Radiografía del fracaso El cine internacional contemporáneo sufre de una excesiva corrección política al momento de retratar una infinidad de historias dentro de distintos ámbitos, con los romances como uno de los enclaves en los que se acumulan más intentos fallidos, esos que pretendiendo ser desgarradores y/ o hiper sinceros en su análisis de las miserias del amor y sus subproductos terminan cayendo una vez más en esa falta de verdadero brío retórico como consecuencia de una triste esterilidad discursiva de fondo, hoy más que nunca homologada a la deslegitimación del film en su conjunto cortesía de una intrascendencia apenas encubierta que -vale aclararlo- es uno de los signos indudables de la banalidad de los tiempos que corren, en los que las apariencias y hasta a veces las “buenas intenciones” suelen ocupar el espacio de la militancia en serio en pos de algo que no sea satisfacer el ego o el bolsillo. Así las cosas, y como si se tratase de una versión un tanto esquizofrénica -e inferior- de la reciente Monsieur & Madame Adelman (2017), en Amores Frágiles (Amori che non Sanno Stare al Mondo, 2017) nos topamos con el retrato de las idas y vueltas de una pareja de siete años de profesores universitarios, Claudia (Lucia Mascino) y Flavio (Thomas Trabacchi), en lo que definitivamente parece ser una competencia por ver quién es el más narcisista y pedante de los dos. Si bien la realizadora y guionista Francesca Comencini adopta la perspectiva femenina para contarnos de manera fragmentada la génesis, el desarrollo y la extinción del amor, en realidad le pega a la par a los hombres y las mujeres subrayando el egoísmo infantil y bobalicón de los primeros y la histeria masoquista y autovictimizante de las segundas, sin mucho más para decir sobre las causas de la debacle. Sin embargo la ausencia de un entramado conceptual en verdad valioso que justifique el periplo romántico no es el inconveniente principal que arrastra la propuesta (al fin y al cabo, pocas son las obras que poseen un trasfondo equivalente), ya que lo más problemático del asunto es la redundancia general de la directora al momento de presentarnos el relato: mientras que por un lado tenemos -como no podía ser de otra forma- una catarata de discusiones por desvaríos, celos y demandas circunstanciales, por otro lado desde el inicio quedamos presos de una serie de flashbacks simplones, un voice over hiper explicativo por parte de ella, escenas contemplativas que no agregan nada y hasta instantes cercanos a un videoclip erótico ochentoso. Sinceramente tampoco suma que él la engañe con una chica más joven (cliché masculino) y ella con otra mujer símil destape lésbico (cliché femenino). De todos modos, la película cuenta con elementos redentores como el gran desempeño de Mascino, todo el tiempo bordeando la sobreactuación producto de las necesidades que plantea la efervescente Claudia, y especialmente el objetivo máximo de la realización, orientado a analizar las minucias del fracaso de turno desde la honestidad y cierta desnudez emocional que no teme caer en la vergüenza, el ridículo y la neurosis depresiva; asimismo poniendo de relieve como colofón que no importan las características de cada género sexual porque en una relación ambos van intercambiando roles y relegando la posición dominante en favor del prójimo (el equilibrio total no existe). Incluso así, el opus de Comencini nunca levanta cabeza del todo y se queda en una medianía entre correcta y algo olvidable que buscando la visceralidad deriva en soluciones dignas de un manual de autoayuda…
Amores frágiles cuenta la historia de Claudia y Flavio quienes se llevan amando siete años. Su pasión es demoledora e intelectualmente estimulante. Entre sus tires y aflojes, sus noches en blanco impregnadas de discursos tan paradójicos como universales y los psicofármacos camuflados en un frasco de vitaminas, su historia termina de golpe. Él siente la necesidad de aterrizar después de un larguísimo y vertiginoso vuelo; ella no consigue volver a tierra, prisionera en un espacio intermedio en el que resuenan sus monólogos compulsivos. Francesca Comencini tiene una larga trayectoria en el cine pero irónicamente esta es la primera vez que se estrena una película suya en nuestro país. Hija del gran autor Luigi Comencini quien es una de las figuras más olvidadas de la cinematografía italiana, su carrera empezó hace más de treinta años tanto como directora como guionista con títulos como La cosa nostra (2006) o Un giorno speciale (2012). Amores frágiles es una traducción justa y hasta acertada para esta historia de una relación fallida y sus consecuencias, sobre todo en su protagonista interpretada por Lucia Mascino. Ella se despierta una mañana como si hubiera pasado la mejor noche de su vida, hasta que la realidad la golpea. Ese descanso del dolor que le provoca la ruptura de su relación se manifiesta en su personalidad. Al borde del colapso nervioso que podría generar risa pero que en realidad preocupa por la simpatía que genera su personaje. Su contraparte masculina parece no tener complicaciones. Vive una relación con una mujer mucho más joven a la cual ama. Pero no todo va a ser color de rosa, tarde o temprano eso tendrá mecha en la forma de ver el amor. Con un poco del humor a lo Woody Allen, su protagonista parece una versión italiana de Annie Hall el memorable personaje creado por Diane Keaton, de hecho en su primera escena lleva un sombrero similar al que uso la actriz norteamericana. El en cambio, lejos de la paranoia de Allen parece tener todo bajo control, incluso pareciera no importarle la relación que vivió durante siete años. Con una estructura fragmentada que alterna el presente con el pasado, otra referencia al trabajo del director neoyorkino, Amores frágiles funciona mejor cuando se pregunta por el amor y las distintas posibilidades y caminos que ofrece. La manera de superarlo e incluso los autodescubrimientos y las experimentaciones que generan en una persona la ruptura sentimental. Se trata de una película simpática y entretenida, amena es la palabra perfecta para describirla. Una de esas historias que en poco más de noventa minutos despliega todos sus temas y no lo arrastra ni lo vuelve aburrido. Tiene la duración perfecta. Amores frágiles o Amori che non sanno stare al mondo es una gran recomendación si buscan una historia de amor, de esas que logran emocionar sin recurrir a mal utilizados clichés del género, que tiene a dos actores que dan cuerpo a sus dos personajes principales de manera convincente y que con el naturalismo de la puesta en escena logra que todo lo que ocurre en pantalla sea convincente.
