de Yasmina Reza le sirve de base, o más bien de lastre, para hundir al cine de un solo golpe. No hay reglas cerradas con respecto a cómo debe ser una película. Pero pasados ya más de cien años de historia del cine, tal vez sea hora de que se deje de insistir en tomar el teatro como punto de partida para un film. La apuesta es, por lo menos, peligrosa. Seguramente muchas grandes obras abrevan en el teatro, desde las adaptaciones de clásicos de directores, como Orson Welles, a versiones de obras menores, como Casablanca, el cine no necesariamente se ve arruinado por elegir ese punto de partida. El problema no estriba allí. El problema resulta cuando cuatro personas paradas frente a una cámara pasan ochenta minutos diciendo obviedades, y a eso deciden denominarlo “película”. El enorme y legendario director Roman Polanski ha trabajado en toda su extensa filmografía la claustrofobia y el encierro, y también probó acercarse a la teatralidad en La muerte y la doncella, pero nunca jamás su filmografía había tocado un punto tan bajo. No hay nada, excepto el plano inicial, que sea rescatable de Un dios salvaje e, irónicamente, no es seguro que ese plano lo haya dirigido Roman Polanski. El cine tiene posibilidades maravillosas, muchas de las cuales el director exploró a lo largo de décadas y en diferentes países. Los motivos por los cuales aquí cae tan bajo no tienen que ver con el hecho de que eligió basarse en una obra de teatro. El problema de Un dios salvaje no es la puesta en escena, sino el guión. Todo el guión es lamentable, las situaciones son tan forzadas que cada minuto de la película va en deterioro del buen gusto y la inteligencia del espectador. Verdades de perogrullo inundan todas y cada una de las líneas de diálogo, algo que en cualquier medio, ya sea cine, teatro, televisión o literatura, resulta insufrible. Roman Polanski colaboró muchos años con guionistas brillantes (entre otros, con el impar Jean Claude Carriere), entre esos guiones y el que acá escribe con Yasmina Reza (autora también de la obra en la que se basa el film) parece mediar un abismo. Sin embargo las verdades de perogrullo y los lugares comunes venden bien en el teatro, el cine, la televisión e incluso en los libros en donde obviedades hacen la delicia de muchos. ¿Y con qué se puede combinar eso para que el paquete de mediocridad sea irresistible? Con cuatro sobreactuaciones patéticas que sirven para el supuesto lucimiento de cuatro actores que han sabido hacer su trabajo muchísimo mejor en muchas otras ocasiones. Dos actrices de la talla de Jodie Foster y Kate Winslet hacen aquí todo lo que un actor debe hacer cuando un texto está muerto y un director no sabe hacia dónde ir. Christoph Waltz y John C. Reilly hacen lo mismo. Actúan a la deriva, parecen chicos de nueve años encerrados en el aula y con el maestro ausente. En cuanto al film… para muestra basta un botón. Estamos en el año 2011 (cuando se filmó Un dios salvaje) y alguien, un director y dos guionistas, crean como un personaje adicto a su teléfono, que se desconecta de sus conflictos cotidianos a través de ese aparato. De ese nivel bajísimo está hecha esa película. Celebrarla es festejar la muerte no solo del cine, sino de la inteligencia del ser humano en general.
Aventuras y ciencia ficción en el planeta rojo Grande es el misterio detrás del fracaso estético de una película. Cuando un film como John Carter: entre dos mundos, que tenía todo para convertirse en un clásico, termina siendo un film irrelevante, es necesario y hasta saludable preguntarse acerca de cuál es el motivo por el cual las cosas no funcionaron. La película cuenta la historia de un ex soldado de la Guerra Civil estadounidense que descubre un portal hacia Marte, y de las aventuras del western termina metido de lleno en la ciencia ficción. Claro que esto no es un invento del cine actual, sino que parte de una novela (finalmente una serie de libros) escrita por Edgar Rice Burroughs, el mismo que entre otros personajes supo crear a Tarzán. Esta combinación de aventuras y ciencia ficción es una inmejorable plataforma para un film, pero el problema no es la historia, sino la forma torpe con que el director resuelve las situaciones dramáticas y cómo filma a los protagonistas. No es terrible que los actores sean inexpresivos, sino que están mal encaminados y los primeros planos de cada uno de ellos están insertados con una falta de criterio que hasta se podría sospechar que fueron impuestos. Las imágenes que mejor funcionan son las de las batallas, los momentos espectaculares y los personajes virtuales. Es notorio que los personajes creados sean más expresivos que los actores. Es notorio y lamentable, no por lo magnífico de los efectos, sino por lo precario de la dirección actoral. Es así que cuando John Carter se vuelve una película interesante, se apaga, y esto ocurre a lo largo de todo el metraje. El director de la película es Andrew Stanton, alguien cuyo nombre pocos conocen pero tiene en su haber dos premios Oscar a mejor film de animación, por haber dirigido Buscando a Nemo y Wall-E y cuatro nominaciones a mejor guión, por esos dos títulos y también por haber coescrito Toy Story y Toy Story 3. Con esos antecedentes, es aun más triste ver que su paso al cine con actores no haya podido alcanzar los méritos de su filmografía anterior. En una época donde los cineastas de animación están tratando de trascender el género, el viaje entre dos mundos de Andrew Stanton no parece ser tan apasionante y revolucionario como del personaje de su película. Aun así, el espectáculo por momentos funciona.
