El cuarto largometraje de Andrew Haigh, Apóyate en mí, es un relato épico, en el pasaje de la niñez a la adolescencia y de ahí a la edad adulta, de un chico apabullado por situaciones dramáticas. Charley Thompson (Charlie Plummer) es un chico de 15 años que vive con su padre, casi abandonado a su suerte. Consigue trabajo, a fuerza de insistencia, con Del Montgomery (Steve Buscemi) un entrenador de caballos que circula por hipódromos menores y que ocasionalmente trabaja con una jinete, Bonnie (Chloë Sevigny). Charley se encariña con un caballo, Lean on Pete -tal es el nombre original de la película-, que hoy puede ser ganador, pero si muta a perdedor se puede convertir en alimento. Forzado por los giros inesperados del destino, entabla un viaje con el equino en busca del único familiar de sangre que le queda: su tía. Basada en una novela de Willy Vlautin, Apóyate en mí presenta episodios, a cada cual más desesperanzado, en una suerte de vía crucis en la vida de Charly, que no duda en moverse empujado por las circunstancias. Las opciones para avanzar en su camino no son tantas y lo que el film relata es la superación de escollos, aunque para sortear alguno de ellos se recurra a varios actos delictivos de poca monta. Además, si hay algo que caracteriza al personaje principal no es la astucia con mayúsculas, sino más bien cierta inocencia al recorrer un tramo de la vida con determinación a pesar de pruebas durísimas. El relato de Andrew Haigh -en su cuarta película luego de la aquí inédita Greek Pete, Weekend y la maravillosa 45 años- es, como en sus anteriores trabajos, introspectivo, pausado y reflexivo. Los personajes principales parecen tener más cosas en la cabeza que lo que sus actos reflejan. Charley deja que los demás hablen, observa, reflexiona y se mueve en consecuencia, con una lógica propia, equivocada o no, con cierta dosis de ingenuidad. En Apóyate en mí hay ecos del cine social británico, especialmente de Kes, uno de los primeros largometrajes de Ken Loach, que cuenta la relación entre un chico rebelde, bastante desamparado y un halcón. En ambos casos, la relación joven y animal funciona como reflejo de libertad y desamparo. A la vez que los animales son imposibles interlocutores que sólo mueven a la propia reflexión.
El nuevo traspaso al cine de una novela de Nick Hornby, Amor de vinilo, es una comedia romántica sumamente eficaz, sin pretensiones de ser inolvidable, pero que se convierte en un entramado de situaciones y personajes entrañables. Annie (Rose Byrne) y Duncan (Chris O’Dowd), ambos cercanos a los cuarenta años, forman una pareja desgastada por la rutina, cuyo presente está sostenido con alfileres. Ella es la encargada en un museo de una pequeña localidad costera de Inglaterra. Él da clases de análisis audiovisual, pero ocupa la mayoría de su tiempo en cultivar su fanatismo por un músico de rock de los noventa: Tucker Crowe (Ethan Hawke), quien luego de publicar un álbum desapareció misteriosamente de la escena musical. Cuando aparece una grabación inédita del retirado rock star, Annie, bajo un seudónimo, deja una mala reseña sobre ese material en el sitio que el profesor tiene sobre el cantante. Inesperadamente, Annie y Tucker comienzan a mantener una comunicación vía e-mail, para luego conocerse personalmente. Amor de vinilo, cuyo título original es Juliet, naked, está basada en una novela de Nick Hornby, autor de los libros también convertidos en películas: Alta fidelidad y Un gran chico. Ambas, además, como esta, son historias que tienen a la música como elemento fundamental. Al mismo tiempo que presentan personajes que tienen un lazo con la cultura popular, son graciosos, cálidos, imperfectos. Son anti-héroes con algo de egoísmo, un poco inmaduros, en cierto grado patéticos, pero sumamente queribles. Jesse Peretz, con una gran experiencia televisiva, que fuera además bajista de un grupo de los noventa, The Lemonheads -por lo tanto, conoce perfectamente el paño-, dirige esta entrañable comedia, sin exageraciones, con personajes amables (sin que esto resulte peyorativo, por el contrario: el “menos es más”, es aquí una virtud). Amor de vinilo es una comedia romántica no edulcorada, con dosis justas de nostalgia que conecta el pasado (el del músico, el de la muestra del museo en el que trabaja Annie, el de la obsesión de Duncan) con la realidad del presente. Después de todo, la actualidad del músico, con todos los avatares de la gran cantidad de hijos que tuvo en su desordenada vida, es un calidoscopio de interrogantes con múltiples historias a futuro. La eficacia de esta película no sería la misma de no ser actuada por el trío protagónico, en especial por la química que se establece entre la magnética Rose Byrne y el perfecto Ethan Hawke.
