De paseo con la soledad Los realizadores Miguel Baratta y Patricio Pomares apelan a la mezcla sutil entre documental y ficción con su opus El fruto. El protagonista de este relato mínimo es un anciano llamado Juan, a quien se descubre desde el comienzo de forma fragmentaria para luego completar su figura y también su personaje desde sus hábitos, conductas y sobre todas las cosas acompañado de un silencio penetrante en su modesta casa en el pueblo casi fantasma de Carlos Keen, que cuenta con 400 habitantes, entre ellos Juan, y un puñado de personas que irán apareciendo en su recorrido a pie. La cámara lo sigue desde una distancia prudencial y a veces descansa al igual que él para reparar en algún detalle o quedar encandilada por el ajado rostro o los brazos enflaquecidos, o aunque más no sea por ese rostro curtido por el paso del tiempo, del que de vez en cuando brotan algunas frases sueltas antes de enmudecer. Así, se recogen desde la naturalidad y las charlas cotidianas toda una impronta relacionada con la superstición o las creencias populares, que parecen alimentar las tertulias durante la calma o la quietud de la tarde cuando todo parece tan muerto como las vías del tren del pueblo. Juan carga consigo un pequeño árbol que llevará de ofrenda a Filomena, una curandera, si es que ella logra aliviarle el dolor del cuerpo y del alma -por decirlo de alguna manera- porque la muerte acecha a cada paso no sólo desde las historias populares sino desde la más profunda soledad o una tos que corta el silencio pero desgarra el aire. El fruto es un interesante acercamiento al universo de un personaje a partir del ojo de una cámara que sabe encontrar el resquicio para ahondar en la intimidad, sin resultar tedioso ni lento desde el punto de vista cinematográfico.
Calmo ejercicio sólo para contemplativos «La muerte no siempre tiene tiempo de ocuparse de todos», reflexiona el protagonista de esta historia, y parece agregar «y eso que llega un ratito nomás». Ya algo encorvado por los años que doblegaron su altura, ya rugoso y acaso algo desdentado tras la pelambre del rostro, pero todavía capaz de hablar bien alto cuando se hace necesario, o de caminar unos cuantos kilómetros si corresponde hacerlo (y éste es el caso), nuestro personaje es un viejo solitario, pero no insociable, a quien vemos en una jornada bastante particular para él. Ha desplantado un arbolito y se lo está llevando a alguien del otro lado del pueblo. Así lo vemos caminar con paso mantenido, pedir siempre permiso para sentarse un rato, y cruzarse con perros que algún significado tienen, como iremos advirtiendo. Hay unos medio bravos, que salen de golpe y hacen tropezar a cualquiera, otro medio fantaseado y tal vez medio cierto, en el relato muy bien hecho de un paisano, y uno achacoso, casi como un espejo de sí mismo. Al verlo, indirectamente y con la dura aceptación del hombre de campo, el viejo le aconseja a un niño no acariciar tanto al pobre animal. «Ya no sirve como perro». Después dirá del niño «Se está haciendo hombre». Hacerse hombre es también aceptar que el perro «ya no sirve». No pasan muchas otras cosas. La calma de la pampa sigue siendo eterna, también los días, y las costumbres, aunque ahora haya camionetas y el viajero compre agua embotellada en el almacén en vez de pedirla y recibirla amistosamente en cualquier casa, fresca, recién bombeada. Miguel Baratta y Patricio Pomares iniciaron esta pequeña historia como tesis para recibirse cuando estudiantes. Con el tiempo, la vieron en Masa Latina (la pequeña productora de Sergio Mazza, el de «Graba») y armaron una sociedad para extenderla y estrenarla. Aunque el resultado final dura apenas 65 minutos, la extensión no la favorece demasiado. Al contrario, diluye un poco su pequeña metáfora, cercana en espíritu a «La mecha» de Raúl Perrone. Así como está, queda solo para el gusto de los contemplativos, de quienes suelen evocar los tiempos de antes y la vida en provincia, y, eso si, para placer de quienes saben apreciar la guitarra criolla que suena calma y hermosamente sobre el paisaje de la llanura. Rodaje en Carlos Keen, a pocos kilómetros de Capital Federal.