'Amores que no saben estar en el mundo' es la traducción exacta, aunque no necesariamente la mejor, para el título original de la adaptación cinematográfica que la italiana Francesca Comencini hizo de su propia novela, con la colaboración de las guionistas Francesca Manieri y Laura Paolucci. Nuestros distribuidores podrían haber optado por 'Amores que no pertenecen a este mundo' o 'Amores de otro mundo' pero, haciendo gala de su poder de síntesis, eligieron el escueto 'Amores frágiles'. La fragilidad de las relaciones de pareja en la Italia actual es el tema central de este largometraje que re o deconstruye la historia de un amor pasional condenado al fracaso. Quizás la directora de varios episodios de la feroz 'Gomorra' encontró en el libro que publicó cinco años atrás la inspiración necesaria para tomar un descanso de los mafiosos sanguinarios que protagonizan la serie basada en el best seller homónimo de Roberto Saviano. Las primeras páginas de 'Amori che non sanno stare al mondo' revelan dos grandes diferencias con la puesta cinematográfica. El libro está estructurado en cuatro capítulos, y recrea el fluir de la conciencia de los integrantes de la pareja protagónica –los profesores universitarios y cuarentones Flavio y Claudia– y de las dos jóvenes alumnas que irrumpen en la vida de uno y otra: Giorgia y Nina. En cambio, la película carece de episodios y se concentra en lo que piensa/siente la docente. Los espectadores alérgicos a los guiones verborrágicos apreciamos la decisión de adaptar un solo soliloquio. Probablemente opinen parecido aquéllos que les huyen a las películas corales. Lucia Mascino camina con seguridad por la cornisa que suponen los personajes excéntricos como Claudia. La actriz de 41 años se luce en las escenas que, como aquélla ambientada en el baño de un club nocturno, evocan el recuerdo de algunas viejas comedias de Woody Allen. Dicho esto, corresponde aclarar que –a diferencia del realizador neoyorkino– Comencini es presa de ciertos lugares comunes. Por ejemplo aquél sobre el supuesto efecto sanador que una relación lésbica ocasional provoca en las mujeres heterosexuales con mal de amores. Aunque coquetea con los principios 'progre's de la protagonista, la realizadora se revela conservadora cuando recurre a imágenes de archivo para rendirles homenaje a los buenos viejos tiempos en que hombres y mujeres se enamoraban en los bailes del pueblo. Por si quedara alguna duda sobre su postura, la hija del ¿olvidado? Luigi Comencini contrasta esa versión idílica del pasado con la charla académica que una militante feminista y andrógina ofrece sobre la relación entre capitalismo y patriarcado. Acaso nuestros distribuidores deberían haber elegido el título 'Amores eran los de antes'.
La temática central de la filmografía de Francesca Comencini se centra en destacar las dificultades que enfrentaban protagonistas de mediana edad en la vida moderna. Me gusta trabajar (2004) y Lo spazio bianco (2009) sirven a modo de ejemplo. Amores frágiles (2017) que se presenta en este ciclo, tiene como epicentro a una profesora de literatura cercana a los cuarenta años, histérica, de gran verborragia, empastillada hasta la médula que arremete como una topadora. “Lascia perdere” dirían los italianos, mejor olvidarla que encontrarla. Claudia (Lusicia Mascino) Se enamora de un veterano colega que, abrumado por las constantes discusiones y demandas, la abandona para casarse con una alumna mucho más joven. Para cicatrizar sus penas de amor encontrará refugio en los brazos de otra mujer, reflejado en ardientes escenas de sexo lésbico. El film parece seguir los dictados del falso documental Un mundo sin hombres (Mark Sawers – 2015), ya que los personajes masculinos son tratados como marionetas cuyos hilos son manejados por las hembras. Para ellas la plena felicidad se alcanzará con parejas del mismo sexo. Un film que queda a medio camino con su propuesta.
La pelicula italiana “Amori che non sanno stare al mondo” de Francesca Comencini es una interesante mirada sobre la mujer de mediana edad en nuestras sociedades contemporáneas. A diferencia de las visiones edulcoradas que podría proponer (y de hecho propone) Hollywood sobre el amor después de los cuarenta años, este film se centra en la permanente sensación de agonía que sufre su protagonista, Claudia (interpretada por Lucia Mascino) en su relación con Flavio (Thomas Trabacchi). - Publicidad - El relato comienza con el fin de la relación (no es spoiler) y va reconstruyendo los altibajos de la pareja, desde que se conocen, hasta que conviven y finalmente se separan 7 años más tarde. No es un film que sea una obra maestra, hay que decirlo, pero tiene algunos puntos destacables que lo convierten en un producto más interesante que los propuestos por el mainstream: en primer lugar, el contrapunto en determinados momentos entre la acción y la voz en off de los protagonistas, exponiendo sus pensamientos. En segundo lugar, y es lo que se lleva las palmas, la introducción de la noción de heterocapitalismo promulgada por Paul Preciado en su obra Testo Yonki, en una escena genial filmada en blanco y negro, donde une profesore transgénero (guiño a le propie Paul, quien antes fuera Beatriz) expone su teoría. Allí manifiesta que las relaciones sexuales no quedan exentas de la lógica mercantil del capitalismo, y que las mujeres (como en casi todas las cosas de este mundo patriarcal) quedamos en situación desventajosa, teniéndole que sumar a nuestra edad biológica 15 años. Es decir que las mujeres heterosexuales a la mitad de nuestras vidas ya estamos fuera del “mercado” como posibles amantes. Esto cambia en las relaciones lesbianas, donde la edad está más equilibrada, dato que funciona como el puntapié que hace que la protagonista finalmente acceda a salir con una ex alumna. Dicho así, parecería una elección completamente snob, pero en realidad lo que el film plantea es la necesidad de Claudia de sentirse amada, lejos de esa sensación de vértigo que le produce el hombre al que ama, quien obviamente sale con una mujer más joven. En síntesis, el film es una falsa comedia romántica, que muestra el choque entre la idea de amor romántico que nos “vende” el capitalismo (de allí los insert de los bailes de la década del ’40) con la realidad del amor cotidiano. Qué pasa cuando la mujer sabe lo que quiere y piensa, y lo defiende: el amor no sabe cómo estar en este mundo.
Las brokeup movies son un subgénero que ha generado un sinfín de películas. En esta oportunidad al abandono de la protagonista, en todo sentido, se le agrega el humor como vía narrativa. El resultado es fallado, no hay nada que finalmente termine por consolidar aquellas ideas con las que inicia el film, el amor es frágil, sí, pero más la paciencia del espectador por tratar de comprender las idas y venidas de una película sin compromiso con éste.
De Francesca Comencini (hija del también famoso director italiano), basado en su propia novela, guionada por ella con Francesca Manieri y Laura Peolucci. Es una suerte de ensayo sobre el amor, desde el punto de vista de una protagonista desbordada por el fin de una relación que ella no acepta, que trata de ser sincera en el extremo casi insoportable, con argumentos intelectuales y deseos terrenos y obvios como el de concretar una matrimonio y tener un hijo. En un verdadero torrente de ideas y discusiones, pero que no carecen ni de lógica ni de humor, para desnudar a una protagonista encarnada con talento, belleza y energía por Lucía Mascino. Esa mujer que se mueve como el resto de los personajes en un mundo intelectual, tendrá un amor de siete años de pareja y mucho tiempo de soledad, rebelión, duelo y búsqueda. Lo más interesante del film esta en la ironía, la puesta en escena de distintas explicaciones como el valor de una mujer en el mercado sexual, según pasan los años y las opciones a mano. En contra una reiteración de inquietudes, miedos y la poca empatía que genera esa irritante protagonista aunque esté bien defendida por la protagonista, siempre al borde de la sobreactuación, pero que se limita como puede. Un mundo creado por la Comencini, que tiene originalidad y reiteraciones, lugares comunes y ganas de teorizar con profundidad no siempre lograda, en las aguas de la constante insatisfacción del mundo contemporáneo.
