Soledades que se unen, un viaje que Paula Markovitch propone como una larga improvisación y que termina por configurar una narración honesta que desnuda el lado más luminoso del arte y la salvación de los seres a partir de ésta.
La segunda película de Paula Markovich, "Cuadros en la oscuridad", es un peculiar y sensible relato a modo de homenaje hacia su padre, un artista que nunca llegó a exponer sus obras. Dice la definición de insilio, “condición psicológica de auto encierro o destierro de uno mismo creado por el propio orden político”, o sea lo contrario al exilio, con sus mismos efectos. Durante su primera presentación en 2017 en el marco del Festival Internacional de Cine de Morelia, Paula Markovich, decía de "Cuadros en la oscuridad": “Está inspirada en la vida de mi padre, un pintor que no expuso su obra. El origen de ello está en la dictadura, en el insilio, hubo gente que se escondió dentro del territorio nacional, en muchos casos en pequeños pueblos”. Paula Markovich es hija de Armando, un pintor con una obra desconocida, que nunca llegó a exponer en una galería, ni a presentar sus obras en público. Pero, frente a la opción lógica de realizar un documental evocativo, o en todo caso una biopic; no, Paula Markovich decide narrar una historia de ficción utilizando como protagonista a una suerte de alter ego de su padre, Marcos (Alvin Astorga), también un artista desconocido que nunca llegó a exponer su material, y no permite que nadie lo descubra. La obra de Armando estuvo prohibida, por lo que era imposible que se presentara, y él sin irse del país, se escondió dentro de las zonas recónditas de nuestro país, llevándose consigo un material que nunca vio la luz pública. Ahora, con "Cuadros en la oscuridad", su hija, busca darle la relevancia necesaria, y también plasmar un testimonio social que excede lo personal. En ese marco de ficción, situado en Córdoba, Marcos de 65 años trabaja en una estación de servicios y tiene poco contacto con el exterior. Vive en un barrio carenciado, y quienes lo rodean poco conocen de su existencia. Tan grande es este anonimato, que Luis (Maico Padral) se mete en su casa creyéndola deshabitada para saquearle algún material, y así poder seguir manteniendo el vínculo tóxico que mantiene con sus compañeros absorbidos por la marginalidad. Luís, de 13 años, no vislumbra ningún futuro, pareciera carecer de empatía, se droga, vive sus días en la calle con los suyos, delinque, y no siente ningún tipo de solución cercana. En ese choque en la casa de Marcos, se encuentra con una serie de cuadros que son obra del dueño de casa; un artista comunista perseguido por la dictadura que debió ocultarse de la luz pública, y así nunca exhibir su arte censurado. Al principio, la relación entre Marcos y Luis es difícil, sino imposible; pero pronto irán hallando los puntos de encuentro, y surgirá algo cercano a la amistad, o a un vínculo paterno filial de comprensión y compañía mutua. Mediante las enseñanzas pictóricas, Luís irá conociendo un mundo nuevo que lo aleja de ese sector marginal. Descubre la importancia de los colores, en el arte y en la vida, y cómo estos se mezclan para formar algo maravilloso que no debe quedar oculto. Pero el entorno es complicado, y puede volver a entorpecer cualquier tipo de salida. Markovich, guionista de la reconocida Temporada de patos, con la cual mantiene algún punto en común, plantea una propuesta chica, minimalista, que busca las emociones en los detalles. Pocos personajes, un ambiente cerrado, sombras y colores opacos, y mucha marginalidad alrededor. No se intenta disfrazar la situación mediante un realismo mágico, o algún código esperanzador, las cosas son como son. A Marcos la dictadura le prohibió salir a luz pública, a Luís, la coyuntura socio económica del capitalismo salvaje tampoco le deja asomar la cabeza. Escasos diálogos, una utilización mínima de la música a modo incidental para remarcar algún momento sensible, mucho sonido ambiente, y acciones mínimas más que grandes hechos movilizantes. Cuadros en la oscuridad puede parecer narrar una anécdota, una historia mínima, oculta, dentro de un marco más grande; y quizás ahí esté la mayor analogía en función homenaje a la obra de su padre. Esa imposibilidad o prohibición a un artista de presentar su obra y obligarlo a mantenerse oculto, es también un cuadro si se quiere