María Alché, actriz y realizadora, entrega en su ópera prima Familia sumergida, presentada en el Festival de Locarno y ganadora de la competencia Horizontes Latinos en el reciente Festival de San Sebastián, un trabajo que se mueve entre la fascinación y lo inquietante: el momento en el que una mujer, sobre la que pivotea una familia, debe hacer frente a la muerte de un ser querido. Un recorte de varias vidas a partir del momento en que muere Rina, hermana de Marcela (Mercedes Morán) y la dinámica de desarmar una casa y lidiar con hijos, marido y medio hermano. El trauma de vaciar una casa y acusar recibo del impacto de remover el pasado y revisar el presente. La propuesta de Alché puede resistirse a quienes no logren entrar en el clima enrarecido del relato, en parte por la conjunción de elementos realistas con otros oníricos y algunos absurdos y graciosos a su pesar. Una sumatoria de derivaciones insospechadas que nunca terminan de resolverse del todo. Porque la intención no es juzgar. Es que en la vida de Marcela aparecen fantasmas: esas mujeres sentadas en su living que relatan hechos familiares del pasado, con otras apariciones “reales”, como Nacho, el amigo de sus hijas, al que le han cancelado un viaje por el que se iba a vivir a otro país, motivo por el cual se ha desprendido de todos sus bienes y hasta le hicieron una despedida. Ahora él deambula por hoteles, para evitar la vergüenza de ese fracaso. Marcela tiene erráticos encuentros con él, visitando parientes, viviendo situaciones algo insólitas y ambiguas. Alché mira la realidad con lentes deformantes, por momentos con lupa, otras con microscopio y otras con prismas que distorsionan. Es ese momento de quiebre en el que la muerte de alguien cercano hace tomar conciencia de la propia finitud. Y Marcela, en medio de esa selva en que se ha convertido su living, por sumar a su casa las plantas de su hermana fallecida, se permite vivir nuevas experiencias, algunas reales, otras en su cabeza. En ese desarmar la casa de alguien que ha muerto tiene igual peso el conservar una fuente a toda costa, que el revisar fotografías y remover el pasado en imágenes. Todo en una dinámica de familia de clase media, con tres hijos, que viven en un departamento que quizás les quede chico, en donde se rompe el lavarropas, el hijo pide que le planchen una camisa, las hermanas se pelean por una prenda o reclaman un cuarto propio, el marido se va de viaje por trabajo y todos parecen estar en la suya en el periodo en que Marcela necesita contención. Mercedes Morán, de gran presencia este año en el cine argentino, entrega quizás su mejor trabajo, más introspectivo que en otras ocasiones.