Hija de Luigi Comencini, recordado por sus aportes a la commedia all’italiana (Pan, amor y fantasía sobre todo, pero también algunas con el gran Alberto Sordi como Tutti a Casa y El comisario), Francesca Comencini viene desarrollando una carrera sostenida desde hace tres décadas. Presentada el año pasado en Locarno y basada en una novela escrita por ella misma, Amores frágiles es su opus nueve. El título original es más bonito, menos de stock que el que le tocó aquí, donde parecería que se parte de la base de que el público es demasiado impaciente como para andar leyendo títulos largos y complicados. Amori chi non sanno stare al mondo. Amores que no saben estar en el mundo. Lo cual habla de un plus, una incapacidad, una tragedia incluso: son amores a los que la realidad no les va. ¿Lo que los franceses llaman amour fou? Eso parece en primera instancia, al menos de parte de Claudia (Lucia Mascino), professoressa de literatura, cuando, luego de haberlo insultado en el ámbito de un seminario académico, le larga a su colega Flavio (Thomas Trabacchi), mientras toman un café de reconciliación, que está totalmente enamorada de él y que le basta mirarlo para comprender que van a pasar toda la vida juntos. ¿O se trata de un caso de bipolaridad? Más allá de que a lo largo del relato Claudia se va a zarandear entre altas y bajas, no parece tratarse de eso. Está claro, al menos, que a Francesca Comencini no le interesa Claudia como caso clínico, sino como personaje que ama. Flavio, claro, ama menos. Ama, a diferencia de Claudia, sensatamente. ¿Por qué “claro”? Porque para los hombres el amor suele ser menos huracanado que para las mujeres. ¿Se ama así todavía? ¿Ama así la mujer moderna, demasiado preocupada por el balance de poder en la pareja como para lanzarse a amar demasiado? Es posible que no. Es más: es posible que el de Claudia sea un modelo que atrasa varias décadas. Hasta antes del feminismo, digamos. O más de un siglo, si se prefiere. Hasta el Romanticismo, esos tiempos en los que no existía fuerza más poderosa que el Amor. De hecho, Claudia ejerce una profesión independiente, la de profesora de literatura, pero a la película parece no importarle demasiado. Recién en la penúltima escena se la ve dando clase, rodeada de alumnos, preparando las clases, leyendo sobre su tema. Ni siquiera se la nombra como profesora, al menos que yo recuerde. A él, en cambio, nadie se dirige sin anteponer el título de Professore. Como si él fuera más profesor que ella. Y no hay una sola escena en la que ella se rebele ante esta disparidad de género. ¿Por qué? Y, seguramente porque a Francesca Comencini no se le cruzó por la cabeza. Apenas se le ocurrió darle a la protagonista una profesión independiente para que tenga aunque sea un barniz de modernidad. Y eso fue todo. Pero una película, además de objeto cultural, es un relato, una ficción, una representación. Y lo curioso es que en esas áreas Amores frágiles se debate en la misma contradicción entre tradición y modernidad que signa la construcción del personaje de Claudia. Teniendo en cuenta que narrar una historia de amor suena a esta altura definitivamente passé, la realizadora elige ir en contra de la linealidad, la cronología y la continuidad temporal y espacial entre las escenas, todas ellas bastiones del clasicismo narrativo. Amores frágiles se inicia en un presente en el que, tanto por su desesperación cotidiana como por aquello que piensa en off (“Él me dijo que se mataría antes de volver conmigo. No se da cuenta de que ésa es justamente la prueba de que sigue enamorado.”), da toda la sensación de que Claudia sufre de la peor clase de locura amorosa: está loca por un amor que ya no es. De allí el relato salta al momento en que Claudia y Flavio se conocen durante un seminario de Literatura. Ella lo putea, después le confiesa su amor y… se ha formado una pareja. A partir de ese momento el relato sigue yendo y viniendo en el tiempo, aunque manteniendo cierta linealidad que permita comprender la evolución de la relación, el antes y el después. Surge aquí un choque entre esa necesidad de poder seguir el hilo de la relación -de historizarla, por lo tanto- y la estructura rapsódica impuesta por Comencini para, de nuevo, darle un barniz de modernidad al relato. Tal como está resuelta, es un pierde-pierde: la deconstrucción operada sobre el relato se siente como artificiosa, y a la vez dificulta el seguimiento de la relación. Ahora bien, Comencini está al tanto de lo que “se usa” en el cine contemporáneo, y sabe que la heterogeneidad se impone. Heterogeneidad de voces narrativas, de modo que en medio de una escena puede brotar un monólogo interior de la protagonista. En el último encuentro entre ambos, Claudia y Flavio conversan un rato y luego lo hacen bocca chiusa: con la boca cerrada y sus voces en off. El problema es que si estos recursos no se manejan bien, pueden dar lugar a la confusión. Porque en esa escena, ¿qué es lo que sucede? ¿Una comunicación telepática entre ambos o una fantasía? Si este fuera el caso, ¿de quién sería la fantasía? ¿De Claudia, que es la narradora de la historia, o de Flavio, a quien previamente se le concedió también el privilegio del soliloquio? La heterogeneidad es también de tono. Este puede pasar del drama pasional al comentario irónico, a la sajona, y del intimismo al histrionismo extremo, bien all’italiana, en una escena donde Claudia le hace un escrache íntimo a su amado en un edificio de dimensiones gigantescas, desde una balconada hasta la planta baja. La escena puede ser teatral, operística (tratándose de una película italiana, siempre cabe el caso) o, de nuevo, imaginada. Y otra vez nos quedamos sin saber cuál de esas cosas es, por un manejo inadecuado de la narración. Esta inadecuación alcanza su punto más bajo en una escena farsesca en la que una docente feminista instruye a un grupo de alumnas maduras, entre las cuales está Claudia, sobre cómo combatir el “heterocapitalismo testosterónico”. Esta sí queda claro que es una escena imaginada, aunque la gramática visual no identifica claramente a Claudia como el sujeto que la imagina. El resultado es algo así como un sketch de Tato Bores protagonizado por una actriz tan poco dotada para el humor como podría serlo, pongamos, María Rosa Gallo: vergüenza ajena en estado puro. Y es una lástima que eso suceda, ya que no da la impresión de que Comencini quiera vender espejitos de colores o gato por liebre. Es solo que se tiró a la pileta y esto, bueno, no siempre sale bien. Habría que ver otras películas de la realizadora para poner un poco más en perspectiva a estos Amores frágiles. La propia película contiene, en verdad, una escena genial, digna de un Seinfeld no apto para televisión o de alguna nueva comedia estadounidense que el cine jamás se atrevió a mostrar. Y no es una manera de decir, sino algo estrictamente cierto. Se trata de un momento en el que Claudia, muy nerviosa antes de un encuentro potencialmente sexual con una alumna, descubre que –consecuencia de la edad— le han crecido un montón de pelos “locos”. Los que más le preocupan están en la zona de los pechos, por lo cual procede a arrancárselos, prolija y dolorosamente, uno por uno y con una pinza. Es una de las imágenes más íntimas y menos eróticas que el cine haya mostrado de un cuerpo femenino, una que por comparación casi hace extrañar una buena depilación con cerote.
