Una trama bien abordada puede ser muchas veces disparadas por algo tan grande y tan pequeño como un insulto. En algunas culturas donde las posiciones ideológicas hoy están radicalizadas, una agresión verbal se puede transformar en una bomba de tiempo. Este filme del realizador libanés Ziad Doueieri, recordado por su película West Beirut (1998), se posicionó entre las cinco nominadas al Premio Óscar a la Mejor película extranjera en la pasada entrega de febrero. La narración de la película está centrada en la disputa extrema que se dispara como una dinamita entre Toni, un palestino refugiado, y Yasser, un cristiano libanés, a partir de una frase descalificante (el insulto) tantas veces dicha por tantas personas, pero en este caso tan fuertemente significada que todo se sostiene desde ese balazo verbal. Toni y Yasser empujan el conflicto de la trama de manera constante, en su modelo ataque contra ataque/ casusa-efecto-consecuencia, pues sus posiciones opuestas e irreconciliables alimentan un argumento de conflicto progresivo que crece con solvencia en el tercer acto. De ese agravio, del que jamás llega una disculpa, pasamos a sus fatales consecuencias por ejemplo en las instancias legales del caso. Los tribunales, la justicia, las ideologías religiosas, las luchas de poder, el racismo, la violencia y la falta de acuerdo constante hacen que “la palabra” se transforme en un arma más que en un potencial lazo de encuentro entre los hombres. En una tensionada batalla de posiciones intransigentes, tanto un personaje como otro quedan en los polos opuestos y la falta de conciliación. La aceptación de otro y la pacificación ante todo, está fuera de la órbita de estos personajes. Una recargada escritura de algunos pasajes de diálogos la hacen engorrosa y sobre escrita en muchos momentos, lo que no es el camino ideal para estos casos donde en los textos hay tanta carga dramática que la catarsis ideologista de algunos personajes, en especial en varios fragmentos del juicio, le juegan un mal paso a la trama total. La realización en su factura visual es de un claro narrador que ordena tiempo y espacio en cada encuadre de manera solvente, atractiva a los ojos y focalizada en los personajes que tensionan cada escena con sus miradas, sus palabras y sus gestos. Puede ser que para algunos espectadores, la temática del Medio Oriente y sus posiciones fanatizadas les resulte algo ya planteado en muchos otros filmes, de diferente propuesta narrativa pero de cierto mismo leit motiv temático. Sin duda alguna el uso narrativo de un disparador que abre conflictos en cadena trae remembranzas de películas como La separación (Asghar Farhadi, Irán – 2011) que obviamente toma otras vertientes muy diferentes pero que surge de algo pequeño que va creciendo como una bola de nieve. Pintada en blancos y negros, El insulto se pierde a veces de algunos matices por tocar de manera constante los extremos. Tal vez la idea de trabajar sobre los extremos todo el tiempo es el reflejo de una sociedad que en la actualidad no negocia ni dialoga sino que apunta a combatir a otro en sus diferencias y sin piedad. Por Victoria Leven @VictoriaLeven
Hay filmes que evocan otros filmes ya vistos, hay otros que nos resultan en cambio relatos inaugurales. Cuando uno ve una película que parece contener un poco de otras, la memoria busca cuales son sus raíces o sus fuentes cinematográficas. Nunca pasa desapercibido si ese viaje al pasado es porque nos trae reminiscencias de un cine anterior que representó ni más ni menos que un movimiento de vanguardia, un cambio, una revelación para el cine de post guerra en aquel paradigmático año 1945 cuando en Italia, Roberto Rossellini hacía explotar una nueva narrativa: el neorrealismo italiano. Si comienzo conectando la última película de Jonas Carpignano con el neorrealismo italiano la sensación que provoca la idea es que enaltecemos un relato porque evoca a otros grandes relatos de la historia. Y no es así en este caso. Pío Amato (así se llama el joven en la realidad y en la ficción) tiene 14 años y está en plena búsqueda identitaria, la de definir ante todo un lugar de validación y poder en su nicho familiar y en su enclave social. Como buen adolescente gitano, fuma, bebe y se preocupa por resolver los temas que deben resolver los que “ya son hombres” mantener a la familia y vivir de lo que viven todos sus allegados: el robo y la ilegalidad. La historia pone en el centro del cuadro a este grupo social marginal (los gitanos han sido históricamente marginados) focalizando en el ascendente camino del joven Pío. El relato tiene a la vista la estructura de un coming of age, más allá de la panorámica social el eje de la curva dramática es el crecimiento de Pío en todos sus planos. A su alrededor podemos ver la coreografía del resto de los