Luego de su paso por la Quincena de Realizadores en el último Festival de Cannes, llega El motoarrebatador, una muy buena propuesta del cine independiente argentino proveniente de Tucumán. En Tucumán, con telón de fondo de una situación caótica de la policía autoacuartelada en el año 2013, dos delincuentes aguardan a la salida de un cajero automático a una mujer. Para robarle la cartera la arrastran varios metros. La señora queda inconsciente, tirada en la vereda. Luego de repartirse el botín en un basural, uno de ellos, con cierto cargo de conciencia, decide averiguar qué pasó con la víctima. Da con ella en un hospital y se entera de que ha perdido la memoria. Aprovechando esta situación se hace pasar por un conocido y se instala en su casa durante su convalecencia, cuidándola, además, mientras permanece internada. En El motorreabatador lo marginal no significa sordidez extrema. Elena y Miguel, tales los nombres de la pareja protagónica son dos seres que buscan redención. De uno sabemos los motivos: un hombre separado de su mujer, con un hijo pequeño, al que la situación de robar lo deja al borde de ser un asesino y no quiere eso para su vida. La mujer, quizás aproveche su estado de amnesia para cambiar de vida y dejar atrás su pasado que tiene aristas poco claras. Y aquí entra a jugar otro de los temas claves: la desconfianza. Hay una crisis en creer en el otro, en establecer vínculos por conveniencia o por necesidad. La suspicacia de pensar todo el tiempo que el otro nos quiere robar o quiere sacar alguna ventaja. Los personajes principales se mueven en un terreno de ambigüedad en la nueva relación que establecen: parecen ser tía y sobrino, madre e hijo, dueña de casa e inquilino y hasta un peculiar matrimonio. Y si bien esos equívocos dan lugar a que, por momentos, la película se instale en un plano de comedia, son los espacios los que van marcando los géneros, por momentos hay drama y comedia puertas adentro, mientras que en el afuera el asunto se transforma en western. Uno en el que la calle es tierra de nadie, con motos reemplazando a caballos, donde no impera la ley en el momento de caos en el que la policía deja de cumplir su función y la delincuencia arrasa con un supermercado como una banda de forajidos. El director Agustín Toscano realiza su segunda película, esta vez en solitario, luego de codirigir Los dueños con Ezequiel Radusky. Y es para destacar que haya un cine independiente argentino que provenga de un lugar que no sea Buenos Aires, conservando el color local, en este caso Tucumán. Suma la credibilidad de excelentes actores no conocidos, como es el caso de Liliana Suárez y Sergio Prina.
E il cibo va, el viaje de la comida italiana es un documental sobre los platos típicos del país y sus adaptaciones a partir de la inmigración: cambios, transformaciones y fusiones en un mundo globalizado. Cuando la comida avanza en su viaje por el mundo, va transformando todos los destinos que toca. Después de todo, E il cibo va, toma su nombre del film de Fellini, Y la nave va. Y en ese recorrido que parte de Italia para llegar fundamentalmente a dos ciudades con puertos que recibieron inmigrantes, New York y Buenos Aires, va mutando. Y así nos enteramos que albóndigas con fideos, plato tan típico de la gran manzana, no es algo que exista en Italia. O que la milanesa a la napolitana es una contradicción, o se es de Milán o se es de Nápoles, aunque los argentinos la adoremos y a los puristas de las academias de gastronomía de Italia les parezca una aberración. El il cibo va, el viaje de la comida italiana es un documental que mueve a la curiosidad de saber más, con datos dichos como al pasar, como por ejemplo sobre la carbonara, que es un plato y no una salsa, como vemos en muchos menús. La particularidad es que se hace con un queso específico (el Pecorino Romano) y un chacinado de cerdo que no se consigue fuera de Italia. O cómo se prepara la Bagna cauda en Humberto Primo, Santa Fe, que es denominada la capital de dicho plato y tiene una bulliciosa fiesta que lo celebra. Lo concreto es que este manjar de origen piamontés sufrió modificaciones cuando cruzó el Atlántico. Los ingredientes principales son el ajo, las anchoas y el aceite de oliva, que era un componente caro y no muy fácil de conseguir en la cuenca lechera y fue reemplazado por manteca y crema, que abundaban en esa zona. Toda comida es de fusión y las condiciones sociales y geográficas van innovando los platos. En un mundo globalizado, ya no puede sorprender que platos típicos de la península sean ejecutados por cocineros mexicanos en Brooklyn. O que tambos italianos sean operados por trabajadores sihk de India y rumanos cosechen en viñedos de la Toscana. Y tal vez este fenómeno de transformaciones que parece nuevo no lo sea tanto. Desde el momento en que los inmigrantes italianos descubrieron la abundancia de la carne en América, y especialmente en Argentina, incorporaron las parrillas en las casas y transformaron la manera de hacer asado que tradicionalmente se hacía en estacas o cruces. Los inmigrantes fueron incorporando a su dieta comidas más rápidas de hacer, como bien menciona Leonardo Fumarola, del restaurante L’adesso ¿para qué poner porotos en remojo, si se puede hacer un churrasco en cinco minutos? Mercedes Córdova capitanea las aguas de este documental en el que todos esos cruces están presentes de manera deliciosa. En una amalgama de rastrear orígenes, perpetuar recetas y verlas modificarse. Instala la polémica entre fundamentalistas conservadores que defienden con uñas, dientes y paladares la pizza napolitana a la piedra y la legión de amantes de la pizza al molde de los locales de Buenos Aires.