Aunque la foto del afiche derroche ternura y amor a borbotones, no es sólo eso lo que vivieron Claudia (Lucía Mascino) y Flavio (Thomas Trabacchi) en 7 años de relación. Más tortuosa que feliz. Los dos son profesores en la Universidad, y se conocen durante una charla a sus alumnos. El está disertando y ella lo interrumpe y lo objeta con pasión; ella es así, algo intensa, insegura, celosa y demandante. El también tiene lo suyo, no da el brazo a torcer en algunas cuestiones que Claudia desea, (una es algo tan importante como un hijo), pero también es infantil, egocéntrico y egoísta. Digamos que se juntaron dos personalidades que no congenian y eso hace que Flavio se fije en una mujer más joven y con menos conflictos y Claudia, casi sin buscarlo, caiga en los brazos de una ex- alumna suya, aunque siga enamorada, cuasi obsesionada con Flavio y no baje los brazos en su esperanza de volver con él. Escrita y dirigida por Francesca Comencini, es una historia de amor diferente y tempestuoso. Bien interpretada, con buena fotografía, “Amores Frágiles” es una muestra de amor real, de encuentros y desencuentros. No siempre la vida es un cuento de hadas... --->https://www.youtube.com/watch?v=UKiG0jfyH50 ---> ACTORES: Lucia Mascino, Thomas Trabacchi. Valentina Bellè, Iaia Forte, Carlotta Natoli. GENERO: Romance , Drama , Comedia . DIRECCION: Francesca Comencini. ORIGEN: Italia.
"Antes que volver contigo me suicidio” no puede querer decir nada bueno. Pero para Claudia, sí. “¿Ves? Eso es una declaración de amor”. No obtiene respuesta. Y no la obtiene porque Flavio no quiere que le escriba más por whatsapp ni se comunique con él. Esa obsesión amorosa de Claudia la lleva a extremos que aquí no vamos a contar, pero que cualquier alma desesperada podría -o no- llegar a comprender o, tal vez , imaginar. Pero el problema de Claudia, según ella es que no sabe dónde está su amado. El problema es que los dos no están tras lo mismo. Y que ella es algo obsesiva compulsiva. Amores frágiles es un drama romántico, con algún toque de comedia, alguno de ellos motivado por la pasión desmedida devenida en aparente locura. “Eres violenta y te haces la víctima, y no seré prisionero de un sueño que no comparto”, le dice Flavio cuando aún era pareja. Fueron siete años, y estaban por contraer matrimonio. Ella llora. “Sos una topadora que no se detiene hasta alcanzar su objetivo”, insiste a las tres de la madrugada el (ex) amado. Hay charlas que hay que tener para conocer a la persona que uno tiene en frente, o al lado. Pero si le dicen “Te miro y sé que quiero estar contigo por siempre”... Francesca Comencini es hija de Luigi, el director de Pan, amor y fantasía (1953). La hija es más explícita en el retrato de la pareja. Aquí, le interesa Claudia, que como Flavio es profesora universitaria y que, desairada, cree encontrar en una estudiante lo que ya su ex no puede brindarle. Lo que busca Claudia es lo que el espectador debe descifrar. Porque Comencini deja abierta, quizá demasiado, la interpretación de lo que pasa por la cabeza y el corazón de su protagonista.
Claudia y Flavio, de un mundo universitario pintado como sensible, sofisticado, con dosis escenográficas de venerada bohemia -con todas las necesidades satisfechas-, están rodeados de una Italia de ensueño. Enamoramiento. O ya no; o ella sí, o se verá. EstosAmores frágiles empiezan rotos, y la estructura es fragmentaria, con flashbacks diversos y hasta históricos. Y Claudia es muy intensa -y muy es un eufemismo, sobre todo para la actuación de Lucia Mascino- y Flavio tiende a gruñir en gris, y es menos vital. Y congenian un poco, y mucho más no. Y se reflexiona desde diversos ángulos sobre el amor y sus posibles futuros, y sobre quedarse enganchado, y sobre cómo siguen las vidas. Un material de base con el que grandes directores y guionistas podrían haber hecho comedias ácidas o secretos y sutiles melodramas contemporáneos. No es el caso de Francesca Comencini (hija de Luigi), que apuesta por una mezcla -veloz y un poco atolondrada- de discursos llenos de estereotipia que no quiere ser tal, y de frases prêt-à-porter que quieren ser más inteligentes que lo que los diversos guiños a los temas contemporáneos aparentemente obligatorios sobre género le permiten. Todo adornado por una musicalización ramplona, cuerpos desnudos "cuidados" y un final tosco.
Publicada en edición impresa.
“Amores frágiles”, de Francesca Comencini Por Gustavo Castagna El amor después del amor. O antes. O en el futuro. O quién sabe. La directora Francesca Comencini (hija del realizador del clásico Pan, amor y fantasía) recorre etapas diversas de la relación de pareja entre Claudia (Lucia Mascino) y Flavio (Thomas Trabacchi), dos profesores universitarios engreídos y presuntuosos, frágiles en afectos, de buen pasar económico y acondicionados para enamorarse o des-enamorarse con bastante prontitud. En ese punto, la estructura de relato de Amores frágiles va y viene en el tiempo, incluyendo imágenes en blanco y negro con parejas nada inestables, como si la película deseara comparar épocas y años donde no se hacían tantas preguntas sobre la felicidad. Comencini tira las cartas sobre la mesa muy rápidamente: desde el punto de vista formal puede sorprender el riesgo invertido con el manejo de los tiempos, los contrastes afectivos del pasado y el presente, la mirada ingenua sobre una forma de amar ya inexistente. Sin embargo, Amores frágiles no puede salir de ciertos clisés cuando se habla de infidelidades, nuevas parejas, conversaciones sobre soledades afectivas, separaciones y charlas pos relación sexual. Y acá se percibe que la directora intenta sin suerte acercarse al mejor Woody Allen, aquel de Manhattan y Annie Hall, para ser más directos, el del cigarrillo y la charla filosófica-sexual luego del encuentro íntimo. La hermosa Claudia tendrá una nueva pareja: una alumna, joven, vital, enamorada en principio de su profesora. El barbado Flavio también tendrá la suya: una mujer joven también enamorada de quien dobla en edad. Es decir, dos lugares comunes en esta clase de películas, donde además las escenas eróticas están filmadas con una estética voyeuristica y un corte entre toma y toma que remite a la producción cinematográfica erótica de los años 80. En fin, Amores frágiles es débil y algo potente en dosis similares, tratando de separarse de ciertas convenciones argumentales en esta clase de historias. Eso sí, ruego que Hollywood no compre la historia porque dentro de su mirada tilinga sobre el asunto hasta sería capaz de modificar el final de esta historia de (des)amor y frustración. AMORES FRÁGILES Amori che non sanno stare al mondo. Italia, 2017. Dirección: Francesca Comencini. Guión: F. Comencini, Francesca Manieri y Laura Paolucci. Producción: Elia Mazzoni. Fotografía: Valerio Azzali. Intérpretes: Lucia Mascino, Thomas Trabacchi, Carlotta Natoli, Iaia Forte, Valentina Bellè, Camilla Semino. Duración: 92 minutos.
