La nueva propuesta cinematográfica producida por el realizador Jud Appatow, que tuvo su estreno hace más un año en el Festival de Sundance, hoy se presenta en nuestro país con la traducción criolla de un título que suena bastante ingrato. Lo que en su idioma original es The Big Sick, aquí lo transformaron en Un amor inseparable. La historia de este filme está basada en una vivencia autobiográfica de Kumail Nanjiani, el mismo protagonista de la película que lleva en la pantalla su propio nombre, más el guión que fue co-escrito junto a su esposa Emily Gordon. En esta trama se entretejen una historia de comedia y romance sumado a todas las vicisitudes de un pakistaní que quiere insertarse en los Estados Unidos y resolver sus necesidades de definir una identidad. Su lucha interna batalla con las tradiciones culturales y religiosas de su origen musulmán, en el cuadro de una familia tradicional que puja por mantenerlo en la senda de Alá. Kumail vive con un amigo de las “tablas”, hace unas changuitas con su auto en Uber, pero ante todo es un standapero que busca su destino entre los escenarios, los comediantes y el uso del humor como una reflexión sobre su origen y sus luchas identitarias. Un día conoce a la chica que no debe, esa que no entra dentro del plan familiar, una joven rubia y americana Emily, de la cual se enamora velozmente y ambos entran en esa nube del encantamiento en un abrir y cerrar de ojos. Pero Emily y Kumail se distancian y en ese tránsito ella cae fatalmente enferma hasta llegar a estar en coma. Esta situación imprevisible y poco feliz encuentra a Kumail con los padres de Emily (interpretados genialmente por Holly Hunter y Ray Romano) con los que transitará día y noche debido a la convalecencia de ella, lo que les permitirá conocerse más allá de sus diferencias culturales y descubrir quienes son y que quieren de los afectos y los vínculos que los definen en el mundo. La intención del filme es claramente la de agradar/complacer al espectador, eso que hoy llaman crowd-pleaser, cosa que la película puede lograr por la presencia y construcción altamente solvente de algunos personajes, en especial de los padres de Emily llevados de la mano de dos grandes actores que le dan sangre y frescura al drama del relato. También suma al “agrado popular” la temática de los problemas de identidad por oposición de culturas, que puede seguir siendo atractivo más si no se pasan de decibeles narrativos, como aquí lo intenta esta historia que juega con el mundillo de “las diferencias irreconciliables” pero frena a tiempo, antes de que se nos haga un pegote cinematográfico. Pero querer agradar no es en general la mejor receta, y la película no logra la originalidad que pareciera pretender. La hipótesis de que la autobiografía y el sello autoral pseudo indie le darán el brillo que hace falta, no resulta del todo. Lo autobiográfico no narra algo sorprendente o distinto a otras historias, ni la condición autoral es lo suficientemente rica en su pluma ni en su realización. Logran que se vea como una comedia más canchera con algo de humor negro, no tan habitual en la comedia romántica, y con algunos personajes ricamente elaborados, pero justamente los protagonistas no son los mejores personajes, ni están compuestos por los mejores actores, y eso se percibe desde la primera escena hasta el final. Sumémosle que sus 120 minutos le dan tela para muchas digresiones y con ellas el ritmo se ablanda, la progresión se hace lenta y extensa en demasía para el contenido dramático que maneja. El logro de este filme es, indudablemente, la intención de salir del aburrido binomio cliché de la media de las comedias románticas estadounidenses y las malas copias que se realizan en otros países. Con errores y aciertos trata de poner pie en otras aguas y se juega para agregarle a este género un poco de sal y pimienta que tanto hace falta. No es una mala idea que una buena comedia nos brinde más que un par de risas, algunos besos y una dosis agotada de personajes enredados en sus trilladas neurosis. Por Victoria Leven @victorialeven