personajes que atraviesan la vida de Pío con sus objetivos y sus conflictos. La trama no tiene grandes revelaciones sobre este núcleo social, lo que se cuenta y cómo se cuenta no nos deja ni datos, ni sensaciones que no hayamos podido suponer o saber de este mundo y sus reglas. A Ciambra no es exactamente un nuevo gran filme ni porque su trama sea reveladora, ni porque remita a una estética que fue sin duda revolucionaria. Aquel neorrealismo paradigmático representaba una nueva “ética de la mirada”, como bien diría Cesare Zavattini, donde la narración jugaba a ser un par de la realidad que espejaba. A Ciambra no cala en lo profundo de la ética a la que refería Zavattini. La conexión neorrealista está en lo formal ante todo, más aún en lo formalista diría yo, más superficie que fondo. La forma está determinada por el uso de una cámara móvil que se propone testigo en el constante seguimiento del personaje, marcha tras sus vivencias e intenta crear una verdad como si el casi continuo “espiar” diera fé de que esto que vemos es realmente una presentación de la realidad. La música que envuelve gran parte de las escenas – detalle que no es para nada neorrealista – es excesiva en su cantidad de incidencias en el relato, finalmente esta herramienta desajusta mucho los climas construidos desvirtuando el despojo que sería necesario en este modelo de corte documentalista. Lo documental queda más en el dato que en el fondo de lo narrativo. Es claramente una película hecha por un narrador que sabe mucho de cine, de su historia y su lenguaje. Pero saber no garantiza que pueda conmovernos o hacernos reflexionar sobre lo que nos rodea y sus obviedades. Por Victoria Leven @VictoriaLeven
LAS PODEROSAS FORMAS DE UN ENCUENTRO Agnés Varda es una realizadora que data de brillar dese de los años 60, contemporánea a los grandes referentes de la Nouvelle Vague como Jean-Luc Godard, François Truffaut y su mismo esposo Jaques Demy. La llamaban “la abuela” porque mientras ella había pasado los 30 el resto del grupo de cineastas nóveles no llegaba a las tres décadas. Una gran realizadora internacionalmente conocida desde su brillante ficción “Cleo de 5” (1962) a sus geniales documentales como el conocido “Daguerrotipos” (1976). Con una pluma narrativa sutil y cinética se ha generado una breve y jugosa lista de obras en este género ya que Varda conoce en profundidad el lenguaje del universo documental y juega con sus matices como pocos lo han hecho. Visage, village se presenta como una obra testamentaria, pareciera una suerte de diario íntimo que comparte con el espectador, no es detalle menor que la realizadora la filma hoy con 89 años, llenos de energía creativa pero con una juventud que ha quedado lejos en el tiempo cronológico del cuerpo. La magia es que aun cuando la palabra testamento resuena a “muerte” y “final” el documental resuma vitalidad, y se muestra como un homenaje a las cosas bellas y a los seres anónimos, dejando ver escena tras escena como Varda mantiene un amor noble y leal por el séptimo arte. Junto a JR, un fotógrafo y muralista callejero, gran artista de nueva ola del arte contemporáneo, arman un proyecto colectivo, una película realizada por ambos. La meta es dejarse llevar -vale la idea de fluir como si el azar marcara el destino- por las rutas del interior de Francia, en busca de seres secretos, diferentes y desconocidos que estudian en su universo cotidiano irrumpiendo en sus vidas mansas y previsibles. Para todos ellos crearán intervenciones fotográficas (gigantografías) modificando sus vidas con estos pequeños estallidos de arte urbano. Y así un día, sin saber cómo ni cuándo, el frente de una casa perdida en la nada, casi pegada al olvido, lleva el rostro gigante de la mujer mayor de un pueblo, y se exhibe enorme y en blanco y negro pegado en el gran muro por donde asoma su puerta. Intervienen la vida con arte en un diálogo permanente entre quien observa y quien es observado, dejando la huella de la obra en la misma realidad, una pared, una puerta, una roca, y mucho más. De ese modo, el viaje es una investigación doble, una doble mirada, por un lado hacia afuera, hacia “el rostro de los otros” donde nos descubrimos y nos resignificamos cada vez, y por otra parte es un viaje al interior del mundo personal de Agnes Varda: su historia y su presente que se abren frente a los ojos ocultos tras los lentes de sol del joven treinteañero JR con quien arma un ping pong donde debaten sus temas, sus amores y sus fantasmas. El diario de Varda despliega su universo interior: sus sueños latentes, sus preguntas sin respuestas, y el mundo de la vejez que impone pérdidas y despedidas de aquello que tuvimos y se va inexorablemente. El mérito del documental que pasea por los estadíos emocionales como si fueran colores y formas, es su precisión narrativa, visual y su contenido lleno de fuerza y debilidad, la doble forma de la condición humana. El hallazgo esencial del relato es que habla de lo que nos queda antes de dejar de ver, de escuchar o de “la existencia de un otro”, mientras el devenir del arte y de las pasiones no se detiene en uno solo sino que van de mano en mano. Es bella la imagen de JR y Agnes juntos en la playa, de alguna manera metafórica ella le “pasa la posta” antes de que llegue el final, todo funda a negro y no haya nada más para decir. Por Victoria Leven @victorialeven