Una ofrenda para mi muerte La ópera primera de Miguel Baratta y Patricio Pomares, El fruto (2010) cuenta la travesía de un hombre mayor enfermo que, en un último esfuerzo, decide surcar camino por la llanura pampeana para sanar el mal que lo aqueja. Una historia sencilla a campo traviesa sobre la soledad y la muerte con una puesta fotográfica embellecedora. Juan es un anciano que vive en solitario en una recóndita zona rural, dentro de un rancho donde reina un vacío tan idéntico como al que habita en el sembradío reseco y al puñado de árboles que se extienden alrededor. Allí, en el remanso de la noche, cuando todo acalla y sobreviene el aullido de perros y el sonido de los grillos entre el pastizal, Juan se despierta con un dolor agudo. Por esta razón, al día siguiente, decide llevar consigo un pequeño árbol, el único fruto de su campo, en una larga peregrinación en busca de una curandera que le devolverá la salud a cambio de aquella ofrenda. El fruto cruza la ficción y el documental –algo ya visto en el Nuevo Cine Argentino (NCA)- y que, en un principio, se revela en dos aspectos. En los diálogos, algunos logrando un mayor efecto de naturalidad que otros, y en la elección de los propios lugareños como actores, lo que aporta verosimilitud al relato con sus rostros curtidos y despojados de manierismos. Una propuesta de este tipo demuestra un visible desafío por parte de sus directores que, habiendo iniciado el proyecto como tesis universitaria, decidieron continuar en vistas a su primer largometraje. Podría decirse que la historia de El fruto sostiene una premisa: todo lo vital tiene un revés temible y que completa la lógica del ciclo. Si bien esta idea se explicita en las palabras que el protagonista arroja cada vez que se cruza a un poblador en su camino, es un aspecto también captado en la propuesta fotográfica del film. Sobre todo en aquellos encuadres que, cohabitados por múltiples planos de acción y de luminosidad, resultan de gran belleza plástica. Como en las imágenes donde los tonos pardos del paisaje y el andar resquebrajado de Juan parecen orquestar una premonición demoledora y a la vez, encantadora. En este sentido, el logro visual y compositivo supera los demás elementos del film.
Un hombre solitario ya entrado en años y con una frágil ofrenda en sus manos recorre solitarios caminos embriagado por la magia y la vitalidad de las creencias populares. En sus manos sólo lleva un pequeño árbol, fruto de su propio jardín, para entregar en forma de pago por su salvación. Su travesía tendrá como punto final una curandera del poblado vecino que puede sanar el mal que lo aqueja. En su cansino caminar se encontrará con una serie de personajes con los que dialogará acerca de temas banales mientras arma despaciosamente un cigarrillo y habla con voz quebrada y mirada perdida. Los directores Miguel Baratta y Patricio Pomares retrataron entre la ficción y lo documental la calidez de ese hombre que necesita de su soledad para poder hacer de su vida un resumen de recuerdos, de fatigas y de algún destello de esperanza. Por momentos la simple trama se convierte en un monótono vagar, que atenta contra la intención del dúo de realizadores de relatar una historia cálida sobre la base de una cámara que se fija con insistencia en paisajes y rostros curtidos por el tiempo y las contrariedades. El mínimo equipo de actores está conformado por habitantes del poblado bonaerense de Carlos Keen. Las marcas de sus cuerpos, las arrugas de sus rostros y el peso de sus manos curtidas son los rasgos imprescindibles para conformar el relato. Sobre la base de una muy buena fotografía y de una música de tenues melodías, el film puede interesar, sin duda, a aquellos que desean contemplar una existencia solitaria transida por el dolor y la soledad.
