Ese universo llamado Martel El documental de Manuel Abramovich retrata el minucioso trabajo de Lucrecia Martel en la dirección de su obra maestra Zama (2017). Se trata de una sucesión de planos fijos que revelan un mundo. Muchas veces, en el arte del cine (ya sea ficcional, documental, ensayístico) basta en buena medida con saber elegir desde dónde posar la mirada, sin más operaciones que la contemplación en su tiempo y espacio más justos. Algo así ocurre con Años Luz (2017), cuyo comienzo es puramente verbal. Nos sentamos en la sala, se apagan las luces, y leemos una serie de mails entre Martel y Abramovich que culminan con la aceptación de la primera de que el segundo realice un documental sobre ella y su rodaje. A medida que avanza el metraje, es posible que nos preguntemos si Años Luz es una buena película porque Zama también lo es. En buena medida, sí. Lo cierto es que Abramovich se las ingenió para ser testigo del trabajo obsesivo, meticuloso, de una de las realizadoras más interesantes del mundo. Es posible que quienes hayan visto su última película (estrenada casi una década después de la anterior) disfruten más de este compendio de secuencias del rodaje. Aparece, por ejemplo, el detrás de escena del “momento de la llama”, que a juzgar por los resultados finales es de una composición magistral. El documental también tiene la virtud de desglosar, a través del trabajo de Martel, los diversos elementos que integran un film, que van desde la dirección de actores, la escenografía, el vestuario, el sonido y la concepción espacial (sobre todo la interna al plano; el trabajo de la directora salteña en cuanto a los movimientos de los actores es equiparable al oficio de un orfebre). Años Luz le quita un poco el aura de “artista inaccesible” que tiene para muchos la directora de La ciénaga (2001) y La niña santa (2004), y nos revela una mujer precisa pero amable, amorosa, que no traiciona su mirada pero es permeable a las sugerencias. Como todo buen trabajo documental, a partir de una sucesión de fragmentos nos revela todo un mundo.
Dos o tres pequeños secretos El realizador de Soldado asistió al complejo rodaje de Zama, pero evitó todos los tópicos del “making-of” para privilegiar el retrato. El formato del making-of suele estar pautado por los condicionamientos del marketing y los tiempos y la estética del registro audiovisual más estandarizado, aunque a lo largo de la historia del cine se han producido varias y notables excepciones. Años luz pertenece a esta última raza: ni sus tiempos, ni sus planos, ni el énfasis en los pequeños detalles –en algunos casos, microscópicos– del rodaje de un largometraje pertenecen a la categoría del backstage como material extra publicitario. En primer lugar, la idea de la película no surgió en el espacio interior de la producción de Zama –el film de Lucrecia Martel cuyo proceso de filmación es registrado– sino desde el exterior, a partir de un interés personal del documentalista Manuel Abramovich (Soldado, Solar) por la figura de la cineasta salteña y sus métodos creativos. “Hola, Lucrecia. ¿Cómo estás? Me pasó tu contacto una amiga en común. Me gustaría filmar una película en donde vos seas la protagonista”. Así comienza Años luz, con la reproducción de un email que Abramovich le envió a Martel en junio de 2014, un año antes del comienzo del problemático y extenso rodaje de Zama. La respuesta fue un encuentro, un café y la posibilidad de que esa película paralela tomara forma. Los primeros diez minutos del documental presentan algunos momentos previos al grito de “acción”: la aplicación de un maquillaje especial en uno de los párpados de la actriz catalana Lola Dueñas, la puesta a punto de un traje de época de Don Diego de Zama con las últimas puntadas de una aguja, la discusión sobre qué clase de muebles y espejos deben utilizarse en determinada escena. Luego llegarán los ensayos, las infinitas repeticiones, los cambios de posición de un actor o de una fuente de luz. La cámara de Abramovich no se despega del rostro de Martel, quien a pesar de cierto nerviosismo nunca abandona un tono amable, campechano. La espera antes de la toma es eterna, comparable a la del protagonista de la novela de Di Benedetto, y el avance del rodaje es tan parsimonioso que, por momentos, resulta exasperante. Quizás la magia del cine radique precisamente en eso: la transformación de una suma de errores, fiascos, decepciones y esperas interminables en una narración coherente y estimulante. Algo similar parece decir Abramovich, sin hacerlo nunca frontalmente. Un avión pasa y deja una estela sonora que hace imposible el rodaje, justo cuando todo estaba listo y a punto. Una llama se mete en el plano –interior día– y el espectador