anecdótico o singular dentro de un contexto de censura y represión mucho más grande, y que pasada la dictadura se reformuló en modo de una marginalidad que no permite progresar. "Cuadros en la oscuridad" no es un film para aquellos que esperan grandes películas, ni algo contundente; menos aún un ritmo apresurado. Es un film simple, pequeño, muchas veces doloroso, gráfico en los detalles, y de un ritmo (a veces excesivamente) lento. Algunas circunstancias remarcadas o subrayados – más en una propuesta de corta duración –, y un simbolismo un poco obvio sobre un final esperado y evidente, no dejan que su mensaje emocional llegue siempre con la contundencia de sus inicios más sutiles. Astorga y Padral tienen una química verosímil, y el último se destaca como un joven lo suficientemente expresivo. Con altibajos, "Cuadros en la oscuridad" es un homenaje personal que escapa a las reglas básicas, y se expande como una denuncia social con ejes en el pasado y el presente. Paula Markovich se destaca como una realizadora con un discurso interesante al que habrá que prestarle atención.
Marcos tiene 65 años y trabaja en una estación de servicio, aunque su verdadera pasión (oculta) son las artes plásticas. Con un pasado de persecución política y en medio de carencias económicas, el protagonista dibuja y pinta en la intimidad. Su único espectador es Luis, un ladrón de 13 años con el que establece una compleja amistad. La guionista y directora Paula Markovitch, realizadora de la aclamada El premio, se inspiró en su padre, quien concibió miles de cuadros sin jamás organizar una exposición. Casi sin diálogos y con un tono melancólico construye un retrato sobre la marginación y una reivindicación hecha desde el amor de una hija.
Conmovedora simpleza Es muy grato emocionarse en profundidad con historias simples y reales, contadas de una forma tan cercana a la vida y conectarnos de manera mágica hasta olvidarnos que estamos mirando ficción, quizás con la única pretensión de Paula Markovitch de reinventar un cine que dignifique al mismo como arte. En Cuadros en la oscuridad (2017) Marcos (Alvin Astorga) trabaja en una estación de servicio, además de ser un talentoso y huraño artista plástico, que nunca ha exhibido sus cuadros. Luis (Maico Pradal) es un chico de la calle que un día irrumpe en su casa para robarle. Luego de lidiar con resistencias, nace entre ambos una singular amistad en la cual Marcos logra el cometido de transmitir su experiencia de vida y artístico; y por otra parte, Luis será la única persona que le dé verdadero valor a su obra. La talentosa directora y guionista Paula Markovitch logró un brillante trabajo que es digno de compararse con grandes como Lars von Trier (Bailarina en la oscuridad, 2000) o los Hermanos Dardenne (El hijo, 2002). Con un estilo similar y propio a su vez, filma con cámara en mano, utiliza luz natural o el encanto de la iluminación a la noche con una linterna, que permite descubrir lo pintoresco de la utilería, utilizando una paleta de colores fríos para connotar el contenido dramático. Es notable el manejo del silencio en los escasos y sólidos diálogos, permitiendo que la historia fluya y resaltando la frescura y espontaneidad de las interpretaciones. Las actuaciones son brillantes, tiernas y naturales, empatizamos rápido con los protagonistas. La música le otorga importancia a la ambientación sonora al incluírla en ciertas escenas claves, todo esto acompañado por una excelente fotografía. Realmente la directora demostró que se puede contar una historia sin necesidad de escenografías artificiales dada la acertada elección de locaciones, que le agregan una impronta realista al tratamiento, la voz del autor está muy presente en cada escena. Es un film que cuenta con un guion muy inteligente, íntegro y detallista, puesto que todo simplemente sucede como en la vida, las personas actuamos o tomamos desiciones desde el inconsciente o por impulsos y esto llevado al cine es genial. Este film significa que en la actualidad se puede realizar una película de calidad sin depender de exagerados presupuestos. Es un enorme llamado de atención hacia los realizadores que eligen la comodidad y subestiman al espectador. Quizás sea momento de recuperar el verdadero valor y respeto por el cine, que se comuniquen fuertes valores para nutrir a una sociedad y construir desde un lugar loable.