Dispares resultados en la adaptación cinematográfica de un bestseller ofrece Perdida. La temprana desaparición de Cornelia Villalba en un viaje al sur argentino cuando se encontraba junto a cuatro compañeras de colegio, marca a fuego la vida de Manuela Pelari (Pipa). El hecho, ocurrido 14 años atrás, vuelve a inquietar a su mejor amiga, ahora convertida en policía. Luego de una misa en memoria de la chica que se esfumó, una serie de extraños hechos, que dan más pistas sobre la adolescente, más el pedido de la madre de Cornelia, la ahora agente del orden decide reabrir el caso. Una trama que involucra trata de personas, complicidad policial y lazos de traiciones y lealtades. Perdida se basa en el bestseller de Florencia Etcheves, Cornelia. Su traspaso a la pantalla grande cae en la tentación de llenar todos los casilleros para cumplir con los requisitos de ser un policial que entretenga con un dejo de denuncia en un tema muy grave como lo es la trata de personas. El problema es que se convierte en un copiar y pegar todos los cliches que se han visto en otras películas y series. Si hasta el personaje de Oriana Sabatini parece un remedo de Lisbeth Salander, la heroína de Stieg Larsson. La tensión y el suspenso son demasiado leves, en lugar de avanzar hacia un final de resolución total se decanta por pequeños núcleos que se van resolviendo. Eso le quita a la trama una electricidad que lleve a un clímax final. Filmada en Buenos Aires, Canarias y San Martín de los Andes, no basta la grandilocuencia de algunas escenas para lograr un buen producto. En este sentido, el reciente cine argentino industrial está haciendo un abusivo uso de las grúas y los drones que resulta vistoso, pero que expresivamente no significa nada. Quizás si se gastara esa plata en consultores de guiones, los resultados serían otros. Con un dispar protagonismo de Luisana Lopilato, por momentos se la nota muy forzada queriendo salir de su zona de confort, aunque es indudable su fotogenia. Resulta extraño que actores de mayor solidez, como Rafael Spregelburd o María Onetto tampoco acierten con el tono de sus personajes, quizás debido a esforzados textos. A ellos se agregan demasiados secundarios, algunos de origen tan diverso como el youtuber Julián Serrano, en un papel cuestionable para su debut en cine, sobre todo teniendo en cuenta que su público es adolescente. La española Amaia Salamanca es quien mejor acierta en el desempeño de su personaje.
Precandidata al Oscar por Italia, La Ciambra, segundo film del ítalo-estadounidense Jonas Carpignano, con Martin Scorsese como productor ejecutivo, retrata marginalidad sin trazo grueso. La Ciambra es un barrio periférico en Gioia Tauro, en Calabria. Allí viven los Amato, un clan de zíngaros, con abuelo, madre, padre, hermanos, primos, en una amalgama por subsistir como se puede: haciendo changas, desvalijando casas, secuestrando vehículos, colgándose de la luz, robando valijas en los trenes. En esa marginalidad, el relato de Jonas Carpignano elige seguir especialmente la vida de Pio Amato que, con 14 años, fuma, toma y comete algunos delitos en su salida de la infancia y entrada al mundo de los adultos. Cuando su padre y su hermano son detenidos, él se arroga el rol del jefe de familia o, al menos, de tomar las riendas para conseguir el sustento económico del clan. Narrada entre los imprecisos límites entre documental y ficción, La Ciambra no cae en los lugares comunes en que, a veces, incurren este tipo de relatos, que es ser sólo contemplativo de una dura realidad. Ficciona circunstancias que vivió su director durante la filmación de su película anterior, Mediterranea: el robo de sus equipos de filmación por el que las bandas piden un rescate y lo traslada a su segunda película. Más el agregado de otros hechos con los que pinta esta aldea. Circula cierto aire al neorrealismo, con la presencia de actores no profesionales. Carpignano se enamoró tanto de los personajes de su ópera prima que repitió a algunos: Ayiva (Koudous Seihon), natural de Burkina Faso, era el protagonista de Mediterranea y Pio (Pio Amato) tenía un pequeño papel. En este caso las jerarquías se invierten, pero se conserva la relación de amistad establecida en el debut del realizador ítalo-estadounidense. La odisea de refugiados e inmigrantes buscando su lugar en el mundo hostil que los expulsa y los margina. Pio es un personaje que actúa como adulto -cuando los demás lo ven como niño-, toma decisiones fuertes para suplantar a sus parientes en la cárcel. Y aunque se atreve con el alcohol y el tabaco y coquetea con el sexo con cierto miedo a consumarlo, sigue siendo un niño que teme estar en un tren en movimiento y al encierro en los ascensores. Así de ambivalentes son las cosas en esta película, porque de lo que se trata es de no juzgar con un dedo acusador sino de mostrar una realidad desde la óptica de un chico de 14 años, analfabeto, que quizás no se dé cuenta del todo del espesor dramático de su entorno, acaso por no conocer otra situación que la de la urgencia del subsistir.