que asiste a esa realidad dentro de la ficción que se está representando se pregunta si fue algo pactado de antemano o el azar hizo que el animal quedara registrado para la posteridad como un actor más (definitivamente histriónico, por otro lado). La sintonía fina de la dirección actoral es puesta de relieve: otra vez, con un poco más de intensidad, sin moverse, con una sonrisa más evidente, mirando hacia el costado. Una y otra vez. Algunos problemas de producción quedan en evidencia gracias a un breve diálogo sobre el presupuesto del film. “Manuel, tenés los días contados”, dice Martel en un momento. Queda implícito que el pacto entre ambos realizadores implicaba la no intromisión del equipo documental en los asuntos del otro grupo. Abramovich opta por una sabia decisión: equipar a la directora con un micrófono corbatero y filmar desde cierta distancia, pasando así lo más desapercibido posible. De allí surge, en parte, el título de la película. Sin embargo, en cierto momento del rodaje el extranjero será expulsado y sólo regresará al set luego de alguna reestructuración. O una nueva alianza no explicitada. Quizás lo más notable de Años luz sea su método, que el director viene afinando y aplicando con variaciones: paciencia, observación, constancia, destilación. El sonido es, nuevamente, tan esencial como la imagen y, junto con su sonidista habitual, Sofía Straface, Abramovich captura fragmentos de audio y los reelabora en la mezcla final, en algunos casos replicando o haciendo las veces de espejo del trabajo sonoro de la propia Zama. “Me gustó mucho tu película”, escribirá luego Martel, al tiempo que vuelve admitir que le incomoda estar todo el tiempo en pantalla y propone algunos cambios. La reticenciap del sujeto no impide que Años luz revele dos o tres pequeños secretos de la directora de La ciénaga, entre ellos los pelos y señales particulares de su obsesión por lograr un equilibrio entre aquello que ocurre delante de la cámara y la forma en la cual eso ocurre. La obsesión de todo cineasta.
Lucrecia Martel es -con toda justicia- una de las cineastas más analizadas del planeta y Zama no fue la excepción, ya que dio lugar a El mono en el remolino, un diario de rodaje escrito por Selva Almada, y a esta película llamada Años luz. Para quienes crean que el de Abramovich es un simple making of de esos que podrían ir entre los extras de un DVD/Blu-ray hay que advertirles que la película tiene entidad y vuelo propios. El director incluye en distintos momentos un hilarante intercambio de correos electrónicos entre él y Martel en el que la “relación” va pasando por distintas etapas: “seducción” (no se conocían y él le propone el proyecto), dudas, fascinación, irritación, enojos... La realizadora se siente por momentos inhibida, invadida, manipulada, incómoda de aparecer en cámara, de ser observada: “Quedamos en que fuera una semana y eso es todo”, le dice la creadora de La ciénaga y La niña santa a Abramovich. “Me gustaría seguir yendo a filmar el rodaje. Creo que va a quedar algo muy especial”, le responde él. Pero tampoco se trata de un mero intercambio de e-mails: Abramovich filma a Martel... filmando. Y también mientras piensa, mientras da indicaciones, mientras interactúa con los actores o con las cabezas de equipo con una mezcla de serenidad y convicción, mientras escucha con auriculares un diálogo que no la convence del todo, mientras fuma su cigarro. Es un placer ver cómo un director (que dicho sea de paso comparte con ella varias cuestiones respecto de, por ejemplo, el uso del sonido) la observa cual voyeur con fascinación, a la distancia justa como para no interferir pero al mismo tiempo con una capacidad infrecuente como para captar cada mínimo detalle que nos revele algo de ese meticuloso, introspectivo e insondable universo marteliano. Es probable que el trabajo de la directora salteña siga siendo, incluso después de apreciar Años luz, un misterio inescrutable para los cinéfilos que la adoran, pero eso no significa que la película carezca de hallazgos y valores. Si los rodajes son, por la cantidad de tiempos muertos y repeticiones, esencialmente aburridos, el realizador de Solar y Soldado logra que las bellas imágenes de Martel filmando se conviertan en una ceremonia a la que asistimos con respeto, admiración y placer.
Una semblanza única sobre Lucrecia Martel, figura clave de la escena cinematográfica mundial y que por primera vez es reflejada más allá del mito y de algunas ideas sobre su manera de trabajar. Manuel Abramovich, lúcido documentalista, una de las promesas de nuestro cine, se embarca en un viaje junto a Zama, Martel, las películas, y nos devuelve un sólido relato sobre el oficio de dirección y sus luchas.