No se trata solo del homenaje de una hija a su padre. Paula Markovitch, escribió este guión inspirada en la vida del pintor Armando Markovitch, que creó su obra en medio de una absoluta marginalidad política y económica. También tomo inspiración de su madre Genoveva Edelstein dibujante, grabadora docente en barrios marginales, que consideraba que solo había que “despertar “el artista que todos somos. La vida de un empleado en una gasolinera un autor compulsivo que debió ocultarse y aunque terminó la dictadura, esa manera de vivir se le hizo carne y es la única posible para él. Un hombre de talento y un chico de la calle. Una relación que va de las clases de pintura a un afecto apenas esbozado. Con actores como Alvin Astorga y Maico Prada (y sus hermanos) el film hurga en esas conexiones y también reflexiona sobre el arte, su importancia y destrucción, el paso del tiempo, las hilachas de sentimientos que se diluyen como las obras.
Marcos tiene sesenta y cinco años y trabaja en una estación de servicio, aunque su verdadera vocación y pasión son las artes plásticas. Pinta para él mismo en su humilde casa, con lo que tiene y como puede. Este personaje solitario y ermitaño se encuentra con un pequeño ladrón de trece años y juntos terminan conformando una original amistad. Un vínculo padre e hijo o de maestro y discípulo es el centro de la película construida en medio de la miseria y la desesperación. La directora los observa con ternura y humanidad, observando como encuentran luz en medio de tanta oscuridad. Estos méritos no necesariamente la convierten en una gran película, porque se necesita más que buenas intenciones y genuino amor por el material tratado.
El pibe chorro y el pintor del insilio Bastan tres detalles para ubicarse en el contexto de este segundo opus de Paula Markovitch , un film que apela a la idea del vínculo padre hijo desde lo simbólico claro está y que además transita por un minimalismo sostenido, idea que se traslada incluso a la escasez de diálogos entre Marcos (Alvin Astorga) y Luis (Maico Pradal): un pequeño televisor blanco y negro con un partido de fútbol relatado por Marcelo Araujo y Macaya Márquez, la falta de celulares, computadoras y ese tipo de objetos y el precio de las verduras en pesos. Desde ese escenario entonces, alejado de la realidad del día a día, la acción se traslada a un barrio marginal tucumano. Marcos vive solo, rodeado de cuadros y de soledad, mientras que Luis vive con sus pares en la calle, aspira pegamento, juegan en la basura y a las manos. La palabra ausencia parece tallada en esa piel y la del marginal también, pero Marcos se ve invadido una noche y desde allí el vínculo tóxico entre ambos busca colores en plena oscuridad. No es un detalle menor que la directora haya querido homenajear la obra clandestina de su padre, pintor comunista que debió escapar de la dictadura y acercarse a los márgenes de la carencia, pintar en secreto y generar la menor cuota de socialidad posible. Eso lleva a la película a cobrar un sentido de otro propósito y entonces la palabra padre e hijo en realidad podría ser padre e hija. Minimalismo que no ayuda en ese caso aunque el relato no escapa a la realidad del contexto en el que se desarrolla. Queda un tanto opacado el sentido de los cuadros, también de querer transformar a Luis con algún conocimiento distinto al de la calle, colores que buscan un lienzo invisible. Lo visible es lo fútil, el hambre, la decadencia, la pobreza y la marginalidad. También ese pasado que vuelve a buscar lo que queda y si nada queda habrá otros que pinten un nuevo cuadro. Buenas intenciones y otra manera de homenaje en una ficción para no recaer en la catarsis documental.