Gestos mínimos para una pequeña historia rural El estreno de El fruto es, antes que nada, una muestra del grado de esquizofrenia de la distribución y exhibición nacional. Lanzar un film pequeño en una sala fuera del circuito mayoritario el mismo jueves en que lo hacen tres de las máximas candidatas al Oscar a Mejor Película es casi una inmolación en materia de difusión, a la postre un factor fundamental para que cada película, en particular las de este tipo, encuentre su público. Pero en este caso es también una lástima, ya que el debut en el largo de Miguel Baratta y Patricio Pomares está bastante por encima de la media del centenar de producciones nacionales escupidas en fila a lo largo de los últimos meses. Pequeña historia rural, de esas que parecen discurrir antes que transcurrir, El fruto merece bastante más atención que la que tuvo y que seguramente tendrá. La secuencia inicial muestra el accionar cotidiano de una empaquetadora de fideos. Vale la pena tomar nota de esa apertura aparentemente inconexa, ya que la regularidad e inalterabilidad (en este caso de lo físico y sonoro de las máquinas) serán claves para la lectura de lo que vendrá. El proceso se irrumpe con un primerísimo primer plano de los pliegues de un codo bajo la ducha. Se trata de un sesentón –quizás setentón– solitario (Juan Carlos Maidana) de rostro curtido por la intemperie y el paso del tiempo. Es el mismo hombre que más tarde pululará por las calles de la localidad bonaerense de Carlos Keen con un pequeño árbol-obsequio para la curandera Filomena. La cámara lo seguirá a mesurada distancia, observándolo desenvolverse con sus vecinos en medio de las circunstancias más cotidianas: un diálogo metafísico al paso, la compra de una botella de agua en un almacén, el deambular cansino por las calles terrosas. Y justamente ahí está uno de los principales méritos de Baratta y Pomares, en encontrar en el gesto mínimo, en la rutina ordinaria, la reverberación de lo extraordinario, valiéndose en casi todo momento de recursos propios del registro documental, como por ejemplo el retrato naturalista, casi etnográfico, del entorno. Así, el film se erige sobre las bases del universo retratado, apropiándose del tempo de sus no actores para masificarlo a la película entera. Pero si El fruto no es la gran película que pudo haber sido es porque por momentos el procedimiento luce despojado de una lógica. Como si los directores estuvieran demasiado pendientes de la invisibilización del artificio y en la exacerbación de lo rural antes que en la suerte de su protagonista.
La travesía de un hombre solo Mezcla de documental y ficción, el filme de Miguel Baratta y Patricio Pomares, tiene por protagonista a Juan, un hombre mayor que trabaja en el campo. Las primeras imágenes de la película, no muestran su cara, sino su cuerpo cuando se baña. Los brazos delgados, las manos fibrosas, las piernas fláccidas. Poco después se lo ve caminar hasta la casa, una covacha, en la que no falta el mate protector con pava en la cocina económica, a la mañana, luego de una noche de tos y molestias. TODO UN RITUAL Después vendrá, casi como un ritual cuidadoso, desenterrar el arbusto que está creciendo en su retazo de tierra, cubrirlo con un papel y emprender una caminata. El camino parece interminable por lo igual, con paradas en la cantina del pueblo para tomar agua, conocer el perro del chico de al lado, compartir un almuerzo con obreros que cuentan historias de superstición y muerte y llegar con el arbusto de regalo hasta la curandera del pueblo. "El fruto" se filmó en la localidad pampeana de Carlos Keen, ubicado a no más de ochenta kilómetros de Buenos Aires, con gente del lugar y cuyo protagonista es uno de sus habitantes, al que simplemente se lo conoce como Juan. Sus directores han realizado un filme contemplativo de tiempos silenciosos por donde se cala el tiempo histórico. Cine con espacios temporales diferentes del de las grandes capitales. Donde los planos generales parecen detenerse en el tiempo, para mostrar cómo Juan, su protagonista, cruza un puente, saluda a un vecino, o escucha una historia. EN CAMINO La cámara muestra la cansina marcha del protagonista cuando cruza los rieles muertos por los que alguna vez pasó el tren que conducía a ese pueblo que hoy tiene unos trescientos habitantes y en otra época contó con cuatro mil. "El fruto" cuenta un viaje. Y ese viaje testimonia toda la vida exterior, e interior de un hombre solo, casi fundido con la llanura plana que lo circunda. Traspasada por un sentimiento de ausencia y finitud, la película revela a dos interesantes directores emocionales y solidarios de la condición humana, Miguel Baratta y Patricio Pomares. Precede a estos realizadores un tipo de cine, independiente de nobles antecedentes, con nombres como los de Lisandro Alonso, o Gustavo Fontán, de reconocida filmografía.
La película de Miguel Baratta y Patricio Pomares realizada en el pueblo de Carlos Keen con pobladores del lugar sin experiencia actoral, es una cruza de actuación y documental, donde las imágenes de humanos y paisaje se entrelazan con intensidad. Un adulto mayor lleva un arbolito fruto de su jardín para pagarle a una curandera para que lo salve, mientras sus miedos y la soledad se cruzan con supersticiones populares.