El lado humano de los vampiros La cuarta entrega de esta saga de acción y horror mantiene las características de las anteriores, con Kate Beckinsale al frente. Con una prolijidad envidiable, la saga de Inframundo tuvo sus entregas en el año 2003, 2006, 2009 y ahora 2012. El éxito de taquilla nunca se llevó muy bien con los méritos artísticos y su público ha sido, sin duda, el único motivo para seguir adelante. Inframundo no es una de las sagas más refinadas y no ha logrado tampoco convertirse en una de esas historias que todos conocen. Pero ha logrado anticiparse y aprovechar el éxito de otras sagas de corte fantástico como Crepúsculo. La estética fría, el exceso de cámaras lentas, el tono de toda la serie se mantiene aquí una vez más, porque el gran problema de esta clase de secuelas es la de tener que ser fieles a sus predecesoras y a la vez ofrecer algo nuevo. La buena noticia es que acá la película puede verse sin saber nada de los films anteriores, y que las referencias serán captadas por los seguidores sin preocupar a los que por primera vez llega a la historia de Selene. Otra característica a destacar es la brevedad del relato: contrario a lo que suele pasar con esta clase de películas, cada nueva entrega dura menos que la anterior, con lo cual se hace cada vez más directo cada uno de las entregas. Si lo han hecho intencionalmente o para tapar las limitaciones de guión, no importa, Inframundo: El despertar no pierde el tiempo, todo ocurre de manera rápida. Sin duda en el montaje no quisieron dejar nada que distraiga o aburra. También aquí la saga reconoce que para esta cuarta entrega se ha servido de otras sagas como Resident Evil o, más notoriamente, de Alien, en particular la segunda de esas películas, con la que Inframundo guarda notables similitudes. Pero es justamente eso, el tomar elementos de Aliens lo que le da su lado más “humano” y permite que cualquier espectador conecte con ella y sus conflictos. Kate Beckinsale vuelve aquí a realizar el papel protagónico, y asombra la manera en que hoy parece más lista para el personaje que hace nueve años. Tal vez no sea demasiado conformarse con que el film haga las cosas un poco mejor que sus predecesoras, pero lo cierto es que en sus casi noventa minutos de metraje, Inframundo pone el énfasis en el relato y en el despliegue visual, apenas si se pierde con alguna tontería y con todas sus limitaciones igual llega a buen puerto en esta película que presenta suficientes novedades como para justificar su existencia dentro de la serie.
Los demonios siguen estando de moda Suele utilizarse la frase “sólo para fanáticos del género” como eufemismo para decir que la película no debería verla nadie. Los fanáticos del género podrían sentirse un tanto insultados por este término, pero a la vez se puede tomar como un elogio. Un fanático del género puede ser tanto un seguidor ciego, como un experto. Quienes amen el cine de terror, verán en Con el diablo adentro bastante material para el análisis, pero a la vez reconocerán todas y cada una de las cosas que el film hereda, roba, copia o simplemente desperdicia de otras producciones anteriores. Por un lado, el siempre atractivo subgénero de exorcismos, aquí se hace presente, mezclado a su vez como ese otro subgénero, el de “material encontrado” (found footage), donde gran parte o la totalidad del film está narrado con imágenes halladas posteriormente a los hechos registrados en dicho material. La protagonista del film se ve involucrada en una serie de exorcismos no autorizados, en su camino por averiguar qué fue lo que llevó a su madre, tiempo atrás, a cometer un triple homicidio. Tantos los exorcismos en el cine, como la estética del found footage, tienen siempre licencias poéticas que el espectador sabe aceptar. Pero Con el diablo adentro exagera con esas licencias poéticas, llevando todo a un nivel de caos e incoherencia, donde la promesa de terror se queda en promesa, y donde la falta de lógica –aun dentro de los códigos de género– le pide al espectador más de lo que el espectador le puede dar. Los fanáticos del género podrán disfrutar más de esta película en lo que refiere a entender sus errores y recordar como otros films parecidos pudieron llegar más arriba. Los que no conocen el género, posiblemente no entiendan nada y se llevarán de la película tan sólo alguna pesadilla para la siguiente noche.