El género de la comedia y específicamente la comedia romántica, suele ser elegido para llegar a un público masivo utilizando fórmulas añejas y llenas de lugares comunes. Este subgénero paga el precio de lo popular en el peor de sus sentidos, queda reducido a una serie de eventos de color como un poco de risa fácil y un poco de romanticismo cliché, utilizando algunos actores simpáticos. En este filme Justine Triet juega el juego de una comedia romántica de autor, algo que aspira podríamos decir a cierta originalidad en sus personajes o profundidad en sus textos. Algo que definitivamente aquí, no sucede. Victoria es una abogada cuarentona y bonita, divorciada y con una agenda de citas amorosas algo abultada, que termina implicada o más bien “complicada” en un caso cuando decide defender a un amigo – algo prohibido legalmente- en un caso más absurdo que dramático. A partir de este gran enredo conoce a un joven que toma como niñero y asistente personal, de quien se termina enamorando, si es que en medio de todo este caos hubiera un espacio para el amor. Virginie Efira encarna el rol de Victoria, la protagonista de esta historia. Una rubia con un estilo más yankee que francés, tanto por su ropa, su forma de actuar y hasta por el “tipo” de mujer que el personaje lleva adelante. Si pensara en su posible clon argentino, Carla Peterson sería su alma gemela. Es imposible no pensarla a ella y a la película como una copia olvidable de cualquier comedia romántica mainstream, alguna de calidad más que dudosa y made in USA. El personaje parece de cartón pintado, y algo que acentúa la desgracia son los diálogos que intentan ser inteligentes, como una inteligencia que va por encima de ellos mismos, y eso sucede en varios pasajes del filme. Tanto en las escenas de Victoria con su psicoanalista y con su Joven asistente, y ni hablar del gran monólogo del final, la pretensión queda en pura ambición sin resultados. Los personajes son simplones y caricaturizados, no nos sorprenden ni ellos ni sus vivencias, por lo que el coro que rodea a la figura central tampoco logra sumarle sal a esta narración sosa. Parece una comedia televisiva con la estética POL-KA, caras lindas, malos guiones, una movida de la cual no soy devota ni lo seré. Si realmente fuera una comedia de autor, deberían haber tomado algunos riesgos narrativos, por lo que se verían los grandes errores y los atractivos aciertos, pero no una factura de liviana prolijidad genérica. Es una película ya vista, de a instantes entretenida, pero ante todo fugaz y totalmente olvidable. Por Victoria Leven @victorialeven
Una historia pequeña ambientada en un pueblo pequeño al sur de los Estados Unidos. Una madre (Frances McDormand) que busca justicia por un crimen cometido contra su hija, que hoy ya no está con vida. Ya con leer esa línea pensamos en decenas de filmes con el mismo tipo de disparador, pero, lo que no podemos dejar de aceptar es que no solo el devenir de los acontecimientos hacen a la fuerza de un relato sino , y en especial en esta obra, también sus personajes. Woody Harrelson, es quien encarna al sheriff del pueblo que está puesto en la mira por la madre, una mujer dura y de unas agallas poco comunes, ya que el caso de su hija muerta y abusada descansa desde hace meses en un cajón de la oficina policial. Pero el comisario es un sujeto nada común, padece un cáncer terminal que lo hace ver tan vulnerable como poco operativo. Genera tanta empatía como ganas de pegarle un sacudón y que de una vez las cosas estén en donde deben estar: con un culpable en la cárcel. La protagonista es aguerrida y sarcástica, no piensa parar hasta logara su objetivo. Pero hablando de sarcasmo no quiero dejar de acentuar que tanto ella como los otros caracteres centrales y secundarios del relato, destilan un humor negro de esos en los que te ves riéndote de lo imposible. Tiene todo el clima de un western, la moral del western ante todo y ciertas señales icónicas: la venganza como meta, la pérdida de los valores, el rol del varón y el rol de la mujer como antitéticos, la idea de tierra de nadie y de que la ley, esa que escribieron los hombres en un papel acá en estos pagos no sirve para hacer justicia. Una película que tiene mucho de soltura contemporánea y sin dudas está llena de huellas del cine más clásico estadounidense. Y otro de sus condimentos es que Frances McDormand explota en la pantalla. Por Victoria Leven @victorialeven
“RECUÉRDAME” La Factoría Pixar arremete con este nuevo filme de la mano de Lee Unrick (Toy Story 3) junto a Adrián Molina un realizador estadounidense de ascendencia Mexicana, y en esta fusión logran crear una historia sobre nuestro universo de creencias latinoamericanas lleno de creatividad. Ambos ponen en la mesa un acertado homenaje a ciertos valores culturales y estéticos que realmente nos representan como el concepto de familia, el peso de los mandatos, los roles parentales y el sentido de la muerte. Obviamente desde la mirada Pixar, con sus ingenuidades y reducciones, pero planteado con precisión y emotividad. La historia se instala en un México bello y folklórico donde se desarrolla una trama fantástica