El nuevo opus de Paul Thomas Anderson, El hilo fantasma, es cine en su estado más puro. Los pliegues de una relación filial en un ambiente de exquisitez, más el bordado de una historia de amor envenenado. En el Londres de los ’50, Reynolds Woodcock descolla como diseñador de alta costura. Es, como él mismo se define, “un soltero confirmado”. Lo suyo es coser, sudar, coser. Deja secretamente escondidos entre los pliegues de la ropa, mensajes, palabras y hasta un mechón de pelo de su madre muerta. Es metódico, caprichoso y atormentado. Vive con su hermana Cyril, su mano derecha. Habitan y trabajan en una casa de modas con rutina de fábrica, con obreras uniformadas. Un creador supremo y una administradora. En una escapada a las afueras de la ciudad se topará con Alma, una moza del bar de un hotel, que transformará su vida por completo. Reynolds conocerá a Alma en un tropiezo, en el lugar donde va a desayunar la mañana que sigue a la noche en la que huye de la ciudad a toda velocidad. Se escapa para no enfrentar ni dar la cara a su última amante, a la que ya no soporta. Su hermana se encargará de sacarla de la casa. En ese encuentro él será desafiante al quitarle a la camarera el papel con las anotaciones de sus complejas órdenes. La joven redoblará la apuesta cuando él compruebe que todo lo que ha pedido ha sido traído a la perfección. Entonces, cuando la invite a cenar, ella sacará de su bolsillo una nota que dice: “Para el hombre hambriento, mi nombre es Alma”. En esta especie de destino escrito en el que a Reynolds lo reconforta la idea de que los muertos visitan a los vivos, el recuerdo de la madre fallecida llega para aliviarlo. Y la figura de Alma, con su pasado desconocido, su origen extranjero incierto, su figura de amor, musa, modelo, empleada, amante, habitante de la casa sin rol determinado, será por un tiempo la cura a su mal resuelto complejo de Edipo. Por momentos la recién llegada parece inocente y en otros una bruja hechicera capaz de preparar venenos que caben en un dedal de costura. Todo a la manera del cuento gótico, en el que pesa una maldición por la cual quien realiza un vestido de novia no se casa (Reynolds hizo el de la segunda boda de su madre, con la ayuda de su hermana). Hay una atmósfera de misterio y suspenso, los personajes son melancólicos o tienen cambios de ánimo. Y si bien la acción no transcurre en un castillo, la mansión Woodcock tiene suficiente cantidad de escaleras y puertas como para parecerlo, y en cuya parte más alta los protagonistas viven en una especie de encierro de alcobas. Paul Thomas Anderson es el autor del guion, crea a un creador, en el que la moda tiene, en apariencia, un papel preponderante, para tejer relaciones de amor con sus constantes cambios basados en disputar quién tiene el poder en la pareja. Su historia posee además puntadas que muestran un entramado social, en el que juegan las apariencias, las hipocresías y los disfraces ¿no son acaso los vestidos artificios con los que alguien cambia o modifica su aspecto o condición? Al comienzo de la película, el director de Magnolia deja clara su autoría, jugando con el nombre del film en un monograma en el que destacan P y T (sus iniciales) y un hilo que entrelaza las letras del título original, Phantom