UNA PELÍCULA PEQUEÑA El fenómeno de la temporada es, una vez más, una película que promete y vende singularidades varias. Su (supuesto) homenaje al cine y su juego estético parecen ser más que suficiente para muchos, que han decidido darle todos los premios. A pesar de todo, Hollywood sigue, aún hoy, teniendo un espacio para la inocencia. La inocencia como para que aparezca un film como El artista y arrase con nominaciones, premios y elogios. Inocencia y un gran complejo de inferioridad que genera que una industria que produce, como mínimo, veinte o treinta películas muy superiores a El artista cada año, se rinda a los pies de esta película como si fuera una verdadera revelación cinematográfica. Es muy difícil, cuando llega esta temporada de premios, mantener la ecuanimidad. La objetividad, se sabe, no existe. Pero sí hay que tener el temple para no enojarse con un film sobrevalorado. Estar sobrevalorado no es un defecto, a lo sumo es una consecuencia de ciertos defectos, pero no siempre. El artista no es una película indignante, es tan solo una película inconsistente, incoherente, carente de profundidad y sentido, aunque no sé si el director buscaba algo más que un juego estético. A juzgar por sus films anteriores, lo que más parece importarle a Hazanavicius es la intertextualidad vacua y la parodia simpaticona. Nominar a El artista a tantos premios es como nominar a los films de Austin Powers. Claro que la saga de Powers no es en blanco y negro, no homenajea a nadie ni hace cosas raras y vistosas. Tal vez al que no es cinéfilo le conmueva ver una película silente (no es El artista el primer caso de film silente fuera de época) y le parezca que en esa supuesta originalidad hay un bien en sí mismo. Pero lamentablemente no hay demasiado para festejar, la película francesa araña apenas los lugares comunes de la nostalgia cinematográfica, volviéndose irritante en la medida en que uno entienda cuan superficial es ese camino. Ya desde los títulos del comienzo uno alcanza a ver un -ya agotado- camino de homenaje, cita e intertextualidad con el período silente del cine que no descubre nada nuevo y que ha sido utilizado en producciones de este estilo desde hace décadas. La acción transcurre en 1927. El año que ha quedado marcado en la Historia como el del nacimiento del cine sonoro. La historia es la de una estrella del cine mudo, George Valentin, y de una joven aspirante a actriz, Peppy Miller. La trama se emparenta en la primera mitad con una de las cumbres de la historia del cine: Cantando bajo la lluvia (1952) de Stanley Donen y Gene Kelly. ¡Bah, no se emparenta, se la roba casi completa! Y la segunda mitad se cruza con esa otra obra cumbre del mismo período: el melodrama noir: Sunset Blvd. (1950) de Billy Wilder. En el musical Technicolor de MGM, protagonizado por Gene Kelly, se narra con canciones el paso del cine mudo al cine sonoro; en la segunda, un guionista fracasado se cruza con una estrella olvidada del período silente. Pero tan ambiciosa es la idea intertextual de El artista que más dura es su caída. En un buen día, la pequeña película francesa puede verse como un ejercicio estético tonto y sin demasiado rigor, pero subida la exigencia y a la luz de tantos premios, es hora de tomarse en serio esta película. Recordemos que Cantando bajo la lluvia y Sunset Blvd. no ganaron el premio Oscar a mejor película. De hecho, el musical de Donen y Kelly no fue nominado a ninguno de los premios principales. Y tomada en serio, como hay que tomarse todos los films de la Historia, El artista pasa de ser una cosa menor a convertirse en una blasfemia cinematográfica nociva para la actualidad y el futuro del cine. El gran problema de la película tiene que ver con sus serias limitaciones. El comienzo sólo es una serie de viñetas que no superan la parodia o el homenaje que podría hacer un programa de televisión semanal. Por momentos simpática, pero con una falta de rigor que asombra. Asombra que con tan poco se haya llegado tan lejos. El carisma del actor Jean Dujardain, interpretando a Valentin, no le alcanza para sostener la torpeza de una limitada puesta en escena. Ni tampoco la también carismática Berenice Bejo puede sostener con su gran sonrisa una cámara que no logra nunca construir el lenguaje puro y perfecto