a partir de ciertos mitos locales, aquellos relacionados con la muerte: como la vida después de la muerte y los rituales que se despliegan a su alrededor. Crean así, en Coco, un mito del mito con mucho respeto y creatividad, exaltando el valor de la memoria y la identidad enmarcadas en el paradigmático Día de los muertos. Miguel es un pequeño de 12 años, es inevitable ver este filme como un coming of age, pues el pequeño varón que va en camino a ser hombrecito se cría como hijo de una familia de tradición de zapateros de fuerte corte matriarcal, y ama lo que está prohibido para todo el clan: la música. Vive con su abuela, sus padres y su bisabuela, una anciana silenciosa y tierna llamada “Coco”. Una breve y bella secuencia de presentación se arma utilizando las formas de unas guirnaldas festivas que funcionan como viñetas narrativas, y se despliegan varias escenas animadas para describirnos la historia de esta familia, los Rivera. Había una vez, allá lejos y hace tiempo, una mujer casada que se queda sola con una niña frente a la partida de su esposo, un bohemio y talentoso cantante que va tras los pasos de ser “un músico del mundo”. Tras su partida sin retorno, la fuerte mujer se decide a salir adelante sola y comienza a hacer zapatos para terminar creando una estirpe familiar de zapateros que solo tienen un enemigo acérrimo en la vida: la música. Miguel es el tataranieto de aquella poderosa mujer, desea ante todo aquello imposible: vivir con su guitarra y sus canciones, ese es el mundo que lo enamora. Escondido entre unos trastos, con su perro y su guitarra juega a cantar las canciones de su ídolo, Ernesto de la Cruz, un famoso cantautor, fallecido ya, que es su referente, aquel a quien querría parecerse más que a nadie, a quien ve como el perfecto caballero y el rey de la canción. La aventura estalla cuando Miguel escapa de las reiteradas prohibiciones de su abuela y busca una guitarra para competir en un concurso musical en homenaje al Día de los muertos, este día que es el leit motiv de toda la trama. El Mundo de los muertos que la película reinventa, tiene decenas de detalles originales, como plantea su paleta de colores, sus diseños de personajes y lugares, sus caracteres y sus fantasiosas figuras. Claramente hay mucho estudio del universo de la estética mexicana y del folklore de esta festividad en particular. Desde los esqueletos humanos hasta un homenaje divertido al mundo plástico de Frida Kahlo hacen de esta aventura un viaje de una vasta riqueza narrativa. La tecnología Pixar funciona al servicio de la historia dejando ver que trabajan con una calidad cada vez más elevada en la construcción de figuras, de sus movimientos, de los decorados, o sea la dinámica de las escenas y la puesta general. Quienes la vean posiblemente vivencien esa sensación de conmoverse, con o sin lágrimas, sientan esa emocionalidad que transmiten estos pequeños personajes y el ritual que une esos vínculos. Como cuando se juega la idea de la familia como espacio de pertenencia o del acto de recordar como una forma de capturar lo ausente para que se haga presente. La reflexión sobre la identidad se nos muestra como una construcción asociada a la historia de cada individuo, lo que sucedió antes de su existencia y lo que sucede ahora que estamos aquí tratando de entenderla. Si hablamos de la muerte y jugamos a pensar que no es esa nube oscura o esa parca siniestra, aparece la imagen festiva de que tal vez nuestros muertos bailan aquí a nuestro alrededor gracias al recuerdo vívido y vigente que nos une a ellos. Entonces la tragedia de una vida que se acaba ya no sería un final sino una continuidad, un devenir sin principio ni fin, una fuerza eterna unida de lado a lado por un hilo de oro invisible y trascendente: la memoria. Y Coco es sin duda alguna un homenaje a la memoria. Por Victoria Leven @victorialeven
Frente al filme número 47 del octogenario Woody Allen muchos vamos al cine en busca de reeditar alguna experiencia ya vivida en su filmografía, a la vez que esperamos encontrarnos con alguna sorpresa agradable fresca o distinta en algún toque particular. Esto nos pasa una y otra vez, cada 365 días, en estas apuestas anuales que sostiene el icónico director neoyorkino cuando nos convoca con su nombre hacia su reencuentro en la pantalla. Esta apuesta incluye algunos atractivos indiscutibles, la presencia protagónica de Kate Winslet y la dirección de fotografía del maestro del color Vittorio Storaro. Son sin duda los ganchos para pensar que si el resto del viaje sale mal Kate y Vittorio nos garantizan una buena dosis de placer cinematográfico