Toda reseña o crítica que se realice sobre un hecho artístico, indefectiblemente va a estar impregnada de la subjetividad de que quien escribe; más si se trata de dilucidar si lo que se acaba de ver (en este caso una película) es bueno o malo, gusta o no. El fruto es una película particular, muy especial, quizá destinada a un público pequeño; y puede que despierte sensaciones encontradas, y que no todos salgan satisfechos por lo que han visto. En mi caso, salí con el alma llena, con una fuerza de espíritu como el cine rara vez logra expresar, y lo mejor el gusto de haberlo logrado con la máxima escasez de recursos. Hace pocos meses tuve la oportunidad de pasar un día entero en la localidad de Carlos Keen, digamos cerca de Lujan para ubicarnos; un pueblo que para los acostumbrados al calor de ciudad parece haberse quedado en el tiempo, pero hace mucho tiempo. Casa coloniales, ritmo muy tranquilo, y mucho respeto por la historia del lugar; cada casa, cada rincón parece estar contándonos un pedazo de la historia del pueblo. Es esta localidad donde transcurre El fruto, debut en el largometraje del dúo Miguel Baratta y Patricio Pomanes. La historia, realmente mínima, casi una excusa, es la de un hombre (Juan Carlos Maidana) con todas las marcas del peso de la vida encima, piel curtida, andar cansino y mirada inocente que camina alrededor de las calles del pueblo para encontrarse con una curandera, a la quiere regalarle un árbol pequeño, un fruto, propio de su campo para que esta pueda plantarlo; en agradecimiento por un mal curado. Pero en el camino se irá cruzando con otros habitantes, y charlará con ellos sobre diversos temas, sobre la vida, y se relacionará. Esta temática será la que puede dividir las aguas en El fruto, quienes encontraron en las películas Carlos Sorín, en las últimas de Alberto Lecchi, o en Una historia Sencilla de David Lynch una escasez de relato, vayan sabiendo que en comparación aquellas son épicas. Baratta y Pomanes utilizan el hecho del regalo a la curandera como una apertura, y en el medio nuestro protagonista se pierde, y hasta la película parece olvidarse de ese destino; lo que importa es lo del medio, el recorrido, por ínfimo que algunos les pueda parecer. La película, realizada con habitantes propios de Carlos Keen, funciona como una mezcla indivisible e invisible entre ficción y documental; y la verdad es que no importa si lo que vemos es espontaneidad o armado de guión y argumento, de cualquier manera surge naturalmente. Aunque parezca raro, El fruto parece heredera de la mítica tradición de Jorge Preloran y sus documentales etnobionagráficos. El interés puesto sobre este personaje curtido es meticuloso, minimalista, importa todo lo que dice, y cómo lo dice, y cuándo lo dice, porque todo forma su forma de ser; y funciona como botón de muestra de algo más grande que se quiere mostrar. Bellisimamente fotografiada, dueña de un ritmo propio; como siempre con estas películas, hay que aclara que no serán aptas para aquellos que buscan el descontrol y frenesí de la acción a raudales. La duración es extremadamente corta, 65 minutos, pero cada minuto, cada segundo se siente adentro, en el alma. Bueno sería que esta película de a conocer un lugar tan hermoso y perdido como Carlos Keen, que mucha gente más pueda disfrutar de las bondades que este pequeñísimo pueblo tiene para ofrecer. Aunque pensándolo bien, mucho de su encanto, se guarda en eso, en que es un lugar perdido, con estilo de vida propio, y eso ojalá nunca cambie.