de los films mudos. Ellos se esfuerzan, la película no los sigue. Ni hablar de la ridícula, absolutamente efectista y sin sentido alguno, escena del sueño, posiblemente la escena más emblemática de la incoherencia absoluta de la película. Pero hay más, porque si acaso todo arranca como una gran nada, cuando el film intente volcarse al drama, expondrá ya no solo falta de rigor, sino que la ausencia de la simpatía inicial termina mostrando cuan fútil es todo el plan. Hazanavicius sigue sacando de aquí y allá muchas cosas, pero la emoción y la intensidad dramática brillan por su ausencia. Si hasta el perro -pariente lejano de Asta, el fox terrier que interpretó a Mr. Smith (merecía un Oscar) en La pícara puritana (1937) y también trabajó en la serie de The Thin Man (1934)- apenas puede tolerar la puesta en escena arbitraria y sin brillo. El insulto final para el cinéfilo vendrá cuando sin ninguna vergüenza, el film tome nada menos que el tema de amor de Vértigo(1958) de Alfred Hitchcock, la cumbre del romanticismo cinematográfico y otra de las mejores películas de la historia del cine. Tampoco Vértigo fue nominada al Oscar a mejor película, por cierto. En una de las escenas memorables de Sunset Blvd. (El ocaso de una vida en Argentina), es decir, en una escena de Sunset Blvd., porque todas son memorables, el guionista Joe Gillis le dice a la estrella retirada Norma Desmond: “Usted solía ser grande”. Y ella contesta: “Yo sigo siendo grande, las películas se han vuelto más pequeñas”. El cine sigue siendo grande, películas como El artista son las que se han vuelto pequeñas.
Un 2x1 que resta más de lo que suma El punto de partida de esta comedia es la interpretación de dos personajes a cargo del mismo actor, Adam Sandler. Pero el guión no lo ayuda, aunque sí la aparición de famosos como Johnny Depp y Al Pacino. Los cómicos son personajes muy particulares. Si uno no conecta con ellos, es muy difícil entender o disfrutar sus películas. Desde Charles Chaplin a Jerry Lewis, los cómicos han sido siempre un tómalo o déjalo. Adam Sandler no es la excepción a la regla, es más bien la confirmación. En Jack y Jill, el protagonista de grandes comedias como Happy Gilmore, Billy Madison y El aguador, realiza una de sus apuestas más fuertes: personificar a dos gemelos idénticos (algo científicamente imposible porque uno es hombre y otra es mujer). A esta altura de la técnica cinematográfica, esto no es un problema y las acciones fluyen sin problemas ni distracciones, aun cuando uno sepa que el personaje de Jill es Adam Sandler disfrazado. Los problemas de la película no están en su propuesta ni en los primeros minutos del metraje, donde los chistes funcionan y los temores a presenciar una comedia bochornosa se van disipando. Pero el cielo despejado del comienzo pronto comenzará a nublarse. Tan simple como que no tienen suficientes ideas para armar un largometraje y la película entonces debe recurrir a personajes secundarios y escenas gratuitas que no aportan nada excepto minutos para llegar los noventa de rigor. Si la película no se hunde del todo es por la cantidad de cameos de amigos del director, y el número realmente alto de cómicos que van a apareciendo a lo largo de las escenas. Mención aparte merece Al Pacino, quien hace de sí mismo en una versión disparatada y auto paródica de su condición de mito cinematográfico. Pero incluso su participación es rara. Intencionalmente o no, la propia película habla de lo bajo que caen las estrellas que se vinculan con empresas para publicitarlas, sin embargo la película lo hace. Incluso tiene un momento un poco ofensivo en cuanto al exceso de publicidad de una empresa de cruceros. En la escena final, donde Al Pacino y el personaje de Adam Sandler conversan, uno no puede terminar de darse cuenta si se refieren al mundo de la publicidad o a la propia película. Lo cierto es que aunque el comienzo es bueno y las sorpresas y cameos (David Spade, Dana Carvey, Johnny Depp) abundan en el relato, lamentablemente más de la mitad de la película cae sin salvación en un bochorno que no lo es tanto por los chistes, como por lo poco interesante que resulta el guión. Esta versión de Adam Sandler por dos, entonces, termina sumando mucho menos que cuando el actor solo interpreta a un personaje.