En Cuadros en la oscuridad, Paula Markovitch vuelve a demostrar que es posible hacer buen cine a partir de la propia experiencia personal. A diferencia de algunos colegas, la también autora de El premio se desplaza con paso seguro sobre la arena autorreferencial, acaso porque sabe inmunizar sus recuerdos de infancia y juventud contra el narcisismo. Este largometraje que se estrenó el jueves pasado en Buenos Aires y Córdoba está inspirado en la vida adulta del padre de la realizadora, artista apasionado que nunca expuso su obra y que en cambio trabajó en una estación de servicio hasta que lo echaron, a sus 58 años. El guion lo imagina viviendo solo, y de manera precaria en una pequeña localidad del interior argentino; un chico de la calle altera esa existencia gris. Alvin Astorga –algunos espectadores lo recordarán por su rol en Ciencias naturales de Matías Lucchesi– interpreta con solvencia la reencarnación de Armando Markovitch. Lo acompaña el pre-adolescente Maico Pradal. Como cuando filmó a la niña Paula Galinelli Hertzog en la mencionada El premio, aquí también Markovitch hija hace gala de su aptitud para dirigir a jóvenes novatos. Esta destreza se relaciona con otra igual de importante: la capacidad para escribir guiones lacónicos y sin embargo precisos y consistentes. Por estas virtudes, y por la tendencia a filmar cámara en mano, es lícito comparar a esta realizadora porteña radicada en México con Luc y Jean-Pierre Dardenne. Aunque desde una perspectiva distinta, Cuadros en la oscuridad comparte con El premio la referencia a la dictadura que se extendió en la Argentina entre 1976 y 1983, y cierta invitación a reflexionar sobre el trabajo creativo en tanto refugio de verdades ocultas y/o silenciadas (en la historia de la película estrenada en 2011, es determinante el rol acordado a una poesía escrita por la nena protagonista). A diferencia de su predecesor, este largometraje gira alrededor de otros temas además de aquél conformado por esa porción de pasado nacional. De hecho, son dos los temas centrales de la nueva ficción de Markovitch: el arte como vía de escape de una situación de marginalidad (por persecución política, por (auto)censura, por exclusión social) y, por otra parte, como legado que puede destruirse o restaurarse / reivindicase. La decisión de acompañar la proyección de la película con una muestra de cuadros pintados por papá Armando refuerza esta doble invitación a la reflexión.
El segundo largometraje de Paula Markovitch, luego de recoger elogios por su opera prima El Premio, toca una fibra personal en la cineasta, quien basa su Cuadros en la oscuridad en su padre, un hombre que nunca pudo exponer su obra. Con el insilio como precepto fundamental para desarrollar su historia, Markovitch narra un cuento mínimo que lucha constantemente con lo que tiene que decir y cómo lo dice.
La nueva película de la directora Paula Markovitch (El premio) es una historia de ficción que sirve como homenaje a su padre, el artista plástico Armando Markovitch. Al igual que el protagonista de Cuadros en la oscuridad, Armando Markovitch pintó cientos de cuadros sin nunca llegar a exhibirlos. Su hija, la directora y guionista Paula Markovitch, homenajea su memoria y su legado a través de una historia de ficción minimalista rodada en Córdoba. Marcos es un hombre de más de sesenta años que trabaja en una estación de servicio, pero puertas adentro de su casa es un prolífico artista plástico. En su vida solitaria irrumpe un niño preadolescente, Luis, que entra a su casa creyendo que estaba deshabitada. Ese muchacho se termina convirtiendo en el único testigo de la obra de toda una vida. Markovitch narra su pequeña historia a través de, en su mayoría, largas escenas de contemplación. Con gran cantidad de escenas sin diálogos -y en las que lo tienen éstos suelen lucir, a simple vista, intrascendentes-, se pretende retratar estas dos soledades que se encuentran y al mismo tiempo permite toda una reflexión alrededor del arte. ¿Para quién creamos obras artísticas? ¿Qué objetivo tienen si nadie las ve? ¿Sirve una obra que no es vista por nadie y por lo tanto no puede ser debatible? ¿Puede el arte tener una función meramente individual? ¿Nos puede salvar el arte? ¿Acaso no es posible refugiarse en él? Pero no es lo único sobre lo que invita a reflexionar esta película chiquita. Además de pensar incluso en la permanencia del arte, también introduce el tema de la última dictadura, que el pintor vivió en primera persona y eso lo llevó a encerrarse y convertirse en un artista sólo en su casa, sin que nadie lo sepa. Así, la directora pone en foco un tema poco tratado: el insilio. Aunque está construida con mucha sensibilidad, y cada uno de los actores -incluso unos cuantos no profesionales-, se desenvuelven de manera natural, el film por momentos se siente reiterativo y se llega a sentir pesado en ese aletargamiento que, de todos modos, se siente buscado. Sobresale la dirección de arte, en especial con esa casa en ruinas, y de fotografía, aprovechando esas obras, logrando captar incluso texturas.