Es saludable la decisión de haber dejado pasar un tiempo prolongado entre el estreno porteño de Zama y el reciente desembarco de Años luz en el Malba. Los once meses transcurridos desde la primavera austral de 2017 disipan el aura publicitario que el documental de Manuel Abramovich parecía tener cuando escoltó la ficción de Lucrecia Martel en la 74ª Muestra de Cine de Venecia, y mientras convivió con otras dos piezas tributarias del entonces nuevo largometraje de la cineasta salteña: el diario de rodaje El mono en el remolino que escribió Selva Almada y el simpático videojuego online del que quedó este recuerdo. Aunque retrató a Martel en pleno rodaje de la versión libre de la novela corta de Antonio Di Benedetto, Abramovich eludió el ¿género? del making of o ‘Detrás de escena’ que el canal E! puso de moda a fines del siglo XX. De hecho, Años luz no ofrece entrevistas ni a la directora, ni a los actores, ni a los integrantes del equipo técnico. Por otra parte es excepcional –además de tangencial– la filtración de algunas porciones de filmación. Al autor de La Reina le importa, no adelantar Zama, sino semblantear a Lu o Lucre como la llama su asistente de dirección Fabiana Tiscornia. El realizador se concentra en la mirada y el oído atentos a la instancia de grabación, en las instrucciones impartidas a los actores, en la revisión del mobiliario elegido para recrear el despacho del gobernador, en el embelesamiento que causan una delicada llama blanca y los sonidos de la selva misionera. Martel se sabe escudriñada y, otra vez a contramano de lo que suele suceder en los making of, manifiesta su irritación. Con tino, Abramovich convierte ese fastidio en rasgo coherente de su retratada: “Estoy a años luz de poder ser la protagonista de una película” había contestado en un principio cuando el también autor de Soldado le anticipó su ocurrencia cinematográfica. No es necesario haber visto Zama para disfrutar de esta invitación a buscar indicios del genio marteliano, y de paso presenciar la gestación de una película. Pero el placer es mayor para los espectadores que aún hoy recordamos a ese otro hombre que –en palabras de Raúl Scalabrini Ortiz– “está solo y espera”, y que Daniel Giménez Cacho interpretó de manera insuperable. Desde esta perspectiva Años luz hereda de Zama la apuesta al retrato (en desmedro de la crónica) a partir de una aproximación morosa aunque no exenta de tensión. Por carácter transitivo, este interesante juego de espejos alcanza a la novela que Di Benedetto publicó en el lejano 1956, y así resignifica la unidad de distancia que Martel mencionó en su respuesta.
La directora con cabeza. La envidia nunca es sana y la originalidad tampoco se elogia sin un atisbo de envidia. Empezar esta nota por el camino contrario tal vez implique asumir el riesgo de la honestidad en tiempos donde esta palabra vale tan poco. Pero de eso se nutre Años luz, una rara avis de la mano de Manuel Abramovich, quien confeso admirador de Lucrecia Martel le propuso a la directora salteña asistir con su cámara para observarla en las etapas de rodaje de su más reciente película Zama. Al comienzo decía envidia y honestidad para subrayar luego originalidad y ese trío constituye el valor agregado de la propuesta de Abramovich, observador de lujo que pone en un primer plano a la directora de La ciénaga pero nunca regala un plano sobre el rodaje, primero como pacto tácito que surgió de una negociación previa con la propia Lucrecia Martel para iniciar el proyecto de Años luz, y segundo como dispositivo para generar en ese micro universo del estado de creación total otra película diferente, que escapa del rol de observador para encontrarse con una cineasta de una templanza increíble y atenta a cada uno de los detalles de su película, desde el sonido ambiente, los parlamentos, dicciones y entradas o salidas de actores en cuadro pasando por intercambio de ideas con la directora de arte, la maquilladora o los propios actores y sus interpretaciones de cada personaje. A diferencia de cualquier making off sobre una película, donde todo es una farsa, todos los actores y equipo hablan maravillas del otro con fines meramente de marketing, el opus de Abramovich desborda honestidad cuando surge la molestia y perturbación real en Lucrecia Martel al advertirle a su observador que se nota su presencia en el lugar. La tensión y el conflicto son el alimento de toda buena anécdota o historia más allá del cine o de cómo se filma una película de época con animales en escena que rompen ese maldito axioma de no filmar nunca con niños o animales. Axioma -pasado de moda- que ahora debería incluir una cláusula: no dejar que un observador te observe.