Una película argentina que pasó por el 25º Festival de Cine Jove en Valencia. Una propuesta interesante para un público determinado. La ficción documentalizada La película comienza con una secuencia de planos detalle con cámara fija en una línea de ensamblado. Parece un documental desde que comienza hasta que termina. Los títulos al minuto siete, más o menos, vienen a dar cuenta de las personas que trabajaron en el artificio. Directores, guionistas, arte, foto, montaje, en fin, si creías a este punto que estabas viendo un documental te equivocaste. Pero no tendría porqué ser tan así tampoco. La estética de la película juega con el documental, especialmente ese al que unos llaman “de Observación”, y busca recrearlo en toda dimensión. Hay planos interesantes y bien encontrados que le aportan mucho a la película. La cámara fija y la situación que sucede permitiéndonos a los espectadores, jugar con el fuera de campo. Hay algo de oculto en todo este tratamiento que a uno le permite sospechar diferentes cuestiones. Y mientras parece que se está en un tiempo muerto en realidad se nos está dando ese lugar para elucubrar. El no actor también suma enormemente a esta estética documental. Todos los personajes son interpretados por los propios pobladores de Carlos Keen. El lugar La zona en donde se desarrolla es una localidad de la Provincia de Buenos Aires llamada Carlos Keen de cuatrocientos habitantes. De esto, uno no se entera al comienzo por lo que puede ser un pueblo cualquiera de llanura pampeana. Este lugar pareciera disparar la historia y contribuir enormemente en la narración. Quizá allí radique la decisión de ubicar la cámara fija y que la acción suceda a partir de lo que el pueblo ofrece. Un público determinado Algunas películas pecan por ser un tanto snobs y subestimar a su público al sostener esa estúpida idea de que “no lo van a entender”. Este no es el caso con El Fruto, pero sí creo que si tus últimas tres películas que fuiste a ver al cine fueron Brave, Skyfall y Expendables entonces quizá esta peli no llegue a interesarte mucho. Conclusión El Fruto tiene cositas interesantes que se van rescatando por su pericia y por la búsqueda que detrás de ellas se evidencia. Se nota que es una peli bien festivalera la que por suerte, ha logrado trascender y estrenarse comercialmente en nuestro país. Dura tan sólo una hora y no creo que le falte nada. Si son de los que disfrutan de estos films la van a pasar bien y los que no, bueno, quizá quieran darle una chance y la terminan apreciando.
La muerte y sus metáforas Documental de observación, con cruces de ficción, sobre el destino de un anciano que emprende un misterioso peregrinaje. Los directores Miguel Baratta y Patricio Pomares mezclan ficción y documental en El fruto, una película que muestra el peso de una vida difícil. La de Juan, un viejo habitante de Carlos Keen (un pueblito bonaerense de 400 habitantes) que lentamente marca el ritmo de un filme rico en detalles. El paso de los años, lo mecánico de la rutina, el cansancio y, sobre todo, la soledad del protagonista, transforma a Juan en un engranaje de una vida destinada a repetirse día a día. La película se enfoca quirúrgicamente en sus rasgos, la mirada perdida, sus arrugas, el desvelo que le pelea cada noche. Trasplantar un árbol será la acción que le dará un eje a El fruto y esa silenciosa compañía estructurará un guión basado, también en silencios. Todo será contemplación cocinada a fuego bien lento, no apto para espectadores impacientes. El vívido sonido de la naturaleza (demasiado preponderante en el filme) parece reemplazar los movimientos de Juan, los articula y adapta a un entorno hogareño sombrío con mucho detalle en el óxido, las telarañas: el cruel e inevitable paso del tiempo. Juan todo lo calcula. Mide cada palabra, dosifica su experiencia marcada en su larga barba mesiánica. Arbol en mano, el protagonista (sin experiencia actoral) emprenderá un peregrinaje hacia ninguna parte. Pero algo lo vigilará, la cámara siempre estará expectante ante cada paso de él, a veces detrás de un cristal, otras, desde lejos, para analizar la quietud del hombre y su casi nulo diálogo frente a otros vecinos. La muerte ronda la película y en su repetición metafórica es donde el filme se ahoga, se hace predecible. Las creencias populares como la lechuza escarbando el alero, un perro negro (fantasmagórico) que se esconde bajo la cama de un difunto a la distancia o un vecino que lo chicanea si va para el cementerio con el árbol. ¿Atormentará esto al dueño del arbolito? ¿Sembrará nueva vida para poder morir en paz? Quien sabe. Mientras una niña dibuja una mariposa -de lo más bello y efímero de la existencia alada- Juan resalta la corta vida del insecto y, una mujer le roba un pensamiento: “¿Para que vivir si la vida va a durar dos días?”, dice. El, renegado de la cultura (“los libros son tristes porque dicen cosas que ya pasaron”), no se permite mirar atrás. Jamás. “No tenés que darle tanto cariño a ese perro, ya está viejo, se va a morir”, le dice Juan a un chico que cuida a un can. Esa frase sirve como proyección de lo que los demás piensan de él, recluido en el olvido, un náufrago de tanta vida. Al perro lo sacrificarán y el dirá: “La muerte no siempre tiene tiempo de ocuparse de todo”.