El título original de esta comedia es "Amori che non sanno stare al mondo", que no saben estar en el mundo. No son solo amores frágiles. Son tremendos, para quien los padece. Divertidos, para quien los mira en el cine. Y aleccionadores, para quien sueñe con una media naranja y luego pretenda escapar de su medio limón. Y aunque algunas (o "algunes") lo nieguen con aire de ofendidas (u "ofendides"), son amores bastante verosímiles. Quien más, quien menos, conoce alguna pareja como la que acá se presenta. Y conste que esta película fue hecha por una mujer. Los personajes son dos profesores universitarios, lo que no impide que, desde el primer momento, se porten como dos malcriados con reclamos y reproches regocijantes (para nosotros), alternando en un mismo día entre el amor y el agobio, la devoción y el encono, y cosas peores. Ella está loca de amor, y loca de atar, y él quiere lo que quiere todo marido: que no lo fastidien, por decirlo de un modo amable. Hay escenas muy graciosas (incluso una onírica de una cátedra feminista), varias frases dignas de ser anotadas para emplear como refranes o como material de estudio, y, sobre todo, hay una protagonista que se luce maravillosamente, la rubia Lucía Mascino. Junto a ella, o frente a ella, Thomas Trabacchi, que es buen actor, queda opacado. La autora de esta comedia, y de la novela en que se basa, es Francesca Comencini, la misma que años atrás recibió el Premio Especial del Jurado del Festival de Mar del Plata por el drama "Mi piace lavorare", con Nicoletta Braschi, la "principessa" de Roberto Benigni. Los televidentes la pueden registrar por la serie "Gomorra". Los apegados al cine, por su hermana Cristina ("El día más bello de nuestra vida", "La bestia nel cuore"), o por el padre de ambas, el maestro Luigi Comencini de "Pan, amor y fantasía", "Sembrando ilusiones", "Corazón" y otras buenas películas.
Claudia (Lucia Mascino) y Flavio (Thomas Trabacchi) son dos intelectuales, profesores de literatura que alguna vez vivieron un apasionado romance, armaron una larga relación, comenzaron a sufrir distintas crisis, se separaron y luego probaron con nuevas experiencias afectivas y sexuales. Nada que no le haya pasado a millones de hombres y mujeres. El principal problema de Amores frágiles, de todas maneras, no es el qué sino el cómo; es decir, los recursos que utiliza la directora, coguionista y autora de la novela homónima (Amori che non sanno stare al mondo) para narrar esa deconstrucción de un amor. La historia va y viene en el tiempo (los tiempos felices, los momentos turbios), pero el uso de flashbacks y flashforwards es más bien torpe. También es torpe la narración en off a cargo de ella (muchas veces redundante), la musicalización (¡ay, ese pianito!) y las escenas de sexo (parece que a la realizadora de Un giorno speciale le gustó La vida de Adèle). Los clichés no terminan ahí. Flavio, harto del torbellino de ella, se engancha y se casa con una jovencita, Giorgia (Camilla Semino Favro), que no le exige demasiado. Claudia se la pasa hablando con Diana (Carlotta Natoli), su amiga confidente, y se anima a tener una relación lésbica con Nina (Valentina Bellè), una joven y bella alumna ¿Algún lugar común más? Sí, escenas “intensas” en las que los otrora amantes se dicen las peores crueldades para herirse mutuamente y luego reconciliarse, o incluso a una suerte de realismo mágico con ella observando y comentando la relación de su ex con su nueva pareja. Tragicomedia de subrayada carga melancólica y nostálgica, Amores frágiles es una exploración de las miserias íntimas, la degradación física, la dificultad de envejecer, la paternidad/maternidad, la pasión que se desintegra y los celos que corroen, pero -más allá de los intentos por empatizar con un público adulto/maduro- el resultado final es bastante decepcionante.
Hablemos del amor Años, varias décadas atrás, la cinematografía italiana supo traer lo mejor y más vanguardista de la filmografía europea, sino mundial. Ya hace un tiempo largo que esos años en los que los grandes realizadores caían como frutas de los árboles en el país de Fellini dejaron lugar a un panorama más incierto. Salvo casos específicos (que se encuentran alejados de la gran esfera de visualización), el cine italiano languidece entre comedias de (muy) bajo nivel, melodramas lacrimógenos, y productos como Amores frágiles con una pretendida cáscara intelectual que disimula un contenido vacío. Se habrá leído por ahí: el amor se vive, se siente, no se dialoga. Eso habría que decirles también a la pareja protagónica de Amores frágiles, o mejor aún, a su realizadora Francesca Comencini. Se entiende, Comencini se basó en su propia novela escrita en 2013 para llevar a cabo su nuevo film; y lo que está escrito no siempre es fácil adaptarlo a una acción real. Sus personajes hablan y hablan, filosofan, expresan en palabras todo lo que les pasa por dentro; y de tanto hablar se olvidan de llevarlo a la práctica. Atención, no es la primera vez que se presenta un film sobre el amor, o el desamor, en el que priman las palabras. Es más, una de las trilogías románticas más famosas de la actualidad Antes del amanecer/atardecer/de la medianoche también propone a una pareja discurriendo diálogos. Pero hay un detalle que hace la diferencia: hay sobreabundancia de palabras, sí, pero también había carisma, personajes con los que uno podía llegar a reflejarse, y en definitiva un real interés en lo que decían y en el devenir de la pareja. Todo lo que falta en Amores Frágiles. Del tiempo que pasó, palabras quedaron Claudia (Lucia Mascino) y Flavio (Thomas Trabacchi), son una pareja de profesores universitarios que llevan siete años sólidos, pero con varios devenires en el medio. Lo suyo es una pasión fuerte (por lo menos es lo que dicen), pero también algo inestable. En realidad ese desenfreno pasa más por la atracción intelectual entre ambos. Se desean cuando hablan, utilizan psicofármacos para estimularse, se enciende el fuego mientras más superior parece uno y otro. Así pasaron ya siete años, pero un día todo termina, de golpe. ¿Cómo se sale de ese pozo? Por supuesto ¡hablando e intelectualizando más y más! Amores Frágiles se juega en varios tiempos. Del actual en el que la pareja rota se siente incomunicada por no poder cruzarse por avatares del destino (una analogía de lo más ramplona), pasamos a sucesivos flashbacks de distintos momentos de la pareja con todos los lugares comunes de las parejas que fueron y vinieron. No es tampoco lo más original del mundo la propuesta de Amores Frágiles, historia de parejas a través de los años hay para contar de a cientos. Rápidamente, Escena de la vida conyugal es una, y Nuestro Amor otra. Pero en una está Bergman y Ullman detrás, en la otra (además de Reiner, Bruce Willis y Michelle Pfeiffer) imperaba una calidez que inundaba la escena. En Amores Frágiles lo único que hizo Comencini pareciera ser poner a la pareja protagónica a leer tramos de su novela, como sea, en diálogos, monólogos, o voz en off. Todo con una intelectualidad que se presupone superior al espectador que debe callar para aprender. En realidad, las conclusiones a las que arriban no son mucho más elevadas que las de cualquier manual de autoayuda barato, que por lo menos le habla de igual a igual el lector/espectador. Claudia y Flavio son dos personajes, ¿cómo decirlo? francamente insoportables. Histéricos, caprichosos, pedantes, ególatras, carentes de cualquier atractivo social para con el otro. En parte se entiende por qué se tienen el uno para el otro. Ambos son la típica contrafigura que la/el protagonista descarta para irse con el amor verdadero. El tema es que acá los dos son los protagonistas y no sabemos con cuál de los dos quedarnos o desechar primero. Conclusión Amores frágiles desaprovecha dos buenas interpretaciones protagónicas para centrarse en diálogos que se creen más profundos de lo que son. La falta de empatía y la acumulación de palabras frías, la convierten en una película tan ajena como impenetrable. Quizás quienes sientan la necesidad de verbalizar sobre el amor básico le hallen su atractivo.