Thread. A continuación se escucha un casi imperceptible crepitar de leños, a la luz de los cuales Alma describe a Reynolds y su relación con él. Unas llamas que predicen una relación que no parece apasionada, pero que los consume y los alimenta a la vez. No sabemos hasta avanzada la película quien es su interlocutor ¿un periodista, un psicólogo, un confidente, un médico? Hay además una compleja relación de hermanos, en la que Reynolds llama a Cyril “my old so and so” apelativo que puede ser tanto mi antigua fulanita como también mi vieja despreciable. En esa articulación del lazo de sangre en el que ella cede el lugar de estrella al hermano, el éxito de él no sería posible sin su intervención. Ella administra, ordena, hace el trabajo sucio, siempre con diplomáticas frases y cara sonriente pero ante la menor insinuación de desprecio no duda en decirle en la cara: “No busques pelea conmigo, no vas a salir vivo”. La provocación y perturbación de los tres personajes principales va mutando de uno al otro. Al punto tal de que en el momento en el que Cyril conoce a Alma en la casa de campo, lo primero que hace es acercarse a ella oliéndola, adivinando los aromas que lleva en la piel, como un animal, primitiva, marcando territorio. Alma parece una cachorra aterrorizada aprendiendo los códigos en un vínculo viciado. La inspiración para retratar a Woodcock, se dice, fue Cristóbal Balenciaga, un diseñador considerado uno de los más grandes creadores de alta costura, un tipo enigmático, que sólo dio una entrevista en su vida. Realizó el vestido de novia de la reina Fabiola de Bélgica y un episodio similar, de características dramáticas, tiene lugar en la película. Además de ciertos personajes con características afines al playboy dominicano Porfirio Rubirosa y Barbara Hutton, la millonaria heredera estadounidense, y algunos otros de la realeza europea. Si hay algo que hace único al cine de Anderson es su prodigiosa construcción de planos, de un preciosismo exquisito, sus encuadres perfectos, apoyados en la solidez de los intérpretes, en cuyos rostros escribe la historia. En los acercamientos a sus rostros, de apabullante intimidad, se leen las emociones de cada personaje. Esto no sería posible sin la elección más acertada para cada uno de ellos, en especial, el trío protagónico. Daniel Day-Lewis en lo que puede ser el rol con el que se retira del cine. Si así fuera, sería con toda la gloria. Es un actor meticuloso que investiga sus personajes hasta convertirse en ellos durante el tiempo completo que dura el rodaje. No hace de Reynolds Woodcock, ES EL con cada parte de su cuerpo. Lesley Manville, con solo caminar o acomodarse el pelo detrás de las orejas, exuda autoridad escénica que transmite en eficacia cinematográfica. Vicky Krieps es la gran revelación, es camaleónica en cada escena en la que despliega un abanico de emociones impresionantes. La música de Jonny Greenwood (el guitarrista de Radiohead) envuelve, invade, da ritmo a El hilo fantasma. Su aporte es fundamental para lograr el clima exacto a cada secuencia de las dos horas diez minutos que dura la película. Que a pesar de tratarse casi de una obra de cámara, nunca es morosa y fluye a la manera de un thriller con envase glamoroso y elegante.