LA ETERNA MAGIA DEL MELODRAMA Un director como Paul Thomas Anderson es mucho más que un virtuoso de la técnica cinematográfica y un guionista impecable y versátil, es definitivamente un artista inagotable que nos bendice al sumergir su imaginario y su erudición en las aguas del lenguaje de la gran pantalla plateada. El hilo fantasma es su séptimo largometraje y en sus 48 años ha creado una serie de mundos inolvidables, unos tan distintos de otros, tan sólidos y arrebatadores, que pareciera que su pluma cada vez va más rápido y vuela más alto que la cronología misma de su vida. Y no lo digo por la cantidad de obras producidas desde el guión hasta el corte final, sino por la dimensión de cada una de ellas. Si recordamos la narración y la estética de su ópera prima Boogie nigths (1997) no nos hubiéramos imaginado que a ella le seguiría la imponente y bella Magnolia (1999) y al pie la adorable Embriagado de amor (2002), tras la arrasadora historia de Petróleo sangriento (2007) y así paso a paso nos veríamos de cara a la complejidad de The Master (2012) y a la audacia loca de Puro vicio (2014), adaptando al inadaptado Thomas Pynchon. Hoy, El hilo fantasma es un homenaje enamorado y exquisito al cine clásico. A la gran narración de aquellos definitivos maestros del melodrama de los años 40 como Rebeca de Hitchcock y Sunset Boulevard de Billy Wilder, entre otros. La historia no se basa en personajes reales, se talla como buen exponente del género en una ficción pura. La trama está centrada en la figura de un famoso modisto, Reynolds Woodscock, una suerte de tirano de la moda inglés allí por los años 50, que es una mezcla de impecable sastre artesano a la vez que un artista de la alta costura. Su aliada personal y “vieja camarada”, como el mismo la llama, es su hermana Cyril con quien vive en la mansión donde se instala su lujoso taller, su estudio y su vida entera. Hasta que un día conoce a una joven, Alma, a quien elige como musa inspiradora, a quien lleva a vivir a su mundo único de vestidos de ensueño y claustrofóbico encierro. Desde un amor idealizado, el vínculo entre ellos va hacia lo perturbador y perverso, creando una historia compleja y oscura que los va a unir, tal vez hasta la muerte. Este argumento nos trae a la mente inevitablemente a Rebeca y las figuras de la intrusa que se transforma por un lado, y por otro la siniestra ama de llaves que deja su huella en la Cyril, no por su locura fatal, pero si por el poder que detenta en la vida de los otros. El homenaje a Hitchcok llega hasta el nombre de su misma esposa, Alma, que también fue la mujer poderosa que doblegó al tirano. Y en Sunset Boulverad, los destellos tienen algo de relación con lo mustio, y en la moda y sus reyes siempre hay algo de decadencia implícita. En toda la película PTA, apuesta a la forma definitiva del encuadre clásico y las formas puras, con la estilización de los detalles en cada una de las escenas y las actuaciones milimétricamente registradas en primeros planos armónicos. Todo discurre con la precisión de un montaje fino, transparente envuelto por la música de Jonny Greenwood, que hace de las secuencias una marea de estados emocionales hechos sonidos. La trama avanza cadenciosa, pasional pero contenida, algo bien característico de las expresiones narrativas en el cine de esa época. Todo lo que se refiera al deseo y los mundos íntimos de los personajes tiene una barrera formal que hace que viajen sutilmente en las miradas, en los pequeños gestos sin soltarse en formas grandilocuentes. Los personajes están atados a sus pasiones, que están allí latiendo como una bomba que no explotará burdamente, sino que dejará salir retazos de emociones como si la historia fuera un vestido rasgado, por el cual entre los pliegues y las hilachas podemos ver quiénes son ellos y que los hace vibrar. La progresión nos atrapa como si hubiera escrito el guión un modisto de alta costura, cuya herramienta en vez de la aguja fue la pluma y ahora toma la cámara. Si fuera está metáfora posible, Anderson va cosiendo los planos, uno a uno con un hilo invisible, dando una puntada perfecta a cada paso del relato. La actuación de Daniel Day Lewis, es de una factura superlativa, sea esta su última película o solo quede el comentario en el olvido, su papel brilla en cada plano de la historia. Su co equiper y hermana en la ficción, Lesley Manville, es la perfecta británica que se impone en cada paso que da y en cada mirada drástica a la cámara. Finalmente Alma, Vicky Krieps, casi desconocida para muchos de nosotros, logra con su administrada gestualidad y hermetismo un personaje y una performance muy efectiva, jugando las tensiones con su amor y oponente, otorgando una medida ideal para el clima del filme. Hay películas que podemos ver, hay películas que podemos observar, y otras que podemos vivir. Paul Thomas Anderson nos hace vivir el cine hasta la médula. Por Victoria Leven @victorialeven