Cuadros en la oscuridad: Vivir en la periferia. Este film, escrito y dirigido por Paula Marcovitch, es una historia de amistades inesperadas. No importa donde nos encontremos en el mundo, hay algo que se repite en todos lados: la marginalidad. Es, obviamente, más pronunciada en algunos rincones del globo más que en otros. Pero incluso cuando no se ve (o peor, cuando no queremos verla), ella está ahí. Siempre presente, una realidad que nos gustaría que no existiera. Pero existe. Y es en ese mundo inimaginable para varios pero demasiado real para otros es que la historia en cuestión toma vida. En este caso, el foco recae sobre dos personas solitarias como mínimo. Ellos son Marcos, de 65 años, trabajador de una estación de servicio de día y pintor de noche, y Luis, un chico que, hasta donde podemos ver, no tiene más en la vida que un grupito de chicos. Estos dos personajes tan aparentemente dispares se conocen cuando Luis se mete a la casa de Marcos, aparentemente para robar, y en la oscuridad descubre las obras que el segundo ha ido creando a lo largo de su vida, y las cuales son muchas. El chico quizá no sabe nada de arte, pero el descubrimiento es suficiente para generar un interés por algo que, posiblemente, no había visto nunca antes. Es así como Luis empieza a frecuentar la casa de Marcos y como este, a principio a regañadientes, empieza a impartir un poquito de su sabiduría de vida y de arte al crío. Uno de los puntos más interesantes el film es sus diálogos casi nulos. Pasan casi quince minutos desde el comienzo del film hasta que escuchamos la primer palabra pronunciada por cualquiera en pantalla. Y es muy interesante de ver cómo, con muy pocas palabras, se cuenta esta historia. Es una cualidad poco vista que alguien pueda decir mucho hablando, literalmente, poco. Pero esta es una de esas ocasiones donde una imagen dice más que mil palabras. Aún con eso a su favor, ese primer trecho de historia se siente pesado y lento, ya que no sabemos qué esperar y, como primera impresión, nos encontramos de golpe intentando descifrar qué importancia tiene este señor que trabaja en una estación de servicio y parece no tener nada más que eso en la vida. El ritmo en general de la narrativa es fácil de calificar como pausado o lento. No es que no avance la historia, pero obviamente quien la cuenta no tiene apuro ni necesidad de lanzarle al espectador todos los hechos a la cara. La mayor parte del film se divide en dos locaciones principales: la case de Marcos y la ribera de un río donde Luis pasa el tiempo. No es que Luis está 100% sólo, tiene un grupo de chicos con los que pasa su tiempo. Pero es claro que, si hay algún adulto en su vida, no es alguien que le preste atención. Hay momentos que tomarán al espectador desprevenido, ya que involucran cosas que todos hemos escuchado nombrar pero rara vez se presencian o ponen en pantalla. Entre estas cosas incluyó la invasión de la casa de Marcos por parte de Luis casi al principio, los momentos donde Luis se droga con pegamento y la escena donde, luego de romper un frasco, se lastima la mano (esto último siendo más un acto consciente que un accidente). Luis es un chico que está, hasta dónde podemos ver, a la deriva en el mundo y sin ningún tipo de prospecto a futuro. Se deja en claro, por la cantidad de tiempo que pasa en el río o con Marcos, que la escuela no es una parte de su vida. Y es probablemente está falta de algo más que lo lleva a generar el lazo que logra con