El placer de observar(la) Diez años pasaron luego del estreno de La mujer sin cabeza para que Lucrecia Martel realice Zama, basada en el libro homónimo de Antonio Di Benedetto. Manuel Abramovich, por una amiga en común, consiguió el mail de la directora y le propuso registrar el rodaje; ella, con humildad y algunas dudas, aceptó. Así surgió Años luz, cuya búsqueda no está enfocada en dar a conocer los pormenores de la filmación como se podría sospechar, sino en retratar a la responsable de esta manifestación artística, para desentrañar desde un punto de vista privilegiado su esencia creativa. Gracias a la idea, perseverancia y agallas del director de Soldado, podemos sentirnos cerca de su naturaleza en acción, como nunca antes lo estuvimos y nada menos que al momento de realizar esta gran y esperada obra. Lejos de ser un making of, es un documental que comparte una experiencia única, un encuentro con una persona que admiramos (con sobradas causas), tanto nosotros como él, que dedica la preponderancia de sus encuadres a descubrirla. Es estar ahí, en el detrás de escena que tanto intentamos imaginar, potenciado en su momento con El mono en el remolino, aquella crónica de rodaje que anticipó el propio estreno de la película. Es comprobar desde un vouyerismo ideal el fulgor que desprende su cine, ese toque imperceptible que sentimos al verlo, más allá del hecho estético. El resultado termina siendo una revelación, y al mismo tiempo, una ratificación de su genio. La creación de un universo palpable es la mayor característica del cine de Martel, forjado desde una cadencia particular tanto en el transcurrir de las imágenes como en los textos, en el devenir de los personajes que se desenvuelven encerrados en su propio silencio, en el influjo del sonido que atraviesa las figuras y el paisaje , en el uso laberíntico del espacio. Años luz añade el vector que falta. Se dedica a dilucidar lo imperceptible, aquello que otorga una sensibilidad implícita, que no podemos explicar desde lo técnico o lo narrativo, sino que tiene correlación con la notable influencia personal y artística de la directora. Con una construcción que realmente termina emocionado, el documental refleja lo sintomático del arte, donde queda demostrada su capacidad para dirigir no solo una película, sino un equipo que está a disposición de la creación de su imaginario. La impasibilidad que mantiene aún en los momentos más tensos, su humor, su forma de ver y hacer las cosas, es de otro planeta. Con esto demuestra que formalmente sus obras son como es ella en su rol activo en dirección, en consonancia con el ritmo, la armonía, la profundidad que estas desprenden. Su labor se manifiesta completa, desde el trabajo con la cámara, los encuadres, la luz, el sonido, los actores, los diálogos. Años luz refleja su fundamental incidencia en cada rubro y la contemplación que ella impregna, verificando que el resultado es calculado, como si todo estuviese resuelto y fuera tangible aún antes de estar terminado, desde su propia percepción. Es inevitable pensar en Leonardo Favio en este punto. Sin embargo, hay una diferencia en la concepción: él, sabemos, lo hacía desde lo visceral, ella desde su capacidad sensorial, que aquí queda demostrada. Luego de un escueto intercambio de mails directos entre el portador de la idea y la musa inspiradora que dejan en evidencia que la idea es ajena a la producción de la película, estamos en el rodaje, observándola a Lucrecia Martel en sus gestos, sus ademanes, sus preocupaciones, siempre con una mirada profunda y vehemente. Por momentos, el personaje forastero parece no ser notado. Pero la presencia de Manuel está ahí a pesar de su omnisciencia, desde una cámara estática, donde el uso del teleobjetivo lo mantiene lejos, pero cerca. Él solo contra el mundo. Lucrecia demuestra por momentos el disgusto de su proximidad, de su existencia persiguiéndola desde el lente de su cámara atenta. Es así que deja constancia en más de una ocasión sobre la molestia que representa este invasor en su set, y hasta lo pone a prueba. Pero podemos suponer que la protagonista juega con esta presencia. Sabemos que accede a ponerse un corbatero, porque escuchamos su voz pese a la lejanía de la cámara. Al fin y al cabo, podemos creer aunque está atenta a un asunto de no menor importancia, este hecho la divierte y hasta quizás también es consciente de la puesta en escena del documental, como algo dentro de su esencia que no puede evadir (de hecho sabemos que tuvo incidencia en el corte final del documental). Años luz es cronológica a la filmación de Zama y va siguiendo la transformación de los escenarios y de los personajes. Los planos se dedican a contemplar el trabajo de la directora, pero también hay encuadres que muestran desde otro punto de vista la misma película con la voz en off de ella dando indicaciones, entre ensayos, repeticiones, hasta el resultado final. No quedan afuera las problemáticas que van desde un avión pasando, hasta un caballo que se escapa. Hay momentos sublimes, como la elucubración y la actitud de ella frente a algunas escenas o la intensa mirada a cámara de Daniel Giménez Cacho (Diego de Zama). El uso del sonido es impecable, como corresponde a una película donde ella es la protagonista. Es así que Manuel Abramovich evidencia que el goce de disfrutar el cine de Lucrecia Martel se manifiesta por lo excelso de su técnica, por las historias cargadas de una densidad notable, pero también por algo más, que es su mirada ante el mundo. Por eso, el gran logro del documental es, sin ánimo de spoilear, el sueño de conocerla en acción con el de fin de entender la magia silenciosa que desprende su filmografía, algo que no solo se disfruta plenamente, sino que también se agradece.