El tema de la maternidad y la coyuntura de “deseada o no deseada” es parte de la historia del cine que ha cambiado en los tipos de situaciones presentadas en cada relato ya que con los años varían las circunstancias, los patrones morales, la perspectiva sobre el hecho de “ser madre”, y hasta las edades que a lo largo de la historia de la humanidad han sido referentes del hecho de dar a luz un hijo. Pienso en mis abuelas que con 17 años ya estaban en la vorágine de esa tarea, como algo incuestionable, o al menos si hubieran querido hacerlo difícil hubiera sido una salida alternativa. “Quitarse un hijo” de los vientres era algo más que prohibido, inmoral, pecaminoso y que ponía en riesgo la vida de la mujer. Hoy algunas de esas variables no han cambiado, al menos en ciertos países como el nuestro y Latinoamérica en general decidir “no tener un hijo ya engendrado” es ilegal, y hasta para algunos sin duda un hecho inmoral. Hoy en la clase media y alta no está bien visto, más aún es sancionado que una joven de 17 años sea madre, si ella tiene toda su vida por delante porque arruinarse la juventud con un hijo. Puede encerrar esto alguna verdad pero no deja de ser una generalización vacía, una frase hecha. Otro aspecto clave en todo este paradigma es el rol del padre y la paternidad como tal en el marco social: un hijo debe ser de padre reconocido que ejerce lo que la sociedad le ha impuesto hacer, responsabilizarse de un hecho consumado aun cuando puede ser que ese niño por venir no sea deseado y más aún puedan sentirlo como una verdadera desgracia. Todo nos lleva a pensar que hay una afirmación que sigue vigente: “Tener un hijo debe ser algo deseable y el niño debe tener una madre y un padre que lo amen por el resto de su vida”. Claro, es natural, siempre sucede así! Lástima que la historia del hombre dice lo contrario. El filme de Giorgelli aborda directamente este tema planteado: Ely, es una adolescente introspectiva y distante que transita el final del colegio secundario y vive sola con una madre depresiva. Su vida se reduce a una sola amiga y a un amorío sexual con un tipo casado, hijo del dueño de la veterinaria donde trabaja. Un día llega a oídos de su amante la frase: “Estoy embarazada”. Pero, antes de confesárselo, Ely ha tomado la decisión de no tener ese niño, idea que él apoya sin dudarlo y para cuya concreción ofrecerá las mejores condiciones posibles. Qué sucede antes, qué sucede después es algo que Pablo Giorgelli decide narrarlo de una manera bastante particular. Es distante la mirada, es distante el personaje, la falta de expresividad atenta con la posibilidad de conectarnos con sus emociones en juego. Es débil en ese aspecto tanto por la construcción del personaje como por la actuación que no nos transmite absolutamente nada. El final del relato que no cuestiono en su contenido, si lo cuestiono en su forma pues es inverosímil y absolutamente débil dramáticamente. Pareciera que han investigado poco sobre el universo femenino en la adolescencia y su vínculo con la identidad maternal como forma de ser en el mundo. Un tema atractivo pero que en Invisible se ubica en el más obvio lugar común. Una propuesta que se pierde en sus buenas intenciones y ofrece pobres resultados. Por Victoria Leven @victorialeven
Esta película de humor negro condensa varios géneros y estilos dentro de una misma historia. En principio puede notarse la parodización de personajes claves de cada género representado, así como también marcas de directores que ya tienen huella en la historia del cine, como Tarantino, en cuanto a ese gusto amargo que dejan determinadas escenas, en la exageración en las reacciones o el juego de las voces, por ejemplo. También en la ambigüedad que presentan los personajes, en lugar de quedar determinados como “buenos” o “malos”. Los títulos y la introducción resultan originales y placenteros audiovisualmente, así como la presentación de cada personaje. La historia no trae nada nuevo, pero sí lo hace el relato, el cuál a través de la coyuntura entre imagen, sonido y efectos especiales, logra escenarios destacables. Si bien hay un patrón que se repite y algo