de alta calidad, ese que te deja un buen sabor en cada plano y que elegimos para guardar en el arcón de los mejores recuerdos. Desgraciadamente eso es un poco lo que pasa con La rueda de las maravillas, solo algunos aciertos ayudan a transitar los 100 minutos del filme. El resto de la propuesta es pantanosa y densa dramáticamente en el peor de los sentidos. Woody, tan lejos de la comedia y tan cerca del melodrama acartonado, pierde lo mejor de su pluma y no gana nada en especial. La historia ubicada en Connie Island en la década del 50 presenta una figura de 4 lados, por una parte el clásico narrador Alleniano que rompe la cuarta pared y nos relata la trama siendo a la vez parte de ella. Ese es Mickey (Justin Timberlake) un guardavidas con aspiraciones a dramaturgo, joven galán y seductor que será la piedra de la discordia entre las féminas de esta película. Al otro lado de la playa vive Ginny (la magnética Kate Winslet) una ex actriz cuarentona devenida en camarera que actúa como una neurótica femme fatal decadente con un historial amoroso complicado, una pila de frustraciones y un hijo piromaníaco (detalle encantador de la película). Su esposo Humpty (Jim Belushi) un tipo básico y simplón, que va de la ternura a la violencia, con el tipo de trauma obvio del ex alcohólico que vive atrapado por las locuras de las mujeres que lo rodean, la plata que le falta y el trago que se querría tomar. Y finalmente Carolina (la bella Juno Temple) que es la que abre la acción de la trama cuando llega al parque de diversiones donde trabaja y vive su padre. Está huyendo de su marido, un mafioso peligroso que quiere matarla. Por lo tanto se despliega entre las mujeres y Mickey un triángulo amoroso que se va desarrollando a lo largo del relato, donde Ginny deposita todas fantasías incumplidas como volver a las tablas y que el joven sea el verdadero amor de su vida y Caroline juega su juego, el de “joven/bella y seductora”. Mientras Humpty se entusiasma con la tarea de darle cobijo a su hija con quien hacía años había cortado toda relación, para resguardarla de la muerte y convertirla en la mujercita que el soñó siempre que fuera. Aunque a Caroline no le interesa esto tanto como los pantalones de Mickey y sus ojos azules. La trama no desborda originalidad ni brillo autoral, y aunque intenta homenajear de manera indirecta a Eugenne O Neill , en especial por lo visceral de los carácteres y sus vínculos – hasta agrega el detalle de que O Niell sea tema de conversación, entre otras pinceladas– ni los diálogos , ni el tono de los personajes, ni la línea de actuación grotesca o artificial, logran un clima atractivo si no fuera por el despliegue de Winslet que se impone y nos lleva de la mano con sus cabellos rojos y su mirada intensa, junto a la joven Temple que con figura angelical de rubia inmaculada, pero sexy, agrega un toque de frescura y precisión a su Carolina de fantasía. No hay risas, pues lo grotesco de las escenas no parece apuntar al efecto de ironizar sobre lo que sucede, entonces los acontecimientos se hacen clichés en su mayoría, previsibles y ostentosos en vano. Alguna escena rescata de a segundos lo tragicómico, como aquella de Ginny y Mickey en el muelle o la puesta en escena de diva enloquecida que hace Kate en otros momentos claves del filme, pero no lo suficiente como para que la riqueza del relato le termine de dar sustancia y variantes a la película completa. La mano de Vittorio Storaro –otro octogenario que hizo historia en el cine- pinta con una amplia paleta de colores todo el filme, haciendo algo que solo una vez vi, en Golpe al corazón (One from the Heart, 1987) de Francis Ford Coppola, que él mismo fotografió. El juego es cambiar la iluminación en toma y crear como en un espacio teatral, un arco de cambio de tiempo, color, contraste e intensidad, en un movimiento de luces dentro del plano que generan una belleza plástica que solo pocos pueden llevar a la escena. La excesiva teatralidad y el drama exaltado con pocos matices son algunas de las mayores debilidades de esta historia que da sus mejores notas con la fuerza actoral de las mujeres que la habitan y la luz que las envuelve plano a plano hasta el fin. Por Victoria Leven @victorialeven