el pintor devenido en trabajador. Entre los dos, hablan de pintura y la vida. Marcos, en su forma le enseña algunas cosas a Luis, mientras mata un poco su soledad. Pero hay algo que plaga la forma en que se desarrolla esta historia y es la desesperanza que se percibe en la misma, reforzada desde todos los puntos que involucran la realización de un film: vestuario, locaciones, diálogos y hasta la música, la cual es nula a lo largo de la película y que solo aparece como acompañamiento de los créditos. Incluso me atrevería a apostar que ciertas tomas, sacadas de contexto, podrían confundirse con escenas de un film distópico. Aún con los pequeños momentos de alegría que les traen a ambos la presencia del otro en sus vidas, este es un film amargo pero con mucho mérito en el marco de la narrativa visual. Un punto de vista un poco distinto que en el día a día se tiende a relegar por ser demasiado amargo y demasiado real.
AMIGOS SON LOS AMIGOS Paula Markovitch, directora y escritora de Cuadros en la oscuridad, expresa que se inspiró en la vida de su padre, Armando Markovitch, quien vivió y creó su obra plástica en medio de una absoluta marginalidad política y económica. “A pesar de ser un artista apasionado, de quien conservo más de mil cuadros, él nunca expuso su obra en vida y trabajó hasta los 58 años en una gasolinera”. Pero además ingresa en esta historia la madre de la directora: “también me inspira la enseñanza de mi madre: Genoveva Edelstein. Ella fue dibujante y grabadora y daba clases de arte a los niños del barrio marginal donde vivíamos. Ella consideraba que en cada ser humano hay un artista y sólo es necesario despertarlo”. Teniendo en cuenta lo expuesto, no sorprende la trama de este film, donde el protagonista es Marcos, un artista de 65 años que nunca ha podido exhibir sus pinturas: trabaja en una gasolinera y tiene pensamientos amargos acerca del destino. Un día, un joven ladrón de 13 años llamado Luis, entra en su casa creyéndola deshabitada. Luis es el único testigo de la obra de Marcos. Entre ambos surge una extraña amistad que les da nuevas respuestas acerca del arte y la vida. Este drama intimista utiliza la imagen como principal vehículo para narrar, dejando a los diálogos en un segundo plano, solo usándolos para aportar algún dato sobre los protagonistas que sirve para darle un mayor contexto a lo que se muestra. Esta elección de la directora provoca que el espectador solo perciba sensaciones de los actores mediante sus gestos y reacciones, dejando cierto hilo caótico, ya que quien observa puede interpretar una situación determinada de diferente manera. A su vez, resulta vital lo expuesto al inicio en palabras de la directora, aportando un elemento extra para comprender aún más esta historia que quizás la gran mayoría de los observadores no posee. Esto le juega en contra, generando que se pierda gran parte de la valía del relato, provocando que el film nunca termine de crecer y su historia finalice siendo una mera anécdota. La elección de priorizar la imagen sobre el diálogo le permite hacer un interesante retrato sobre la marginalidad y la pobreza, pero este acierto se queda a mitad de camino, ya que nunca llega a profundizar estás temáticas. No obstante, la soledad y el abandono son brillantemente exhibidos en esta producción que, a pesar de no ser de excelencia, pretende ser original y hablar sobre la tristeza del ser de una forma distinta, más allá de la historia familiar de la directora.