El rodaje de un film es una instancia misteriosa, íntima y hermética que combina mucha efervescencia y concentración. Un latido vertiginoso que avanza mientras germina imágenes y sonidos; un proceso complejo, cuyo ritmo es difícil de asimilar desde una butaca. Quizá por eso los intentos por retratar esta instancia hayan repetido tanto su caída en el pobre y televisivo lugar común del “making of”. Afortunadamente, como en todo, existen las excepciones. Una de ellas es este oasis llamado “Años Luz” de Manuel Abramovich. Curiosidad y admiración, ambas en igual medida, mueven al director de “La Reina” (2013) a intentar desmadejar las intricadas líneas de pensamiento tras el proceso creativo de Lucrecia Martel. Mediante un correo electrónico, Manuel le propone hacer un documental durante el rodaje de “Zama” (2017), donde ella fuera la protagonista. “Estoy a años luz de poder ser la protagonista de una película“, responde ella, y sin cerrar posibilidades lo invita a un café para conversar. Además de aportar el nombre a la película, aquella frase de Lucrecia inició un camino donde la confianza entre ambos fue la clave para, justamente, refutarla: el advenimiento del film, que hoy se puede ver todos los viernes de agosto en el Malba, demostró que la directora no estaba tan lejos de ser protagonista de una película. El film de Abramovich se mantiene fiel a sus propuestas documentales previas: contemplación de una imagen fuerte y concreta, la mirada como expresión suprema del mundo interior del personaje, extenso y diligente uso del sonido fuera de campo que completa, oxigena y enriquece a la imagen, y finalmente una fotografía muy cuidada –especialidad madre del realizador– que ilumina al ser observado en un centro inquisitivo, exigente e incómodo ante la presencia de la cámara. Abramovich aísla a sus personajes de su entorno e indaga, en esa esa imagen, su pensamiento: ¿De qué forma la contemplación de una hermosa llama blanca ayuda a configurar una puesta en la cabeza de Lucrecia Martel? ¿Cuántas preguntas, devenidas en imágenes, se responde la directora al momento del silencio en la toma de sonido ambiente? ¿Cómo se construye la idea de hacer parpadear al actor sólo con el ojo derecho? Cuántas de esas preguntas se responden y cuántas de aquellas generan más preguntas. “Años Luz”, no lo devela. No es su objetivo tampoco. Es decir, la tarea queda, una vez más, en el espectador, quien deberá llenar ese espacio difuso que continúa, y seguramente continuará por mucho más, sin ser develado. Un film que conecta a sus personajes directamente con el espectador, que los hace partícipes activos del relato, sea éste contemplativo o narrativo, es siempre un gran film. Más allá de las desavenencias postales y presenciales con las que el director intentó estructurar el trabajo, y que aportan una tensión digerible, nos encontramos ante registro honesto, hecho con la distancia respetuosa y silente de un admirador muy profesional. Ubicado en las antípodas de la crónica, Abramovich encuentra en la contemplación aquello que busca: la intimidad intelectual de su personaje, el dibujo de su maquinación silenciosa, sus silencios y la búsqueda de precisión de sus indicaciones. A fin de cuentas, se encuentra de frente con el mito tras la figura de la cineasta salteña, y de aquello, solo nos muestra (mal nuestro) lo que la cámara pudo ver.