cliché, el de los delincuentes con pocas luces, resulta interesante la inclusión y la deconstrucción que hay con respecto al personaje de la travesti. La única relación amorosa es entre Lola y Julián, y resulta interesante la dinámica entre ellos porque se complementan de una forma en la que no se estamos acostumbrados a ver en películas argentinas. Lola es una combinación entre femme fatale y la “Lolita” de Kubrick. Julián, es el chico rudo y violento tratando de salir del tipo de vida problemática que lleva, sin embargo, tiene una debilidad por Lola. La banda sonora es clave, es una elección excelente para este tipo de películas y muy precisa para cada escena. Mala Vida, cumple perfectamente con la función de entretener al espectador y ayudarlo a evadirse, como lo hacen Lola y Julián cuando van al cine. Por María Victoria Espasandín
Una mujer fantástica es claramente otro retrato sobre los bordes que construyen el universo femenino y la identidad del “ser mujer” como un hecho activo, personal y social al mismo tiempo. En Gloria (2015), Leilo eligió como frontera, como límite paradigmático la franja etaria del personaje central: Gloria es una mujer en toda la plenitud de su deseo pero con 60 años. Una edad que conlleva toda una connotación íntima, pero ante todo una fuerte mirada – sancionatoria- de la sociedad. En Una mujer fantástica el director redobla la apuesta sobre la tensión moral que existe entre lo femenino y la carga social, esta vez juega a investigar lo femenino en términos de genitalidad frente a la identidad de género: o sea esta vez nuestra protagonista es una joven mujer transgénero. Marina está tan llena deseos de vivir la libertad del amor como aquella Gloria con sus 6 décadas y toda su vitalidad. El argumento se centra en contarnos como Marina vive un romance intenso y estable con proyectos de pareja Su amado es Orlando, un hombre varias décadas mayor. Se aman, de eso no hay duda. Ni hay secretos de quién es cada uno y cómo viven su deseo. Pero luego de una noche de festejo por el cumpleaños de la joven de manera azarosa y trágica Orlando se descompone y muere apenas arriban a la clínica donde Marina lo lleva desesperada en su afán por salvarlo. Lo interesante que se desarrolla en la trama a partir de este conflicto es que dada su condición transgénero Marina es desplazada como sujeto del duelo, por todos los que son parte del mundo de Orlando, incluso también para la sociedad y sus instituciones (médicos, policías, etc). Ella es observada como un ser perverso, indefinible en su condición sexual, sospechosa de haberle causado la muerte a su amado y, ante todo, indeseable de ser vista o aceptada como mujer. Con pocas palabras más quiero destacar la emotividad narrativa que logra Lelio con las imágenes: los primeros planos y su sensible mirada, los reflejos de Marina en los espejos, su imagen multiplicada según los distintos puntos de vista desde donde se la mira a través de la lente y en toda la película. Porque la cámara no deja ni por un segundo en paz es a esta “mujer fantástica”. Es esta película una de esas historias que hace homenaje a un cine Latinoamericano que no conoce de límites, ni fronteras. Por Victoria Leven @victorialeven
Una vez más Guillermo del Toro decide llevarnos de viaje a un mundo imposible, fabulesco, mitológico, ensoñado y ante todo bello, bello como la imagen misma del agua que inunda la pantalla. Seguramente recordamos El laberinto del fauno, su filme más cercano a esta nueva propuesta, hoy más madura, más arriesgada y seguramente con muchos más recursos económicos que en aquel primer viaje al otro mundo, ese otro mundo que tan bien parece conocer e imaginar a la vez este gran realizador. La historia se podría sintetizar en la vida pintoresca y rutinaria de una joven, Sara, que padece la imposibilidad del habla, más no de escuchar todo lo que la rodea. Vive en un departamentito casi de juguete, instalado arriba de un gran cine de barrio, el “Orpheum” que ya casi no tiene espectadores aun cuando nos instala el relato en aquellos gloriosos años 50, y nos llena de imágenes en la gran pantalla de varios filmes icónicos e inolvidables. No solo allí nos deleitamos con sus amorosos homenajes al cine y su historia, sino también a través de lo que se reproduce en la TV de la casa de su amigo. Un vecino y dibujante ya entrado los 60 años, gay, y que recibe los cuidados de esta joven a quien adora como a la hija que no tiene. La jovencita trabaja en un lugar increíble, digno de un filme fantástico de este corte vintage, es como un gran laboratorio, centro de experimentos o algo así. Un espacio donde ella, junto a un séquito de mujeres, todas las noches después de las doce se dedica a hacer la tarea de limpieza del inmenso y misterioso espacio. Mis detalles acerca del argumento se