Historia mínima, logro máximo Habrá que prestarle atención al estreno tapado y silencioso de la semana. Ópera prima de Miguel Baratta y Patricio Pomares, El fruto es una pequeñísima historia rural acerca de la rutina de un anciano en una ciudad bonaerense de apenas 400 habitantes llamada Carlos Keen, ubicada al límite con La Pampa. Allí, entre conversaciones y actos cotidianos, Juan se propone llevarle un pequeño árbol a la curandera del pueblo como obsequio por los servicios prestados. A lo largo de ese recorrido se cruzará con vecinos, amigos y demás personajes de la vida pueblerina. La cámara de la dupla sigue las acciones a una distancia prudente, observándolas sin entrometerse en su desarrollo, en muchos casos con planos fijos. De esta manera, El fruto logra encontrar lo extraordinario dentro de esa rutina valiéndose de un registro oscilante entre la ficción y el documental, adquiriendo para sí las características principales de su protagonista para terminar convirtiéndose en una de esas películas en la que el tiempo parece transcurrir a otra velocidad.
“El fruto” es de esas películas a las que, salvo por la casualidad de comprar una entrada para otra y entrar equivocadamente donde la proyectan esta, uno sigue sin entender cuál es el criterio que se ha sustentado para cuidarla, promocionarla y estrenarla. Más festivalera que comercial, este relato en imágenes es muy parecido al ritmo e intención de “La casa” (2012) de Sergio Fontán. Los directores tienen a favor una interesante capacidad de observación a la hora de componer planos metafóricos y simbólicos, como el del protagonista bañándose combinando codos, manos y piel ajada por el paso de los años con azulejos raídos por la humedad. Sin embargo, esta realización preciosa en imágenes bellamente fotografiadas, se codea con el documental al tomar como actores a habitantes del pequeño poblado de Carlos Keen, en la provincia de Buenos Aires, en cuya inexpresividad emotiva pretenden recalar los únicos momentos del guión en donde se supone que se puede aclarar algo de lo que vemos. En la sinopsis se especifica que se desarrolla en un rincón escondido de la mansa llanura de las pampas, donde con inquebrantable tenacidad se presenta la superstición que anida en los ojos de un hombre solitario, entrado en años, llamado Juan. Al abrigo de la tierra y sus caminos, con una frágil ofrenda entre sus manos, recorre un poblado casi desierto, embriagado en la magia y la vitalidad de las creencias populares. El protagonista atraviesa todo un territorio mientras busca a la curandera del poblado vecino para que lo sane del mal que lo aqueja. En sus manos sólo lleva un pequeño árbol, fruto de su propio jardín -su única pertenencia-, para entregar en forma de pago por su salvación. Esta producción dura algo más de una hora, pero como la contemplación y la paciencia son casi indispensables para decodificarla, hay planos que por alargarse demasiado sobre explican o, en el peor de los casos, redundan. Agotan su vida útil al punto de hacer pensar si este no hubiera sido un gran cortometraje.
La agonía de un viejo Película simple de concepto donde un anciano aquejado por un mal decide ir al pueblo vecino en búsqueda de una curandera. Hay pocos acontecimientos en esta historia casi ausente cuyo tiempo es extremadamente lento y las largas caminatas del protagonista terminan aburriendo más que diciendo algo. La película centra su mirada en la capacidad de observación de los realizadores cuya habilidad les permite crear planos metafóricos y simbólicos. Aunque el viaje les permitirá componer todo tipo de imágenes, rápidamente la creatividad o expresión de la cámara se vuelve repetitiva (no hay cambios ni diferencias entre las escenas) y en una película tan de observación como esta, la falta de detalles convincentes provoca casi la nulidad absoluta del espectador. Sin embargo, "El fruto" es una trama singular y ese cierto enfoque similar a cada plano le da un toque rutinario y cotidiano a la película. Este día es igual al protagonista como todos los demás y, por ende, ese sufrimiento de vacío existencial es algo que padece todos los días. Normalmente las acciones describirían el objetivo de la trama, pero las mismas son insuficientes y para los realizadores se les hizo imperativo ayudarse de textos para describir el estado de animo del protagonistas. Unos diálogos que si bien son medidos y efectivos, las situaciones donde se desarrollan son más forzadas que naturales. Por lo tanto, "El fruto" termina siendo simplemente un ejercicio de lago más de una hora que a pesar de realizar un labor intachable desde lo formal, falla a la hora de crear una emoción genuina el espectador. Los largas escenas, planos o charlas terminan pasando de la contemplación a la sobre-explicación y aunque la película sea extremadamente corta termina siendo eterno ante tanta redundancia.