La codicia, cuando se basa en hechos reales, es dos veces más miserable. Una ejemplificación de eso más la polémica del caso Kevin Spacey, el actor omnisciente, caído en desgracia, se unen en Todo el dinero del mundo, lo nuevo de Ridley Scott. Basada en hechos reales que tuvieron lugar a principios de los años 70, Todo el dinero del mundo cuenta un episodio en la vida de John Paul Getty, uno de los hombres más ricos del planeta. Uno de sus nietos de 18 años es secuestrado en Italia. La madre del joven, Gail Harris, intentará por todos los medios que el abuelo pague el rescate, pero el magnate se niega a cooperar con la extorsión. Entonces entra en juego el ex agente de la CIA, Fletcher Chase, quien intentará convencer a Getty antes de que sea demasiado tarde. Si bien es innegable la pericia del director de Blade Runner para narrar historias, Todo el dinero del mundo se resiente al no tener claro el foco de cuál es el aspecto más interesante de lo que cuenta, que es, sin duda, la vida de John Paul Getty. Un hombre que fue de los primeros en el mundo en superar la fortuna de 1.000 millones de dólares, que formó una colección de arte antiguo a la manera de Charles Foster Kane (el magnate de El Ciudadano, que a su vez se basaba en otro magnate, pero real, William Randolph Hearst). Getty era terriblemente avaro, a tal punto que hizo instalar en su mansión una cabina de teléfono público para que sus visitas no abusaran del de su casa. Él mismo lavaba su ropa interior para no gastar en lavandería. Y ni hablar en poner un peso para liberar a su nieto secuestrado. Ridley Scott y el guionista David Scarpa eligen decantarse por el thriller de secuestro al que le falta tensión. O una investigación salpicada de hechos pintorescos. Y con ribetes sangrientos, propias del cine gore. A la banda de secuestradores se la muestra como un grupo de campesinos improvisados con poca capacidad de negociación, en un asunto que los excede. A Gail (Michelle Williams), la ex nuera de Getty, la madre del secuestrado, la vemos como una pobre mujer que no tiene nada que ver con la familia de la que forma parte (aunque en el momento del secuestro estaba separada del hijo de Getty, que al parecer era un bueno para nada). Y al negociador Fletcher Chase (Mark Wahlberg) como un personaje que podría no estar y no cambia nada, salvo en un par de líneas de parlamento que, dichas por un actor que no sea una estrella, podrían causar el mismo efecto. Y para mayor pintoresquismo hay uno de los secuestradores italianos, encarnado por un actor francés, hablando en inglés (Romain Duris), que sufre una extraña fascinación por el joven secuestrado, como si tuviera el síndrome de Estocolmo, pero al revés. Mas un médico de la banda de delincuentes que parece un remedo de Menguele. Quizás de no haber sufrido la publicidad extra de ser la película en la que Kevin Spacey fue borrado de un plumazo por el escándalo de sus abusos sexuales y reemplazado por Christopher Plummer, que dicho sea de paso está excepcionalmente brillante, Todo el dinero del mundo hubiese pasado sin pena ni gloria. A lo que hay que agregar, además, las diferencias salariales al momento de efectuarse las tomas extras, por las cuales Mark Wahlberg habría cobrado un millón y medio de dólares cuando su compañera de reparto, Michelle Williams, sólo mil dólares.