Hay ciertos rituales que practicamos los amantes del cine y uno de ellos es la loca manía de intentar clasificar la historia del séptimo arte en listas que signifiquen el valor de ciertos filmes a lo largo de estos 120 años arte. Todos los años se repite como un culto fetichista el acto de elegir cuál es la mejor película de la historia, puesto que casi siempre alcanza El Ciudadano (1941) de Orson Welles, aunque cada tanto Vértigo (1958) de Alfred Hitchcock le patea el tablero y se queda con ese lugar. Pero lo más divertido es que no termina esto con homenajear la genialidad de algunos pocos directores, sino que también se rinde culto al mundo opuesto. Así se pone en otro podio a esos que la sociedad cataloga como carentes de talento. Al punto tal que se crea una subcultura que idolatra el lado B de la genialidad, donde el llamado peor director por unos es reconocido por otros como “el otro genio” el que representa el culto a la fealdad, la imperfección o más bien la absurdidad estética. Desde ese canon y con una actitud transgresora hacia los cánones estéticos de lo bello y lo bueno se eligen las peores cintas de la historia, listado que encabeza desde hace décadas Plan 9 del espacio sideral (1959) de Ed Wood y al que se le suman otras películas más recientes. Todo esto nos lleva hasta The room (2003) de Tommy Wiseau – el filme que inspira a la película que hoy nos compete – obra que ocupa desde hace años un lugar de privilegio en el podio de las peores creaciones del mundo cinematográfico. The Disaster Artist es un filme sobre la creación cinematográfica, pues esta comedia absurda narra esa parte de la vida de Tommy Wiseau, como nace el proyecto de The room, su filmación y su posterior estreno. James Franco dirige esta paródica reconstrucción con una mirada humorística donde ironiza sobre los personajes y sus características, sobre la forma de abordar la idea de hacer arte a la hora de crear un película, donde se ríe de las desventuras de un desopilante rodaje y de la estética kitsch sobre una cinta que quería ser seria y termina termina ocupando un puesto destacado en la Clase B, al tope de lo bizarro. Pero parodiar a The room no es el gran logro de este filme sino la mirada amorosa que Franco pone sobre su protagonista (él mismo interpreta al enigmático Tommy Wiseau), una mirada que no se posa desde las alturas, ni desde la soberbia irónica, sino que es una mirada de pares, un director que mira a otro como un par, de igual a igual, por decirlo de alguna manera. Y por eso es que el uso del humor se abre como una herramienta para hablar de otras cosas más complejas, como los prejuicios sobre qué es ser mediocre o ser genio y qué significa el fracaso o el éxito. The Disaster Artist es una película simple, pequeña por un lado pero amplia por otro, generosa, podríamos decir. Ya que es noble a la hora de hablar del cine, y de abordar al cine dentro del cine. Pone en la mesa simpáticas complicidades con el espectador con sus múltiples guiños que van desde cameos de conocidos directores y actores (Zac Eforn, Sharon Stone, Judd Appatow, etc) hasta situaciones que son emblemáticas a la hora de hablar sobre cómo funciona ese universo vinculado a llevar a cabo un filme. Es un detalle esencial para el espectador no levantarse la butaca hasta el final de los créditos ya que en un juego de doble ventana pone en paralelo escenas de ambas películas a la vez, como si ambas dialogaran en las mismas escenas narradas, una en términos documentales y al otra como ficción de la ficción. Risas muchas y ante todo un amoroso homenaje al cine, donde no solo los grandes maestros tienen lugar en la memoria de los pueblos. Por Victoria Leven @victorialeven
Maha Haj, directora de este filme, es de origen israelí y nació en Nazareth hace 47 años. Este, su primer largometraje, participó de la sección Un certain regard en el Festival de Cannes 2016. Si algo distingue a Asuntos de familia de otras producciones de Israel o países limítrofes que hemos visto es el tono o género particular que elige la directora para narrarlo: una mezcla de comedia con melodrama, o como dirían algunos un “melocomic”. La historia se instala en la ciudad de Nazareth donde un matrimonio de casi 70 años: Saleh y Nabila, llevan décadas de vida conyugal y obviamente décadas de desgaste, rutina, problemas de comunicación y los vaivenes de la vida misma, ahora parecen entrar en una suerte de meseta donde la abulia y la poca tolerancia se imponen en la cotidianeidad. Pero no son los únicos protagonistas de esta trama, a ellos se le suman sus hijos y las parejas de estos: Hisham el “solitario” que vive en Suecia, Samar la “concienzuda” embarazada y su marido George el “mecánico estrella”, Tareq el “soltero empedernido” que arrastra tras sus pasos a Maisa una joven enamorada que lo quiere hacer poner los pies en la tierra, y para rematar el personaje más disparatado del filme : “la abuela diabética” que vive obsesionada solo con una cosa, comer galletitas dulces. En