Claudia y Flavio son dos profesores universitarios que se enamoraron de manera repentina y perdidamente. Se entregaron a esa relación de manera intensa pero de a poco comenzaron a ahogarse. El uno al otro o ellos a sí mismos. “Amores frágiles”, dirigida por Francesca Comencini y escrita junto a Francesca Manieri y Laura Paolucci, pretende desnudar más que una historia de amor, la historia de una obsesión, de aquellas en las que una persona realmente cree que una vida no es posible sin ese otro. Claudia, interpretada por Lucia Mascino, fue una mujer fuerte, directa, con ideas claras y de repente creyó que lo que tiene frente suyo es un amor puro, fuerte, de esos que no hay que dejar pasar. Por eso, después de haberse separado, de haber estado a punto de casarse y hasta de haber discutido sobre la posibilidad de tener hijos, le manda mensajes constantemente, mensajes que en algún momento ya se cansa de responder, y si lo hace le dice que prefiere suicidarse antes que volver con ella. Desde el principio nos podemos dar cuenta de que la relación que tenemos en frente no puede ser una relación sana. Pero en el medio, a medida que a través de flashbacks se nos va desnudando lo que supieron tener, se puede comprender por qué alguien en algún momento creyó que eso podía ser para siempre. Así, el film deambula entre las reacciones exageradas de Claudia y el hastío de Flavio junto al romance incipiente de cuando se conocieron y los pequeños momentos que supieron compartir en una casa vieja en las afueras. Comencini se enfoca principalmente en el punto de vista de su protagonista femenina. Su susceptibilidad y vulnerabilidad ante la ruptura, la pasión que le puso a la pareja ahora volcada en recuperarse de él o recuperarlo a él. Se pueden ver a ambos protagonistas intentando rehacer sus vidas, curioso que cada uno lo hace con una de sus estudiantes y sin embargo cada una de esas relaciones son muy distintas. Ella se deja cautivar por momentos por aquella joven bailarina de un club nocturno que la deslumbra en cada examen, pero no puede entregarse a ella porque sabe que ama a otra persona. Él intenta rearmar su vida con una chica mucho más joven, y así como le gusta y lo seduce también lo presiona y lo hace sentir viejo. Suena cliché, ¿no? Idas y vueltas. Discusiones y replanteos. Un retrato poco habitual sobre las relaciones amorosas aunque bastante cercano por momentos cuando se trata de todo lo que uno puede sentir al ser dejado. No obstante, las exageradas neurosis de su protagonista femenina terminan sucediéndose de manera tan constante que es difícil de generar cierta empatía. “Amores frágiles” es entonces un film bastante desparejo, incluso en su tono. Por momentos un drama romántico, en algunos otros con ciertos tintes de humor y hasta de fuerte ironía. Sin embargo, este retrato que pretende ser visceral y honesto se termina sintiendo forzado y poco genuino. La resolución permite da un ¿final? digno. Aunque habiendo sido testigos de todo lo anterior nos es inevitable preguntarnos si va a durar.
Reflexiones sobre el paso del tiempo La filmografía de Francesca Comencini está marcada por tantos vaivenes artísticos como desvíos temáticos, aunque si hay algo que siempre ha parecido interesarle son las causas y consecuencias de los cambios en las relaciones entre los personajes, en particular las amorosas. Tal vez el título en el cual esos reflectores mejor iluminan a las criaturas sea Mi piace lavorare (Mobbing) (2004), donde los conflictos interpersonales se veían zarandeados aún más por la problemática de la pérdida del empleo. Nada de esto último parece acuciar a Claudia (Lucia Mascino) y Flavio (Thomas Trabacchi), dos profesores universitarios de literatura cuya cambiante pero siempre turbulenta relación de pareja, que atraviesa siete años de sus respectivas vidas, es analizada por Amores frágiles a través de una estructura no cronológica, pautada por los recuerdos, las ansias nunca consumadas y la necesidad de replantearse cómo seguir con la vida luego del fin de un vínculo que ocupaba ostentosamente el centro de la escena. Ni comedia romántica, ni drama psicológico bergmaniano, ni sumersión en las agitadas aguas de la memoria –o bien todo eso junto y revuelto–, las aguas y aceites diseminados por Comencini en el relato nunca terminan de aglutinarse: su último film puede ser visto como un experimento a todas luces fallido. Aunque, definitivamente, nada plácido. Los movimientos febriles de Claudia al despertar y (re)descubrir que Flavio ya no está a su lado en el lecho matrimonial anticipan la silueta de un personaje invadido por ansiedades y miedos, en varias instancias extremos. El primer flashback entrelaza su primer encuentro, casi una década antes, durante una ponencia universitaria sobre el nacimiento de la literatura moderna. “Paciencia, un catzo”, le gritará a la moderadora, cansada de escuchar sus interrupciones, en un paso de comedia ligera que, por un instante, parece remitir a Luigi Comencini, el famoso director de comedias all’italiana y padre de Francesca. Fiel al viejo adagio “los que se pelean se aman”, la posterior charla y discusión en un bar llevará a la pareja de supuestos enemigos al primer paso en su recorrido como amantes. Si por momentos Amores frágiles parece una comedia dramática “femenina” al uso, con sus reflexiones algo superficiales sobre el paso del tiempo, el peso de la maternidad como obligación/deseo personal y el erotismo como forma de expresión no verbal, en otros el guion escrito a seis manos parece derivar hacia zonas cercanas al cine de Lina Wertmüller, incluida una escena onírica en blanco y negro que reubica algunas armas del feminismo radical en franco terreno burlesco. Una tardía experimentación amorosa con una mujer mucho más joven –como la nueva novia de su ex– termina por darle forma final a un personaje que se intuye mucho más complejo (y menos abiertamente celoso e “histérico”) que lo que el mismo relato parece dar a entender. El hecho de que Flavio, en cambio, esté construido en base a una estabilidad y certeza emocionales bastante más firmes –más allá de los lógicos temblores de la mediana edad– termina por erigir, irónicamente, los mismos estereotipos que la película parecía dispuesta a destruir desde los cimientos.