TESTIMONIO DE LA INCOMODIDAD Si hay algo que queda claro a lo largo de Años luz, es que Lucrecia Martel se sintió incómoda durante todo el tiempo que la cámara de Manuel Abramovich registró su trabajo durante el rodaje de Zama. La propia realizadora se encarga de resaltarlo unas cuantas veces, de manera explícita, aunque da la impresión de que esa carga que pesa sobre ella no sólo surge por el seguimiento permanente en sí mismo, sino también por lo que acarrea. Porque lo que se ve en Años luz da para interpretaciones opuestas: los defensores de Zama podrán decir que en el film queda explícito el proceso por el cual Martel, con iguales dosis de certeza y obsesión, va diseñando la puesta en escena que necesitaba la adaptación de la novela de Antonio Di Benedetto, y esa exégesis sería totalmente válida; pero los detractores también podrán decir que la película funciona como testimonio de las dudas de la realizadora y cómo no terminó de apropiarse totalmente del material de origen, y ese comentario también sería lícito. Quizás sea porque en diferentes pasajes ambas situaciones son palpables: vemos a una cineasta con ideas muy claras, pero también con dudas, frente a instancias de inestabilidad. Ambas circunstancias son válidas, pero no dejan de afectar visiones, egos o memorias de un hecho. Abramovich trabaja estos aspectos desde distintos perspectivas, con suerte dispar y en cierta forma replicando el estilo cinematográfico de Martel. La más obvia es la observación de la directora, y aunque el recorte que realiza de su figura a través del plano tiene su dosis de interés, no deja de prevalecer una fascinación algo superficial. Lo más atractivo surge cuando recurre a las tomas de la película, en los momentos en que se está filmando o ensayando, con los actores en plano y escuchándose las indicaciones de Martel fuera de campo: ahí aparecen las idas y vueltas, las pruebas y los errores, los instantes de vacilación, búsqueda o determinación que forman parte de todo proceso creativo. Allí, por ejemplo, una palabra como “desesperadamente” se convierte en la clave por la cual se cierra o no una escena del film que se está rodando. Y es cuando el documental se permite contemplar a Martel de forma más concreta, humana y cercana, sin dejar de reconocer su estatura artística. Es cierto que Años luz estira un poco su propuesta y cae en unas cuantas repeticiones (podría haber funcionado más fluidamente como mediometraje), como si le costara ir más allá del puñado de cualidades que posee. Pero aún así sostiene su propuesta, reflejando los dilemas y potencialidades que afronta cualquier cineasta a la hora de encarar un rodaje. Y de paso muestra a una Martel que por un rato baja del Olimpo, se permite (aunque sea a regañadientes) perder un poco del aura de artista intocable y ser Lucrecia, la directora tratando de construir su obra.
Miguel Abramovich ya sorprendió con su filme “Soldado” y ahora con este trabajo que nos muestra, como un lujo realmente único, como es Lucrecia Martel creando una película de la magnitud de “Zama”. Ella es el centro de atención con su calma, su exigencia, su ocuparse de los detalles mas importantes para que cada actor rinda al máximo, pero también para que una hermosa llama se mueva en una escena con su mejor alimento, o los caballos se integren a una toma que ella soñó y después pudo realizar. La intimidad de una creadora excepcional descubierta en sus mínimos gestos, sus gustos, en las pequeñas y grandes decisiones que implica realizar una película que muchos consideraron imposible.
Con un estreno exclusivo en el MALBA, se podrá ver durante este mes Años Luz de Manuel Abramovich, película en la que retrata a Lucrecia Martel en pleno rodaje de Zama. “Nunca levanta la voz pero cuando habla todos la escuchan”, escribió Selva Almada en su último libro El mono en el remolino, las crónicas de su paso durante el rodaje de Zama, la última película de la salteña Lucrecia Martel. No obstante no fue la única persona que estuvo allí presente y cuyas experiencias transformó en arte. El documentalista Manuel Abramovich le escribió mails a Martel pidiéndole permiso para estar ahí y filmarla. Algo a lo que ella accedió a pesar de que explicitó su incomodidad. Este intercambio de correos se puede ver también en Años Luz y termina de dar forma a la figura de Lucrecia Martel, esa realizadora tan fascinante como enigmática. Abramovich apuesta al registro meramente observacional, que requiere interés y paciencia. Y sin embargo resulta hipnótica, uno quiere seguir observando todo lo que pasa, cómo es que sucede. No necesita más que mostrarla en pleno rodaje, dando precisas indicaciones a sus actores, observando atentamente la escena a rodar, fumando un habano, escuchando con sus auriculares rosas lo que acaba de grabar, interactuando con la llama que termina robando cámara en su escena, o remando mientras fuma, otra vez, un habano. En su mayor parte, escenas largas y sin corte, como en su propia crudeza. Si bien Zama fue la película que más le costó llevar adelante a Martel, el director de Solar no indaga en ninguno de esos aspectos de realización. No se inmiscuye, la observa y la escucha, con la misma atención que ella le pone a todo lo que hace. Así, apenas se la escucha decir cosas como “No quiero tener que ver eso en la posproducción. Porque yo no sé cuánta plata voy a tener para la posproducción”, o “No sean melancólicos. Hay que pasar a otra cosa”, para poder seguir filmando escenas. Años Luz expone a Martel en su máxima esencia. Como la mujer meticulosa y obsesiva que es y dispuesta a hacer de su película lo que ella quiere hacer. Siempre de una manera serena y segura. Así, el film de Abramovich no es un detrás de escenas ni nada cercano a eso, al contrario, es un retrato sobre la realizadora a través de algunos momentos del rodaje de Zama, que pueden ser un ensayo, una grabación, el momento de maquillar a la actriz Lola Dueñas, o su reacción ante un avión que pasa y cuyo ruido les impide seguir rodando.