Equilibrio entre drama y comedia. El amor y la soledad entre dos personajes de mundos distintos se retratan en Un amor inseparable dirigida por Michael Showalter. Kumail es un aspirante a comediante de stand up de Chicago que maneja un Uber. En una de sus actuaciones conoce a Emily, una estudiante de psicología. A pesar de una estricta regla que se autoimponen desde la primera noche que pasan juntos, de no verse dos días seguidos para no establecer una relación, se siguen frecuentando. El se la oculta a sus padres, que a toda costa pretenden que se case con una chica paquistaní -mediante la tradición de un matrimonio arreglado-. Ella, por el contrario, es abierta con sus progenitores y les ha dado detalles de su relación. Cuando es diagnosticada con una rara enfermedad que la deja en coma, la convivencia entre Kumail y los padres de ella en la sala de espera del hospital abre otro panorama en la vida de todos los personajes. Desde su estreno, hace un año en el Festival de Sundance 2017, Un amor inseparable (horrible título local) viene cosechando premios y elogios, hasta desembocar esta semana en una nominación al Oscar como mejor guión original. Nada mal en un panorama en el que la comedia parece estar en franco declive de ideas originales. Dirigida por Michael Showalter (uno de los guionistas y protagonistas del film de culto Wet Hot American Summer) y producida por Judd Apatow, la película fue escrita por Kumail Nanjiani -que se interpreta a sí mismo- y cuenta cómo se enamoró de su actual esposa, Emily V. Gordon, que es coguionista del film. Si hay elementos distintivos en Un amor inseparable, ellos son la honestidad y la humildad. No pretende arrancar carcajadas, ni marcar un trazo grueso en el pintoresquismo cultural paquistaní. Aunque coquetea con el clisé del musulmán terrorista de manera muy eficaz y arremete contra los matrimonios arreglados en la tradición de Paquistán con fina ironía. El humor que desprende esta comedia es el que se logra como respuesta para descomprimir tensión en situaciones dramáticas. Protagonizada por Kumail Nanjiani y la talentosa Zoe Kazan, descollan dos secundarios: Beth (Holly Hunter) y Therry (Ray Romano), padres de Emily, que, con la más absoluta solidez de interpretar a personas comunes, hacen brillar a sus personajes.
Pequeña gran vida, la última película de Alexander Payne, es una mirada con lupa a seres humanos reducidos que tienen los mismos problemas que el resto de los mortales pero a otra escala. Científicos noruegos desarrollan una tecnología por la que logran reducir a una persona de 1,80 en alguien de 12 centímetros. ¿Con qué fin? Al parecer para luchar contra la contaminación, el problema de los residuos y la falta de alimentos. Paul Safranek (Matt Damon) y su mujer Audrey (Kristen Wiig), más por motivos económicos (100.000 dólares se convierten en 10 millones en el pequeño mundo) que por razones filantrópicas, deciden someterse a este cambio, que tiene características irreversibles. Es una apuesta fuerte, pero todo sea porque se cumpla su sueño de clase media norteamericana. El cine de Alexander Payne siempre fue más proclive a la sutileza que al trazo grueso, a una fina observación de microcosmos y, en este caso, una mini réplica de la sociedad que acaba convirtiéndose en lo mismo que pretende combatir. El problema pareciera ser qué relación tiene el comportamiento de los seres humanos con respecto al mundo que habita. Podemos ser pequeños en relación al planeta en que vivimos y, así y todo, seguimos cometiendo grandes problemas. En la lectura política de los personajes de Payne, la solución a las dificultades del mundo (ese espejismo que es el reducir las personas y las cosas para tener un mundo mejor) es mera hipocresía de idealismo y militancia berreta, ecologismo y cientificismo mal aplicado y de cómo sociedades en apariencia más avanzadas se traducen en un hippismo que deviene en culto de fanáticos. En tanto la esencia del ser humano y sus mezquindades, el aprovechamiento de los marginales y las ambiciones monetarias, son sólo palabras que se critican de la boca para afuera. La sensación que se tiene viendo Pequeña gran vida es que se trata de un compendio de buenas ideas que no terminan de amalgamarse del todo. Es en términos de realización, la más ambiciosa de las obras de Payne que, aunque sin perder su tono melancólico e irónico, va introduciendo personajes: la esposa de Safranek, Dusan y su amigo Joris (una suerte de contrabandistas fiesteros de Europa del Este que eligieron reducirse para dejar de ser los perdedores de sus familias) Gnoc Lan, la militante vietnamita reducida en contra de su voluntad que termina trabajando como personal de limpieza de los ricos. Hay toda una fauna de gente con los que la película va cambiando de rumbo y tono en el guion de Payne y su colaborador Jim Taylor, que debilita la historia y la aleja emocionalmente de la manera en que el director de Entre copas nos tenía acostumbrados.