Cambiar un tanque por un caballo, para resaltar heroísmo, es el mensaje de Tropa de héroes, anodina realización de Nicolai Fuglsig. Después de los atentados del 11 de septiembre un equipo de soldados de élite de las Fuerzas Especiales, en colaboración con la CIA y operativos de la Fuerza Aérea, unen sus fuerzas con la Alianza del Norte de Afganistán para derrotar a los talibanes que gobiernan. Tras conseguir introducirse en secreto en el país, este grupo de hombres, encabezado por Mitch Nelson (Chris Hemsworth), es el encargado de poner en práctica una peligrosa misión. En las escarpadas montañas deberán convencer al general Dostum (Navid Negahban) de la Alianza del Norte para unir fuerzas y combatir juntos a los talibanes y Al Qaeda. En esta arriesgada tarea no necesitarán tanques, ya que será una batalla librada a caballo. Salpicado con predecibles dosis de emocionalidad (las despedidas de las esposas e hijos antes de partir a territorio enemigo, la relación que establecen algunos soldados con niños en territorio afgano, la explicación de las diferencias entre ser un soldado y ser un guerrero, el hecho de que cada uno de los miembros de esta fuerza llevara consigo un trozo de metal de las Torres gemelas como amuleto) y una mera corrección a la hora de mostrar batallas y ataques, ubican a esta producción de Jerry Bruckheimer en un mediocre panfleto patriotero. Un relato que intenta mostrar el heroísmo de este pequeño grupo de hombres que se internaron en un territorio hostil y contaron sólo con seis caballos para llegar a destino, aunque a decir verdad estaban apoyados por fuerzas de todo tipo en un número mucho mayor, en lo que fue la punta de lanza de algo más grande. Sobre todo teniendo en cuenta que al primer desembarco de estos 12 soldados le fue seguida la llamada “Operación Libertad Duradera” de la que participaron aproximadamente 30000 soldados estadounidenses. Tropa de héroes se basa en un libro de Doug Stanton, Horse soldiers (Soldados a caballo: La extraordinaria historia de una banda de soldados estadounidenses que cabalgaron a la victoria en Afganistán). Esta extraña mezcla de soldados del siglo XXI equipados con alta tecnología, montados en un caballo afgano le confiere un aire de falso western que puede velar -en el sentido de tapar- sus intenciones de mostrar el negocio de la guerra y conciliarlo con la exploración de un territorio -el Oeste- en proceso de fundación. Pero es sabida la fascinación de los estadounidenses y de Hollywood en especial, por las fuerzas armadas. Y quien piense lo contrario que vea el homenaje “en agradecimiento y honor a los hombres y mujeres en servicio alrededor del mundo” que le brindaron hace unos días en la última entrega del Oscar, en una ceremonia que estuvo teñida de reivindicación a las minorías, a premiar a los maltratados vecinos mexicanos y a apoyar a las mujeres. Quien piense que Hollywood está abandonando la hipocresía, que vea Tropa de héroes y se dará cuenta de que todo sigue igual.
Den of Thieves: El robo perfecto es testosterona al por mayor en acciones paralelas a ambos lados de la ley. Los Angeles y sus alrededores tienen una población de casi 20 millones de habitantes. Es la ciudad de EE.UU. donde se cometen numerosos asaltos a bancos, más que en ninguna otra de ese país. Una banda de ladrones comete un robo menor en el que algo sale mal y mueren policías. Eso los convierte en los criminales más buscados, especialmente por el grupo de policías liderados por “Big” Nick O’Brien (Gerald Butler), que tiene métodos nada ortodoxos para investigar el caso. Del otro lado de la ley está Ray Merrimen (Pablo Schreiber), un veterano de la guerra en Irak. Los criminales y los policías parecen estar amalgamados y si se entrecruzan los roles es porque, como dice el mismo Big Nick, él y los suyos son como una pandilla pero con placas. Tanto como para advertirles a los ladrones quiénes son los verdaderos chicos malos. El eterno juego del gato y el ratón, dos bandos que se conocen, se miden, se amenazan, se vigilan y están atentos al próximo paso del otro. Christian Gudegast hace su debut como director con Den of Thieves: El robo perfecto y el defecto de su opera prima es poner demasiados elementos para darle espesor a su historia. Su capricho parece ser el querer sumarle peso dramático y conflicto a los personajes principales, en especial al de Butler, para ganar prestigio como realizador. Con una duración demasiado larga (2 horas y 20 minutos) el asunto se hace, por momentos, tedioso. Hay además, una inexplicable obsesión por colocar subtítulos con los barrios en los que suceden las acciones y otros con los nombres de los personajes que no agrega nada a la trama. Sobrevuela en el film cierto aire a Fuego contra fuego (Michael Mann) y una gran carga de misoginia, a tal punto que los personajes femeninos podrían haber sido eliminados y dejar la cosa en un duelo de machos alfa y nada se hubiera resentido. A poco más de un mes de su estreno en USA, ya se ha anunciado su secuela cuyo escenario será Europa. Eso explica, en parte, el giro que toma la última escena.