La historia tiene algunos momentos atractivos y goza de una buena estética. Ciertos momentos son delicados y dentro de su desarrollo se va entremezclando en blanco y negro entre situaciones emotivas y románticas. Ciertas reacciones que tienen estos personajes adultos son típicas de adolescentes y posee momentos de un romance tormentoso durante los cuales la protagonista Claudia (Lucia Mascino) tiene varios conflictos internos y hasta llega a tener una aventura lésbica con la ex-estudiante y bailarina exótica Nina (Valentina Bellé). Además se tocan temas como: el divorcio, el sexo, los celos, el desempleo, los niños y la cirugía plástica, parte de la narración cuenta con la ayuda del flashback. Uno de los problemas es que tiene situaciones reiterativas y no llega a mantener el ritmo.
La película italiana de la semana es una historia de desamor. O el registro, en distintos tiempos, de la vida de esa pareja después de la separación. Ella no puede ni quiere olvidar, él necesita seguir adelante. La directora, Francesca Comencini, apela a la comedia, su su protagonista femenina, un buen trabajo de Lucia Mascino, como centro. Una neurótica bastante exasperante y exasperada, que no para de gesticular y hablar a los gritos casi sin filtros. Irascible, mandona, compulsiva: apasionada. El problema es, claro, que cuesta empatizar con las formas de su pasión, al punto que uno se pregunta, más bien, por las elecciones de ese hombre, amante victimizado.
Un primer plano muestra el cálido despertar de Claudia (Lucia Mascino). Lentamente la cámara va entrando en un plano general donde otra realidad se expone mientras la mujer parece recordar su condición. El desorden en su cama y alrededores atestigua lo que ocurre en su interior. El amor de Flavio (Thomas Trabacchi) ya no está. Entonces, ella trata agarra su teléfono celular e comunicarse con su ex pareja. Él no responde. Ella desespera. Esa situación se viene reiterando hace ya algún tiempo, aunque Claudia no lo logre comprender.
La verborragia por miedo al silencio. Una película donde la palabra o mejor dicho la ametralladora de verborragia de una protagonista despechada ocupan el centro de todo habla a las claras de todo lo que eso tapa o representa en base a la ausencia la reflexión desde el silencio. Silencio que en tiempos modernos parece molestar a cada mensaje de texto o réplica en redes y que muchas veces despierta gigantes equívocos en el otro como señal falsa de indiferencia o desinterés por aquello que se comparte. Nada más trillado que pensar en el amor y en las relaciones pasionales como algo intenso pero frágil y de ahí un título un tanto caprichoso para reflejar en esta comedia de medio pelo de la directora Francesca Comencini, quien con este llega a la nada despreciable cantidad de nueve películas y cada una de ellas en torno a las relaciones entre hombres y mujeres y a los amores y desamores como en este caso. Y básicamente Amores frágiles transita por el vaivén del idílico romance al abandono porque ya no es como se pensaba y la chance de volver a empezar con otro amor resulta tan lejana para Claudia (Lucia Mascino, insoportable pero querible) como entender que Flavio (Thomas Trabacchi) eligió a otra mujer más joven. Pero no se trata simplemente de las edades sino que gran parte del film se concentra en la obsesiva búsqueda del instante en que esa pareja ideal a los ojos de Claudia se cae, se derrumba, se desarma como todas las proyecciones amorosas cuando vienen acompañadas de egoísmo. La estructura narrativa propuesta por la directora es fragmentada con flashbacks de momentos dulces y presentes no tan dulces, con verborragia en discusiones que parecen profundas pero que no lo son en el corazón del meollo amoroso. Por momentos la intensidad de Claudia sumerge el relato en un tedio que no permite el vuelo hacia la comedia o el necesario espacio reflexivo desde los estereotipos que acompañan la trama. Algo de crítica solapada al machismo y a su contraparte el feminismo llegan un tanto tarde y con ruido más que otra cosa en base a la propuesta general de esta comedia pasable pero que no alcanza a satisfacer los gustos de un público algo más exigente.
SUPERFICIALIDAD DISFRAZADA DE AUTO-IMPORTANCIA Hay películas que podrían ser de determinada forma pero terminan siendo de otra, y eso muchas veces depende de los egos involucrados. Por ejemplo, Dunkerque podría haber sido un simple y efectivo relato bélico de espera y rescate, pero Christopher Nolan se la quiere dar de inteligente y complejo, y por eso termina armando una narrativa enredada y redundante que conspira contra las emociones. Algo parecido sucede con Amores frágiles, donde Francesca Comencini (hija de Luigi Comencini, realizador del clásico Pan, amor y fantasía) tiene entre manos una premisa suficientemente atractiva: el antes, durante y después de una pareja, con sus idas y vueltas. Sin embargo, a la directora y co-guionista no le basta con eso y se dedica a complicar todo de balde en pos de dejar su huella autoral. Y de paso, le complica la vida (al menos durante una hora y media) al espectador. A Comencini no le basta con que Flavio (Tomas Trabacchi) y Claudia (Lucia Mascino) sean dos exponentes del ámbito académico e intelectual, con características opuestas pero que se enamoran súbitamente y encaran una relación definitivamente tortuosa, casi definitivamente destinada al colapso desde el minuto uno. Tampoco el estructurar la narración con idas y vueltas temporales, yendo del presente al pasado, construyendo un rompecabezas un tanto antojadizo; el insertar otros intereses amorosos interpretados por Camilla Semino y Valentina Bellè, más algunos personajes secundarios que entran y salen sin mucho sentido, y parecieran solo estar para servir de meras contrapartes de los protagonistas. No, también tiene que acumular una cantidad de diálogos apabullante para reflexionar sobre el amor, la pasión, el deseo, el sexo, las relaciones de pareja y un largo etcétera; construir secuencias artificiosas, meras performances en pos de hacer comentarios sobre el mundo, y que encima se pisan con imágenes documentales que quieren funcionar como sentencias morales; y soltarle la cuerda a Mascino hasta conseguir una actuación desbordada hasta lo insoportable (hay que reconocer que Trabacchi luce más contenido y hasta digno incluso en escenas que se prestaban a lo peor). El resultado es francamente agotador por la cantidad de diálogos, situaciones, flashbacks, tramas y subtramas que se suceden sin un verdadero sentido de fondo, y que solo sirven para disfrazar a la película de supuestamente trascendente en su visión sobre los vínculos románticos. Porque la verdad es que Amores frágiles, detrás de su pretenciosidad y aires de intelectualismo entre ácido y rebuscado, no tiene casi nada original para decir. De hecho, está plagada de lugares comunes sobre los choques entre lo masculino y lo femenino, los niveles de compromiso o cómo construimos nuestras identidades a partir del contacto con el otro. Lo mismo puede decirse de su puesta en escena, donde prevalecen las imágenes entre teatrales y publicitarias, pero eso sí, con aires seudo filosóficos. Y qué decir de su final, que se la da de inteligente y sensible, aunque bien podría haber formado parte del cine romántico hollywoodense más mediocre. En el medio, se pierde la chance de crear personajes tangibles y cercanos. Amores frágiles es otro ejemplo de ese cine europeo pedante y altisonante, que habla y grita mucho, subestima el género que aborda y finalmente se revela como hueco en su contenido y forma.