Más trágica que esperanzada. Así es La rueda de la maravilla, la obra número 48 de Woody Allen que vuelve a la nostalgia situando la acción en la mitad del pasado siglo. Coney Island, 1950. Mickey Rubin (Justin Timberlake) es un guardavidas de la playa junto al parque de atracciones y tiene aspiraciones de escritor. El es quien cuenta la historia de Ginny (Kate Winslet), una actriz con un carácter bastante volátil que trabaja como camarera. Su esposo es Humpty (Jim Belushi), un operador de calesita. Ginny y Humpty atraviesan una crisis porque además él tiene problemas con el alcohol. Por si fuera poco, la vida de todos se complica cuando aparece Carolina (Juno Temple), la hija de Humpty, distanciada de su padre desde hace cinco años, que está huyendo de la mafia por haber declarado en contra de su marido. A la vez, Ginny tiene un hijo de su primer matrimonio, al que lo único que le importa es ir al cine y prender fuego cualquier cosa. La nueva y puntual cita con el cine de Allen es aguda e ingeniosa en la manera en que entreteje las relaciones entre los personajes y en la forma en que el azar hace encajar piezas en un escenario (el parque de diversiones) en el que los protagonistas sufren, mientras otros se divierten. Un lugar en el que priman los colores y las risas, el estar distendido en la playa o el disfrutar de una comida o una vuelta en un carrusel o una noria, pero quienes trabajan en ello (la camarera, el operador de la calesita o el guardavidas) viven atrapados en sueños perdidos y desilusiones amorosas. Coney Island es un escenario en el que se persiguen sueños y se consiguen frustraciones. El lugar que, alguna vez, fue el balneario preferido de la clase alta de New York y luego de las guerras mundiales y del colapso financiero del ‘29 se transformó en refugio de malvivientes y tierra de perdedores. Fue mutando con el tiempo, como los sentimientos. Es un espacio que sirve también de metáfora del caer y volver a levantarse. Y su Wonder Wheel (tal el título original) es su ícono más famoso, junto a la montaña rusa de madera, Cyclone, que aparece en una escena de la película. Un artefacto (la Wonder Wheel) que da vueltas como la circularidad del (des)amor entre el puñado de personajes de este film y una montaña rusa con sus subidas y bajadas emocionales, melancólicas y desesperadas. Si en un período de la filmografía de Woody Allen sus cintas estaban cargadas de referencias cinéfilas, el realizador de Blue Jasmine elige, en este caso, menciones explícitas, o no tanto, al teatro: Chejov, Eugene O’Neill y fundamentalmente Tennessee Williams, con sus personajes perdedores y desamparados y la “heroína loca” de Un tranvía llamado deseo y El Zoo de cristal. Hay un guardavidas aspirante a dramaturgo y una ex actriz (Ginny), al borde de la locura, que sobre el final amenaza en convertirse en Blanche DuBois, cuyo marido (Humpty) por momentos parece un remedo de Kowalski. Ambos siempre al borde de la explosión, de un “clímax” teatral que Allen prefiere que no explote, para transformarlo en algo más larvado, para llevarlo al terreno cinematográfico. En La rueda de la maravilla, el octogenario realizador neoyorkino se apoya en un poderoso elenco, así como también lo es el equipo técnico. Comenzando con una espléndida Kate Winslet, que despliega toda una paleta de emociones. Jim Belushi está la altura que exige la actuación de Winslet, así como la hermosa Juno Temple. La superestrella Justin Timbelake es la rareza de esta cinta, sin que desmerezca el alto nivel de actuaciones de un elenco más acotado que el de la anterior realización de Allen: Café Society. Brillan la reconstrucción de época del diseñador de producción Santo Loquasto y la fotografía de Vittorio Storaro.
Inusual representación del Síndrome de Estocolmo en clave surrealista es lo que parece Heterofobia, segundo largometraje de Goyo Anchou. Experimento llevado al extremo, según sus condiciones de producción. Heterofobia cuenta el descenso al infierno de Mariano, un joven gay que, primero, es violado y, luego, rechazado por un amigo heterosexual con quien tenía aspiraciones amorosas. Heterofobia es una película que parece urgente, desordenada, con capas y capas de sentido, de superposiciones, de mezclas, de batalla, de rabia, de sinsentidos, de constante búsqueda. Por momentos es el elogio de la venganza o como ella misma se define: una rapsodia, esa composición de forma libre constituida por fragmentos de otras obras o con trozos de aires populares. Y en otros tramos es una abrumadora catarata de collages de imágenes y narraciones en off, en los que a veces no se logra centrar el interés y que, además, terminan siendo un lastre. Hay una insistencia en hablar de patriarcado cuando en realidad no se muestran personajes femeninos de peso. Habría que hablar más bien de machismo exacerbado en lugar de asociar homosexualidad con roles femeninos. De una primera parte en que el protagonista, Mariano, busca por todos los medios volver a ser el objeto del deseo del hombre que lo violó y del que él se ha enamorado, se pasa a otra con rituales mágicos de la tierra media y de ahí a convertirse en vampiro vengador, para finalmente, llegar a un final luminoso. Este segundo largo de Anchou, luego de La peli de Batato, desconcierta por momentos, con sus pretensiones citando a Kierkegaard, y por otros irrita disparando frases monocordes, exentas de tonos, dichas como una letanía, como cuando, sin modulaciones, una voz dice: “descartado como un gargajo en la tierra” y de ahí pasa a sonetos de Shakespeare.