“¡Frenen a ese caballo!”, grita Lucrecia Martel en un momento de Años Luz, y justo allí la imagen funde a negro. Por primera (y única) vez sentimos una tangible desesperación en la voz de la directora. Parece que un caballo se cansó de esperar a que los técnicos hicieran los preparativos para la toma, y entonces desertó. A lo mejor ése era justo el caballo que en Zama logra cortarnos la respiración con esa mirada a cámara absolutamente inquietante, uno de los primeros planos más inolvidables que ha dado el cine en mucho tiempo. Años Luz no confirma si llegaron a atajar al animal, aunque suponemos que sí. Martel no podía prescindir de esos ojos eléctricos. Toda esta situación es pura especulación. Nunca vemos la fuga ni conocemos la identidad del equino. Es el fuera de campo el que nos convoca y estimula, territorio imaginario en el cual Martel se mueve como reina y que Manuel Abramovich intenta custodiar desde su lugar de contemplador sigiloso. Años luz es un documental que reúne algunos momentos registrados durante el rodaje de Zama. La realizadora es aquí tan protagonista como el aire que la envuelve, aire que condensa el deseo y la presión de la creación. El aire es todo para esta autora. En el aire se congregan esos sonidos sustanciales que su oído se dedica a captar y cincelar con meticulosa devoción. La cámara de Abramovich elige arrancar con un encuadre cerrado sobre el rostro de Lucrecia para luego ir conquistando fracciones de vacío y provechosos claros de silencio. Años luz es una película aireada, templada, libre, muy lejos de los típicos making of comerciales que se atoran en testimonios mecánicos, edición ansiosa y previsibles loas al director en cuestión. Aquí se muestra a los actores en pleno ejercicio del ensayo y error: hay que pronunciar una frase muchísimas veces hasta dar con la vibración exacta. El cine es cadencia. Y también es contingencia. El avión inoportuno, tan ajeno al siglo XVIII. La llama que fascina cuando hace la suya. Abramovich sabe que no hay manera de transmitir el cómo se hace porque eso es patrimonio exclusivo del artista. Una cosa es registrar cómo se imparte una directriz y otra muy distinta es pretender traducir el genio marteliano. A lo sumo se puede aspirar a resguardar humildemente la estela del misterio… de eso se trata un poco Años luz.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Detrás de Lucrecia Martel Todos los años la elección de la película nacional para mandar a los premios Oscar es controversial, pero el año pasado Zama causó opiniones disidentes por parte de los críticos y el publico. Años Luz pone a Lucrecia Martel en el centro de la escena y muestra cómo fue la filmación de esta película tan importante. La película comienza con un mail, un pedido del director Manuel Abramovich hacia Martel para documentar el detrás de escena de Zama, su nueva película. Los mails acompañan y ayudan a dar otra mirada sobre esta película a lo largo de todo el documental. Muestra la incomodidad de Martel de ser la protagonista de una película pero deja en claro el interés sobre la propuesta. Años Luz nos muestra lo difícil que fue filmar Zama y lo peor que puede ocurrir durante el rodaje de una película: cuando pasa un avión, cuando un actor no entiende lo que pide la directora, cuando un animal se escapa en plena locación. Demuestra que realizar una película de tal calibre no es tan fácil como parece. Las largas jornadas de filmación, que a veces romantizamos, son algo tedioso para todo el equipo. Este documental humaniza la figura de Lucrecia Martel, una de las directoras mas prestigiosas de nuestro país. Muestra cómo se siente insegura al protagonizar un documental, ser el centro de atención y que la cámara se encuentre de frente a ella y no al revés. En ciertos momentos la directora se pone firme e insistente con algunas cuestiones que tal vez molestan a los actores o el resto de equipo, pero así demuestra que es una persona como cualquier otra que no deja de ser profesional en ningún momento. Entonces, lo mejor de Años Luz es la transparencia: no oculta nada de lo que pasa en el rodaje de una película tan exacta y difícil de realizar. Muestra los momentos en los que Lucrecia Martel echa a Manuel Abramovich y cuando acepta de nuevo retomar el documental bajo sus condiciones. Todo lo que pasa aparece de una forma diferente, con planos que se centran en las actitudes de Martel y lo que sucede detrás de escena. Nada de lo que filma se pierde, todo sirve para dar un sentimiento de realidad y cotidianidad.