EL HUMANISMO SEGÚN SPIELBERG En su nueva película, el más popular de los grandes genios de la historia del cine deja en claro dos cosas: su extraordinaria calidad como cineasta y su profunda convicción humanista. Las aproximaciones a una película o a un cineasta pueden ser muchas, y casi las hay tantas como espectadores existen. Pero a grandes rasgos lo que suele verse es que hay quienes evalúan a un film por lo divertido, otros por lo plausible, otros por el tema que dice tratar, otros por su calidad artística. Todo esto puede combinarse de infinitas maneras y varía según el producto que se tiene adelante. Lo que aun hoy me resulta asombroso es la manera en la cual espectadores y críticos son incapaces, muchas veces, de evaluar o valorar la cosmovisión de un film y un realizador. Las películas parecen ser tomadas como entretenimientos superficiales o como denuncias puntuales. Pero casi siempre se pasa por alto el punto de vista que un film y su director tienen sobre el mundo. Esa visión no sólo está expresada en el guión sino, sobretodo, en la estética del film y de su director. Y aclaro varias veces film y director porque obviamente hay films que no tienen a su director como verdadero y único artífice, sino la combinación de varias personas o un autor que no es el director. No es el caso de Caballo de guerra, dirigida por uno de los directores más personales de la historia del cine. No se puede pasar por una película sin preguntarse cuál es su mirada del mundo o sin pensar en que la puesta en escena es donde se expresa con mayor profundidad la mirada artística sobre la existencia humana. Caballo de guerra es la expresión pura y genuina de un director y su mundo. Mientras, muchos prefieren correr detrás de los vendedores de espejitos de colores, los efectistas de turno que vienen a descubrir la pólvora donde ya fue creada y no arañan ni en sus sueños la grandeza de los maestros, viejos o nuevos. La coyuntura junta a este film de Spielberg con otros nominados a los premios, entre ellos el Oscar, y existe la tentación de hacer comparaciones. Pero no es justo. Basta decir que films cuyo trabajo de dirección sólo consiste en ilustrar diálogos o directores pretenciosos pero finalmente confusos, o lisa y llanamente cineastas mediocres, no merecerían ser más respetados que Spielberg. Pero es parte de la vida de los maestros no ser del todo valorados en su camino, porque el camino de un artista suele ser muchas veces incomprendido. Spielberg es, entre los genios de la historia del cine, el más popular, pero a la vez el más subestimado por muchos críticos e incluso por muchos espectadores. La respuesta está en el propio cine de Spielberg. Es cuestión de sentarse y mirar. Las películas hacen el resto. La Primera Guerra Mundial fue la última guerra donde los caballos tuvieron una participación central. El caballo se convertiría, a partir de allí, en algo del pasado. Caballo de guerra es, a su manera, también algo del pasado, es un film que si bien está realizado con una técnica cinematográfica actual e impecable, resulta anacrónica y old fashioned por elección, estética y moral. Spielberg sabe que la forma de su cine es una forma clásica, sabe que él es anacrónico y no le preocupa. Este año se estrenó también Las aventuras de Tintin –El secreto del Unicornio , en la que hacía alarde de no hacer alarde alguno de modernidad. Una obra capaz de tomar la máxima tecnología digital para tener la estética de un film de aventuras de la década del 30 y del 40. Para quien ame el lenguaje cinematográfico, tanto este film de animación como Caballo de guerra, son dos films bellos, estéticamente complejos y nunca demagógicos. Este aspecto puede llegar a ser pasado por alto por críticos y espectadores, como si acaso no estuvieran en presencia de un arte cinematográfico superior. Como sea, el cine de Spielberg puede ser muchas cosas, pero nunca arbitrario, incoherente o sin sentido. Tiene una estética y una cosmovisión absolutamente definidas. (Se advierte al lector que a partir de este momento se analizarán escenas de la trama, quien no desea saberlas antes de ver el film, puede dejar de leer aquí) La forma en que la que se cuenta una historia es tan importante o más que la historia misma. Ignorar esto lleva a malinterpretar el cine. Por supuesto que la forma cinematográfica también puede ser vacía y no necesariamente por bella o impactante tiene detrás un sustento moral e ideológico. La manera en