Beata ignoranza es otra comedia italiana obsesionada con la tecnología. Todo comienza con un video viralizado, filmado con celulares, que ha recibido 925.000 visitas. En él dos profesores (uno amante de la tecnología y de las redes sociales y otro más apegado al tradicionalismo de la pedagogía clásica y amante de recitar poesía en la clase), se pelean ferozmente en el aula. Sucede que el asunto no es sólo cuestión de celular si o celular no. Arrastran una vieja rivalidad. Situación que la hija de ambos (uno es el padre biológico, el otro el que la crió) aprovecha para realizar un experimento que tendrá la forma de un documental sobre estas diferencias tecnológicas. Y como ambos hombres son amigos, a la vez que rivales, desde la infancia, el hecho dará pie a que se peleen como perro y gato, sin llegar a mayores. Porque el propósito de esta comedia es entretener a toda la familia. El director italiano Massimiliano Bruno echa mano de varios estereotipos y acciones secundarias, buenas dosis de histrionismo y ruptura de la cuarta pared en algunos momentos en que los personajes miran a cámara para involucrar al espectador. Pareciera que estas situaciones relacionadas con la tecnología están causando un impacto en el cine italiano que las viene abordando y que pudimos ver, recientemente, por ejemplo, en la muy exitosa Perfectos desconocidos. Aquí el asunto es de un trazo más grueso, más ampuloso, jugado por la pareja protagonista de Si Dios quiere: Marco Giallini y Alessandro Gassman. Lo que los guionistas Massimiliano Bruno, Gianni Corsi, Herbert Simone Paragnani nos vienen a decir es que lo que corrompe nuestras vidas es la irrupción de lo nuevo, lo que nos saca tiempo para hacer cosas mas útiles que estar mirando las pequeñas pantallas y que el ignorar esto es lo que nos haría más felices, más dichosos. Un debate de una época en crisis que Beata ignoranza asume como problemática a ser discutida.
Duro de cuidar es acción en grandes dosis y comicidad en menor medida protagonizada por una pareja actoral con buena química. Ryan Reynolds es Michael Bryce, un agente de seguridad caído en desgracia por una misión fallida, que tiene la responsabilidad de trasladar, sano y salvo, desde Londres hasta La Haya, a un sicario Darius Kinkaid (Samuel Jackson) que debe testificar contra un dictador de Bielorrusia, Vladislav Dukovich (Gary Oldman), que cometió crímenes de lesa humanidad. A cambio de su testimonio, Kinkaid pretende lograr la libertad de su encarcelada esposa Sonia (Salma Hayek). Bryce, por otro lado, de ser exitosa su misión, pretende reconquistar a su ex mujer (Elodie Yung), que trabaja en el Servicio de Inteligencia. El título original es The Hitman’s Bodyguard (El guardaespaldas del sicario) y resulta bastante irritante que, por inexplicables motivos de marketing, se lo haya cambiado a este Duro de cuidar que suena más a baby sitter teniendo que velar por una criatura insoportable. El director de todo esto es Patrick Hughes, responsable de Los indestructibles 3 (The Expendables 3), llevando a cabo una fórmula que nunca pierde vigencia, ya sea realizada con mayor o menor pirotecnia visual y verbal, que está sujeta a la química entre los actores elegidos. Esto es, una pareja que debe soportarse a pesar de las diferencias para llevar a cabo un fin. Dos tipos que se odian pero se respetan las lealtades. La cosa funciona (casi) siempre, desde Jerry Lewis y Dean Martin, pasando por Eddie Murphy y Nick Nolte en 48 horas, Robert De Niro y Charles Grodin en Midnight run, Mel Gibson y Danny Glover en Arma mortal, hasta la más reciente Dos tipos peligrosos con Ryan Gosling y Russell Crowe. En este caso, Ryan Reynolds, en un muy buen momento de su carrera, gracias a Deadpool y, quien ya es un clásico, aunque a veces se repita demasiado, Samuel Jackson. Es notable y para destacar la prolífica carrera del nominado al Oscar por Pulp Fiction, un actor cercano a los 70 años, cuya filmografía despegó con esa película, cuando contaba con 48 diciembres en su haber y que, desde entonces, está presente en las pantallas a un promedio de cinco films por temporada. Por el lado de las damas, una explosiva Salma Hayek es la latina que putea en dos idiomas. Duro de cuidar no tiene otra misión que la de entretener, con una despareja dosis de chistes no siempre eficaces y un envoltorio a veces lujoso (por moverse por grandes ciudades como Londres, Amsterdan y La Haya). Persecuciones en las que chocan autos, lanchas y motos, coreografiados como en la vieja escuela. Y en algunos momentos, explosiones y fuego generados por CGI que parecen medio berretas. En algunos tramos es caótica y en otros inusitadamente sangrienta. Quizás la clave para entender en que falla Duro de cuidar es que no se trata de una comedia de acción, sino más bien de una parodia. No en vano uno de sus posters es casi una caricatura de El guardaespaldas, con Whitney Houston y Kevin Costner. Aquí con Reynolds llevando en brazos a Jackson.