detendrán aquí, cuando les anuncie que un día llega al laboratorio una “criatura única” una mezcla de ser que algunos llamarían monstruo y otros un enviado de quien sabe que dimensión recóndita del planeta. Y si, definitivamente su llegada y las consecuencias del caso le cambiará la vida a todos, y en especial a la joven Sara. En esta obra cinematográfica Guillermo del Toro mixtura tanto el universo de los personajes estilo comic, como si me recordara de alguna manera de Dick Tracy, filmes clase B sobre científicos y seres sobrenaturales, la narración con el modelo de mito / fábula y hasta unos destellos innegables que traen reminiscencias de aquella ingenua jovencita francesa “Amelie”, además de la estética extremadamente cuidada de aquel filme. Emociona y embeleza con sus imágenes salidas del más bello cuento. Sin duda para amantes de las historias de amor, del fantástico y sobre todo para los amantes perdidos en los brazos del cine. Por Victoria Leven @victorialeven
Este es un tiempo para el cine muy claro y cristalino, hay una necesidad, una frase que nos define: ¡estamos hambrientos de autores! Nuevas e intensas propuestas en la sala. Corre en la sangre de la cinematografía contemporánea una necesidad de que gente brillante o llámese talentosa, creativa sin tapujos o descaradamente audaz nos traiga sus decires, arroje sus fantasmagorías y sus imágenes reveladoras, sus reflexiones existenciales o sus locuras más absurdas en la plenitud casi impune de la pantalla que pide a gritos que no nos olvidemos que está ahí para “generar sentidos”, además de taquilla, y argumentos agotados. Yorgos Lanthimos hace ya varios años nos noqueó, creo que esa es la palabra, con un golpe certero y nuestros sentidos entraron en shock, gracias a filmes como “Canino” (2009), “Alps” (2011) y más tarde la superlativa “The Lobster” (2015). Debo confesar que mi recorrido por este realizador griego de tan solo 44 años, ha sido inverso a la cronología de sus obras. Me obsequiaron hace apenas dos años – momento inolvidable– una copia de “The Lobster”. Por razones inexplicables esperé para sacarla de la caja… pasaron meses y finalmente al verla el impacto fue brutal. Su universo distópico, sus solapados cuestionamientos éticos y morales, su filosa crítica a la sociedad y a la perversidad del sistema. Más una jugada despiadada cuando nos deja a la luz como seres incapaces de entregarnos “al otro” más allá de nuestra propia conveniencia, una reverenda patada a la épica del amor y sus derivas. Los temas no serían nuevos, pero el filo de plata de esa cámara y esa pluma eran atrozmente novedosos. Un modelo de narración con extraños personajes y un singular argumento que pendulaba entre el humor más negro y el sentimentalismo más primitivo. Una alquimia única. Los actores me resultaban impensables como “buenos” y en cambio Yorgos con su estilo casi Brechtiano de distanciamiento y utilizando el artificio como código de composición de esos seres en ese mundo, logra así armar una coreografía narrativa y actoral totalmente propia. Un resultado perfecto: un autor definiendo sus mundos. Ese es mi recuerdo y me disculpo por antecederlo al breve análisis crítico del filme que hoy nos convoca, que en parte lleva en su fibra huellas de aquella película a la que referí, pero también el camino de un realizador es como un laberinto de espejos, engañoso y complejo. Y “El sacrificio de un ciervo sagrado” no logra la altura, la profundidad y la solvencia de su anterior filme. Esta nueva película es provocadora ya que desde su título nos refiere a un ritual donde alguien o algo “inocente” debe morir. Pero como en todo ritual sacrificial los dioses definen al “sacrificado”, el que obviamente debe morir por una causa mayor, por un valor que hay que restituirle al mundo, algo que excede a un solo sujeto. Por lo tanto como espectadores creyentes de que el título es indicio de algo, estamos consciente o inconscientemente predispuestos a la idea de un acto sacrificial por una suerte de bien común. Pero sabemos que en cine de Yorgos no hay “dioses” y que en sus obras es imposible que un humano pueda ser llamado inocente y deba ser sacrificado para salvar al mundo como en una misión mesiánica ingenua, sino que más bien estamos cerca de ver algo que nos va a perturbar, horrorizar, inquietar o angustiar sin solución alguna. Colin Farrel es un cardiólogo prestigioso, casado con Nicole Kidman que es una prestigiosa oftalmóloga. Son padres de dos jóvenes hijos, una mujer y un varón. Fuera del círculo familiar solo se nos presenta un joven anónimo, como si fuera un personaje secular pero extrañamente llamativo en la trama para ser tan secundario. Desconocemos su origen y la historia que lo une a Farrel, quien lo trata como a una suerte de hijo adoptivo pero a escondidas de todos, como