que se narra una historia y los temas que se tratan en esa historia deben estar sí o sí íntimamente ligados. En cada decisión de un director hay una moral, una ética que lo diferencia o lo emparenta con otros artistas o intelectuales. En el caso de Caballo de guerra , Spielberg se conecta, claramente, con su maestro. Las referencias fordianas que la película tiene son evidentes. Emily Watson, quien interpreta a la madre del protagonista, es una mujer fordiana absoluta y ¡Qué verde era mi valle! parece asomarse en más de un momento. Sin embargo, lo que Spielberg tomó de John Ford va más allá de encuadres y personajes. Spielberg se relaciona con Ford en su propensión hacia el pudor cinematográfico. En Caballo de guerra no son pocas las escenas que lo demuestran. Muchos personajes mueren en esta película, pero cada una de esas muertes está resuelta fuera de cuadro. El oficial inglés que cabalga sobre Joey jamás cae en batalla: simplemente vemos el caballo corriendo ya sin jinete. Los jóvenes soldados alemanes que son fusilados por desertores mueren fuera de nuestra mirada porque el aspa de un molino se interpone entre nosotros y el momento de su muerte. La niña holandesa simplemente ya no está. Andrew, el amigo de Albert, desaparece tapado por el gas pero no lo vemos caer. Pudoroso es Spielberg incluso en el nacimiento de Joey, donde el director nos evita el poco pudoroso plano del momento del parto, algo en lo que suelen regodearse la inmensa mayoría de los directores. Spielberg es un humanista, y esto se trasluce en la importancia que le da a sus personajes y sus características principales. Spielberg encuentra humanidad en todos lados, incluso en los peores momentos. Y no porque intente con esto negar la crueldad o la sordidez del mundo, sino porque busca, a través del caballo protagonista, recorrer el mundo a través de su costado más humano. De hecho Caballo de guerra es una película muy dura, donde presenciamos entre otras cosas, el sacrificio de la generación más joven. Son niños, adolescentes y jóvenes todos los que mueren en la película, nunca una persona mayor. La película muestra esto con ambigüedad digna del cine clásico. Presenciamos los instantes de grandeza en medio de la devastación. Joey cabalga, literalmente, por el valle de la muerte. O como dice un personaje refiriéndose a las palomas mensajeras, vuela por encima de la guerra para poder volver a casa. Se eleva por encima del desastre, no permite que la guerra y la destrucción le quiten su humanidad. No hay que aclarar acá que hablamos de la humanidad de un caballo, obvio juego de palabras para mostrar que es Joey el testigo de la historia. Como el del burro de Al azar Baltasar, es su punto de vista el que nos guía por la historia. A todas las escenas, tarde o temprano, llega Joey. Sin embargo, Spielberg es un director narrativo clásico y una de sus máximas virtudes es no permitir que la historia se le transforme en una alegoría. A diferencia del maestro Bresson, Spielberg sabe sacar el pie del acelerador porque su objetivo no es alegórico y no desea cargar las tintas sobre el caballo hasta transformarlo en pura metáfora. Spielberg es narrativo y consigue que Joey sea un personaje protagónico, que siga siendo funcional al relato, aun con sus fuertes evocaciones religiosas. Como buen humanista que es, posiblemente uno de los últimos en el mundo del cine, Spielberg muestra también optimismo. Ese optimismo claramente realzado en esa imagen de Lo que el viento se llevó , que evoca la expresión de “mañana será otro día” inmortalizada dentro de la historia grande del cine. Su optimismo no le hacer perder jamás lucidez ni profundidad ni dureza. Algunos realizadores hacen gala de crueldad y sordidez, Spielberg realiza el camino contrario. Es bueno que el espectador perciba esto y sea capaz de leerlo. No es lo mismo cualquier director, como no es lo mismo cualquier mirada del mundo y es deber y derecho de los espectadores estar atentos a la diferencia. Es Steven Spielberg un director tan clásico y tan extraordinario que muchos espectadores y críticos se entregan al relato y se olvidan de la complejidad del mismo. Pero en Spielberg, como en pocos directores de la historia del cine mundial, el espacio para la interpretación y el análisis es gigantesco. En estas líneas apenas si he podido arañar la superficie de una película enorme y bella, como suele ser toda la obra de Spielberg y como queda demostrado aquí una vez más.