Un drama psicológico, en tiempos de la Guerra de Malvinas, en un lugar alejado, pero no tanto, del conflicto, con cuatro personajes en tensión, narra QTH de Alex Tossenberger. A 500 kilómetros de las Islas Malvinas, en el Canal de Beagle, un puñado de hombres tiene la misión de controlar una zona estratégica. El contraste entre cuatro personajes: un suboficial, un cabo y dos “colimbas”, de clases sociales distintas y, a la vez, dos maneras de sentir a la patria, uno de Tucumán y el otro de Buenos Aires. En un clima de tensa espera y escasa información. Como es poca también la preparación para enfrentar a un enemigo que puede estar en camino. La sinrazón de la guerra plasmada en un lugar colateral, el estar lejos del teatro de operaciones de Malvinas y, a la vez, quizás no tanto. La intranquilidad y la locura de un oficial de rango preocupado por comer bien junto a dos adolescentes inquietos por comunicarse con sus familias y un cabo que balancea la tiranía del que debe saber más de tareas militares pero que esconde el estar tan aterrado como los demás. A todos los exceden los acontecimientos, la guerra les queda grande. Porque el gobierno militar daba su último manotazo de ahogado bajo la impopularidad imperante. Y esa contienda, además de las bajas, se cobró más víctimas en las mentes de aquellos que tenían la guerra no tan cerca. En ese sentido, uno de los aciertos de QTH es trabajar un fuera de campo aterrador en el sonido, con los comunicados militares que trasmitía la radio, del que toda la ciudadanía estaba pendiente. Alex Tossenberger dirigió y escribió este drama psicológico que es otra mirada al conflicto bélico, lejos del combate y las explosiones. Sobre el no saber dónde estar ubicado. De ahí su título: QTH, un código para determinar la ubicación de los barcos. QTH asume riesgos. No siempre sale airoso de ellos, en parte porque esta obra de cámara presenta desparejas actuaciones, o quizás porque el tono de las mismas bordea cierta locura y otras una pretendida naturalidad, en los personajes compuestos por Osqui Guzmán, Jorge Sesán, Gonzalo López Jatib y Juan Manuel Barrera.
Si los perros volaran es un documental que trata de un personaje poco conocido del periodismo argentino: Rafael Perrotta. Tres realizadores, Gabriela Blanco, Maximiliano de la Puente y Lorena Díaz, tratan de desentrañar el enigma de la desaparición de Rafael Perrotta, un hombre que provenía de la clase alta argentina, de asistencia a misa todos los domingos, que había estudiado en colegios de elite, relacionado con Martínez de Hoz y Massera y, a la vez, con sacerdotes tercermundistas como el Padre Mugica. Ese moverse entre ámbitos tan dispares y su ingreso en secreto como militante al Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y a su brazo armado el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) pudieron haber sido motivo para su desaparición. Corrían los primeros años de la dictadura con su correlato de secuestros extorsivos, saqueo de bienes, torturas y asesinatos. Un amplio abanico de testimonios (tal vez demasiados) que van abriendo hipótesis sobre las causas que llevaron a la desaparición del director y propietario del periódico El Cronista Comercial: desde las palabras de sus hijos, de los trabajadores del diario y hasta de algunas de las plumas más brillantes del periodismo de esa época oscura de la historia argentina, en el formato de “cabezas parlantes”, se articulan aunque en ciertos tramos se vuelven monótonos y redundantes. Algunas animaciones y recreaciones ficcionalizadas no aportan demasiado. Lo que se trata de esclarecer es si Perrotta fue un idealista romántico, un caso de inmolación o si lo que algunos consideran un hecho de traición a su clase le costó la vida.