Con el auge de las ferias y los circuitos de galerías, el imaginario puede asociar al mundillo del arte actual con glamorosos vernissages, celebridades con copas de vino caro en mano y precios exorbitantes. Apenas la punta de un iceberg formado por artistas anónimos que, puertas adentro, crean sin mayores expectativas de que alguna vez sus pinturas vean la luz. Uno de ellos es Marcos, empleado de una estación de servicio en un paraje desolado de Córdoba, que alguna vez fue un militante en la clandestinidad y ahora, entrando en la tercera edad, es un pintor clandestino. Su soledad se verá acompañada por la de Luis, un chico de la calle que irrumpe en su casa con intenciones de robar. Paula Markovitch narra este vínculo casi prescindiendo de los diálogos, con una inquieta cámara en mano centrada en las acciones de los personajes. Un tono seco, de observación, emparentado al cine social de los hermanos Dardenne, registra a estos dos marginales que encuentran en el arte un puente de comunicación, una ventana que ilumine la oscuridad de sus días.
Un hombre grande, de entre 50 y 60 años, vive una vida de laburante pobre en un entorno tan pobre como él mismo. Durante los primeros minutos del metraje lo vemos realizando acciones cotidianas. Estas son retratadas con tamaños de plano que van de los medios cortos a los generales casi sin transición y luego con la cámara siguiéndolo al mejor estilo Dardenne. Si la imagen fuera fílmica (en 16mm) y blanco y negro estaríamos frente a la típica película del nuevo (nuevo) cine argentino. También por la temática, pues esa generación que comenzó a filmar en el ocaso de la aventura neoliberal de final de siglo retrató más a la clase media empobrecida que a la clase baja –salvo gloriosas excepciones como Pizza, birra y faso o Bolivia. Pero hablamos de un laburante pobre y de clase media empobrecida y no es un error pues a pesar de lo dicho hay un detalle en la historia de ese hombre que nos desacomoda, que nos hace pensar que hay más que lo que vemos en la superficie: el protagonista es pintor. Si bien el arte puede ser desarrollado por personas de cualquier clase social sabemos que es por demás extraña esta actividad en la clase proletaria, más aún cuando luego nos enteremos de los conocimientos teóricos del pintor. Luego de la presentación del protagonista, con la aparición de un niño (que terminará siendo el verdadero protagonista o más bien tomará la posta de este) sobrevendrá el conflicto dramático, que no termina de desarrollarse o, más bien, lo hace de una manera muy solapada y poco clara. Lo que comienza como relato de aprendizaje (del arte por parte del niño y de la paternidad por parte del pintor) quedará truncado por la incapacidad de uno de enseñar, de compartir verdaderamente y del otro por las circunstancias de marginalidad que le toca vivir en una Córdoba casi post-apocalíptica. Forzando un poco la mirada podríamos decir que el apocalípsis fue la última dictadura que instauró el neoliberalismo en el país. La referencia no es gratuita pues el background story del protagonista, que descubrimos en un diálogo, nos dice que su situación actual de marginalidad se debe a la clandestinidad que vivió durante el gobierno dictatorial; como si de la marginalidad política y social hubiera pasado a la económica, lo que puede ser una metáfora del devenir de la sociedad entera. Sin embargo, en ese proceso de aprendizaje no se juegan la ética y la moral y no se termina de entender cómo afecta ese pasado al protagonista para imposibilitarlo de enseñar ni si sus sueños truncados de los años 70 tienen relación con ese presente. Quizás la directora no quiso exponerlos de manera explícita sino que con esas pistas dejó que las relaciones se generen en nuestra cabeza. Pero, de ser así, sin ese trasfondo, la película no es más que una anécdota de gente que vive en la pobreza, sin ninguna profundidad ni textura. Cuadros en la oscuridad puede ser dos películas distintas de acuerdo al grado de comprensión que uno posea: por un lado, una metáfora, un alegato contra nuestro pasado; por otro, un relato (más) de pobreza e incomprensión. Las buenas películas deberían funcionar en cualquiera de las dos formas: de manera simple como un buen relato o, de manera compleja, como una gran obra; que no es el caso del filme en cuestión. Por Martín Miguel Pereira