un principio los conflictos que la historia desarrolla parecieran ser netamente vinculares, emocionales, del núcleo familiar en sí y sin implicaturas morales o políticas como la mayor parte de los filmes del medio oriente suelen presentar. Pero por el contrario la familia funciona como la misma Palestina, caótica y en permanente tensión, como una máquina que no se detiene por nada ni nadie. Parece una asociación algo subtextual, pero cuando en la escena en la que una de las parejas se pelea frente al paso de control, y discuten cuerpo a cuerpo rodeados de gendarmes, el subtexto queda a la vista y se hace una referencia directa la relación entre la moral y la política coyuntural de Israel, algo que enmarca a estos personajes y sus mundos a través de todo el filme. La misma directora afirma en una entrevista que la película habla de la política actual de su país, que era su intención directa que esto llegara al espectador, pero que no fuera de una manera muy explícita sino a través de ciertos diálogos, algunas situaciones, o relaciones entre los acontecimientos unidos a través del drama y la comedia al mismo tiempo. En cuanto a la factura puramente visual la película es prolija y sin pretensiones insostenibles para una ópera prima y una directora en construcción. Los encuadres son simples y armónicos, la luz es suave y sin efectismos no hay tensiones de altos contrastes, y todo queda enmarcando de manera equilibrada y amable a la vista. La música es un condimento atractivo, ya que mixtura los ritmos autóctonos con otras melodías creando un clima más variopinto. Las actuaciones están plantadas en ese pendular de la comedia al melodrama, unos tocan más un extremo, otros otro, algunos hacen un vaivén según las circunstancias, pero el elenco es parejo más allá de los roles o el tiempo en pantalla. Es explícito que la película quiere despegar de la media del estilo de las producciones Israelíes, eso la pone en cierto lugar de evidente ambición de diferenciarse que se nota y no le suma nada al relato, es como si nos avisara que se quiere diferenciar pero nos lo dice un poco “a los gritos”. El resultado no deja de ser atractivo para una ópera prima, con una historia que tiene matices de género y de contenido. Por Victoria Leven @victorialeven
cena en la que ambas corren desnudas entre las sábanas blancas de una terraza, a partir de que Djam juega a perseguir a Avril que sale de la habitación hasta el lugar, es de una frescura y desprejuicio inéditos. Definitivamente bella. En este derrotero de road movie, les suceden todas las desventuras que en un viaje planteado en los términos de puro devenir pueden ocurrir: perder o ganar, comer o no comer, llegar o no llegar y al final salvarse para seguir su camino. La misión que el padre le había designado no desaparece de la historia, sino que marcará un momento importante en el devenir del recorrido. Daphne Patakia, es la actriz que encarna a Djam, una joven que en su despliegue actoral se impone con un poder magnético que no nos deja ver otra cosa más intensa que su misma presencia en el cuadro. Maneja un nivel de actuación pocas veces visto en la pantalla de Medio Oriente para un personaje femenino: ya que destila pura vitalidad, locura, deseo, energía y sensualidad. Djam en griego significa “jamás”, y si hay algo que este personaje no quiere perder jamás es la conciencia de sentirse dueña de su propia vida, de vivir a su antojo y con la potencia de ejercer su más absoluta libertad. Otro de los elementos singulares en este relato es el abordaje de ciertos temas sociales conflictivos que aparecen a lo largo del viaje y en el cierre del filme: los temas raciales, los temas de marginación, la problemática de la migración y la gran crisis vigente en Grecia. Aun así el guión tiene varias mesetas, y no logra una homogeneidad y una fuerza dramática totalizadora. En el balance entre forma y contenido pareciera que la insistencia en ciertos tópicos del contenido ganan por sobre el “cómo” los muestra, y ese no es un resultado de lo más feliz. La que empuja el filme con toda su fuerza es la joven Djam con su magnetismo y la música que baña las escenas más seductoras del relato. Por Victoria Leven @victorialeven