si los uniera algo secreto e indebido. El joven anónimo no solo mantiene ese vínculo con Farrel sino que va entrando en el universo familiar poco a poco, por ejemplo entablando un vínculo con la hija del protagonista, a quien seduce no por que ella sea de su verdadero interés, ya que su objetivo final es la de llevar a cabo una venganza. No vale la pena spoilear la causa de esa venganza, casi absurda, casi inverosímil, y más bien simbólica, porque lo que va a empujar el filme hacia la tragedia es lo que esa venganza pone en juego: el sacrificio del ciervo, matar al inocente para salvar a los demás. Este núcleo dramático expone un homenaje a la tragedia clásica griega con todos sus simbolismos y significados culturales para occidente. Ya que la película refiere en su drama central al conflicto de la tragedia de Eurípides “Ifigenia en Aulide”. En aquella pieza teatral Agamenón debe sacrificar a su hija para reparar el error cometido con los dioses y restituir la armonía entre la divinidad y los mortales. Pues cuando al sacrificar a una cierva sagrada no la ofrendó a la diosa de la guerra Artemisa, a quien le pertenecía la cierva. Eso despertó la ira de la diosa que le puso como precio a pagar el sacrificio de la vida de su propia hija: Ifigenia, cual cierva sagrada. No importa cómo termina la tragedia griega pues no es ese el mensaje que elije Yorgos darnos, ni con su ciervo sagrado, ni con el acto del sacrificio y como lo significa y define en su película. La figura del padre en el filme se presenta como un sujeto todopoderoso, casi un Dios pagano (en vez de Agamenón es Correl) y se exhibe en escena como un sujeto que ha perdido el corazón y quiere resolver tan solo con la razón este desafío en el que debe elegir cual de los miembros de su familia pagará con su vida el precio de aquel ciervo sagrado. Su mujer no actuará como Clitemnestra en defensa de sus hijos sino que siendo ella también una victima posible mostrará sus instintos de supervivencia lejanos a la maternidad y al amor protector. El punto de la propuesta de esta obra de Lanthimos es como entender los hechos desde el inicio al final, pues no es una película “realista”. Tiene tanto de real como de fantasmático, de fantástico y de intangible que el juego que pone en la mesa en esta suerte de adaptación libre de Eurípides. Es cómo significamos el concepto de “salvación” ¿A través de la culpa? ¿Del castigo? ¿De la liberación? La trama pone en duda la capacidad de alguien de sacrificar algo para salvar a otros, y deja en evidencia que el sujeto tan solo tiene una pulsión de auto salvación y no más que eso. Si el significado de esta palabra es “consecución de la gloria y bienaventuranza eternas”, este no es el sentido que la película nos ofrece como conclusión sobre el acto de sacrificar. El final implica tantas interpretaciones posibles como caminos de visualización de esta trama vincular, familiar, y existencial. Quién vive y quién muere no parece ser el punto clave, sino más bien “que mundo queda después de que la teórica salvación se ha llevado acabo, sacrificando a uno por otros”. Una tibia metáfora crítica al principio del cristianismo, ¿qué mundo de “glorias y bienestar” quedó después de que un joven llamado Cristo fue sacrificado por el bien de todos? El contenido de la trama es ambicioso, denso, perturbador, inquietante. El acto final que es el más intenso del relato se hace desesperante, pues la tensión crece junto con las imágenes de enfermedad y muerte que nos incomodan sin cesar. Pero la extensísima introducción de la primera mitad del filme hace muy morosa la entrada al núcleo dramático más nítido de la película generándonos preguntas inconsistentes, dudas irrelevantes y distractivas, por lo tanto genera climas escénicos que no contienen suficiente solidez y riqueza. Si hay algo que debo agregar es que me resulta imperdonable que el filoso y corrosivo humor que podría haber circulado en algunos momentos claves de la historia se desvaneció por completo, quitándole a este mundo trágico la capacidad de burlarnos de lo patético y mirar la locura de nuestras contradicciones con el cristal de la absurdidad. Por Victoria Leven @victorialeven