Tensión política y psicológica en envase de superproducción en La cordillera, tercer largometraje de Santiago Mitre. Ricardo Darín es Hernán Blanco, un político de La Pampa que ha escalado posiciones hasta convertirse en presidente de Argentina. Está a punto de partir hacia una cumbre de presidentes latinoamericanos que tendrá lugar en lo alto de la cordillera, en Chile. En ella se tratarán temas relacionados con la energía y el petróleo. En una reunión de asesores con su gente de confianza, entre los que se cuentan su asistente Luisa (Erica Rivas) y su jefe de gabinete Mariano Castex (Gerardo Romano), recibe la noticia de que el ex marido de su hija Marina (Dolores Fonzi) amenaza con revelar manejos turbios de su campaña como candidato a presidente. Una vez instalado en el resort de alta montaña lidiará contra los que le achacan su poco carisma y su perfil de hombre común; con el protagonismo del presidente de Brasil, que es a la vez proteccionista de los intereses de la región, y con el presidente de México que pretende que Estados Unidos entre en la alianza. A la vez que decide mandar a buscar a su hija, que sufre de cierta inestabilidad psíquica, para tener bajo control el tema relacionado con su ex yerno. Así como el cine argentino reciente imaginó una ficción con un premio Nobel de literatura de nuestro país (El ciudadano ilustre), en este caso lo novedoso es situar una acción en un contexto inédito: el de la diplomacia y los lobbies entre mandatarios. Claro que lo que en el primer caso necesitaba una referencia y un pantallazo (la entrega del premio en Suecia) aquí se nutre de toda una apabullante muestra de escenarios impactantes, vestuario impecable, autos de lujo y un hotel cinco estrellas que otorgan una inusual credibilidad para el cine nacional. Como en un juego de ajedrez en La cordillera se mueven piezas estratégicas para deslizarse en el tablero de la política internacional. Santiago Mitre y Mariano Llinás construyeron un guion en el que las referencias políticas pueden ser muchas, pero con especial cuidado de que los personajes y las acciones no tuvieran una identificación clara con personas existentes y no sea una mera recreación de la realidad, para crear su propia ficción. En ese sentido, en La cordillera se monta un hecho ficcional, situado en las altas esferas, para hablar de la condición humana y demostrar que las decisiones de cualquier persona -y más de aquellas situadas en altos sectores de poder-, están teñidas de mezquindades y salpicadas por conflictos familiares. Los acontecimientos políticos de lealtades, alianzas y traiciones, que en la primera parte de La cordillera atrapan al espectador por la eficacia de lo retratado, se ven alterados por un hecho de la esfera de la intimidad familiar. Este suceso parte a la película en dos, cuando tiene lugar algo que parece ser de naturaleza fantástica: la hija del mandatario argentino sufre un brote y para sacarla de ese trance se recurre a un psiquiatra que apela a la hipnosis. De ahí en más la película, que hasta entonces transcurría como thriller político, suma elementos para transformarse en thriller psicológico. Y es de este giro del que se vale para indagar sobre la integridad moral y ética de un personaje: un presidente que toma decisiones personales que influyen en la vida de todos los ciudadanos del país que gobierna. Con un elenco notable en el que Ricardo Darín deja de ser el hombre común para convertirse en presidente de Argentina, con singular aplomo, se luce igualmente una inquietante Dolores Fonzi. Y, aunque en roles con menos protagonismo, Erica Rivas y Gerardo Romano aportan solidez a un elenco internacional al que se suman el chileno Alfredo Castro (el psiquiatra especializado en hipnosis), Daniel Giménez Cacho (el presidente mexicano) y Christian Slater como el lobista estadounidense. Además de la española Elena Anaya, como la periodista que logra declaraciones claves que resignificarán la trama. Todos ellos le sacan todo el jugo posible a las cortas escenas en las que aparecen.