ESTAR ADENTRO O ESTAR AFUERA El director sueco Ruben Ostlund nos propone en este filme, su cuarto largometraje de ficción y con tan solo 43 años, arriesgarse con otra hipótesis a comprobar sobre el comportamiento del hombre en la sociedad moderna del primer mundo, y cuando digo hombre enfatizo la mirada en el género masculino como epicentro de las filosas indagaciones que teje este realizador. Así como en “Fuerza mayor” lo hizo en el marco de una familia tipo, sueca y burguesa que vacaciona como si el mundo fuera perfecto hasta el “¿qué pasaría si un padre abandona a su familia frente al peligro de muerte?”, bien, de este filme ya sabemos su respuesta o su intención de arribar a una conclusión sobre esta encrucijada. En este caso, “The Square” traza el vínculo entre el nuevo curador de un museo de arte moderno muy top en Estocolmo y la burguesía sueca contemporánea, funcionando finalmente ambos como espejos uno del otro. En el museo residen los “dueños del saber” esos representantes de un discurso único: “el del arte”, y frente a ellos el mundo, los otros, la sociedad ya que ricos o pobres siempre son o serán “los ignorantes” los hambrientos de una cultura dignificante que solo la institución sagrada del museo les puede proveer. Christian (Claes Bang) es un ególatra, atractivo e hiper burgués que busca ante todo el éxito sin importar cuál sea la empresa que se proponga, y tener a sus pies a toda la fauna social, desde los ricos que aportan al museo millones y fantasías de grandeza, hasta la gran masa general. Ellos son las nuevas presas de este cazador profesional, un ideal del sujeto modelo del sistema capitalista en su apogeo. Su obsesión y desmesura se aplican tanto como para recuperar su celular y su billetera que le roban en un descuido al estilo “cuento del tío” por lo que será capaz de trazar un plan demencial y abominable para recuperarlos, plan y resultado que no puedo develar porque son una de las claves críticas de la temática y de la hipótesis en juego de esta narración. Su misma modalidad sin límites queda a la luz también en la estrategia de marketing que termina aplicando como sin saberlo para lograr una convocatoria masiva a la nueva muestra del museo que es el gran evento del año, o más bien la metáfora del fenómeno social del que habla el filme. La muestra mencionada le es adjudicada a la artista argentina Lola Arias (algo totalmente ficcional) y se titula: “The square” como la propia película, lo que en inglés significa “el cuadrado”, que es en sí la estructura de la instalación: un cuadrado de 4 por 4 metros de lado. Una serie de cuadrados serán el despliegue de esa muestra, y quienes entren allí deberán respetar las reglas de convivencia que para esos espacios fueron creadas. Estas “reglas” se basan en: la aceptación, la confianza y la solidaridad. Toda una ironía para una película donde si hay algo que no existe y que ni esboza aparecer, son algunos de estos tres valores éticos y morales del ser humano. El relato presenta varias sub tramas, algunas hilarantes, otras impactantes, armando un tejido de vínculos o trazos argumentales que quedan abiertos o abandonados, parte del gran caos narrativo, del gran caos social, ideológico y ante todo de la gran impronta de post modernidad que destila toda la trama y su estructura, su ética y estética integral. Una de las escenas de mayor despliegue teatral, si así pudiera decirlo, es el acting que se lleva a cabo en una cena de gala con los grandes benefactores del museo y un grupo de gente diversa emperifollada con lujosos atavíos y plagados de joyas que son parte de este juego. Pero la payasesca puesta deviene en una suerte de descontrol, perverso y salvaje. Todo un juego simbólico del lugar de poder de esta élite y de todas las élite del mundo que sufren y disfrutan a la vez poniendo a la luz sus vacíos de sentido, sus agujeros existenciales, sus miserias aberrantes y su capacidad de denigración. El eterno juego del amo y el esclavo. El filme de 140 minutos es excesivo tanto por su metraje como por la cantidad de relatos que se abren del núcleo. Estos generan la posibilidad de pensar que hay más de una posible hipótesis a indagar, pero esto no es algo seguro . Entonces defenderíamos la idea de que hay una sola, y que las tramas y sub tramas dan al mismo tiempo una diversidad de respuestas y no respuestas para la misma pregunta: ¿Qué sucedería si un hombre para vender una falsa verdad es capaz de mostrarle a la sociedad su misma imagen, la más abominable transformada en un video inmoral? Si esta es una de las posibles hipótesis acerca de la sociedad y el hombre post moderno y primer mundista, no es la central y no es la única sin duda. Inevitablemente hay más de una pregunta crítica en danza ¿más de una hipótesis, más de una respuesta? El filme se hace barroco ante tantas capas de elementos superpuestos y exige del espectador un desmembramiento de cada parte, sin quedarse en los golpes de efecto que son muchos, exigiéndole sacar el hilo fino subtextual que la película quiere claramente que sea encontrado por el observador. Un desafío para los que gustan de estos juegos del pensamiento crítico más que de las emociones. Por Victoria Leven @victorialeven