Después filmes como La noche más oscura (2012) que se instala en la conflictiva temática de un pasado reciente narrando el operativo de las fuerzas especiales que se precipitan para atrapar a Bin Laden, y por otra parte la gigante y multi-premiada Vivir al límite (2008) que nos describe la vida y la rutina de un militar, especialista en detección de minas, en medio Oriente y que vive atravesado por lo que podríamos llamar “la adicción a la guerra”. Hoy esta feroz realizadora estadounidense se impone con un filme que reescribe y reconstruye un aberrante acontecimiento sucedido en los EEUU hace 50 años atrás: “Julio de 1967/ Detriot se define como una de la revueltas raciales más atroces de la historia moderna, donde mueren unos 50 hombres negros, sumados a 2000 heridos y 7000 detenidos”. Son los años 60 y la locura racista luce como una estrella en el firmamento. Bigelow elije ese julio sangriento como un hecho del pasado que le sirve como resorte hacia el presente, como una clara metáfora sobre otros atroces racismos y las mismas modalidades de violencia que aún operan hoy en la sociedad norteamericana contemporánea. Bigelow y su guionista Marck Boal deciden alejarse en la selección de una historia real, y eso les permite mirar desde atrás hacia adelante abriéndose un camino directo y eficaz como el tiro de un francotirador, lo que dicen y como lo dicen es claramente un tiro al blanco, sin dudas ni matices: radical y oscuro por donde se lo mire. Con una lupa fina eligen un momento puntual dentro de todo el caos de aquel mes arrasador de violencia salvaje, la noche del 25 de julio, una oscura jornada donde un grupo de policías blancos encierran bajo amenaza de muerte y abusivos maltratos a un grupo de jóvenes de color que tan solo estaban en la habitación en un motel, acusándolos de esconder a un francotirador. La jornada de torturas se hace eterna y asesinan a tres de ellos a quemarropa. Luego de no encontrar culpables posibles, dejan libres a los pocos sobrevivientes bajo amenazas de muerte si rompen el silencio. Este hecho es el núcleo del relato total que despliega la película, que mientras juega con la impronta de reconstruir algo que sucedió realmente y documentarlo, no borra nunca la presencia de la ficción como herramienta, que genera climas, que construye situaciones y que da una vida precisa y visceral a los personajes de este abominable relato. La película podría dividirse en 5 momentos, en 5 actos, con una duración total de 143 minutos. Una estructura bien calculada le permite ese despliegue narrativo. El primer acto podríamos contenerlo en la secuencia de presentación con animación donde cuenta de manera (poco profunda y muy reduccionista) la historia de la inmigración de la raza negra hacia américa. De ahí entramos directo al acto dos donde sin respiro nos metemos en el mes del caos de Detroit, la miseria, los saqueos, la policía hiper-violenta, una lucha de razas sin sentido y un poder desmedido sin solución de ordenar ni llegar a ninguna armonía. Presenta a los personajes, claramente delineados con una velocidad vertiginosa y en pocos trazos entramos en sus dimensiones y su contexto. Una cámara asfixiante, encuadres incesantemente móviles, planos largos, cortes veloces, generan un clima desesperante. El acto tres es el infierno absoluto, es el momento de mayor tensión. Pero no sugerido sino explícito, es la incomodidad continua y una necesidad desesperante de que haya una tregua, porque a veces querríamos huir de la sala. Ahora se despliegan los hechos donde se presenta el encierro creado por los policías y los detenidos sometidos en esa noche eterna a un juego de tortura psicológica y física, que se hace tan vívida para los personajes como para el espectador. Los segmentos subsiguientes (el cuarto y el quinto) ponen en la mesa el desarrollo del juicio posterior a los policías, sus consecuencias nefastas y sigue el derrotero hasta el final de uno de los sobrevivientes de esa noche de muerte. No me detengo en dar nombres a los personajes porque más allá de que el filme nos deja identificarlos, la historia la percibo coral. No es una historia de individuos que se valen dramáticamente por sí mismos, sino por el contrario sujetos y contextos que se entrelazan entre sí. La calidad del trabajo actoral está al nivel que la búsqueda de la película propone, es efectiva y emocional, sin grises ni medias tintas. Elegir esta experiencia cinematográfica es válida para quien está en condiciones de atravesar este infierno del Dante. Esta vez Bigelow no nos deja, como en otros filmes, alguna ambigüedad para que oscile nuestro pensamiento y nuestras emociones, se nos impone lapidaria y categórica en todas las áreas discursivas de la película. Detroit es asfixiante, incómoda, pero no por eso menos realista, por el contrario funciona como espejo de lo que vemos, a veces, en mayor o menor en escala, en nuestra ciudad o en cualquier lugar del mundo. Si dejara entrever algunos hilos de locura y contradicción humana (como bien logró en Vivir al límite) le daría otro aire al relato. Un poco de indefinición en algunas “verdades” para poder abrir una grieta al pensamiento del espectador. Aunque tal vez no sea su mejor película, la genial Kathryn es una defensora de sus propios temas e intereses, una mujer de 66 años que tiene más sangre en las venas que más de la mitad del mustio, obsoleto y moribundo Hollywood. Por Victoria Leven @victorialeven