AÑOS LUZ por Marcela Gamberini - Críticas 17 Ago, 2018 03:16 | Sin comentarios El tercer film de Abramovich confirma su talento para componer retratos. Compartir en Tumblr LA MIRADA DE MARTEL ¿Cómo empezar a escribir sin que vengan a la memoria las voces – todas las voces- de Lucrecia Martel acompañando, en una consonan
Este documental sobre el rodaje de “Zama” está muy lejos de los habituales filmes promocionales que se hacen para acompañar una película. Es una propuesta del realizador de “Soldado” de observar y acompañar el proceso de filmación que terminó siendo más complicado de lo imaginado en un principio. A lo largo de casi 20 años Lucrecia Martel hizo solo cuatro largometrajes para cine. Los conocen todos: LA CIENAGA, LA NIÑA SANTA, LA MUJER SIN CABEZA y ZAMA. Lo que no se conoce mucho es su sistema de rodaje, cómo genera a partir del mundo real ese extraño universo que se reproduce en la pantalla de manera casi indescifrable. De algún modo, de eso trata y no AÑOS LUZ. De reportar el acontecimiento de la creación. Y digo que trata, y que no, porque en un punto es imposible descifrar cómo una serie de acontecimientos que por momentos pueden parecer hasta banales y mínimos cobran una existencia casi sublime una vez vistos en una pantalla. Y porque tampoco Lucrecia es del todo afecta a que esos secretos se revelen. Sí, es cierto, se la pasa dando conferencias en todo el mundo acerca de cómo trabaja diversos aspectos de su cine, pero una cosa es teorizar y jugar a hacer prácticas con una idea de trabajo y otra es verlo en vivo. Yo estuve cubriendo periodísticamente dos rodajes de Martel: el de LA NIÑA SANTA, en Rosario de la Frontera, Salta; y el de ZAMA, en la laguna de Chascomús. Y sería incapaz de explicar cómo sucede. Puedo dar cuenta de su concentración, de su obsesión por el detalle, de las mínimas diferencias entre una y otra toma, acentuadas ahora con el digital que permite “tirar y tirar” sin gastar metros del preciado celuloide, en su delicado cuidado del sonido y la composición precisa de cada cuadro. ¿Pero cómo todo eso muta en lo que vemos en el cine? Imposible. O casi. Abramovich no se propone explicarlo sino observarlo. No hay aquí entrevistas ni se parece a un detrás de escena convencional. Es un cineasta mirando a otro, una cámara viendo cómo otra procede, micrófonos espiando en conversaciones sobree diálogos, planos y situaciones, la propia mecánica, por momentos crispada, que se produce cuando Martel se manifiesta abiertamente fastidiada por estar siendo filmada, más allá de haber ella misma aprobado la experiencia. Doy fe que esto puede ser así: Lucrecia puede ser la persona más amable del mundo pero cuando se concentra en su trabajo es mejor pararse lejos, fuera de su campo visual, y observar. Seguramente sabe que estás ahí, aunque te escondas detrás de algún técnico de tamaño voluminoso. O de una columna… En AÑOS LUZ lo que se ve es la pelea, casi, entre un director que quiere filmar a una directora que no quiere, del todo, ser filmada. A “años luz” de los documentales promocionales que suelen acompañar a las películas, el filme de Abramovich es un documento paralelo, un pedido del propio realizador de SOLDADO aceptado en principio por la realizadora pero, en medio de la complicada producción, cuestionado por ella misma. Así, la película pasa de observar procesos de producción de la película como arte y vestuario a las tomas propiamente dichas en las que queda claro la obsesión por la precisión de Martel. Veremos algunos detalles que quedaron registrados en ZAMA, como la curiosa llama que terminó siendo parte importante o al menos llamativa de una escena, así como otros fragmentos de escenas que no están en el corte final. A mitad de camino del filme, casi como si fuera la trama de una película iraní, Martel “echará” a Abramovich del rodaje y lo que seguirá será una película aún más de espía que la anterior. Como en esas películas iraníes (algunas de Panahi o Kiarostami) nunca quedará del todo claro cuánto hay de cierto y cuánto de puesta en escena en esta disputa, pero lo cierto es que funciona y le agrega un elemento de interés extra a esta suerte de personal diario audiovisual del rodaje de la gran realizadora salteña.
Un biopic ceñido a 6 días en la vida del escritor Serguéi Dovlátov (1941-1990), del 1 al 6 de noviembre de 1971, en plena era Brézhnev, y en un período menos permisivo que la década precedente. En ese contexto, día a día, se revela una época, cuyo dogma aún vigente dejaba afuera cualquier tipo de expresión literaria ajena a la edificación del sistema soviético. Las razones del desconsuelo de Dovlátov, como del de su amigo Iósif Brodsky (1940-1996), se escenifican desde un principio: el comité literario los califica de prescindibles; el impresionismo poético no vindica el socialismo.