Una cámara móvil filma sin criterio aparente escenas cotidianas de una familia, los vaivenes de una casa. En medio del discurrir de los planos se destaca una voz femenina en off: “El cine es un amor, es el amor de mi vida… pero un día descubrís que ese amor te enferma”. Esta afirmación, que no es la de Frank Capra (“El cine es una enfermedad que solo se cura con más cine”), es de quien nos habla fuera de campo, quien filma este documental auto paródico y artesanal, la realizadora argentina María Victoria Menis, que dirigió cinco largometrajes entre ellos alguno muy reconocido como El cielito (2004). Su frase sobre “amor–cine-enfermedad”, es antinómica a la de Capra, pues encierra una ironía que es un poco el espíritu de todo el documental, ya que cuando compara cine y enfermedad, no habla de esa dolencia llamada pasión que te consume hasta la médula y solo puede ser sosegada con más droga, o sea con más cine. Acá Menis habla de enfermarnos literalmente cada vez que filmamos: “Me agarré hepatitis, apendicitis, tengo una contractura incurable y unos cuantos achaques que ya ni sumo a la lista”. Menos romántico, más humorístico, más cotidiano, no podemos negar que es menos épica su mirada, pero bastante realista. El plot de este documental es en síntesis la pregunta que se hace la realizadora sobre su futuro profesional y /o vocacional: ¿No será hora de dejar el cine? Es el relato de una directora de mediana edad y que luego de haber sufrido los avatares de lo que es hacer varios filmes (en especial en Argentina), tiene una suerte de crisis existencial, y se plantea dejar el cine para siempre para de dedicarse a otra tarea (solo Dios sabe a qué). A partir de preguntarse sobre su futuro, sobre su pasado en este arte-oficio, sobre sus chances de ser otra que no sea “la cineasta de la familia”, involucra en el rodaje a todos los miembros cercanos de su núcleo familiar: hijos, padres, pareja, abuelos –estos son clave en el relato- amigas, conocidos, hasta un puestero de San Telmo y muchos otros más. Ese juego de preguntar sobre “qué hacer si no hace cine”, “si dejar el cine o no”, y otras tantas cuestiones que surgen en el camino, hacen de la narración una catarsis lúdica y una terapia en clave fílmica que genera algo ameno en este autorretrato de una cineasta en permanente estado de duda. “Viví 30 años en la inestabilidad, ahora seguro sería mejor tener un trabajo estable, no sé ponerme una librería”, se escuchan risas del grupo familiar que come a la mesa, y alguien contesta: “Viviste manejando día tras día un grupo de 50 personas” y “¿te vas a poder acostumbrar a otra forma de vida?” La pregunta queda sin responder, y el juego es que las opiniones son tan diversas como los personajes y las respuestas nunca parecen satisfacer la inquietud existencial de la cineasta. Hay un momento muy lindo donde Menis va a la librería de su amiga, donde parece ser que será socia del lugar, y la filma mientras ella le habla y le cuenta las tareas diarias de ese métier. La cámara se desvía y queda detenida en un libro de cine, un bello libro sobre Leonardo Favio, y aunque la cámara continúa el paneo hacia los avatares de su amiga la música del filme El romance del Aniceto y la Francisca… resuena en todo el lugar. Y si, la verdad es que el que ama el cine, en todos lados ve cine. Lo huele, lo escucha y eso se impone por sobre toda realidad posible. Este juego amoroso lo reitera en algunos casos con la música o sonidos de un filme sobre otras imágenes, en otros con inserciones de imágenes únicas: Alicia en el país de las maravillas, primera versión de Disney; 2001 odisea del espacio, de Kubrick ; El viaje a la luna, de George Melies; 8 ½, de Fellini; y sin duda alguna un momento especial, cuando en la proyección del final de Los 400 golpes, de repente la sombra de la mano de una mujer que toca esa imagen intangible en la pantalla, me evoca a la escena en el que un niño toca la imagen fantasmática de Liv Ullman en el filme Persona, de Bergman. Claro es su romance con el cine y refrescante el humor de esa pregunta cliché de la mitad de tu vida. Todo calza perfecto con su propia historia/histeria que son el centro de la cuestión ironizada.Y la perlita es la reflexión de su médica oriental, cuando para resolver su conflicto le da una clave única y reveladora: “Pensar sobre la muralla china”. Todavía me estoy riendo… Por Victoria Leven @victorialeven