Las expectativas del amor En toda historia de amor hay una curva ascendente y otra descendente. La ascendente es la que tiene su clima en el momento de mayor plenitud, que es cuando la pareja alcanza su apogeo, mientras que la descendente es la desilusión, cuando el ideal romántico que se tiene del otro se desvanece y la cruda realidad se presenta sin tapujos. Amores frágiles (Amori che non sanno stare al mondo, 2016), que en el original se llama Amores que no saben estar en el mundo, título con mayor relación con aquello que el film representa, trata sobre ese estado de tragedia amorosa que toda pareja experimenta ante una ruptura: el sentimiento de que se acaba el mundo. Así la película comienza y se desplaza, con el foco puesto en Claudia (Lucia Mascino), que espera con ceguera el retorno de su amado Flavio (Thomas Trabacchi) que no piensa volver. Ambos se presentan como almas que divagan en busca de la felicidad suprema que sólo el amor parece poder dar. Sus profesiones -son docentes de literatura en la universidad- los ubican en el plano intelectual pero también, en un ideal romántico que parece inalcanzable en sus experiencias. Sin embargo, la película de Francesca Comencini realiza saltos temporales al origen del romance, aquellos episodios en donde todo fue mejor. Pero no con un fin sólo nostálgico, sino para demostrar que los instantes de felicidad son fragmentados en el tiempo muy fugaces. Ante esta realidad los personajes hacen su duelo. En los episodios catedráticos, espacio que da origen al amor en todas sus formas (el amor por admiración al profesor, por pasión por la literatura o por la discusión política e intelectual), se plantea a modo de chiste la teoría hétero-capitalista, que alude al ensayo de Beatriz Preciado (ahora Paul Preciado), acerca del valor de la edad que tienen las mujeres según el mercado sexual. Otro de los momentos logrados de la película. La historia continúa con los destinos erráticos de Claudia y Flavio, la pareja rota del inicio. Los dos van en busca de las expectativas que el amor supuestamente trae consigo. Lo que encuentran es un sentimiento de insatisfacción constante, por eso cuando rehacen sus vidas es con un ser amado diferente al imaginado, en una rara fórmula que iguala amor sin expectativas con aceptación. Amores frágiles se instala ahí donde otras películas románticas evitan hacerlo: El lugar incómodo, vulnerable y hasta humillante que el amor trae como consecuencia. Y lo hace de manera sensorial sobre ese estado de situación, en un film agradable y ameno y hasta reflexivo sobre el sentimiento de mayor valor en nuestra cultura.
El film narra qué sucede cuando una historia de amor apasionada se termina, especialmente desde el punto de vista femenino. Y especialmente cuando esa historia está protagonizada por intelectuales libres que se enfrentan a una disyuntiva: mantener esa libertad o cederla en parte para construir con otro. Aunque el diálogo es lo que más abunda, Comencini tiene la sensibilidad suficiente como para conmover al espectador y dejarlo con preguntas.
INSINUACIONES NO CONQUISTADAS Según el dicho popular del amor al odio hay un sólo paso, un límite delgado que suele traspasarse en el fervor de una pelea, en la exhibición de los rasgos que disgustan al otro o en la conquista, donde el arte de la retórica prevalece por sobre cualquier acto o gesto. Como se trata de una frontera tan sutil, resulta complejo encontrar el momento exacto en que se produce el pasaje. ¿Cómo delimitarlo? ¿De qué forma reconstruir el instante previo a dicho cruce? Amores frágiles intenta desnudar la crudeza de esos vaivenes a lo largo de los siete años de relación de Claudia y Flavio, dos profesores de literatura que se descubren en una ponencia institucional. Él se explaya sobre la masculinidad de la épica y encasilla a las mujeres en el género romántico; mientras que ella cuestiona la exclusión de los personajes femeninos en las hazañas heroicas y su lugar relegado hacia las novelas rosas. El acalorado intercambio de puntos de vista tan disímiles frente a las autoridades y al alumnado deriva en el primer almuerzo juntos que ya evidencia el futuro de la pareja: una constante fluctuación entre deseo e ira. De hecho, Francesa Comencini se apoya en dos aspectos para reforzar dicho movimiento: el primero tiene que ver con el juego temporal entre un presente donde ambos continúan (o no) con sus vidas después del rompimiento y los flashbacks desordenados que reconstruyen las instancias de plenitud o desborde total. El otro es la reconfiguración de los objetos durante todo el proceso. El ejemplo por excelencia es la manta de Claudia que inicia como elemento de confort y refugio dentro de la casa de Flavio, con el tiempo se convierte en un recordatorio más de su tránsito por dicho espacio, más tarde se traduce como rasgo de soledad, luego como una nueva oportunidad y, por último, como parte del pasado. Simultáneamente se trabajan dos temáticas que acompañan al desarrollo del relato y de los mismos protagonistas: por un lado, la idea de género que busca romper con los arquetipos de lo femenino y lo masculino desde los diálogos entre los personajes, la inclusión de escenas en blanco y negro con encuentros que abordan cuestiones identitarias o la atracción de una chica hacia Claudia; por el otro, la actualización del concepto de cortejo basado en la danza a través del contraste de fílmicos de fiestas o ferias pueblerinas entre hombres y mujeres y el baile final entre las mujeres de las reuniones antes mencionadas. Más allá de las intenciones de la directora, la puesta en escena de estos temas fracasa. En principio porque no hace más que reforzar los estereotipos que tanto intenta revertir: Claudia está construida como una obsesiva estancada luego de la ruptura y que vive para recuperar al hombre del que sigue enamorada sin entender qué él ya avanzó; Flavio por su parte, supera la crisis e inicia un nuevo lazo con alguien más joven. Además, el tratamiento de un encuentro lésbico parece forzado y sin propósito, mientras que la encargada de las charlas queda fuera de contexto en un auditorio plagado de mujeres que se dicen independientes pero dependen de los hombres de alguna forma y hasta aparecen como víctimas angustiadas por sus infortunios. “Te estás dejando llevar por los carbohidratos, el vino, el lugar”, bromea Flavio en el primer almuerzo y, al final de cuentas, el relato peca de superficialidad. Lo que pretendía ser un arte de conquista se confunde con un trabalenguas impronunciable y una sumatoria de cánones poco flexibles. La transición se visibiliza a tal punto que se torna grotesca sin épica ni romanticismo, tan sólo un cuento repetido. Por Brenda Caletti @117Brenn